21

Cuando Myron regresó a su coche, los dos matones de Bradford Farms le estaban esperando. El gigantón y el flacucho mayor. Flacucho llevaba manga larga, así que Myron no podía ver si tenía tatuada una serpiente, pero los dos encajaban con la descripción de Mabel Edwards.

Myron sintió que algo en su interior comenzaba a burbujear.

El gigantón era pura fachada. Lo más probable un luchador en el instituto. Quizás un gorila en un bar local. Se creía duro; Myron sabía que no representaba un problema. El tipo delgado, el más viejo, apenas si era un contrincante físico a tener en cuenta. Tenía el aspecto de una versión envejecida del tipejo al que echan arena en el viejo anuncio gráfico de Charles Atlas. Pero su rostro era tan de comadreja, los ojos destilaban tanta maldad, que daba qué pensar. Myron sabía que nunca se podía juzgar por las apariencias, pero la cara de ese tipo era sencillamente demasiado delgada, demasiado afilada y demasiado cruel.

Myron le habló a Comadreja Flacucha.

– ¿Puedo ver el tatuaje?

Una aproximación directa.

El gigantón parecía confuso, pero Comadreja Flacucha ni siquiera se inmutó.

– No estoy acostumbrado a que los tíos utilicen esa frase conmigo -comentó Flacucho.

– Tíos -repitió Myron-. Pero siendo tan guapo, las chicas no deben dejar de pedírselo continuamente.

Si Flacucho se sintió ofendido por la burla, no había duda de que se lo tomaba a broma.

– ¿De verdad quiere ver la serpiente?

Myron meneó la cabeza. La serpiente. La pregunta había sido respondida. No se había equivocado. El gigantón había sido quien le había pegado a Mabel Edwards en el ojo.

El burbujeo interior aumentó.

– ¿Qué puedo hacer por vosotros, chicos? -preguntó Myron-. ¿Estáis recogiendo donaciones para el Club Kiwanis?

– Sí -dijo el gigantón-. Buscamos donantes de sangre.

Myron lo miró.

– No soy una abuela, guapete.

– ¿Eh? -dijo el gigantón.

Flacucho carraspeó.

– El futuro gobernador Bradford quiere verle.

– ¿Futuro gobernador?

Comadreja Flacucha se encogió de hombros.

– Hay que tener confianza.

– Es agradable. ¿Entonces por qué no me llama?

– El próximo gobernador creyó más conveniente que le acompañásemos.

– Creo que podré conducir el par de kilómetros por mi cuenta. -Myron se dirigió de nuevo al gigante y dijo con voz pausada-: Después de todo, no soy una abuela.

El gigante se sorbió la nariz y giró el cuello.

– Aun así puedo atizarle como si lo fuese.

– Podría pegarme como lo haría con una abuela -dijo Myron-. Caray, qué tipo.

Myron había leído hacía poco que los gurús de autoayuda les enseñaban a sus estudiantes a imaginarse a sí mismos como triunfadores. Visualízalo, y ocurrirá, o algo por el estilo. No estaba seguro, pero sabía que funcionaba en el combate. Si se presentaba la oportunidad, imagina cómo atacarás. Imagina los movimientos que podría hacer tu oponente y prepárate para ellos. Era lo que había estado haciendo desde que Flacucho había admitido tener el tatuaje. Ahora, tras comprobar que no había nadie a la vista, atacó.

La rodilla de Myron golpeó de lleno en la entrepierna del gigante. Grandullón hizo un ruido como si estuviese chupando a través de una pajita que aún tuviese gotas de líquido dentro. Se plegó como un acordeón. Myron sacó el arma y apuntó a Comadreja Flacucha. El cuerpo del grandullón se fundió en la acera y formó un charco.

Comadreja Flacucha no se había movido. Parecía un tanto divertido.

– Un desperdicio -opinó Flacucho.

– Sí – asintió Myron-. Pero me siento mucho mejor. -Miró al gigante-. Eso por Mabel Edwards.

Flacucho se encogió de hombros. Sin la menor preocupación.

– ¿Ahora qué?

– ¿Dónde está su coche? -preguntó Myron.

– Nos trajeron. Se supone que volveríamos a casa con usted.

– No lo creo.

El gigantón se movió e intentó respirar. A ninguno de los dos hombres le importó. Myron guardó el arma.

– Iré por mi cuenta, si no le importa.

El tipo flacucho abrió los brazos.

– Usted mismo.

Myron comenzó a subir al Taurus.

– No sabe a qué se está enfrentando -dijo Flacucho.

– No dejo de oír esa frase.

– Quizás -admitió Comadreja Flacucha-. Pero ahora la he dicho yo.

Myron asintió.

– Considéreme asustado.

– Pregúntele a su padre, Myron.

Eso hizo que se detuviera.

– ¿Qué pasa con mi padre?

– Pregúntele a él por Arthur Bradford. La sonrisa de una mangosta mordisqueando un cuello. -Pregúntele por mí. El agua helada inundó el pecho de Myron. -¿Qué tiene que ver mi padre con todo esto? Pero Flacucho no estaba por la labor de responder. -Dese prisa -dijo-. El próximo gobernador de Nueva Jersey le espera.

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