Myron se adelantó.
– ¿De qué va esto?
Los dos polis lo miraron con ojos inexpresivos.
– ¿Usted es?
– Myron Bolitar.
Los dos polis parpadearon.
– ¿Y Myron Bolitar es?
– El abogado de la señorita Slaughter -respondió Myron.
Los polis se miraron uno al otro.
– Sí que ha sido rápida.
– Me pregunto por qué ha llamado a un abogado -dijo el segundo poli.
– Extraño, ¿no?
– Diría que sí. -Miró al multicolor Myron de arriba abajo. Hizo una mueca de burla-. No viste como un abogado, señor Bolitar.
– Me dejé el chaleco gris en casa -contestó Myron-. ¿Qué desean?
– Nos gustaría llevar a la señorita Slaughter a la comisaría -dijo el primer poli.
– ¿Está arrestada?
El primer poli miró al segundo poli.
– ¿Los abogados no saben que cuando arrestamos a alguien le leemos sus derechos?
– Lo más probable es que hiciese un curso por correspondencia. Quizás en la escuela de Sally Struthers.
– Obtuvo la licenciatura de abogado y técnico de televisión al mismo tiempo.
– Correcto, algo así.
– Quizás es que fue al Instituto de Camareros Americanos. Según me han dicho tienen un programa muy competitivo.
Myron se cruzó de brazos.
– Cuando quieran pueden acabar. Pero por mí sigan, eh. Son muy divertidos.
El primer poli suspiró.
– Nos gustaría llevar a la señorita Slaughter a la comisaría -repitió.
– ¿Por qué?
– Para hablar.
Chico, sí que la cosa iba bien.
– ¿Por qué quieren ustedes hablar con ella? -preguntó Myron.
– Nosotros no -dijo el segundo poli.
– Así es, nosotros no.
– Sólo se supone que debemos recogerla.
– Como escoltas.
Myron estaba a punto de hacer un comentario sobre que fuesen escoltas masculinos, pero Brenda puso una mano en su antebrazo.
– Venga, vamos -dijo ella.
– Una dama lista -opinó el primer poli.
– Necesita otro abogado -añadió el segundo poli.
Myron y Brenda se sentaron en el asiento trasero de un coche de policía de incógnito que hasta un ciego hubiese identificado. Era un coche marrón, del mismo marrón que los trajes de los polis, un Chevrolet Caprice con demasiadas antenas.
Durante los diez primeros minutos nadie dijo nada. El rostro de Brenda mostraba una expresión tensa. Movió la mano a lo largo del asiento hasta que tocó la suya. Entonces la dejó allí. Ella lo miró. El contacto de la mano era cálido y agradable. Myron intentó mostrarse confiado, pero tenía una terrible opresión en la boca del estómago.
Fueron por la ruta 4 y después por la 17. Mahwah. Un bonito suburbio, casi en la frontera de Nueva York. Aparcaron detrás del Ayuntamiento de Mahwah. La entrada a la comisaría estaba en la parte de atrás. Los dos polis les llevaron a una sala de interrogatorios. Había una mesa metálica atornillada al suelo y cuatro sillas. Ninguna lámpara de flexo. Un espejo ocupaba la mitad de una de las paredes. Sólo un idiota que no hubiese visto nunca la televisión no sabría que era un espejo camuflado. Myron a menudo se preguntaba si alguien se dejaba engañar todavía por lo del espejo. ¿Incluso aunque no hubiese visto nunca la tele, para qué necesitaba la policía un espejo gigante en una sala de interrogatorios? ¿Vanidad?
Los dejaron a solas.
– ¿De qué va todo esto? -preguntó Brenda.
Myron se encogió de hombros. Tenía una idea aproximada. Pero especular en ese momento era inútil. No tardarían en saberlo. Pasaron diez minutos. No era una buena señal. Otros cinco. Myron decidió aceptar el farol.
– Vámonos -dijo.
– ¿Qué?
– No tenemos por qué esperar aquí. Nos vamos.
