20

Una vez en la carretera, Myron encendió de nuevo el móvil. Había dos llamadas perdidas. Una era de Esperanza, desde el despacho, la otra de Jessica desde Los Ángeles. Debatió por un momento qué hacer. En realidad no había nada que discutir. Marcó el número del hotel de Jessica. ¿Era una debilidad llamarla de inmediato? Quizá, pero Myron lo consideraba uno de sus momentos más maduros. Que lo llamasen debilucho, pero meterse en juegos mentales nunca había sido su estilo.

El recepcionista le pasó con la habitación, pero no obtuvo respuesta. Dejó un mensaje. Después llamó al despacho.

– Tenemos un gran problema -dijo Esperanza.

– ¿En domingo? -preguntó Myron.

– El Señor se lo puede tomar libre, pero no los propietarios de equipos.

– ¿Te has enterado de lo de Horace Slaughter? -preguntó.

– Sí -dijo ella-. Siento mucho lo de tu amigo, pero tenemos un negocio que atender. Y un problema.

– ¿Cuál?

– Los Yankees van a vender a Lester Ellis. A Seattle. Han convocado una rueda de prensa a primera hora de mañana.

Myron se frotó el puente de la nariz con el índice y el pulgar.

– ¿Cómo te has enterado?

– Devon Richards.

Una fuente fiable. Maldita sea.

– ¿Lester lo sabe?

– No.

– Le dará un ataque.

– Como si no lo supiese.

– ¿Sugerencias?

– Ni una -dijo Esperanza-. Una ventaja colateral de ser una subordinada.

Sonó una llamada entrante.

– Te volveré a llamar.

Atendió la nueva llamada y saludó.

– Me siguen -dijo Francine Neagly.

– ¿Dónde estás?

– En la A y P fuera del círculo.

– ¿Qué clase de coche?

– Un Buick Skylark azul. De hace unos años. Capota blanca.

– ¿Tienes la matrícula?

– Nueva Jersey, cuatro-siete-seis-cuatro-cinco T.

Myron pensó un momento.

– ¿Cuándo comienzas tu turno?

– Dentro de media hora.

– ¿Te toca en la calle o en la oficina?

– En la oficina.

– Bien, lo pillaré allí.

– ¿Lo pillarás?

– Si te vas a quedar en la comisaría, no va a desperdiciar un hermoso domingo quedándose afuera. Voy a seguirlo.

– ¿Perseguir al perseguidor?

– Correcto. Ve por Mount Pleasant hacia Livingston Avenue. Yo lo pillaré allí.

– ¿Eh, Myron?

– Sí.

– Si hay de por medio algo grande, yo quiero estar en el ajo.

– Claro.

Colgaron. Myron volvió a Livingston. Aparcó en Memorial Circle, cerca de la salida de Livingston Avenue. Una buena vista de la comisaría y un fácil acceso a todas las rutas. Myron mantuvo el motor en marcha y observó al público moverse por el perímetro de casi un kilómetro del Memorial Circle. Livingstonitas de todas las clases y variedades frecuentaban «el círculo». Había señoras mayores que paseaban a paso lento, algunas en parejas, las más aventureras con pequeñas pesas en las manos. Había parejas de cincuenta y sesenta años, muchos vestidos con chándales a juego. No estaba mal. Pasaban adolescentes con las bocas moviéndose mucho más que cualquier extremidad o músculo cardiovascular. Los fieles del jogging pasaban junto a ellos casi sin mirarlos. Llevaban gafas de sol, rostros firmes y vientres al aire. ¿Los vientres al aire? Incluso los hombres. ¿Adónde vamos a parar?

Se obligó a no pensar en el beso a Brenda. En cómo se había sentido cuando ella le sonrió a través de la mesa de la barbacoa o cómo se le arrebolaba el rostro cuando se excitaba. En lo animada que se había puesto cuando hablaba con la gente en la barbacoa. En lo tierna que había sido con Timmy cuando le puso la tirita.

Era bueno que no estuviese pensando en ella.

