En Bradford Farms, el guardia alumbró el interior del coche con una linterna.
– ¿Está solo, señor Bolitar?
– Sí -respondió Myron.
Se abrió la verja.
– Por favor, continúe hasta la casa principal.
Myron avanzó a baja velocidad. De acuerdo con su plan, aminoró en la siguiente curva. Silencio. Luego la voz de Win sonó en el teléfono:
– Estoy fuera.
Fuera del maletero. Salió del maletero con tanto sigilo que Myron ni siquiera le oyó.
– Paso a silencio -dijo Win-. Avísame dónde estás en todo momento.
El plan era sencillo: Win buscaría a Brenda en la propiedad mientras Myron intentaba que no le matasen.
Continuó por el camino, con las dos manos en el volante. Una parte de él quería demorarse; la otra parte quería encontrarse con Arthur Bradford de inmediato. Ahora sabía la verdad. Al menos una parte. Lo suficiente para salvar a Brenda.
Quizás.
Todo el lugar era de un negro sedoso, los animales de granja en silencio. La mansión se alzaba ante él, casi como si flotase, unida de una manera muy tenue con el mundo debajo de ella. Myron aparcó y salió del vehículo. Antes de que llegase a la puerta, Mattius ya le aguardaba. Eran las diez de la noche, pero Mattius continuaba vestido de riguroso mayordomo con la columna vertebral recta. No dijo nada, y esperó con una paciencia casi inhumana.
Cuando Myron llegó a su altura, Mattius dijo:
– El señor Bradford le recibirá en la biblioteca.
Myron asintió. Fue entonces cuando alguien le golpeó en la cabeza. Sintió un ruido sordo, y luego un espeso y negro entumecimiento le recorrió el cuerpo. Notó un hormigueo en el cráneo. Todavía tambaleante, Myron sintió que un bate le golpeaba en la parte de atrás de los muslos. Se le aflojaron las piernas, y cayó de rodillas.
– Win -consiguió decir.
Una bota le pisó fuerte entre los omóplatos. Myron se estrelló de cara al suelo. Sintió que el aire escapaba de sus pulmones. Ahora había unas manos que lo palpaban. Buscaban. Le quitaban las armas.
– Win -repitió.
– Buen intento. -Sam estaba a su lado. Sostenía el móvil de Myron-. Pero ya he colgado.
Otros dos hombres levantaron a Myron por las axilas y se apresuraron a arrastrarlo por el pasillo hasta el vestíbulo. Myron intentó despejarse. Todo su cuerpo se sentía como un pulgar aplastado de un martillazo. Sam caminaba delante. Abrió una puerta, y los dos hombres arrojaron a Myron como un saco de fertilizante. Comenzó a rodar escaleras abajo, pero consiguió frenar el descenso antes de golpear contra el fondo.
Sam entró. Se cerró la puerta detrás de él.
– Venga -dijo Sam-. Acabemos con esto.
Myron consiguió sentarse. Comprendió que estaba en un sótano. Estaba en las escaleras de un sótano.
Sam se le acercó. Le tendió una mano. Myron la cogió y se puso de pie. Los dos hombres bajaron las escaleras.
– Esta sección del sótano carece de ventanas y tiene las paredes de hormigón -explicó Sam, como si estuviese ofreciéndole una gira por la casa-. La única manera de entrar o salir es por aquella puerta.
¿Entendido?
Myron asintió.
– Tengo a dos hombres apostados arriba. Son profesionales, no como aquel imbécil de Mario. Así que nadie va a pasar por esa puerta. ¿Entendido?
Otro asentimiento.
Sam sacó un cigarrillo y se lo puso entre los labios.
– Una última cosa. Vimos a su camarada saltar del maletero. Tengo a dos tiradores ocultos allí. Antiguos marines veteranos de la guerra del Golfo. Si su amigo se acerca a la casa, lo freirán. Las ventanas tienen alarmas. Los sensores de movimiento están en marcha. Estoy en contacto por radio con mis cuatro hombres por cuatro frecuencias diferentes.