Como si hubiese sido una señal, la puerta se abrió. Entraron un hombre y una mujer. El hombre era grande como un tonel con pelos por todas partes. Llevaba un bigote tan espeso que el de Teddy Roosevelt parecería una pestaña. Tenía la línea del pelo tan baja que no se sabía dónde terminaban las cejas y donde empezaba el pelo. Tenía el aspecto de un miembro del Politburó. Sus pantalones se estiraban al máximo por delante, en una curva obscena, y sin embargo, su falta de culo los hacía demasiado grandes por atrás. La camisa también le iba pequeña. El cuello le estrangulaba. Las mangas subidas le apretaban los antebrazos como torniquetes. Tenía el rostro enrojecido y colérico.
Para quien le interesen los detalles, éste sería el Poli Malo.
La mujer vestía una falda gris con la placa de detective en la cintura y una blusa blanca de cuello alto. Tenía unos treinta y tantos años, rubia, con pecas y mejillas sonrosadas. De aspecto saludable. Si ella fuera el plato de carne, el menú la describiría como «alimentada a base de leche».
Les sonrió con calidez.
– Lamento haberles hecho esperar. -Dientes bonitos-. Soy la detective Maureen McLaughlin. Pertenezco a la fiscalía de Bergen County. Él es el detective Dan Tiles. Trabaja para el Departamento de Policía de Mahwah.
Tiles no dijo nada. Se cruzó de brazos y observó a Myron como si fuera un vagabundo meando en su jardín. Myron le devolvió la mirada.
– Tiles [1] -repitió Myron-. ¿Como esas cosas de porcelana de mi baño?
McLaughlin mantuvo la sonrisa.
– Señorita Slaughter, ¿puedo llamarla Brenda?
La poli amiga.
– Sí, Maureen -respondió Brenda.
– Brenda, quisiera hacerle unas pocas preguntas, si le parece bien.
– ¿De qué va todo esto? -intervino Myron.
Maureen McLaughlin le dedicó una sonrisa. Con las pecas tenía un aspecto muy coqueto.
– ¿Puedo ofrecerles algo? ¿Quizás un café? ¿Un refresco?
Myron se levantó.
– Vámonos, Brenda.
– Vaya -exclamó McLaughlin-. Esperen un segundo, ¿vale? ¿Cuál es el problema?
– El problema es que no nos dicen por qué estamos aquí -dijo Myron-. Además ha utilizado la palabra «refresco» en una conversación informal.
Tiles habló por primera vez.
– Dígaselo -dijo.
Su boca ni siquiera se movió. Pero el arbusto debajo de la nariz se movió arriba y abajo. Algo así como Yosemite Sam.
McLaughlin de pronto parecía inquieta.
– No puedo soltárselo sin más, Dan. Sería…
– Dígaselo -repitió Tiles.
Myron los señaló.
– ¿Lo han ensayado?
Pero ahora estaba dando manotazos de ahogado. Tenía claro lo que se les venía encima. Sólo que no quería oírlo.
– Por favor -dijo McLaughlin. La sonrisa desapareció-. Por favor, siéntense.
Ambos se tomaron su tiempo para sentarse. Myron cruzó las manos y las apoyó en la mesa.
McLaughlin pareció meditar sus palabras.
– ¿Tiene novio, Brenda?
– ¿Tiene un servicio de citas? -preguntó Myron.
Tiles se apartó de la pared. Cogió la mano derecha de Myron por un momento. La dejó caer y levantó la izquierda. La observó, parecía disgustado, la dejó caer también.
Myron intentó no parecer confuso.
– Palmolive -dijo-. Es más que suave.
Tiles se apartó, volvió a cruzarse de brazos.
– Dígaselo -repitió.
La mirada de McLaughlin estaba ahora sólo puesta en Brenda. Se inclinó un poco hacia delante y bajó la voz.
– Su padre ha muerto, Brenda. Encontramos su cuerpo hace tres horas. Lo siento.
Myron se había preparado, pero así y todo, las palabras le golpearon como un meteorito. Sujetó la mesa y sintió que se le iba la cabeza. Brenda no dijo nada. Su rostro no mostró ningún cambio, pero se le aceleró la respiración.
McLaughlin no dejó mucho tiempo para las condolencias.
