– Deberíamos llamar a la policía -dijo Myron.
– ¿Para decirles qué?
Myron no estaba seguro. La camisa ensangrentada no tenía ningún agujero -no había roturas ni rasgaduras visibles- y la mancha tenía una forma de abanico concentrado sobre el lado izquierdo. ¿Cómo había llegado hasta allí? Buena pregunta. Consciente de que podía contaminar las pistas, Myron hizo una rápida inspección de la camisa. La mancha era gruesa y parecía un tanto pegajosa, pero no húmeda. Dado que la camisa había estado envuelta en la bolsa de plástico, resultaba difícil decir cuánto tiempo llevaba la sangre allí. Aunque no podía ser mucho.
– Vale. ¿Y ahora qué?
La posición misma de la mancha era intrigante. Si Horace llevaba la camisa, ¿cómo era posible que la sangre se circunscribiese sólo a aquel punto? Si, por ejemplo, le hubiese sangrado la nariz, la mancha habría estado más dispersa. Si le hubiesen disparado, bueno, entonces debería aparecer un agujero en la tela. Si le había pegado a alguien, una vez más la mancha con toda probabilidad hubiese tenido más el aspecto de una rociadura o al menos más dispersa que ésta.
¿Por qué la mancha estaba tan concentrada en ese solo punto?
Myron observó de nuevo la camisa. Sólo encajaba un escenario posible: Horace no llevaba puesta la camisa cuando se produjo la herida. Curioso, pero probablemente cierto. La camisa había sido utilizada para contener una hemorragia, como una venda. Eso explicaría tanto la ubicación como la concentración. La forma de abanico indicaba que casi con toda seguridad había sido apoyada en una nariz que sangraba.
De acuerdo, ya iba lanzado. Sabía de sobra que eso no era suficiente. Pero ir lanzado estaba bien. A Myron le gustaba ir lanzado.
Brenda interrumpió sus pensamientos.
– ¿Qué vamos a decirle a la policía? -preguntó ella de nuevo.
– No lo sé.
– Crees que se ha dado a la fuga, ¿no?
– Sí.
– Entonces posiblemente no quiera que lo encuentren.
– Casi seguro.
– Sabemos que se ha fugado por propia voluntad. ¿Por lo tanto, qué vamos a decirles? ¿Que encontramos una camisa con una mancha de sangre en su taquilla? ¿Crees que a la poli le va a importar un comino?
– Nada en absoluto -asintió Myron.
Acabaron de vaciar la taquilla. Luego Myron la llevó de nuevo al entrenamiento. Mantuvo un ojo puesto en el retrovisor, atento a la presencia del Honda Accord gris. Había muchos, por supuesto, pero ninguno con la misma matrícula.
La dejó en el gimnasio y después condujo por Palisades Avenue hacia la biblioteca pública de Englewood. Tenía un par de horas disponibles y quería mirar un par de cosas sobre la familia Bradford.
La biblioteca estaba en Grand Avenue, cerca de Palisades Avenue, con el aspecto de una vieja nave espacial. Posiblemente, cuando la construyeron en 1968, el edificio fue alabado por su diseño esbelto y futurista; ahora parecía una maqueta rechazada de La fuga de Logan.
Myron encontró pronto a una bibliotecaria que respondía al estereotipo: moño gris, gafas, perlas, maciza. La placa en su mesa rezaba: «Señora Kay». Se acercó a ella con su infalible sonrisa juvenil, que generalmente hacía que señoras como aquélla le pellizcasen la mejilla y le ofreciesen una gaseosa.
– Necesitaría su ayuda -dijo él.
La señora Kay lo miró como suelen hacer a menudo las bibliotecarias, alerta y cansada, como los polis que saben que vas a mentirles cuando les dices la velocidad a la que conducías.
– Necesito consultar unos artículos del Jersey Ledger de hace veinte años.
– Microfichas -dijo la señora Kay. Se levantó con un gran suspiro y lo llevó hasta una máquina-. Está de suerte.
– ¿Por qué?
– Acaban de informatizar el índice. Antes te tenías que valer por tus propios medios.
