25

La Inglemoore Convalescent Home estaba pintada de color amarillo brillante, muy bien mantenida y en un paisaje colorido, y así y todo seguía pareciendo un lugar donde ibas a morir.

El vestíbulo tenía pintado un arco iris en la pared. El mobiliario era alegre y funcional. Nada demasiado blando. Los clientes se tenían que levantar sin problemas de las sillas. Una mesa en el centro tenía un enorme ramo de rosas frescas, de un color rojo brillante y muy bellas, y que morirían en un par de días.

Myron respiró hondo. «Tranquilo, muchacho, tranquilo.»

El lugar olía intensamente a cerezas, como uno de aquellos ambientadores de automóvil en forma de pino. Una mujer vestida con pantalón y blusa -lo que llamarías «informal elegante»- lo saludó. Tendría unos treinta años y le sonrió con el sincero afecto de una esposa de Las mujeres perfectas.

– He venido a ver a Deborah Whittaker.

– Por supuesto -dijo ella-. Creo que Deborah está en la sala de juegos. Yo soy Gayle. Le acompañaré.

Deborah. Gayle. Todos tenían un nombre de pila. Sin duda habría un doctor Bob en el lugar. Fueron por un pasillo decorado con alegres murales. Los suelos resplandecían, pero Myron aún podía ver las marcas frescas de las sillas de ruedas. Todo el personal tenía la misma sonrisa falsa. Parte del entrenamiento, se dijo Myron. Todos ellos -ordenanzas, enfermeras, lo que fuese- vestían prendas de calle. Nadie llevaba un estetoscopio, un busca, una placa con el nombre o nada que oliese a médico. Aquí todos eran camaradas.

Gayle y Myron entraron en la sala de juegos. Mesas de ping-pong vacías. Mesas de billar vacías. Mesas de cartas vacías. La televisión muy usada.

– Por favor siéntese -dijo Gayle-. Becky y Deborah estarán con usted en un momento.

– ¿Becky? -preguntó Myron.

De nuevo la sonrisa.

– Becky es la amiga de Deborah.

– Comprendo.

Myron se quedó solo con seis ancianos, cinco de ellos mujeres. No hay sexismo en la longevidad. Estaban correctamente vestidos, el único hombre incluso llevaba una corbata y todos estaban sentados en sillas de ruedas. Dos tenían temblores. Otro dos murmuraban para sí mismos. Todos tenían la piel de un color más cercano al gris desteñido que a cualquier otro tono de carne. Una de las mujeres saludó a Myron con una mano huesuda marcada con las venas azules. Myron sonrió y respondió al saludo.

Varios carteles de la pared tenían el lema de la residencia:


INGLEMOORE – NINGÚN DÍA COMO EL DE HOY


Bonito, se dijo Myron, pero no pudo evitar pensar en otro más apropiado:


INGLEMOORE – MEJOR QUE LA ALTERNATIVA


Vaya. Lo dejaría en la caja de sugerencias cuando se marchase.

– ¿Señor Bolitar?

Deborah Whittaker entró en la habitación. Seguía llevando el mismo peinado de la foto del periódico -negro como el betún y con tanta laca que parecía fibra de vidrio-, pero el efecto total era como sacado de Dorian Gray, como si hubiese envejecido un millón de años en un pestañeo. Sus ojos tenían la mirada distante de los agotados. Tenía un ligero temblor en el rostro que le recordó a Katherine Hepburn. Quizá Parkinson, pero no era un experto.

Su «amiga» Becky había sido quien había dicho su nombre. Becky tendría unos treinta años. Ella también vestía prendas de calle en lugar de blanco, y si bien nada en su aspecto sugería una enfermera, Myron aún pensó en Louise Fletcher en Alguien voló sobre el nido del cuco.

Se levantó.

– Soy Becky -dijo la enfermera.

– Myron Bolitar.

Becky le estrechó la mano y le dirigió una sonrisa paternalista. Con toda probabilidad no podía evitarlo. Con toda probabilidad no podía sonreír de verdad hasta por lo menos una hora después de salir de allí.

– ¿Le importa si me quedo con ustedes dos?

Deborah Whittaker habló por primera vez.

– Váyase -dijo.

Su voz sonó como un neumático gastado en un camino de grava.

– A ver, Deborah…

– Nada de a ver, Deborah -dijo ésta-. Me he conseguido un elegante caballero visitante y no pienso compartirlo. Así que lárguese.