Por un breve momento se preguntó si Horace lo aprobaría. En realidad un extraño pensamiento. Pero así eran las cosas. ¿Lo aprobaría su viejo mentor? Se lo preguntó. Se preguntó cómo sería salir con una mujer negra. ¿Había atracción en el tabú? ¿Repulsión? ¿Preocupación por el futuro? Se imaginó a los dos viviendo en los suburbios, la pediatra y el agente deportivo, una pareja mixta con los mismos sueños, y entonces comprendió lo estúpido que era para un hombre enamorado de una mujer en Los Ángeles pensar tantas tonterías de una mujer a la que sólo conocía desde hacía dos días.

Tonto. Sí.

Una corredora rubia vestida con unos ajustados pantalones cortos lila y un viejo sostén de deporte blanco pasó junto al coche. Miró al interior y le sonrió. Myron le devolvió la sonrisa. El vientre al aire. Aceptas lo bueno y lo malo.

Al otro lado de la calle, Francine Neagly aparcó en la entrada de la comisaría. Myron puso la marcha y mantuvo el pie en el freno. El Buick Skylark pasó por delante de la comisaría sin reducir la velocidad. Myron había intentado rastrear la licencia de su contacto en Tráfico, pero amigos, era domingo, y se trataba de Tráfico, sumen dos más dos.

Se unió al tráfico de Livingston Avenue y siguió al Buick hacia el sur. Se mantuvo cuatro coches atrás y estiró el cuello. Nadie pisaba a fondo el acelerador. Livingston se tomaba su tiempo los domingos. Pero no pasaba nada. El Buick se detuvo en un semáforo en Northfield Avenue. A la derecha había un pequeño centro comercial. Cuando Myron era adolescente, ese mismo edificio había sido la escuela primaria Roosevelt; hacía veintitantos años alguien había decidido que Nueva Jersey necesitaba menos escuelas y más centros comerciales. Visión de futuro.

El Buick giró a la derecha, Myron se mantuvo a distancia e hizo lo mismo. Ahora iban de nuevo hacia la ruta 10, pero antes de haber recorrido un kilómetro, el Buick giró a la izquierda por Crescent Road. Myron frunció el entrecejo. Una pequeña calle suburbana, usada por lo general como atajo hacia Hobart Gap Road. Vaya. Probablemente significaba que el señor Skylark conocía la ciudad bastante bien y no era un forastero.

Al giro a la izquierda le siguió otro rápido a la derecha. Myron sabía ahora adónde iba el Skylark. Sólo había una cosa en este panorama suburbano aparte de las casas pareadas y un arroyo casi seco. Un campo de la liga infantil.

El campo de la liga infantil Meadowbrook. En realidad dos campos. Domingo y sol justificaban que la carretera y el aparcamiento estuviesen a rebosar. Los todoterrenos y las furgonetas habían reemplazado a los coches familiares con salpicaderos de madera de cuando él era joven, pero no había más cambios. El aparcamiento seguía siendo de tierra. El bar todavía era una caseta de cemento blanco con las esquinas verdes atendido por madres voluntarias. Las gradas seguían siendo de metal, destartaladas y ocupadas por padres que gritaban demasiado alto.

El Buick Skylark se detuvo en un espacio ilegal cerca de la red protectora. Myron redujo la velocidad y esperó. Cuando se abrió la puerta del Skylark y el detective Wickner, el agente encargado de la investigación del «accidente» de Elizabeth Bradford, se bajó del coche con mucha alharaca, Myron no se sorprendió en absoluto. El detective retirado se quitó las gafas con un movimiento brusco y las arrojó al interior del coche. Se encasquetó una gorra de béisbol verde con la letra S. Casi se podía ver cómo se distendía el rostro surcado de arrugas de Wickner, como si la luz solar del campo fuera el más suave de los masajes. Wickner saludó a algunos tipos detrás de la red: La red Eli Wickner, según el cartel. Los tipos respondieron al saludo. Wickner caminó hacia ellos.