La señora Kay le enseñó cómo utilizar la máquina y el servicio de catálogo informático. Parecía bastante sencillo. Cuando lo dejó solo, Myron escribió primero el nombre de Anita Slaughter. Ningún resultado. Tampoco era de extrañar, pero nunca se sabe. Algunas veces tienes suerte. Algunas veces escribes un nombre, y aparece un artículo que dice: «Me fugué a Florencia, Italia. Me puedes encontrar en el hotel Plaza Lucchesi junto al río Arno, habitación 218». Bueno, no es que pase muy a menudo. Pero algunas veces sí.
Escribir el nombre Bradford probablemente produciría diez millones de entradas. Myron no estaba seguro de lo que buscaba. Por supuesto, sabía quiénes eran los Bradford. Eran la aristocracia de Nueva Jersey, la cosa más parecida que el «estado Jardín» tenía a los Kennedy. El viejo Bradford había sido gobernador a finales de los sesenta, y su hijo mayor, Arthur Bradford, era el principal candidato para el mismo cargo. El hermano menor de Arthur, Chance -Myron se hubiese divertido a su costa a causa del nombre, pero cuando te llamas Myron, bueno, es como tirar piedras sobre tu propio tejado- era su director de campaña y -para seguir con la metáfora de los Kennedy- hacía de Robert para el John F. Arthur.
Los Bradford habían comenzado de forma modesta. El viejo Bradford provenía de una familia de agricultores. Como propietario de la mitad de los terrenos de la ciudad de Livingston, aprovechó la necesidad de suelo que había en los sesenta, y fue vendiendo pequeñas parcelas a lo largo de los años a las inmobiliarias, que construyeron casas coloniales y pareadas para los baby boomers que escapaban de Newark, Brooklyn y lugares por el estilo. De hecho, Myron se había criado en una casa pareada construida sobre tierras de cultivo vendidas por los Bradford.
Pero el viejo Bradford había sido más listo que la mayoría. Para empezar, había reinvertido su dinero en sólidas empresas locales, sobre todo centros comerciales. Pero lo más importante es que había vendido la tierra poco a poco, a lo largo de los años, en vez de buscar una ganancia rápida. Al esperar un poco más, se había convertido en un auténtico barón a medida que el precio de la tierra subía a una velocidad alarmante. Se había casado con una aristócrata de sangre azul de Connecticut. Ella había rediseñado la vieja granja y la había convertido en algo así como un monumento al exceso. Permanecieron en Livingston, en el lugar original de la vieja granja, y cercaron una enorme extensión de terreno. La mansión estaba en una colina, rodeada por centenares de casas de clase media, todas idénticas: señores feudales que miraban por encima del hombro a los siervos. Nadie en la ciudad conocía de verdad a los Bradford. Cuando Myron era niño, él y sus amigos se referían a ellos como los millonarios. Todo lo relacionado con la familia era material de leyendas. Supuestamente, si saltabas la cerca, los guardias armados te disparaban. Dos chicos de sexto le comunicaron esta estricta advertencia a un Myron asombrado cuando tenía siete años. Él por supuesto se lo había creído a pies juntillas. Aparte de la Dama Vampiro, que vivía en una choza cerca del campo de la liga infantil de béisbol y que secuestraba y se comía a los niños pequeños, no había nadie más temido que los Bradford.
Myron intentó limitar la búsqueda de los Bradford al año 1978, el año en que había desaparecido Anita Slaughter, pero así y todo había un millón de páginas. La mayoría, advirtió, eran de marzo, pero Anita se había fugado en noviembre. Un vago recuerdo lo aguijoneaba, pero no conseguía materializarlo. Acababa de entrar en el instituto, y las noticias hacían referencia a los Bradford. Un escándalo de alguna clase. Metió el microfilm en la máquina. No era muy ducho en todo lo que comportase la manipulación de máquinas -algo que achacaba a sus antepasados-, así que tardó más de lo debido. Después de unos cuantos intentos fallidos, Myron consiguió leer un par de artículos. No tardó mucho en encontrarse con una necrológica. «Elizabeth Bradford. Treinta años. Hija de Richard y Miriam Worth. Esposa de Arthur Bradford. Madre de Stephen Bradford…»
No se citaba ninguna causa de la muerte. Pero entonces se acordó de la historia. De hecho, había sido recuperada en parte hacía poco para la campaña de prensa de las elecciones a gobernador. Arthur Bradford era un viudo de cincuenta y dos años que, a tenor de los relatos, aún lloraba a su amor desaparecido. Claro que salía con otras mujeres, pero la historia era que nunca había superado el temible sufrimiento de perder a la joven esposa: un bonito y pulcro contraste con su oponente, Jim Davison, casado tres veces. Myron se preguntó si habría algo de verdad en todo ese rollo. Arthur Bradford era percibido como alguien un tanto mezquino, un poco a lo Bob Dole. Por retorcido que sonase, ¿qué mejor manera de compensar dicha imagen que resucitando a una esposa muerta?