La sonrisa paternalista de Becky se volvió un tanto insegura.

– Deborah -dijo en un tono que intentaba ser amable, pero que acabó, bueno, siendo paternalista-. ¿Sabe dónde estamos?

– Por supuesto -contestó Deborah-. Los aliados acaban de bombardear Múnich. El Eje se ha rendido. Soy una muchacha que espera en el muelle sur de Manhattan. La brisa del océano acaricia mi rostro. Espero a que lleguen los marineros para darle un gran beso al primer tipo que desembarque.

Deborah Whittaker le guiñó un ojo a Myron.

– Deborah, no estamos en 1945 -exclamó Becky-. Estamos…

– Lo sé, maldita sea. Por amor de Dios, Becky, no sea tan condenadamente ingenua. -Se sentó y se inclinó hacia Myron-. La verdad es que entro y salgo. Algunas veces estoy aquí. Otras viajo en el tiempo. Cuando mi abuelo lo padecía, lo llamaban endurecimiento de las arterias. Cuando mi madre lo padeció, lo llamaban senilidad. Conmigo, es Parkinson y Alzheimer. -Miró a su enfermera, sus músculos faciales todavía temblando-. Por favor, Becky, mientras todavía estoy lúcida, desaparezca de una maldita vez.

Becky esperó un segundo aguantando la sonrisa incierta lo mejor que pudo. Myron asintió y ella se alejó.

Deborah Whittaker se acercó un poco más.

– Me encanta ser dura con ella -susurró-. Es el único beneficio colateral de la vejez. -Apoyó las manos en el regazo y consiguió una sonrisa temblorosa-. Sé que acaba de decírmelo, pero he olvidado su nombre.

– Myron.

Ella lo miró intrigada.

– No, no lo es. ¿Quizás André? Se parece a André. Él era mi peluquero.

Becky les observaba vigilante desde una esquina. Preparada.

Myron decidió ir al grano sin más.

– Señora Whittaker, quiero preguntarle por Elizabeth Bradford.

– ¿Lizzy? -Los ojos se encendieron y se acomodaron en un brillo-. ¿Está aquí?

– No, señora.

– Creía que había muerto.

– Así es.

– Pobrecilla. Ofrecía unas fiestas magníficas. En Bradford Farms. Colgaban luces por toda la galería. Invitaban a centenares de personas. Lizzy siempre contrataba a la mejor orquesta, al mejor restaurante. Me divertía tanto en sus fiestas. Solía vestirme con las mejores galas y…

Un pestañeo golpeó los ojos de Deborah Whittaker, la comprensión de que quizá las fiestas y las invitaciones no llegarían nunca más, y se interrumpió.

– En su columna -dijo Myron- usted solía escribir de Elizabeth Bradford.

– Oh, por supuesto. -Agitó una mano-. Lizzy era de interés para los lectores. Una fuerza social. Pero…

Se interrumpió de nuevo y miró a lo lejos.

– Pero ¿qué?

– Bueno, no he escrito de Lizzy en meses. En realidad es extraño. La semana pasada Constance Lawrence ofreció el baile de caridad del St. Sebastian's Children's Care, y Lizzy tampoco asistió. Y aquél solía ser el evento favorito de Lizzy. Ella lo organizó durante los últimos cuatro años.

Myron asintió con la voluntad de mantenerse a la par con el cambio de años.

– Pero Lizzy ya no va a las fiestas, ¿no?

– No, no va.

– ¿Por qué no?

Deborah Whittaker se sobresaltó un tanto. Lo miró con suspicacia.

– ¿Cómo dijo que se llama?

– Myron.

– Ya lo sé. Acaba de decírmelo. Me refiero a su apellido.

– Bolitar.

Otra chispa.

– ¿El chico de Ellen?

– Sí, así es.

– Ellen Bolitar -dijo la anciana con una gran sonrisa-. ¿Cómo está?

– Está bien.

– Una mujer tan inteligente. Dígame, Myron. ¿Todavía está haciendo pedazos a los testigos de la fiscalía?

– Sí, señora.

– Tan inteligente.

– A ella le encantaba su columna -dijo Myron.

Su rostro se iluminó.

– ¿Ellen Bolitar, la abogada, lee mi columna?

– Todas las semanas. Era la primera cosa que leía.

