1

30 DE AGOSTO

Myron se encogió de hombros.

– No soy una niñera -dijo, arrastrando las palabras-. Soy un agente deportivo.

Norm Zuckerman pareció dolido.

– ¿Se supone que eres Bela Lugosi?

– El Hombre Elefante -respondió Myron.

– Maldita sea, eso ha sido feo. ¿Quién ha dicho nada de una niñera? ¿Acaso he pronunciado la palabra niñera, canguro o cualquier otra variante? ¿He mencionado el verbo cuidar o algo parecido?

Myron levantó una mano.

– Vale, ya lo he pillado, Norm.

Estaban sentados bajo una de las canastas del Madison Square Garden, en una de aquellas sillas de director de lona y madera que tienen escrito el nombre de las estrellas en el respaldo. Las sillas estaban colocadas tan arriba que la red del aro casi tocaba el pelo de Myron. En mitad de la pista estaban celebrando una sesión fotográfica de modelos. Había montones de luces con paraguas, mujeres aniñadas, altas y huesudas, trípodes y personas que iban y venían por todos lados. Myron esperó a que alguien lo confundiese con un modelo. Pero siguió esperando.

– Una joven puede estar en peligro -declaró Norm-. Necesito tu ayuda.

Norm Zuckerman se acercaba a los setenta. Era director ejecutivo de Zoom, una gigantesca megacorporación fabricante de prendas deportivas, es decir, tenía más dinero que Trump. Sin embargo, parecía un beatnik que se había quedado colgado de un mal viaje de ácido. El estilo retro, le había explicado Norm antes, estaba en alza y él se había subido a ese tren vistiendo un poncho psicodélico, pantalones de fajina, un collar de cuentas y un pendiente con el símbolo de la paz. Mola, tío. La barba negra canosa era lo bastante espesa y desordenada como para criar huevos de cucarachas, y el pelo rizado parecía una mala versión de Godspell.

El Che Guevara vive y lleva permanente.

– No me necesitas a mí -afirmó Myron-. Necesitas un guardaespaldas.

Norm descartó las palabras con un gesto.

– Demasiado obvio.

– ¿Qué?

– Ella nunca aceptará. Vale, Myron, ¿qué sabes de Brenda Slaughter?

– No mucho -admitió él.

Norm pareció sorprendido.

– ¿Qué quieres decir con no mucho?

– ¿Cuál es la palabra que no entiendes, Norm?

– Por todos los santos, tú eras jugador de baloncesto.

– ¿Y?

– Pues que Brenda Slaughter es posiblemente la mejor jugadora de baloncesto femenino de todos los tiempos. Una pionera en su deporte, además de la belleza emblema, y perdona por la insensibilidad política, de mi nueva liga.

– Todo eso ya lo sé.

– Pues entérate bien de esto también: estoy preocupado por ella. Si algo le ocurriese a Brenda, toda la WPBA, y mi considerable inversión, podría irse inmediatamente por el retrete.

– Vaya, ahora te mueven razones humanitarias.

– De acuerdo, soy un codicioso cerdo capitalista. Pero tú, amigo mío, eres un agente deportivo. No existe mente más codiciosa, traidora, rastrera y capitalista.

Myron asintió.

– A mí me la suda -dijo-. No es más que trabajo.

– No me has dejado acabar. Sí, eres agente deportivo. Pero uno muy bueno. En realidad, el mejor. Tú y aquella tía española hacéis un trabajo excelente por vuestros clientes. Obtenéis lo mejor. Más de lo que se merecen. Cuando acabaste conmigo, me sentí violado. No te miento, así eres de bueno. Entraste en mi despacho, me arrancaste la ropa e hiciste conmigo lo que quisiste.

Myron torció el gesto.

– Por favor.

– Pero conozco tu pasado secreto con los federales.

Vaya secreto. Myron aún tenía la ilusión de cruzarse con alguien por encima del Ecuador que no lo supiese.

– Escúchame un segundo, Myron, ¿vale? Brenda es una chica preciosa, una fantástica jugadora de baloncesto, y un grano en mi nalga izquierda. No la culpo. Si yo hubiese crecido con un padre como el suyo, yo también sería como un grano en el culo.