Le mostró a Myron una radio con una pantalla digital.
– Frecuencias diferentes -repitió Myron-. Caray.
– No se lo digo para impresionarlo, sino para insistir en lo tonto que sería un intento de fuga. ¿Lo comprende?
Otro asentimiento.
Ahora estaban en una bodega. Olía a vino y a roble, como un Chardonnay bien añejo. Arthur estaba allí. Su rostro como el de una calavera, la piel tensa contra los pómulos. También estaba Chance. Bebía una copa de vino tinto, observaba el color, intentaba con todas sus fuerzas mostrarse despreocupado.
Myron echó una ojeada a la bodega. Un montón de botellas en las estanterías, todas inclinadas un poco hacia delante para que los corchos mantuviesen la humedad adecuada. Un termómetro gigante. Unos pocos toneles de madera, más que nada como parte de la decoración. No había ventanas. Ni puertas. Ninguna otra entrada visible. En el centro de la habitación había una sólida mesa de caoba.
La mesa estaba vacía excepto por unas brillantes tijeras de podar«
Myron miró a Sam. Sam sonrió, con el arma en una mano.
– Deme por intimidado -dijo Myron.
Sam se encogió de hombros.
– ¿Dónde está Brenda? -preguntó Arthur.
– No lo sé -dijo Myron.
– ¿Y Anita? ¿Dónde está?
– ¿Por qué no se lo pregunta a Chance? -respondió Myron.
– ¿Qué?
Chance se irguió en el asiento.
– Está loco.
Arthur se levantó.
– No saldrá de aquí hasta que me dé por satisfecho de que no me oculta nada.
– De acuerdo -asintió Myron-. Entonces empecemos, Arthur. Verá, me he comportado como un tonto en todo este asunto. Me refiero a que las pistas estaban todas ahí. Las viejas escuchas telefónicas. Su enorme interés en todo esto. El primer ataque a Anita. La entrada en el apartamento de Horace para llevarse las cartas de Anita. Las crípticas llamadas diciéndole a Brenda que llamase a su madre. Sam cortándoles los tendones de Aquiles a aquellos chicos. El dinero de las becas. ¿Pero sabe qué fue lo que acabó por descubrirle?
Chance estaba a punto de decir algo, pero Arthur le hizo callar con un gesto. Se rascó la barbilla con el dedo índice.
– ¿Qué? -preguntó.
– La hora del suicidio de Elizabeth -manifestó Myron.
– No lo entiendo.
– La hora del suicidio -repitió Myron-, y lo más importante, el interés de su familia en cambiarla. ¿Por qué Elizabeth decidió matarse a las seis de la mañana, en el momento exacto en que Anita Slaughter entraba a trabajar? ¿Coincidencia? Quizás. Pero ¿entonces por qué se preocuparon tanto ustedes por cambiar la hora? Elizabeth bien podría haber tenido su accidente a las seis de la mañana como a medianoche. ¿Entonces por qué el cambio?
Arthur mantuvo la espalda recta.
– Dígamelo usted.
– Porque la hora no fue casual -dijo Myron-. Su esposa se suicidó cuando lo hizo y como lo hizo por una razón. Quería que Anita Slaughter la viera saltar.
Chance hizo un ruido.
– Eso es ridículo.
– Elizabeth estaba deprimida -continuó Myron con la mirada puesta en Arthur-. No lo dudo. Tampoco dudo de que una vez la amó. Pero aquello fue hace mucho tiempo. Dijo que ella no había estado bien en años. Tampoco lo dudo. Pero, tres semanas antes del suicidio, Anita fue atacada. Me dije que uno de ustedes le había pegado. Después pensé que quizás Horace lo había hecho. Pero las heridas más visibles eran rasguños. Rasguños muy profundos. Como los de un gato, dijo Wickner.