Myron permaneció donde estaba por un momento. El detective Eli Wickner había estado en ese mismo punto mucho antes de que Myron frecuentase el campo. El trono de Wickner. La gente venía aquí a saludarlo. Se acercaban, le daban una palmada en la espalda y le estrechaban la mano. Por un momento pensó que le besarían el anillo. Wickner sonreía. En casa. En el paraíso. En el lugar donde todavía era un hombre importante.

Era el momento de que eso cambiase.

Myron encontró dónde aparcar a una manzana de distancia. Se bajó del coche y se acercó. Sus pies hacían crujir la gravilla. Viajó en el tiempo hasta cuando caminaba por esa misma superficie con las suelas blandas de los niños. Myron había sido un buen jugador en la liga infantil -no, había sido un gran jugador- hasta que cumplió los doce años. Había sido aquí mismo, en el campo dos. Había sido líder en home rounds y parecía estar a punto de romper los récords de la liga infantil de Livingston. Necesitaba hacer sólo otros dos y faltaban cuatro partidos. Lanzaba Joey Davito, de doce años. Davito lanzó fuerte y sin ningún control. El primer lanzamiento golpeó a Myron directamente en la frente, justo por debajo del borde del casco. Myron cayó. Recordaba haber parpadeado cuando cayó de espaldas. Recordaba haber mirado el resplandor del sol. Recordaba haber visto el rostro de su entrenador, el señor Farley. Y después su padre estaba allí. Papá apartó las lágrimas y lo recogió en sus fuertes brazos, acunando suavemente la cabeza de Myron con su mano grande. Lo habían llevado al hospital, pero no había ninguna lesión seria. Al menos no física. Pero después de aquello, Myron nunca había sido capaz de no moverse en un lanzamiento interior. El béisbol nunca volvió a ser lo mismo para él. El juego le había hecho daño, había perdido su inocencia.

Dejó de jugar un año más tarde.

Había media docena de tipos con Wickner. Todos llevaban gorras de béisbol bien puestas, con las viseras levantadas, del mismo modo que los niños. Las camisetas blancas estaban tirantes por las abultadas barrigas. Cuerpos Budweiser. Se apoyaban en la cerca, los codos pasados por la parte superior como si estuviesen haciendo un paseo de domingo en coche. Comentaban sobre los chicos, los observaban, analizaban su juego, predecían su futuro, como si sus opiniones importasen una mierda.

Había mucho dolor en la liga infantil. Se ha escrito mucho en los últimos años criticando a los padres de la liga infantil -con toda razón- pero la insípida, políticamente correcta -todos iguales- alternativa semi-New Age no era mucho mejor. Un chico batea mal una pelota. Desilusionado, suspira y camina hacia la primera base. Lo cazan fuera por más de kilómetro y se dirige malhumorado a la salida. El entrenador new age le grita: «Buen golpe». Pero por supuesto no fue un buen golpe. Por lo tanto, ¿qué mensaje estás enviando? Los padres fingen que ganar es irrelevante, que el mejor jugador del equipo no debe jugar más tiempo, o tener una mejor posición de bateo que el peor. Pero el problema con todo esto -además del hecho obvio de que es una mentira- es que a los chicos no se les engaña. No son tontos. Saben que están siendo protegidos con todo eso de «mientras se divierta…». Y les duele.

Y el dolor continúa. Probablemente siempre estará allí.

Varias personas reconocieron a Myron. Tocaron el hombro del vecino y señalaron. Allí estaba él. Myron Bolitar. El mejor jugador de baloncesto que esta ciudad ha conocido. Hubiese sido un gran profesional si… Si. El destino. La rodilla. Myron Bolitar. Mitad leyenda, mitad un aviso para la juventud de hoy. El equivalente deportivo de un coche estrellado que utilizan para demostrar los peligros de conducir borracho.

Myron fue sin más hacia los hombres que estaban en la red protectora. Seguidores de Livingston. Los mismos tipos iban a todos los partidos de fútbol, baloncesto y béisbol. Algunos eran agradables. Otros eran fanfarrones. Todos reconocieron a Myron. Lo saludaron calurosamente. El detective Wincker permaneció en silencio, con sus ojos fijos en el campo, estudiando el juego con demasiado interés, especialmente teniendo en cuenta que ahora había una pausa.