Pero ¿quién lo sabía a ciencia cierta? La política y la prensa: dos apreciadas instituciones que hablan con lenguas tan bífidas que podrían servir incluso como tenedores. Arthur Bradford rehusaba hablar de su esposa, y eso podía reflejar un dolor sincero o una astuta manipulación de los medios. Cínico, pero las cosas funcionan así.
Myron continuó repasando los viejos artículos. La historia había ocupado la primera página en tres fechas consecutivas de marzo de 1978. Arthur y Elizabeth Bradford habían sido novios en la facultad y llevaban casados seis años. Todos los describían como una «pareja encantadora», una de esas frases de la prensa que significaban tanto como nombrar estudiante de honor a un joven fallecido. La señora Bradford se había caído de un balcón del tercer piso de la mansión. La superficie del patio era de ladrillo, y Elizabeth Bradford había caído de cabeza. Nada respecto a los detalles. La investigación policial indicaba inequívocamente que la muerte había sido un trágico accidente. El balcón era de azulejos y resbaladizo. Había estado lloviendo y era oscuro. Estaban reemplazando una pared y, por lo tanto, era poco seguro en algunos lugares.
Demasiado limpio.
La prensa se había comportado muy bien con los Bradford. Myron recordó los obvios rumores que habían circulado por el colegio. ¿Qué demonios hacía en el balcón en marzo? ¿Estaba borracha? Probablemente. ¿Cómo sino podías caerte de tu propio balcón? Obviamente, algunos eran de la opinión de que la habían empujado. Había sido un interesante tema de charla en la cafetería del colegio al menos durante dos días. Pero se trataba del instituto; las hormonas acabaron por recuperar el liderazgo, y todos volvieron a asustarse acerca del sexo opuesto. Ah, el dulce elixir de la juventud.
Myron se echó hacia atrás y miró la pantalla. Pensó de nuevo en la negativa de Arthur Bradford a hacer comentarios. Quizá no tenía que ver con un sincero dolor o una manipulación de la prensa; tal vez Bradford no quería hablar porque no deseaba que algo saliese de nuevo a la luz después de veinte años.
Vaya. Has dado en el clavo, Myron, seguro. Y quizá también fue el que secuestró al hijo de Lindbergh. Atengámonos a los hechos. Uno: Elizabeth Bradford llevaba muerta veinte años. Dos: no había ni la más mínima prueba de que su muerte fuese otra cosa que un accidente. Tres -y lo más importante para Myron-: todo eso había ocurrido nueve meses antes de que desapareciese Anita Slaughter. En resumen: no había ni la más mínima prueba que relacionase ambos hechos.
Al menos no evidente.
La garganta de Myron se secó. Había continuado leyendo el artículo del 18 de marzo de 1978 del Jersey Ledger. La historia de portada acababa en la página ocho. Myron manipuló el botón de la máquina sin querer. Protestó en voz alta, pero la microficha avanzó.
Allí estaba. Cerca de la esquina inferior derecha. Una línea. Eso era todo. Podía pasar perfectamente inadvertido: «El cuerpo de la señora Bradford fue descubierto en el patio trasero de la mansión Bradford a las 6:30 de la mañana por una doncella que llegaba al trabajo».
Una doncella que llegaba al trabajo. Se preguntó cuál era el nombre de esa doncella.