– ¿Así que el problema es su padre?

Norm hizo un gesto ambiguo.

– Es probable.

– Pues pide una orden de alejamiento -dijo Myron.

– Ya la he conseguido.

– ¿Entonces cuál es el problema? Contrata a un detective privado. Si se acerca a menos de cien metros de ella, telefonea a la policía.

– No es tan sencillo.

Norm miró hacia la pista. Los participantes en la sesión de fotos se movían como partículas en una olla cuando el agua llega al punto de ebullición. Myron bebió un sorbo de café. Un café para exquisitos. Hasta hacía un año nunca lo había probado. Un día entró en uno de esos cafés que estaban apareciendo en la ciudad como las películas malas en la televisión por cable. Ahora Myron no podía enfrentarse a una mañana sin una taza de café del bueno.

Hay una línea muy delgada entre la pausa para el café y una casa de crack.

– No sabemos dónde está -añadió Norm.

– ¿Perdón?

– Su padre -respondió Norm-. Ha desaparecido. Brenda no deja de mirar por encima del hombro aterrorizada.

– ¿Crees que el padre es un peligro para ella?

– Este tipo es el Gran Santini con esteroides. Él también jugaba al baloncesto. En la Conferencia Pacific-10, creo. Su nombre es…

– Horace Slaughter -le interrumpió Myron.

– ¿Lo conoces?

Myron asintió lentamente.

– Sí, lo conozco.

Norm observó su rostro.

– Eres demasiado joven para haber jugado con él.

Myron no dio ninguna explicación. Norm no captó la indirecta. Casi nunca lo hacía.

– ¿Cómo es que conoces a Horace Slaughter?

– No te preocupes -dijo Myron-. Dime por qué crees que Brenda Slaughter está en peligro.

– Ha recibido amenazas.

– ¿Qué clase de amenazas?

– De muerte.

– ¿No podrías ser un poco más específico?

El frenesí de la sesión fotográfica continuaba en marcha. Ataviadas con lo último de la marca Zoom, las modelos pasaban por un ciclo de poses, mohines, posturas y labios fruncidos. Venga a bailar. Alguien llamó a Ted, dónde demonios está Ted, esa prima donna, por qué Ted todavía no está vestido, Ted acabará por matarme, lo juro.

– Recibe llamadas telefónicas -prosiguió Norm-. Un coche la siguió. Ese tipo de cosas.

– ¿Qué quieres que haga?

– Vigilarla.

Myron meneó la cabeza.

– Aunque dijese que sí, cosa que no he hecho, dijiste que no está dispuesta a tolerar la presencia de guardaespaldas.

Norm sonrió y palmeó la rodilla de Myron.

– Ésta es la parte en que yo te pesco. Como un pez en el anzuelo.

– Una analogía original.

– En este momento, Brenda Slaughter no tiene agente.

Myron no dijo nada.

– ¿Se te ha comido la lengua el gato, guapo?

– Creía que había firmado un contrato exclusivo con Zoom.

– Estaba a punto de hacerlo cuando desapareció su viejo. Era su representante. Pero ella se lo quitó de encima. Ahora está sola. Confía en mi juicio, hasta cierto punto. Permíteme que te diga que esta chica no es ninguna tonta. Así que éste es mi plan: Brenda llegará aquí dentro de un par de minutos. Te recomendaré a ella. Ella dice hola. Tú dices hola. Luego le das con tu famoso encanto Bolitar.

Myron arqueó una ceja.

– ¿Con toda la fuerza?

– Cielos, no. No quiero ver a la pobre chica desnudarse.

– Presté juramento sobre que sólo utilizaría mis poderes para hacer el bien.

– Eso está muy bien, créeme.

Myron siguió sin estar convencido.

– Incluso si aceptase seguir con esta locura, ¿qué pasa con las noches? ¿Esperas que la vigile las veinticuatro horas del día?

– Por supuesto que no. Win te ayudará con esa parte.

– Win tiene cosas mejores que hacer.

– Dile a ese niño bonito que se trata de mí -dijo Norm-. No podrá negarse, me ama.

