Se quedó un rato más y habló con Deborah Whittaker de personas y un tiempo que él nunca conoció. Becky por fin puso fin a la visita. Myron prometió que volvería a visitarla. Dijo que intentaría traer a su madre. Y lo haría. Deborah Whittaker se marchó, y Myron se preguntó si aún recordaría su visita cuando llegase a su habitación. Entonces se preguntó si tenía alguna importancia.
Regresó al coche y llamó al despacho de Arthur Bradford. Su «secretaria ejecutiva» le dijo que el «próximo gobernador» estaría en Belleville. Myron le dio las gracias y colgó. Consultó su reloj y se puso en marcha. Si no se encontraba con un atasco, llegaría a tiempo.
Cuando entró en la Garden State Parkway, llamó a la oficina de su padre. Eloise, la secretaria de papá de toda la vida, le dijo lo mismo que había dicho cada vez que llamaba en los últimos veinticinco años. «Te pasaré de inmediato, Myron.» No importaba si su padre estaba ocupado. No importaba si estaba al teléfono o con alguien en la oficina. Papá había dejado instrucciones hacía mucho. Cuando llamaba su hijo, siempre estaba disponible.
– No es necesario. Sólo dile que pasaré por allí dentro de un par de horas.
– ¿Aquí? Dios mío, Myron, no has estado aquí desde hace años.
– Sí, lo sé.
– ¿Pasa alguna cosa?
– Nada, Eloise. Sólo quiero hablar con él. Dile que no es nada de qué preocuparse.
– Oh, tu padre estará muy complacido. Myron no estaba tan seguro.
El autocar de Bradford estaba pintado con rayas azules y rojas y grandes estrellas blancas. «Bradford para gobernador» rezaba el eslogan, escrito con un modelo de letra cursiva en tres dimensiones. Los cristales de las ventanillas eran negros para que nadie de la plebe pudiese mirar a su líder. Un toque muy hogareño.
Arthur Bradford estaba en la puerta del autocar con un micrófono en la mano. Su hermano Chance estaba detrás de él, con una de aquellas sonrisas «la-cámara-puede-estar-enfocándome, vaya-el-candidato-no-es-tan-brillante», propia del subalterno político. A su derecha se encontraba Terence Edwards, el primo de Brenda. Él también sonreía con una sonrisa tan natural como el pelo de Joe Biden. Ambos llevaban aquellos ridículos sombreros de poliestireno que se parecían a los que podían llevar un cuarteto de peluqueros.
La multitud era escasa y en su mayor parte, anciana. Muy anciana. Parecían distraídos, miraban a un lado y a otro como si alguien les hubiese traído aquí con la promesa de una comida gratis. Otras personas acortaban el paso y se acercaban para echar una ojeada, más o menos como los peatones que se encuentran con un choque de automóviles y aguardan con la ilusión de que comience una pelea. El personal de Bradford se mezclaba con la multitud y repartía carteles y distintivos e incluso algunos de aquellos ridículos sombreros, todos con el mismo cartel «Bradford para gobernador». De vez en cuando, los ayudantes aplaudían, y el resto de la multitud los imitaba sin muchos ánimos. También había unos cuantos representantes de la prensa y la televisión, corresponsales políticos locales que demostraban poco entusiasmo por lo que estaban haciendo, preguntándose quizá qué era peor: ocuparse de otro discurso político enlatado o perder un miembro en un accidente laboral. Sus expresiones indicaban que no se habían decantado por ninguna de las dos opciones.
Myron se abrió paso entre la multitud para llegar a primera fila.
– Lo que necesitamos en Nueva Jersey es un cambio -gritó Arthur Bradford-. Lo que necesitamos en Nueva Jersey es un liderazgo atrevido y valiente. Lo que necesitamos en Nueva Jersey es un gobernador que no ceda ante los intereses particulares.
Vaya, vaya.
A los ayudantes les encantó la frase. Comenzaron a aplaudir como una estrella del porno que finge un orgasmo (eh, o así se lo imaginó Myron). La multitud se mostró más tibia. Los ayudantes comenzaron a entonar un estribillo: «Bradford… Bradford… Bradford». Original. Otra voz sonó en la megafonía.
– ¡Una vez más, damas y caballeros, el próximo gobernador de Nueva Jersey, Arthur Bradford! ¡Lo que necesitamos en Nueva Jersey!