Myron observó a Arthur. El político parecía estar encogiéndose ante sus ojos, consumido por sus propios recuerdos.
– Su esposa fue quien atacó a Anita -prosiguió Myron-. Primero la atacó, y tres semanas más tarde, todavía desesperada, se suicidó delante de ella porque Anita estaba viviendo una aventura con su marido. Fue la última gota mental que la quebró, ¿no es así, Arthur? ¿Fue así cómo ocurrió? ¿Elizabeth los descubrió a los dos juntos? ¿Parecía estar tan ida que usted se descuidó?
Arthur se aclaró la garganta.
– Si quiere saber la verdad, sí. Fue así como ocurrió. Pero ¿y qué? ¿Qué tiene aquello que ver con el presente?
– ¿Cuánto tiempo duró su aventura con Anita?
– No veo la importancia que puede tener.
Myron lo miró durante un largo momento.
– Es un hombre malvado -declaró-. Fue criado por un hombre malvado, y hay mucho de él en usted. Ha causado muchos sufrimientos. Incluso mandó matar a personas. Pero éste no era u capricho, ¿verdad? Usted la amaba, ¿no es así, Arthur?
Bradford no dijo nada. Pero algo detrás de la fachada comenzó a hundirse.
– No sé cómo pasó -prosiguió Myron-. Quizás Anita quería dejar a Horace. O quizás usted la animó. No importa. Anita decidió fugarse y comenzar de cero. Dígame, ¿cuál era el plan, Arthur? ¿Iba a ponerle un apartamento? ¿Una casa fuera de la ciudad? Sin duda ningún Bradford iba a casarse con una criada negra de Newark.
Arthur soltó un sonido, mitad burla, mitad gemido.
– Sin duda -dijo.
– ¿Entonces qué pasó?
Sam permanecía varios pasos atrás, su mirada iba y venía de la puerta del sótano a Myron. De vez en cuando susurraba en la radio. Chance permanecía inmóvil, al mismo tiempo nervioso y reconfortado. Nervioso por lo que se estaba descubriendo; reconfortado porque creía que todo lo dicho nunca saldría de esa bodega. Quizá tenía razón.
– Anita era mi última esperanza -manifestó Arthur. Se dio un golpe con dos dedos en los labios y forzó una sonrisa-. Es irónico, ¿no le parece? Si vienes de un hogar desaventajado, puedes culpar al entorno por tus maneras pecaminosas. Pero ¿qué pasa si eres de una casa rica? ¿Qué pasa con aquellos educados para dominar a otros, para tomar lo que quieran? ¿Qué pasa con aquellos que son criados para creer que son especiales y que el resto de las personas no son más que adornos? ¿Qué pasa con esos chicos?
Myron asintió.
– La próxima vez que esté solo, lloraré por ellos.
Arthur rió.
– Muy justo. Pero se equivoca. Fui yo quien quería huir. No Anita. Sí, la amaba. Cuando estaba con ella, todo mi cuerpo y mi mente eran felices. No sé explicarlo de otra manera.
No necesitaba hacerlo. Myron pensó en Brenda. Y lo comprendió.
– Iba a dejar Bradford Farms -continuó el candidato-. Anita y yo íbamos a fugarnos juntos. Comenzar por nuestra cuenta. Escapar de esta prisión. -Sonrió de nuevo-. Ingenuo, ¿no le parece?
– ¿Entonces qué pasó? -preguntó Myron.
– Anita cambió de opinión.
– ¿Por qué?
– Había otro.
– ¿Quién?
– No lo sé. Se suponía que debíamos encontrarnos por la mañana, pero Anita nunca se presentó. Creí que quizá su marido le había hecho algo. Lo vigilé. Entonces recibí una nota de ella. Decía que necesitaba comenzar de cero. Sin mí. Me envió de vuelta el anillo.