Un fotógrafo agitadísimo se acercó a la carrera hasta su altura. Llevaba perilla y el pelo rubio erizado como Sandy Duncan en un día libre. Ducharse no parecía ser aquí una prioridad. Suspiró varias veces, para asegurarse de que todos en la vecindad supiesen que era importante y le estaban dejando de lado.

– ¿Dónde está Brenda? -gimoteó.

– Aquí mismo.

Myron se giró hacia una voz como la miel tibia en los creps de los domingos. Con su paso largo y decidido -no el paso tímido de la chica demasiado alta o el desagradable pavoneo de las modelos-, Brenda Slaughter entró en la pista como un frente cálido de los que muestra el Meteosat. Era muy alta, más de un metro ochenta, con la piel del color del Mocha Java con una generosa cantidad de leche desnatada que Myron tomaba en el Starbucks. Vestía unos vaqueros descoloridos que se ajustaban deliciosamente pero sin ninguna obscenidad, y un suéter de esquiador que te hacía pensar en mimitos en el interior de una cabaña de troncos cubierta por la nieve.

Myron apenas consiguió reprimir un «tía buena» en voz alta.

Brenda Slaughter no era una belleza excepcional, sino más bien eléctrica. El aire a su alrededor crepitaba. Era demasiado alta y tenía los hombros demasiado anchos para ser modelo. Myron conocía a algunas modelos profesionales. Siempre estaban intentando ligar con él -las ganas- y eran ridículamente flacas, construidas como cordeles con globos de helio en la parte superior. Brenda no era ningún esqueleto. Notabas la fortaleza en ella, la sustancia, el poder, una fuerza si quieres, y sin embargo todo era femenino, sea lo que fuere lo que eso signifique, y de un atractivo irresistible.

Norm se inclinó para susurrar:

– ¿Ves por qué es nuestra chica del calendario?

Myron asintió.

Norm se bajó de la silla de un salto.

– Brenda, cariño, ven aquí. Quiero presentarte a alguien.

Los grandes ojos castaños encontraron a los de Myron, y hubo un titubeo. Esbozó una sonrisa y se le acercó. Myron se levantó, el eterno caballero. Brenda caminó en línea recta hacia él y le tendió la mano. Él se la estrechó. Su apretón era fuerte. Ahora que ambos estaban de pie, Myron vio que él le sacaba tres o cuatro centímetros. Eso la situaba en el metro ochenta y cinco, quizá metro ochenta y ocho.

– Bueno, bueno -dijo Brenda-. Myron Bolitar.

Norm hizo un gesto como si los estuviese empujando para que se acercasen.

– ¿Vosotros dos os conocéis?

– Oh, estoy segura de que el señor Bolitar no se acuerda de mí -contestó Brenda-. Fue hace mucho tiempo.

A Myron sólo le llevó unos pocos segundos. Su cerebro comprendió de inmediato que de haber conocido a Brenda Slaughter antes, sin duda lo recordaría. El hecho de que no lo recordase significaba que su anterior encuentro había sido en circunstancias muy diferentes.

– Solías esperar junto a la pista -dijo Myron-. Con tu padre. Debías de tener unos cinco o seis años.

– Y tú acababas de entrar en el instituto -añadió ella-. El único chico blanco que nunca faltaba. Conseguiste que el equipo de Livingston High fuera campeón del estado, jugaste en la All-American Basketball Alliance al entrar en Duke, te escogieron para los Celtics en primera ronda…

Su voz se detuvo. Myron ya estaba habituado.

– Me halaga que lo recuerdes -dijo.

Ya la estaba hechizando con su encanto.

– Crecí viéndote jugar -continuó ella-. Mi padre siguió tu carrera como si fueses su propio hijo. Cuando te lesionaste…

Ella se interrumpió de nuevo, y apretó los labios.

Él sonrió para demostrar que comprendía y apreciaba el sentimiento.

Norm se apresuró a romper el silencio.

– Pues Myron es ahora agente deportivo. Uno muy bueno. En mi opinión, el mejor. Justo, honesto, fiel como nadie… -Norm se interrumpió de golpe-. ¿Acabo de utilizar esas palabras para describir a un agente deportivo?