Aplausos. Arthur saludó al público. Luego bajó del escalón y llegó a tocar a unos pocos elegidos.
– Cuento con vuestro apoyo -decía después de cada apretón de manos.
Myron sintió que le tocaban el hombro. Se volvió. Chance estaba allí. Seguía sonriendo. Llevaba el ridículo sombrero blanco.
– ¿Qué demonios quiere?
Myron le señaló la cabeza.
– ¿Puede darme su sombrero?
Continuó la sonrisa.
– No me cae bien, Bolitar.
Myron imitó la sonrisa.
– Ay, eso duele.
Ambos permanecieron con las sonrisas congeladas. Si uno de los dos hubiese sido una mujer, podrían haber sido perfectamente los presentadores de un programa de cotilleos.
– Necesito hablar con Arthur -añadió Myron.
Todavía sonriendo. La mar de amigos.
– Suba al autocar.
– Claro que sí -dijo Myron-. Pero ¿una vez dentro puedo dejar de sonreír? Ya me duelen las mejillas.
Pero Chance ya se alejaba. Myron se encogió de hombros y subió al autocar. La alfombra en el suelo del vehículo era mullida y de color marrón. Habían reemplazado asientos normales por cómodas butacas. Había varios televisores, un bar con un pequeño frigorífico, teléfonos y ordenadores.
Sam el Flacucho era el único ocupante. Estaba sentado delante y leía la revista People. Se giró hacia Myron, y después hacia la revista.
– La lista de las cincuenta personas más intrigantes -comentó Sam-, y yo no soy una de ellas.
Myron asintió comprensivo.
– Las hacen a partir de las vinculaciones, no por los méritos.
– Política -asintió Sam. Pasó la página-. Vaya hacia el fondo, compañero.
– Allá voy.
Myron se acomodó en una silla giratoria pseudofuturista que parecía sacada del decorado de Galáctica, Estrella de Combate. No tuvo que esperar mucho. Chance subió primero. Continuaba sonriendo y saludando. Terence Edwards subió después. Luego Arthur. El conductor apretó un botón y la puerta se cerró. También lo hicieron los rostros; arrojaron sus sonrisas como si les produjesen urticaria.
Arthur señaló a Terence Edwards que se sentase delante. Él obedeció como, bueno, un subalterno político. Arthur y Chance fueron hacia la parte de atrás del autocar. Arthur parecía relajado. Chance, estreñido.
– Es un placer verle -dijo Arthur.
– Sí -respondió Myron-, siempre es un placer.
– ¿Quiere beber algo?
– Sí, gracias.
El autocar arrancó. La multitud se reunió alrededor del vehículo y saludó al cristal de una sola dirección. Arthur Bradford les miró con el más absoluto desprecio. Un hombre del pueblo. Le arrojó a Myron una Snapple y abrió una para él. Myron miró la botella. Té helado sin azúcar y sabor a melocotón. No estaba mal. Arthur se sentó, y Chance se sentó a su lado.
– ¿Qué opina de mi discurso? -preguntó Arthur.
– Lo que necesitamos en Nueva Jersey son más clichés políticos -dijo Myron.
Arthur sonrió.
– Preferiría una descripción más detallada de los temas. ¿No es así? ¿Con este calor? ¿Con esa muchedumbre?
– ¿Qué puedo decir? Todavía me gusta más «Vote por Arthur, tiene una piscina cubierta».
Bradford descartó el comentario con un gesto.
– ¿Se ha enterado de algo nuevo sobre Anita Slaughter?
– No -respondió Myron-. Pero me he enterado de algo nuevo sobre su difunta esposa.
Arthur frunció el entrecejo. A Chance se le enrojeció el rostro.
– Se supone que está intentando encontrar a Anita Slaughter -le recordó Arthur.
– No deja de ser un tanto curioso -señaló Myron-. Cuando investigo su desaparición, no deja de aparecer la muerte de su esposa. ¿Por qué cree que es?
– Porque es un maldito idiota -intervino Chance.
Myron observó a Chance. Se llevó un dedo a los labios.
– Shhhh.
– Inútil -manifestó Arthur-. Del todo inútil. Le he dicho muchas veces que la muerte de Elizabeth no tiene nada que ver con Anita Slaughter.
– Entonces sígame un poco la corriente -dijo Myron-. ¿Por qué su esposa dejó de ir a las fiestas?