Deborah Whittaker se echó hacia atrás, y sacudió la cabeza.

– ¿Qué le parece? Ellen Bolitar lee mi columna. -Le sonrió a Myron. Myron comenzaba a confundirse con los tiempos verbales. Saltos en el tiempo. Sólo tenía que intentar mantenerse a la par-. Estamos disfrutando de una visita muy agradable, ¿no es así, Myron?

– Sí, señora, así es.

La sonrisa tembló y desapareció.

– Aquí nadie recuerda mi columna -dijo-. Son todos muy agradables y dulces. Me tratan bien. Pero para ellos sólo soy otra vieja. Llegas a una edad, y de pronto te vuelves invisible. Sólo ven este cascarón que se pudre. No se dan cuenta de que la mente en el interior solía ser aguda, que este cuerpo solía ir a las mejores fiestas y bailaba con los hombres más apuestos. No lo ven. No puedo recordar qué tomé en el desayuno, pero recuerdo aquellas fiestas. ¿Cree que eso es extraño?

Myron negó con la cabeza.

– No, señora, no lo creo.

– Recuerdo la última fiesta de Lizzy como si fuese anoche. Llevaba un vestido de Halston negro sin tirantes y perlas blancas. Estaba morena y preciosa. Yo llevaba un vestido rosa de verano. Un Lilly Pulitzer, y permítame que lo diga, todavía hacía girar cabezas.

– ¿Qué le pasó a Lizzy, señora Whittaker? ¿Por qué dejó de ir a las fiestas?

Deborah Whittaker se tensó de pronto.

– Soy una columnista de sociedad -dijo-, no una cotilla.

– Lo comprendo. No le pido que sea chismosa. Podría ser importante.

– Lizzy es mi amiga.

– ¿La vio de nuevo después de aquella fiesta?

Sus ojos adquirieron de nuevo aquella expresión distante.

– Creía que bebía demasiado. Incluso me pregunté si quizá tenía un problema.

– ¿Un problema con la bebida?

– No me gusta el chismorreo. No es lo mío. Escribo una columna de sociedad. No creo en herir a las personas.

– Por supuesto, señora Whittaker.

– Pero de todas maneras estaba en un error.

– ¿En un error?

– Lizzy no tiene un problema con la bebida. Sí, quizá beba una copa en las fiestas, pero es una anfitriona demasiado correcta como para saltarse su límite.

De nuevo los tiempos verbales.

– ¿La volvió a ver después de aquella fiesta?

– No -respondió ella en voz baja-. Nunca.

– ¿Alguna vez habló con ella por teléfono?

– La llamé dos veces. Cuando no fue a la fiesta de los Woodmere y después el evento de Constance, comprendí que estaba pasando algo muy malo. Pero nunca hablé con ella. Había salido o no podía ponerse al teléfono. -Miró a Myron-. ¿Sabe dónde está? ¿Cree que está bien?

Myron no estaba seguro de cómo responderle. Ni en qué tiempo.

– ¿Está preocupada por ella?

– Por supuesto que lo estoy. Es como si Lizzy se hubiese desvanecido. Les he preguntado a todas sus amigas del club, pero ninguna de ellas la ha visto. -Frunció el entrecejo-. En realidad no son amigas. Las amigas no chismorrean de esa manera.

– ¿Chismorrean de qué?

– De Lizzy.

– ¿Qué decían de ella?

Su voz adquirió un tono conspirador.

– Creía que se comportaba de aquella forma extraña porque bebía demasiado. Pero no era por eso.

Myron se inclinó y susurró en su mismo tono.

– ¿Entonces, por qué era?

Deborah Whittaker miró a Myron. Los ojos eran lechosos y nublados, y Myron se preguntó qué realidad estaban viendo.

– Un colapso nervioso -dijo por fin-. Las damas en el club decían que Lizzy había tenido un colapso nervioso. Que Arthur la había enviado fuera de la ciudad. A una institución con las paredes acolchadas.

Myron sintió frío en todo el cuerpo.

– Chismes -dijo Deborah Whittaker-. Unos rumores muy feos.

– ¿Usted no los cree?

– Dígame una cosa. -Deborah se lamió unos labios tan secos que parecían a punto de deshacerse. Se irguió un poco-. Si Elizabeth Bradford estuvo encerrada en una institución, ¿cómo es que se cayó en su propia casa?

Myron asintió. Algo en qué pensar.

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