Meneó la cabeza.

El Sandy Duncan con perilla apareció de nuevo. Habló con un acento francés que sonaba tan real como el de Pepe la Mofeta.

Monsieur Zuckermahn.

Oui -respondió Norm.

– Necesito su ayuda, s'il vous plaît.

Oui -dijo Norm.

Myron estuvo tentado de pedir un intérprete.

– Vosotros dos sentaos -dijo Norm-. Tengo que ocuparme de un asunto. -Palmeó las sillas vacías para dejar bien clara su intención-. Myron va a ayudarme a montar la liga. Algo así como un consultor. Así que habla con él, Brenda. De tu carrera, tu futuro, de lo que sea. Será un buen agente para ti. -Le dedicó un guiño a Myron. Sutil.

Cuando Norm se marchó, Brenda se sentó en la silla contigua.

– ¿Así que todo eso es verdad? -preguntó.

– Una parte -dijo Myron.

– ¿Qué parte?

– Que me gustaría ser tu agente. Pero en realidad no es por eso por lo que estoy aquí.

– ¿Ah, no?

– Norm está preocupado por ti. Quiere que te vigile.

– ¿Que me vigiles?

Myron asintió.

– Cree que estás en peligro.

Ella apretó las mandíbulas.

– Le dije que no quiero vigilancia.

– Lo sé -admitió Myron-. Se supone que debo hacerlo en secreto.

– ¿Entonces por qué me lo dices?

– No soy muy bueno guardando secretos.

Ella asintió.

– ¿Y?

– Si voy a ser tu agente, creo que no es muy útil para nuestra relación comenzar con una mentira.

Ella se echó hacia atrás y cruzó sus piernas, más largas que la cola en la Dirección General de Tráfico a la hora de la comida.

– ¿Qué más te pidió Norm que hicieses?

– Que ponga en marcha mi encanto.

Ella parpadeó.

– No te preocupes -añadió Myron-. Presté un solemne juramento de que sólo lo utilizaré para el bien.

– Suerte que tengo.

Brenda acercó un largo dedo al rostro y se dio varios golpecitos en la barbilla.

– Bueno -dijo por fin-. Así que Norm cree que necesito una niñera.

Myron levantó las manos e hizo su mejor imitación de Norm.

– ¿Quién ha dicho nada de una niñera? -Era mejor que su Hombre Elefante, pero nadie corrió a llamar a Rich Little.

Ella sonrió.

– De acuerdo -asintió con un gesto-. Acepto el trato.

– Estoy agradablemente sorprendido.

– Pues no deberías sorprenderte. Si no lo hago, Norm podría contratar a algún otro que quizá no fuese tan sincero. De esta manera sé las reglas del juego.

– Tiene sentido -dijo Myron.

– Pero hay condiciones.

– Ya lo suponía.

– Poder hacer lo que quiera cuando lo desee. No va a ser un cheque en blanco para invadir mi intimidad.

– Por supuesto.

– Si te digo que te pierdas un rato, tú preguntas hasta dónde te pierdes.

– Correcto.

– Y nada de espiarme sin que yo lo sepa -añadió. -Vale.

– Te mantienes fuera de mis asuntos.

– Aceptado.

– Si paso la noche fuera, no dices ni una palabra.

– Mudo.

– Si escojo participar en una orgía con pigmeos, no dices nada.

– ¿Puedo mirar al menos? -inquirió Myron.

Eso produjo una sonrisa.

– No pretendo parecer difícil, pero ya he tenido demasiadas figuras paternas en mi vida. Quiero que quede bien claro que no vamos a estar juntos las veinticuatro horas del día o nada parecido. Ésta no es una película con Whitney Houston y Kevin Costner.

– Algunos aseguran que tengo cierto parecido a Kevin Costner.

Myron le dedicó una rápida imitación de aquella sonrisa cínica y traviesa, a lo Bull Durham.

Ella lo miró de pies a cabeza.

– Sí, quizás en la línea del pelo.