– ¿Qué anillo?
– El que yo le había dado. Una alianza de compromiso no oficial.
Myron miró a Chance. Chance no dijo nada. Myron mantuvo su mirada en él por unos segundos más. Luego miró de nuevo a Arthur.
– Pero no renunció, ¿no?
– No.
– La buscó. Los teléfonos pinchados. Mantuvo los teléfonos pinchados durante todos estos años. Creía que Anita acabaría por llamar a su familia alguna vez. Usted quería poder rastrear la llamada cuando lo hiciese.
– Sí.
Myron tragó saliva y rogó para que no se le quebrase la voz.
– Después estaban los micrófonos en la habitación de Brenda. El dinero de las becas. Los tendones de Aquiles cortados.
Silencio.
Las lágrimas asomaron a los ojos de Myron. También a los de Arthur. Ambos hombres sabían lo que venía después. Myron insistió, esforzándose por mantener un tono tranquilo y firme.
– Los micrófonos estaban allí para poder vigilar a Brenda. Las becas fueron creadas por alguien con mucho dinero y conocimiento financiero. Incluso si Anita se hubiese hecho con el dinero, no hubiese sabido cómo enviarlo a través de las islas Caimán. Usted, en cambio, podía. Por último, los tendones de Aquiles. Brenda creía que lo había hecho su padre. Creía que su padre se mostraba demasiado protector. Y tenía razón.
Más silencio.
– Acabo de llamar a Norm Zuckerman y me dio el grupo sanguíneo de Brenda, que está en los informes médicos del equipo. La policía tiene el tipo de sangre de Horace en el informe de la autopsia. No están relacionados, Arthur. -Myron pensó en el color café con leche de la piel de Brenda y en el tono mucho más oscuro de sus padres-. Por eso tiene tanto interés en Brenda. Por eso se apresuró tanto a ayudarla para que no acabase en la cárcel. Por eso está tan preocupado por ella ahora mismo. Brenda Slaughter es su hija.
Las lágrimas corrían por el rostro de Arthur. No hizo nada por detenerlas.
– Horace nunca lo supo, ¿no es así? -prosiguió Myron.
Arthur meneó la cabeza.
– Anita se quedó embarazada al principio de nuestra relación. Pero Brenda nació con la piel lo bastante oscura como para no llamar la atención. Anita insistió en que lo mantuviésemos en secreto. No quería ver a nuestra hija estigmatizada. Además, tampoco quería que creciese en esta casa. Lo comprendí.
– ¿Entonces qué pasó con Horace? ¿Por qué llamó después de veinte años?
– Fueron los Ache, que intentaban ayudar a Davison. De alguna manera se enteraron del dinero de las becas. Creo que por uno de los abogados. Querían causarme problemas en la campaña. Así que se lo dijeron a Slaughter. Creyeron que se mostraría codicioso e iría a por el dinero.
– Pero a él no le importaba el dinero -dijo Myron-. Quería encontrar a Anita.
– Sí. Me llamó varias veces. Vino a las oficinas de campaña. No quería olvidar el tema. Así que hice que Sam lo desilusionase.
La sangre en la taquilla.
– ¿Le dieron una paliza?
Arthur asintió.
– Pero no muy fuerte. Quería asustarlo, no herirlo. Hace mucho tiempo Anita me hizo prometer que nunca le haría daño. Hice todo lo posible por mantener la promesa.
– ¿Se suponía que Sam debía vigilarle?
– Sí. Para asegurarnos de que no causaría más problemas. Y, no sé, quizá tenía la ilusión de que encontraría a Anita.
– Pero escapó.
– Sí.