Myron tocó el hombro de Wickner.

– Hola, detective.

Wickner se volvió sin prisas. Siempre había tenido unos ojos grises penetrantes, pero ahora mismo estaban inyectados en sangre. Tal vez conjuntivitis. Una alergia quizás. O la bebida. A elegir. Su piel estaba bronceada hasta parecer de cuero. Llevaba un polo con cuello amarillo y una sección con cremallera en el pecho. La cremallera estaba bajada. Una gruesa cadena de oro adornaba el cuello. Nueva. Algo para alegrar el retiro. Pero no parecía muy contento.

Wickner consiguió esbozar una sonrisa.

– Ya eres lo bastante mayor como para llamarme Eli, Myron.

Myron lo intentó de nuevo.

– ¿Cómo estás, Eli?

– No va mal, Myron. El retiro me trata muy bien. Pesco mucho. ¿Cómo te va a ti? Vi que intentaste volver a jugar. Lamento que no funcionase.

– Gracias -dijo Myron.

– ¿Todavía vives con tus padres?

– No, ahora vivo en la ciudad.

– ¿Entonces qué te trae por aquí? ¿Visitas a la familia?

Myron meneó la cabeza.

– Quería hablar contigo.

Se apartaron unos tres metros de la comitiva. Nadie los siguió, su lenguaje corporal funcionaba como un campo de fuerza.

– ¿De qué? -preguntó Wickner.

– Un caso antiguo.

– ¿Un caso policial?

Myron lo observó con firmeza.

– Sí.

– ¿De qué caso se trata?

– La muerte de Elizabeth Bradford.

Para mérito de Wickner, prescindió de mostrarse sorprendido. Se quitó la gorra de béisbol de la cabeza y se mesó el pelo canoso. Luego se volvió a poner la gorra.

– ¿Qué quieres saber?

– El soborno -respondió Myron-. ¿Los Bradford te pagaron la suma en su totalidad, o arreglaron algo así como un pago a plazos con intereses?

Wickner acusó el golpe, pero permaneció erguido. Había un temblor en la comisura derecha de su boca, como si estuviese conteniendo las lágrimas.

– No me gusta mucho tu actitud, hijo.

– Qué pena. -Myron sabía que su única oportunidad era un ataque frontal directo; amagar o el interrogatorio sutil no le llevaría a ninguna parte-. Tienes dos opciones, Eli. Una, me dices lo que de verdad le pasó a Elizabeth Bradford y yo intento mantener tu nombre fuera de esto. Dos, comienzo a explicarle a la prensa la tapadera policial y destruyo tu reputación. -Myron señaló hacia el campo-. Cuando termine contigo, tendrás suerte si hay un cartel que diga Urinario Eli Wickner.

Wickner le volvió la espalda. Myron vio cómo sus hombros subían y bajaban con una respiración forzada.

– No sé de qué me hablas.

– ¿Qué te pasó, Eli?

– ¿Qué?

– Yo te admiraba, eras como un modelo para mí -dijo Myron-. Me importaba mucho lo que tú creías.

Las palabras hicieron efecto. Los hombros de Wickner continuaron sacudiéndose. Mantuvo el rostro bajo. Por fin Wickner se volvió para mirarle. La piel curtida se veía ahora más reseca, sin brillo, más quebradiza. Se preparaba para decir algo. Myron le dio tiempo y esperó.

Por detrás de él, Myron sintió que una manaza le apretaba el hombro.

– ¿Algún problema?

Myron se volvió. La mano pertenecía al jefe de detectives Roy Pomeranz, el musculitos que había sido compañero de Wickner. Pomeranz vestía una camiseta blanca y pantalón corto tan tirante que parecía como si alguien se lo estuviese ajustando para que entrara entre las nalgas. Aún tenía el físico de macho, pero ahora estaba calvo total, su cabeza lisa y lustrosa como una bola de billar.

– Aparte la mano de mi hombro -dijo Myron.

Pomeranz no hizo el menor caso de la petición.