– Comprendo que es un momento muy duro, pero de verdad necesitamos hacerle unas preguntas.
– Fuera -dijo Myron.
– ¿Qué?
– Quiero que usted y Tiles se larguen de aquí ahora mismo. La entrevista se ha terminado.
– ¿Tiene algo que ocultar, Bolitar? -preguntó Tiles.
– Sí, así es, chico. Ahora salgan de aquí.
Brenda siguió sin moverse. Miró a McLaughlin y sólo dijo una palabra.
– ¿Cómo?
– ¿Cómo qué?
Brenda tragó saliva.
– ¿Cómo lo asesinaron?
Tiles casi saltó a través de la habitación.
– ¿Cómo sabe que lo han asesinado?
– ¿Qué?
– No hemos dicho nada de asesinato -afirmó Tiles. Parecía muy complacido consigo mismo-. Sólo que su padre había muerto.
Myron puso los ojos en blanco.
– Nos has pillado, Tiles. Dos polis nos traen hasta aquí, juegan a Sipowicz y Simone, y, de alguna manera, deducimos que su padre no murió de causas naturales. O somos videntes o lo hicimos nosotros.
– Cállese, imbécil.
Myron se levantó en el acto tumbando la silla. Inició una guerra de miradas con Tiles.
– Lárguese.
– ¿o?
– ¿Me está buscando las cosquillas, Tiles? -Me encantaría, gilipollas.
McLaughlin se interpuso entre los dos.
– ¿Acaso han tomado una ración de testosterona esta mañana? Apártense los dos.
Myron mantuvo la mirada fija en Tiles. Respiró varias veces bien hondo. Se estaba comportando de una forma irracional. Lo sabía. Era una estupidez perder el control. Tenía que hacer las cosas bien. Horace estaba muerto. Brenda tenía problemas. Tenía que mantener la calma.
Myron cogió la silla y se sentó de nuevo.
– Mi cliente no hablará con ustedes hasta que hayamos hablado.
– ¿Por qué? -le preguntó Brenda-. ¿Por qué es tan importante?
– Creen que lo hiciste tú -contestó Myron.
La respuesta le sorprendió. Brenda se volvió hacia McLaughlin.
– ¿Soy sospechosa?
McLaughlin se encogió de hombros como diciendo «Estoy de tu parte».
– Todavía es demasiado pronto para descartar a nadie.
– Eso es un sí en el lenguaje de la poli -dijo Myron.
– Cállese, imbécil -repitió Tiles.
Myron no le hizo caso.
– Responda a su pregunta, McLaughlin. ¿Cómo asesinaron a su padre?
McLaughlin se echó hacia atrás, sopesó sus opciones.
– Le dispararon en la cabeza.
Brenda cerró los ojos.
Dan Tiles se acercó de nuevo.
– A quemarropa -añadió.
– Correcto, a quemarropa. En la nuca.
– A quemarropa -repitió Tiles. Apoyó los puños en la mesa. Después se inclinó hacia delante-. Como si conociese al asesino. Quizá como si fuese alguien en quien confiaba.
Myron lo señaló.
– Tiene comida pegada en el bigote. Parecen huevos revueltos.
Tiles se inclinó hacia delante hasta que sus narices casi se tocaron. Tenía los poros grandes. Muy grandes. Myron casi temió caerse dentro de uno.
– No me gusta su actitud, gilipollas.
Myron se inclinó también un poco hacia delante. Luego sacudió suavemente la cabeza, la punta de su nariz haciendo contacto con la otra.
– Si fuésemos esquimales -comentó Myron-, ahora estaríamos comprometidos.
Esto apartó a Tiles. Cuando se recuperó, dijo:
– Que se comporte como un imbécil no cambia los hechos: a Horace Slaughter le dispararon a quemarropa.
– Y eso no significa nada, Tiles. Si perteneciese a la policía de verdad, sabría que la mayoría de los asesinos a sueldo disparan a sus víctimas a quemarropa. La mayoría de los familiares no lo hacen.
Myron no tenía ni idea de si era verdad, pero sonaba bien.
Brenda carraspeó.