– ¿Perdón?
– Durante los últimos seis meses de su vida, ninguna de las amigas de su esposa la vio. Dejó de ir a las fiestas. Ni siquiera iba a su club.
Fuese cual fuese el club.
– ¿Quién se lo ha dicho?
– He hablado con varias de sus amigas.
Arthur sonrió.
– Ha hablado con una vieja cabra senil.
– Cuidado, Artie. Las cabras seniles tienen derecho a voto. -Myron sonrió-. Eh, no está mal. Quizá tenga otro lema de campaña en sus manos: «Cabras seniles, necesitamos vuestros votos».
Nadie buscó un boli.
– Me está haciendo perder el tiempo y mi voluntad de cooperar se está agotando -dijo Arthur-. Le diré al chófer que pare para que se baje.
– Todavía puedo acudir a la prensa -replicó Myron.
Chance saltó al oírlo.
– Y yo puedo atravesarle el corazón de un balazo.
Myron se llevó un dedo a los labios de nuevo.
– Shhhh.
Chance iba a añadir algo más, pero Arthur cogió las riendas.
– Teníamos un trato. Yo ayudaba a mantener a Brenda Slaughter fuera de la cárcel. Usted buscaba a Anita y mantenía mi nombre fuera de los periódicos. Pero insiste en meterse en temas periféricos. Es un error. Todas estas búsquedas inútiles acabarán por llamar la atención de mi adversario y le darán nuevos proyectiles para utilizar en mi contra.
Esperó a que Myron dijese algo. Pero no lo hizo.
– No me deja otra alternativa -continuó Arthur-. Le diré lo que quiere saber. Entonces verá que es irrelevante para los temas que nos ocupan. Y después seguiremos adelante.
A Chance no le gustó.
– Arthur, no puedes hablar en serio.
– Siéntate delante, Chance.
– Pero… -Chance tartamudeaba-. Puede estar trabajando para Davison.
Arthur meneó la cabeza.
– No.
– Pero tú no puedes saber…
– Si trabajase para Davison, tendrían a diez tipos detrás del tema. Y si continúa escarbando, desde luego llamará la atención de la gente de Davison.
Chance miró a Myron. Bolitar le guiñó un ojo.
– No me gusta -afirmó Chance.
– Ve a sentarte delante, Chance.
Chance se levantó con toda la dignidad de que fue capaz, absolutamente ninguna, y se fue malhumorado a la parte delantera del autocar.
Arthur se dirigió a Myron.
– No hace falta decir que lo que le voy a relatar es del todo confidencial. Si se repite… -Decidió no acabar la frase-. ¿Ya ha hablado con su padre?
– No.
– Ayudaría.
– ¿Ayudaría a qué?
Pero Arthur no respondió. Permaneció en silencio y miró a través de la ventanilla. El autocar se detuvo en un semáforo. Un grupo de personas saludó al autocar. Arthur ni siquiera advirtió su presencia.
– Amaba a mi esposa -comenzó-. Quiero que lo comprenda. Nos conocimos en la universidad. Un día la vi cruzar el parque y… -El semáforo se puso verde. El autocar arrancó-. Y nada en mi vida volvió a ser lo mismo. -Arthur miró a Myron y sonrió-. Cursi, ¿verdad?
Myron se encogió de hombros.
– Suena bonito.
– Oh, lo fue. -Arthur ladeó la cabeza al recordarlo, y por un momento el político fue reemplazado por un ser humano de verdad-. Elizabeth y yo nos casamos una semana después de acabar la carrera. Tuvimos una gran fiesta de bodas en Bradford Farms. Tendría que haberla visto. Seiscientos invitados. Nuestras familias estaban encantadas, aunque a nosotros eso nos importaba un pimiento. Estábamos enamorados. Y teníamos la certeza de los jóvenes de que nada cambiaría.
Miró de nuevo a lo lejos. El autocar continuó circulando. Alguien encendió un televisor y le quitó el sonido.
– El primer golpe llegó un año después de casados. Elizabeth se enteró de que no podía tener hijos. Algo así como una debilidad en las paredes uterinas. Podía quedar embarazada, pero no podía ir más allá del primer trimestre de gestación. Es extraño cuando lo pienso ahora. Verá, desde el principio, Elizabeth tenía lo que yo creía unos momentos de silencio; algunos podrían llamarlo ataques de melancolía. Pero a mí no me parecían melancólicos. Me parecían momentos de reflexión. A mí me resultaban curiosamente atractivos. ¿Para usted tiene algún sentido?