Tenía sentido, se dijo Myron. A Horace le habían roto la nariz. Había ido al hospital de San Barnabás después de la paliza. Se había limpiado. Sam le había asustado, de acuerdo, pero sólo lo suficiente para convencer a Horace de que debía ocultarse. Así que vació la cuenta y desapareció. Sam y Mario lo buscaron. Siguieron a Brenda. Visitaron a Mabel Edwards y la amenazaron. Escucharon las grabaciones de las llamadas telefónicas. Horace por fin la llamó. ¿Y entonces?
– Usted mató a Horace.
– No. Nunca lo encontramos.
Un agujero, pensó Myron. Aún quedaban unos cuantos que no había tapado.
– Pero hizo que su gente hiciese las crípticas llamadas a Brenda.
– Sólo para ver si ella sabía dónde estaba Anita. Las otras llamadas, las amenazadoras, las hicieron los Ache. Querían encontrar a Horace y que formalizase el contrato antes del partido inaugural.
Myron asintió. De nuevo tenía sentido. Se volvió y miró a Chance. Chance le sostuvo la mirada. Mostraba una pequeña sonrisa en su rostro.
– ¿Va a decírselo, Chance?
Chance se levantó para mantener un cara-a-cara con Myron.
– Es hombre muerto -dijo, casi en tono burlón-. Lo único que ha hecho aquí es cavar su propia tumba.
– ¿Va a decírselo, Chance?
– No, Myron. -Señaló las tijeras de podar y se acercó más-. Voy a mirar cómo sufre y después muere.
Myron echó la cabeza hacia atrás y después descargó un golpe de lleno con la frente en la nariz de Chance. Contuvo un poco el impulso en el último momento. Si le pegabas con la cabeza con toda la fuerza, podías matar a una persona. La cabeza es pesada y dura; la cara que recibe el golpe no es ninguna de las dos cosas. Imagínense a una bola de acero que va hacia el nido de un pájaro.
Así y todo, el golpe fue efectivo. La nariz de Chance hizo el equivalente a una separación de las piernas en la gimnasia artística. Myron sintió algo caliente y pegajoso en el pelo. Chance cayó hacia atrás. La sangre manaba de la nariz como de un surtidor. Sus ojos estaban muy abiertos y asombrados. Nadie corrió en su ayuda. De hecho, Sam parecía sonreír.
Myron se volvió hacia Arthur.
– Chance sabía de su aventura, ¿no?
– Sí, por supuesto.
– ¿También sabía de sus planes para fugarse?
Esta vez la respuesta tardó más.
– Sí. Pero ¿qué tiene eso de particular?
– Chance le ha estado mintiendo desde hace veinte años. También Sam.
– ¿Qué?
– Acabo de hablar con el detective Wickner. Él estaba allí aquella noche. No sé qué pasó exactamente. Tampoco él. Pero vio a Sam llevarse a Anita del Holiday Inn. Y vio a Chance en el coche.
Arthur miró furioso a su hermano.
– ¿Chance?
– Está mintiendo.
Arthur sacó un arma y apuntó a su hermano.
– Dímelo.
Chance aún intentaba contener el flujo de sangre.
– ¿A quién vas a creer? ¿A mí o…?
Arthur apretó el gatillo. La bala dio en la rodilla de Chance y le rompió la articulación. Manó la sangre. Chance aulló de agonía. Arthur apuntó el arma a la otra rodilla.
– Dímelo.
– ¡Estabas loco! -gritó Chance. Después apretó los dientes. Sus ojos se hicieron pequeños pero muy claros, como si el dolor hubiese barrido la basura-. ¿De verdad creías que papá iba dejar que escapases como si nada? Ibas a destruirlo todo. Intenté hacértelo comprender. Hablé contigo. Como un hermano. Pero tú no quisiste escuchar. Así que fui a ver a Anita. Sólo para hablar. Sólo quería hacerte ver lo destructiva que era toda esa idea. No pretendía hacerle ningún daño. Sólo intentaba ayudar.