– ¿Dónde le dispararon?
– ¿Perdón? -dijo McLaughlin.
– ¿Dónde le dispararon?
– Se lo acabo de decir. En la cabeza.
– No, me refiero al lugar. ¿En qué ciudad?
Pero por supuesto ellos sabían qué preguntaba. No querían decírselo, con la ilusión de hacerla caer en una trampa.
Myron respondió la pregunta.
– Le encontraron aquí en Mahwah. -Miró a Tiles-. Y antes de que Magnum Investigador Privado ataque de nuevo, lo sé porque estamos en la comisaría de Mahwah. La única razón para que así sea es que el cadáver lo encontraron aquí.
McLaughlin no respondió directamente. Cruzó las manos.
– Brenda, ¿cuándo fue la última vez que vio a su padre?
– No respondas -dijo Myron.
– ¿Brenda?
Brenda miró a Myron. Tenía los ojos muy abiertos y desenfocados. Hacía lo imposible por contenerse, y el esfuerzo comenzaba a mostrarse. Su voz era casi una súplica.
– Acabemos de una vez, ¿vale?
– Te aconsejo que no lo hagas.
– Buen consejo -dijo Tiles-, si tiene algo que ocultar.
Myron miró a Tiles.
– Aún no me he decantado. ¿Es un bigote o un pelo largo de la nariz?
McLaughlin continuó mostrándose muy amistosa, la mejor amiga de la presunta asesina.
– Las cosas están así, Brenda. Si puede responder a nuestras preguntas ahora, acabaremos con esto. Si se calla, bueno, nos preguntaremos por qué. No quedará muy bien, Brenda. Parecerá como si tuviese algo que ocultar. Y después están los medios.
Myron alzó una mano.
– ¿Qué?
Tiles se ocupó de responder.
– Es muy sencillo, gilipollas. Le haces de abogado; nosotros le decimos a la prensa que es una sospechosa y que se niega a cooperar. -Sonrió-. La señorita Slaughter tendrá suerte si consigue anunciar condones.
Un silencio momentáneo. Golpear a un agente donde más le duele.
– ¿Cuándo fue la última vez que vio a su padre, Brenda?
Myron iba a interrumpir, pero Brenda lo silenció al apoyar una mano en su antebrazo.
– Hace nueve días.
– ¿En qué circunstancias?
– Estábamos en su apartamento.
– Por favor, continúe.
– ¿Continúe con qué? -interrumpió Myron. Regla veintiséis de la abogacía: nunca dejar que el interrogador, poli o colega abogado, marquen el ritmo-. Le ha preguntado cuándo vio por última vez a su padre. Y ella le ha contestado.
– Le pregunté en qué circunstancias -señaló McLaughlin-. Brenda, por favor, dígame qué ocurrió durante su visita.
– Ya sabe lo que ocurrió -contestó Brenda.
Esto la puso un paso por delante de Myron.
Maureen McLaughlin asintió.
– Tengo en mi poder una denuncia jurada. -Deslizó una hoja de papel a través de la mesa-. ¿Es ésta su firma, Brenda?
– Sí.
Myron cogió la hoja y comenzó a leerla.
– ¿La denuncia describe con exactitud tu último encuentro con tu padre?
La mirada de Brenda era ahora dura.
– Sí.
– Así que en esta ocasión en el apartamento de su padre, la última vez que le vio, su padre la asaltó física y verbalmente. ¿Es correcto?
Myron permaneció inmóvil.
– Me empujó -contestó Brenda.
– Lo bastante fuerte como para que pidiese una orden de alejamiento, ¿es correcto?
Myron intentó mantenerse a la par, pero comenzaba a sentirse como una boya en un mar agitado. Horace había atacado a su propia hija y ahora estaba muerto. Myron tenía que conseguir un asidero, volver a la refriega.
– Deje de dar vueltas -dijo, su voz con un tono débil y forzado-. Tiene la documentación, así que continuemos.
– Brenda, por favor, hábleme del ataque de su padre.
– Él me empujó -repitió la muchacha.
– ¿Puede decirme por qué?
– No.