Myron asintió, pero Arthur continuaba mirando a través de la ventanilla.
– Pero aquellos momentos comenzaron a ser más frecuentes, más profundos. Supuse que era algo natural. ¿Quién no estaría triste en nuestras mismas circunstancias? Hoy, por supuesto, Elizabeth hubiese sido diagnosticada como maníaco-depresiva. -Sonrió-. Dicen que todo es fisiológico. Que sólo se trata de un desequilibrio químico en el cerebro o algo por el estilo. Algunos incluso afirman que los estímulos externos son irrelevantes, incluso sin el problema uterino, a la larga Elizabeth hubiese acabado enferma. -Miró a Myron-. ¿Usted lo cree?
– No lo sé.
El candidato no pareció oírlo.
– Supongo que es posible. Las enfermedades mentales son tan extrañas. Podemos entender un problema físico. Pero cuando la mente funciona de manera irracional, bueno, por su propia definición, la mente racional no puede relacionar de verdad. Podemos lamentarlo. Pero no podemos entenderlo del todo. Así que presencié cómo se iba esfumando su cordura. Se puso peor. Las amigas que habían considerado a Elizabeth como una excéntrica comenzaron a hacerse preguntas. Algunas veces estaba tan mal que fingíamos unas vacaciones y la manteníamos en casa. Duró años. Poco a poco la mujer de la que me había enamorado fue desapareciendo. Mucho antes de su muerte, cinco o seis años antes, ya era una persona diferente. Lo intentamos todo, por supuesto. Le buscamos la mejor asistencia médica, la apoyamos y la ayudamos a salir. Pero nada detuvo la caída. Finalmente, Elizabeth no pudo salir más.
Silencio.
– ¿La ingresaron en alguna institución? -preguntó Myron.
Arthur bebió un sorbo de refresco. Sus dedos comenzaron a jugar con la etiqueta de la botella, tiró de las esquinas.
– No -acabó por contestar-. Mi familia insistía en que la ingresase. Pero no podía hacerlo. Elizabeth ya no era la mujer que había amado. Lo sabía. Y quizás hubiese podido seguir adelante sin ella. Pero no podía abandonarla. Aún le debía demasiado, no importa en lo que se hubiese convertido.
Myron asintió, no dijo nada. El televisor estaba apagado, pero una radio, en la zona delantera, estaba sintonizada en una emisora de noticias. Tú le das veintidós minutos y ellos te dan el mundo. Sam leía su revista. Chance no dejaba de mirar por encima del hombro, con los ojos entrecerrados.
– Contraté enfermeras a jornada completa y mantuve a Elizabeth en casa. Continué mi vida, mientras ella continuaba hundiéndose en el olvido. En retrospectiva, por supuesto, mi familia tenía razón. Tendría que haberla internado.
El autobús frenó. Myron y Arthur se movieron un poco también.
– Es probable que ya sepa lo que viene después. Elizabeth empeoró. Hacia el final estaba casi catatónica. El mal que había entrado en su cerebro, ahora lo dominaba por completo. Usted tiene razón, por supuesto. Su caída no fue accidental. Elizabeth saltó. No fue mala suerte que aterrizase de cabeza. Fue totalmente intencionado por su parte. Mi esposa se suicidó.
Se llevó una mano a la cara y se echó hacia atrás. Myron lo observó. Podía ser una representación -los políticos son muy buenos actores- pero Myron creyó ver una culpa sincera, que algo había escapado de los ojos de ese hombre y no había dejado nada en su estela. Pero nunca lo sabes a ciencia cierta. Aquellos que afirman que pueden detectar la mentira resultan engañados con mayor convicción.
– ¿Anita Slaughter encontró su cuerpo? -preguntó Myron.
Él asintió.
– El resto es un clásico Bradford. La tapadera comenzó de inmediato. Se pagaron sobornos. Verá, un suicidio, una esposa tan loca que un Bradford la había empujado a suicidarse, no servía. Debíamos mantener el nombre de Anita fuera del asunto, pero su nombre salió en una noticia de radio. Los medios lo pillaron.
Esa parte desde luego tenía sentido.