Ay. En mitad de la cancha, Sandy Duncan con perilla comenzó a llamar de nuevo a Ted. Su comitiva le imitó. El nombre de Ted rebotó en la cancha como bolas de plastilina.

– ¿Entendido?

– Perfectamente -dijo Myron. Se removió en la silla-. ¿Y ahora quieres explicarme qué está pasando?

Ted -tenía que ser un tío llamado Ted- hizo su entrada triunfal por la derecha. Llevaba sólo un pantalón corto marca Zoom y su abdomen estaba cincelado como un mapa en relieve hecho en mármol. Tenía unos veinte y pocos años, guapo al estilo de los modelos y entrecerraba los ojos como un guardia de prisión. Mientras avanzaba contoneándose hacia la pista, no dejaba de pasarse las manos por su pelo negro azulado al estilo de Superman, el movimiento aumentaba su pecho y estrechaba su cintura, dejando a la vista las axilas afeitadas.

– Un gallito gilipollas -murmuró Brenda.

– Un comentario del todo injusto -señaló Myron-. Quizás es un erudito de Fulbright.

– He trabajado antes con él. Si Dios le diese un segundo cerebro, moriría de soledad. -Su mirada se dirigió a Myron-. Hay una cosa que no entiendo.

– ¿Qué?

– ¿Por qué tú? Eres un agente deportivo. ¿Por qué Norm te pediría que fueses mi guardaespaldas?

– Solía trabajar… -se interrumpió para mover la mano en un gesto vago-, para el gobierno.

– Nunca lo oí mencionar.

– Es otro secreto.

– Los secretos no duran mucho contigo, Myron.

– Puedes confiar en mí.

Ella se lo pensó.

– Bueno, eres un blanco que conseguía saltar -dijo-. Supongo que si podías hacer eso, quizá puedas también ser un agente deportivo de confianza.

Myron se echó a reír, y después mantuvieron un incómodo silencio. Él irrumpió con una nueva pregunta.

– ¿Quieres hablarme de las amenazas?

– No hay gran cosa que decir.

– ¿Es todo invención de Norm?

Brenda no respondió. Uno de los maquilladores aplicó aceite en el pecho lampiño de Ted, que continuaba mirando a la multitud con su expresión de tipo duro. Demasiadas películas de Clint Eastwood. Ted apretó los puños y continuó flexionando los pectorales. Myron decidió que podía dejarse de rodeos y comenzar a odiar a Ted ya mismo.

Brenda permaneció en silencio. Myron decidió enfocar el tema por otro lado.

– ¿Dónde vives ahora? -preguntó.

– En una de las residencias de la Universidad de Reston.

– ¿Todavía vas a la facultad?

– A la de medicina. Cuarto año. Acabo de conseguir una prórroga para jugar al baloncesto profesional.

Myron asintió.

– ¿Has escogido especialidad?

– Pediatría.

Él asintió de nuevo y decidió aprovechar la coyuntura.

– Tu padre debe estar muy orgulloso de ti.

Una sombra cruzó su rostro.

– Sí, supongo. -Comenzó a levantarse-. Será mejor que me vaya a cambiar para la sesión.

– ¿No querrías explicarme antes qué está pasando?

Ella permaneció en su asiento.

– Papá ha desaparecido.

– ¿Desde cuándo?

– Hace una semana.

– ¿Fue entonces cuando comenzaron las amenazas?

Brenda eludió la respuesta.

– ¿Quieres ayudarme? Encuentra a mi padre.

– ¿Es él quien te está amenazando?

– No te preocupes por las amenazas. A papá le gusta el control, Myron. La intimidación es sólo una herramienta más.

– No te entiendo.

– No tienes por qué entenderlo. Sois amigos, ¿no?

– ¿De tu padre? Hace más de diez años que no veo a Horace.

– ¿Y de quién es la culpa? -preguntó ella.

Las palabras, por no mencionar el tono amargo, le sorprendieron.

– ¿Qué se supone que quieres decir con eso?

– ¿Todavía le aprecias?

Myron no tuvo que pensárselo.

– Sabes de sobra que sí.

Ella asintió y se levantó de un salto.

– Tiene problemas -dijo-. Encuéntralo.

Загрузка...