– No porque no me lo quiere decir, o no porque no lo sabe.
– No, no lo sé.
– ¿La empujó sin más?
– Sí.
– Usted entró en su apartamento. Dijo: «Hola, papá». Luego él la asaltó y la atacó. ¿Es eso lo que nos está diciendo?
Brenda intentaba mantener el rostro firme, pero había un temblor cerca de las líneas de falla. La fachada estaba a punto de desmoronarse.
– Ya es suficiente -intervino Myron.
McLaughlin no le hizo caso. Insistió.
– ¿Es lo que intenta decirnos, Brenda? ¿Que el ataque de su padre fue completamente injustificado?
– No le está diciendo nada, McLaughlin. Apártese.
– Brenda…
– Nos vamos de aquí.
Myron sujetó el brazo de Brenda y medio la obligó a levantarse. Tiles se desplazó para tapar la puerta.
McLaughlin continuó hablando.
– Podemos ayudarla, Brenda. Pero ésta es su última oportunidad. Si sale de aquí, recibirá una acusación de asesinato.
Brenda pareció salir del trance en el que había entrado.
– ¿De qué habla?
– Es un farol -afirmó Myron.
– Ya sabe lo que parece, ¿no? -añadió McLaughlin-. Su padre lleva muerto un tiempo. No hemos hecho todavía la autopsia, pero estoy segura de que lleva muerto casi una semana. Usted es una chica lista, Brenda. Sabe de qué va esto. Los dos tenían problemas. Tenemos aquí su lista de quejas graves. Hace nueve días la atacó. Usted fue al juzgado para pedir una orden de alejamiento. Nuestra teoría es que su padre no obedeció la orden. Es obvio que se trataba de un hombre violento, quizás enfadado y fuera de control porque percibía su deslealtad. ¿Es lo que ocurrió, Brenda?
– No respondas -dijo Myron.
– Deje que la ayude, Brenda. Su padre no hizo caso de la orden, ¿no? Él fue a por usted, ¿no?
Brenda no dijo nada.
– Era su hija. Le desobedeció. Lo humilló públicamente, tanto que él decidió darle una lección. Y cuando él fue a por usted, cuando aquel hombre grande y temible iba a atacarla de nuevo, no tuvo alternativa. Le disparó. Fue en legítima defensa, Brenda. Lo comprendo. Yo hubiese hecho lo mismo. Pero si ahora sale por esa puerta, no podré ayudarla. Pasará de algo justificable a asesinato a sangre fría. Clara y llanamente.
McLaughlin tendió la mano.
– Deje que la ayude, Brenda.
La habitación se quedó inmóvil. El rostro pecoso de McLaughlin mostraba una expresión seria, una máscara perfecta de preocupación, confianza y abertura. Myron miró a Tiles. Éste se apresuró a desviar la mirada.
A Myron no le gustó.
McLaughlin había explicado una bonita teoría. Tenía sentido. Myron comprendía por qué los polis la creían. Había mala sangre entre padre e hija. Una bien documentada historia de abusos. Una orden judicial…
Un momento.
Myron observó de nuevo a Tiles. Éste seguía sin querer devolverle la mirada.
Entonces Myron recordó la sangre de la camisa en la taquilla. Los polis no lo sabían, no podían saberlo…
– Ella quiere ver a su padre -soltó Myron.
Todos le miraron.
– ¿Perdón?
– Su cuerpo. Queremos ver el cuerpo de Horace Slaughter.
– No será necesario -dijo McLaughlin-. Lo hemos identificado a través de las huellas digitales. No hay ninguna razón para…
– ¿Le está negando a la señorita Slaughter la oportunidad de ver el cadáver de su padre?
McLaughlin de inmediato dio marcha atrás.
– Por supuesto que no. Si es eso lo que de verdad quiere Brenda…
– Eso es lo que queremos.
– Estoy hablando con Brenda…
– Soy su abogado, detective. Hable conmigo.
McLaughlin se detuvo. Luego sacudió la cabeza y se volvió hacia Tiles.
El poli se encogió de hombros.
– Vale -dijo McLaughlin-. Los conduciremos hasta allí.