– Mencionó sobornos.
– Sí.
– ¿Cuánto se llevó Anita?
Bradford cerró los ojos.
– Anita no aceptó ningún dinero.
– ¿Qué quería?
– Nada. No era de ésas.
– Y usted confió en que guardaría silencio.
Arthur asintió.
– Sí. Confié en ella.
– Usted nunca la amenazó o…
– Nunca.
– Me resulta difícil creerle.
Arthur se encogió de hombros.
– Ella se quedó otros nueve meses. Eso tendría que decirle algo.
De nuevo aquel mismo punto. Myron lo pensó un poco. Oyó un ruido en la parte delantera del autocar. Chance se había levantado. Se acercó hecho una furia y se detuvo junto a ellos. Ambos hombres no le prestaron atención.
Pasado un momento, Chance preguntó:
– ¿Se lo has dicho?
– Sí -respondió Arthur.
Chance se volvió hacia Myron.
– Si le repite una palabra de esto a alguien, lo mataré…
– Shhhh.
Entonces Myron lo vio claro.
Flotando allí. Justo fuera de la vista. La historia era en parte cierta -las mejores mentiras siempre lo son-, pero faltaba algo. Miró a Arthur.
– Se olvida de una cosa -dijo Myron.
Arthur frunció el entrecejo.
– ¿Qué?
Myron señaló a Chance y después a Arthur.
– ¿Quién de ustedes le pegó a Anita Slaughter?
Silencio sepulcral.
– Sólo unas pocas semanas antes del suicidio de Elizabeth, alguien atacó a Anita Slaughter -continuó Myron-. La llevaron al hospital de San Barnabás y todavía tenía huellas cuando su esposa saltó. ¿Quiere explicármelo?
Comenzaron a pasar muchas cosas y todas al mismo tiempo. Arthur Bradford hizo un leve gesto de cabeza. Sam dejó su ejemplar de la revista People y se levantó. Chance enrojeció.
– ¡Sabe demasiado! -gritó.
Arthur hizo una pausa, pensó.
– ¡Tenemos que matarlo! -añadió Chance.
Arthur continuaba pensando. Sam comenzó a moverse hacia él.
Myron bajó la voz.
– ¿Chance?
– ¿Qué?
– Tiene la bragueta abierta.
Chance miró hacia abajo. Myron ya había sacado el treinta y ocho. Lo apretó contra la entrepierna de Chance. Éste retrocedió un poco, pero Myron mantuvo el cañón en posición. Sam sacó el arma y apuntó a Myron.
– Dígale a Sam que se siente -dijo-, o nunca más tendrá problemas para que le pongan un catéter.
Todos se quedaron inmóviles. Sam apuntaba a Myron. Myron mantenía el arma en la entrepierna de Chance. Arthur seguía perdido en sus pensamientos. Chance comenzó a temblar.
– No se mee en mi arma, Chance.
Una frase de tipo duro. Pero a Myron no le gustaba nada la situación. Conocía a los tipos como Sam. Y sabía que Sam podía correr el riesgo y disparar.
– No hacen falta armas -intervino Arthur-. Nadie le va a hacer daño.
– Ya me siento mucho mejor.
– Para decirlo de una manera sencilla, me es mucho más útil vivo que muerto. De lo contrario, Sam ya le hubiese volado la cabeza. ¿Entiende?
Myron no dijo nada.
– Nuestro trato se mantiene sin cambios. Usted encuentra a Anita, Myron, y yo mantengo a Brenda fuera de la cárcel. Y ambos mantendremos a mi esposa fuera de esto. ¿He hablado claro?
Sam mantuvo continuó apuntándole y sonrió un poco.
Myron hizo un gesto con la cabeza.
– ¿Qué tal una muestra de buena fe?
Arthur asintió.
– Sam.
Éste guardó el arma. Volvió a su asiento y recogió la revista.
Myron apretó el arma un poco más fuerte. Chance gimió. Después Myron se la guardó.
El autocar lo dejó de nuevo junto a su coche. Sam le dedicó a Myron un pequeño saludo cuando se bajó. Myron respondió al saludo. El autocar siguió hasta el final de la calle y desapareció en la siguiente esquina. Myron comprendió que había estado conteniendo el aliento. Intentó relajarse y pensar con claridad.
– Ponerse un catéter -dijo en voz alta-. Qué horrible.