El rostro de Chance era una ruina sanguinolenta, pero el de Arthur era una visión todavía más horrible. Las lágrimas todavía estaban allí, continuaban derramándose libremente. Pero no lloraba. Su piel era de un gris blanquecino, sus facciones desfiguradas como una máscara mortuoria. Algo detrás de sus ojos se había quebrado por la furia.
– ¿Qué pasó?
– Averigüé su número de habitación. Cuando llegué allí, la puerta estaba entreabierta. Lo juro, Anita estaba así cuando llegué. Lo juro, Arthur. No la toqué. Al principio creí que quizá lo habías hecho tú. Que quizás habíais tenido una pelea. Pero, en cualquier caso, sabía que sería un desastre si se sabía. Había demasiadas preguntas, demasiados cabos sueltos. Así que llamé a papá. Él se encargó del resto. Vino Sam. Él limpió el lugar. Cogimos el anillo y falsificamos aquella nota. Para que tú dejases de buscar.
– ¿Dónde está ahora? -preguntó Myron.
Chance lo miró, desconcertado.
– ¿De qué demonios hablas?
– ¿La llevó a un medico? ¿Le dio dinero? ¿Le…?
– Anita estaba muerta -respondió Chance.
Silencio.
Arthur soltó un tremendo aullido primitivo. Cayó al suelo.
– Estaba muerta cuando llegué allí, Arthur, lo juro.
Myron sintió que su corazón se hundía en el fango. Intentó hablar, pero no le salieron las palabras. Miró a Sam. Sam asintió. Myron le miró a los ojos.
– ¿Su cuerpo? -consiguió decir.
– Me deshice del cadáver -respondió Sam-. Era lo más conveniente.
Muerta. Anita Slaughter estaba muerta. Myron intentó aceptarlo. En todos estos años Brenda se había sentido indigna sin ningún motivo.
– ¿Dónde está Brenda? -preguntó Myron.
La adrenalina comenzaba a esfumarse, pero Chance consiguió sacudir la cabeza.
– No lo sé.
Myron miró a Sam. Sam se encogió de hombros.
Arthur se sentó. Se abrazó las rodillas y agachó la cabeza. Comenzó a llorar.
– Mi pierna -dijo Chance-. Necesito un médico.
Arthur no se movió.
– También tenemos que matarlo -añadió Chance casi sin mover los labios-. Sabe demasiado, Arthur. Sé que te destroza el dolor, pero no podemos permitir que lo arruine todo.
Sam asintió.
– Tiene razón, señor Bradford.
– Arthur -dijo Myron.
Arthur alzó la mirada.
– Yo soy la mejor esperanza de su hija.
– No lo creo -negó Sam. Apuntó con el arma-. Chance tiene razón, señor Bradford. Es demasiado peligroso. Acabamos de admitir haber encubierto un asesinato. Tiene que morir.
De pronto sonó la radio de Sam. Después una voz se escuchó en el pequeño altavoz:
– Yo de usted no lo haría.
Win.
Sam miró la radio con el entrecejo fruncido. Movió un botón, cambió de frecuencia. El indicador digital rojo cambió de números. Después apretó el botón de hablar.
– Alguien ha anulado a Forster -comunicó Sam-. Ocupaos de él.
La respuesta fue la mejor interpretación de Scottie de Star Treck que podía hacer Win:
– Pero no la puedo retener, capitán. ¡Se está separando!
Sam no perdió la compostura.
– ¿Cuántas radios tienes, compañero?
– Las cuatro, cada una con la etiqueta correspondiente.
Sam soltó un silbido de admiración.
– Bien -dijo-. Así que estamos en un punto muerto. Tendremos que hablar.
– No.
Esta vez no fue Win quien hablaba. Fue Arthur Bradford. Disparó dos veces. Las dos balas alcanzaron a Sam en el pecho. Sam cayó al suelo, hizo un gesto, y después se quedó quieto.
Arthur se dirigió a Myron.
– Encuentre a mi hija -dijo-. Por favor.