– ¿Todo en orden?

Wickner respondió.

– Sólo estábamos hablando, Roy.

– ¿Hablando de qué?

Myron se encargó de contestar.

– De usted.

Una gran sonrisa.

– ¿Ah, sí?

Myron señaló.

– Estábamos diciendo que si se pone un pendiente, sería la viva imagen de Don Limpio.

La sonrisa de Pomeranz se esfumó. Myron bajó la voz.

– Se lo diré de nuevo. Aparte la mano o se la romperé por tres sitios.

Obsérvese la referencia a los tres lugares. Las amenazas específicas siempre eran las mejores. Lo había aprendido de Win.

Pomeranz mantuvo la mano allí un par de segundos más -sólo para no quedar mal- y luego la apartó.

– Usted todavía está en el cuerpo, Roy -añadió Myron-. Así que es quien más tiene que perder. Pero le haré la misma oferta. Dígame lo que sabe del caso Bradford e intentaré mantener su nombre fuera de todo esto.

Pomeranz lo miró con expresión burlona.

– Es curioso, Bolitar.

– ¿Qué?

– Estar escarbando todo esto en un año de elecciones.

– ¿Qué quiere decir?

– Está trabajando para Davison -respondió el jefe de detectives-. Sólo está tratando de perjudicar a un buen hombre como Arthur Bradford, en beneficio de ese delincuente.

Davison era el otro candidato a gobernador.

– Lo siento, Roy, pero está en un error.

– ¿Sí? Bueno, en cualquier caso, Elizabeth Bradford murió a consecuencia de una caída.

– ¿Quién la empujó?

– Fue un accidente.

– ¿Alguien la empujó por accidente?

– Nadie la empujó, listillo. Era plena noche. La terraza estaba resbaladiza. Se cayó. Fue un accidente. Ocurre muchísimas veces.

– ¿De verdad? ¿Cuántas muertes han ocurrido en Livingston en los últimos veinte años donde una mujer se cae por accidente desde su propio balcón y se mata?

Pomeranz cruzó los brazos sobre el pecho. Sus bíceps se hincharon como pelotas de baloncesto. El tipo estaba haciendo una de esas flexiones sutiles donde trata de parecer que no estás flexionando.

– Accidentes domésticos. ¿Sabe cuántas personas mueren en accidentes domésticos cada año?

– No, Roy, ¿cuántas?

Pomeranz no respondió. Vaya sorpresa. Miró a Wickner a los ojos. Wickner permaneció en silencio. Parecía un tanto avergonzado.

Myron decidió ir a por todas.

– ¿Qué hay del ataque a Anita Slaughter? ¿También fue un accidente?

Un silencio de asombro. A Wickner se le escapó un gemido. Los gruesos brazos de Pomeranz cayeron a los costados.

– No sé de qué me habla -dijo Pomeranz.

– Claro que sí, Roy. Eli incluso lo mencionó en el expediente.

Una expresión de furia.

– ¿Se refiere al expediente que Francine Neagly robó de los archivos?

– No lo robó, Roy. Sólo lo consultó.

Pomeranz esbozó una sonrisa.

– Bueno, ahora ha desaparecido. Ella fue la última en tenerlo entre sus manos. Creemos firmemente que la agente Neagly lo robó.

Myron sacudió la cabeza.

– No es tan sencillo, Roy. Puede esconder el expediente. Puede incluso ocultar el expediente del ataque a Anita Slaughter. Pero ya tengo en mi mano el expediente del hospital de San Barnabás. Ellos también tienen archivos, Roy.

Más miradas de asombro. Era un farol. Pero uno muy bueno. Dio en la diana.

Pomeranz se acercó mucho a Myron, su aliento apestaba a una comida mal digerida. Mantuvo la voz baja.

– Está metiendo la nariz donde no debe.

Myron asintió.

– Y usted no se cepilla los dientes después de cada comida.

– No voy a permitir que ensucie la reputación de un buen hombre con falsos circunloquios.

– Circunloquios -repitió Myron-. ¿Ha estado escuchando grabaciones de vocabulario en el coche, Roy? ¿Los contribuyentes lo saben?

– Se está metiendo en un juego muy peligroso, comediante.

– Oh, qué miedo.

Cuando no se tiene una respuesta preparada, recurrir siempre a lo clásico.

– No necesito meterme con usted -señaló Pomeranz. Se echó hacia atrás un poco y recuperó la sonrisa-. Tengo a Francine Neagly.

– ¿Qué pasa con ella?

– No tenía nada que hacer con aquel expediente. Creemos que alguien de la campaña de Davison, probablemente usted, Bolitar, le pagó para que lo robase. Para obtener cualquier información que pudiese ser utilizada, de una forma distorsionada, para herir a Arthur Bradford.

Myron frunció el entrecejo.

– ¿De una forma distorsionada?

– ¿Cree que no lo haré?

– Ni siquiera sé a qué se está refiriendo. ¿De forma distorsionada? ¿Estaba en una de sus grabaciones?

Pomeranz apoyó un dedo en el rostro de Myron.

– ¿Creen que no la suspenderé y acabaré con su carrera?

– Pomeranz, ni siquiera usted puede ser tan tonto. ¿Alguna vez oyó hablar de Jessica Culver?

El dedo se apartó.

– Es su novia, ¿no? -dijo Pomeranz-. Es escritora o algo así.

– Una gran escritora -señaló Myron-. Muy respetada. ¿Sabe qué le encantaría hacer? Un gran artículo sobre el sexismo en los departamentos de policía. Si le hace cualquier cosa a Francine Neagly, ya sea destituirla, ponerla en un trabajo de mierda o siquiera respirarle cerca, le prometo que cuando Jessica acabe, hará que el republicano Bob Packwood se parezca a la feminista Betty Friedan.

Pomeranz parecía desconcertado. Lo más probable es que no supiese quién era Betty Friedan, quizá tendría que haber dicho Gloria Steinem.

Pomeranz se tomó su tiempo. Luchó por recuperarse y ofreció una sonrisa casi dulce.

– Vale -dijo-, así que se trata de nuevo de la guerra fría. Yo puedo bombardearle, usted puede bombardearme. Es un punto muerto.

– Se equivoca, Roy. Es usted quien tiene el trabajo, la familia, la reputación y quizás un largo tiempo en la cárcel por delante. Yo no tengo nada que perder.

– No lo dirá en serio, ¿verdad? Está tratando con la familia más poderosa de Nueva Jersey. ¿De verdad cree que no tiene nada que perder?

Myron se encogió de hombros.

– También estoy loco. O para decirlo de otro modo, mi mente funciona de una manera distorsionada.

Pomeranz miró a Wickner. Wickner le devolvió la mirada. Se sintió el golpe de un bate. La multitud se puso de pie. La pelota golpeó la red. «¡Corre, Billy!» Billy pasó por la segunda base y llegó a la tercera.

Pomeranz se alejó sin decir nada más. Myron miró a Wickner durante mucho rato.

– ¿No es más que un farsante, detective?

Wickner no dijo nada.

– Cuando tenía once años, vino a mi clase de quinto grado y todos creímos que era el tipo más fantástico que habíamos visto. Solía buscarle en los partidos. Buscaba su aprobación. Pero no era más que una mentira.

Wickner mantuvo los ojos en el campo.

– Déjalo correr, Myron.

– No puedo.

– Davison es basura. No vale la pena.

– No trabajo para Davison. Trabajo para la hija de Anita Slaughter.

Wickner mantuvo los ojos en el campo. Mantenía los labios apretados, pero Myron vio que el temblor comenzaba de nuevo en la comisura de la boca.

– Lo único que conseguirás es herir a muchas personas.

– ¿Qué le pasó a Elizabeth Bradford?

– Se cayó -dijo él-. Eso es todo.

– Entonces no voy a dejar de escarbar -dijo Myron.

Wickner se acomodó la gorra de nuevo y comenzó a alejarse.

– Entonces van a morir más personas.

No había ninguna amenaza en su tono, sólo el doloroso sonido de lo inevitable.

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