8

La caja de pesca. La mención de Buddy me recordó el informe del sheriff que había en el cajón de la mesa.

– Quería preguntarle por eso. ¿Dice que este tipo se llevó el GPS?

– Cabrón impostor, estoy seguro de que fue él. Salió con nosotros y la siguiente noticia que tuvimos fue que mi GPS había desaparecido y que él había puesto un negocio de excursiones de pesca en el istmo. Sumo dos y dos y me da gilipollas. He estado pensando en ir allí y hacerle una pequeña visita.

Me costaba seguir el hilo argumental de su relato. Le pedí que me lo explicara con claridad, como si no distinguiera una salida de pesca de una sopa de pescado.

– La cuestión -dijo- es que esa cajita negra contenía nuestros mejores sitios. Nuestros bancos de peces, tío. No sólo eso, tenía los puntos marcados por el tipo que lo perdió. Se lo gané en una partida de póquer a otro guía de pesca. El valor no está en la caja, sino en lo que contenía. El tipo se estaba jugando los doce mejores sitios y yo se los gané con un puto full.

– Muy bien -dije-. Ahora lo entiendo. Su valor estaba en las coordenadas de los lugares de pesca registrados en él, no en el dispositivo en sí.

– Exactamente. Esos chismes cuestan un par de cientos de pavos. Pero los lugares de pesca requieren años de trabajo, habilidad y experiencia.

Señalé la foto de la pantalla del ordenador.

– Y este tipo se lo llevó y después puso su propio negocio de cruceros de pesca jugando con ventaja, usando su experiencia además de la del guía al que usted le ganó el GPS.

– Mucha ventaja. Como le digo voy a ir a hacerle una visita uno de estos días.

– ¿Dónde está el istmo?

– En el otro lado, donde la isla se pellizca como la figura de un ocho.

– ¿Le dijo al departamento del sheriff que creía que se lo había robado él?

– Al principio no, porque no lo sabíamos. El chisme desapareció y pensamos que quizás algunos chicos habían subido al barco por la noche y habían cogido lo primero que habían visto. Por lo que he oído, la isla es un puto aburrimiento para los chavales. Sólo pregúntele a Graciela por Raymond; el chico se está volviendo loco. Bueno, el caso es que hicimos la denuncia y ya está. Después, al cabo de un par de semanas, vi ese anuncio del Fish Tales que decía que había una nueva empresa de salidas de pesca en el istmo y vi la foto de aquel tipo y dije: «Eh, yo conozco a ese tío.» Y sumé dos y dos. El me robó el GPS.

– ¿Llamó al sheriff entonces?

– Sí, llamé y les dije que era ese tipo. No se entusiasmaron mucho. Volví a llamar la semana siguiente y dijeron que habían hablado con el tipo… ¡por teléfono! Ni siquiera se molestaron en ir a verlo cara a cara. Él lo negó, claro, y eso fue todo por lo que a ellos respecta.

– ¿Cómo se llama el tipo?

– Robert Finder. Su empresa se llama Isthmus Charters. En el anuncio se hace llamar Robert Fish Finder. Su puta madre.

Miré la foto de la pantalla y me pregunté si tenía algún significado para mi investigación. ¿Podía ser que el GPS desaparecido estuviera relacionado con la muerte de Terry McCaleb? No parecía probable. La idea de que alguien hubiera robado los lugares de pesca de un competidor era comprensible. Pero enredar eso en una complicada trama para matar también al competidor parecía más allá de los límites de lo creíble. Requeriría un plan endiablado por parte de Finder, eso para empezar. Requeriría un plan endiablado por parte de quien fuera.

Lockridge pareció leer mis pensamientos.

– Eh, ¿cree que este cabrón pudo tener algo que ver con la muerte de Terror?

Levanté la cabeza y me quedé mirando a Buddy Lockridge, dándome cuenta de que la idea de que éste estuviera involucrado en la muerte de McCaleb como un medio de obtener el control de la sociedad de las excursiones de pesca y del Following Sea era una teoría más creíble.

– No lo sé -dije-, pero probablemente lo comprobaré.

– Dígamelo si quiere que le acompañe alguien.

– Claro. Pero escuche, me he fijado en que en el informe del sheriff el GPS es el único objeto robado. ¿Eso se mantiene? ¿No echaron nada más en falta después?

– Eso fue todo. Por eso Terry y yo pensamos al principio que era muy extraño. Hasta que imaginamos que había sido Finder.

– ¿Terry también pensaba que había sido él?

– Estaba empezando a pensarlo. O sea, vamos, ¿quién si no?

Era una pregunta que merecía respuesta, pero no pensaba que necesitara centrarme en ella en ese momento. Señalé la pantalla del portátil y le pedí a Lockridge que siguiera retrocediendo en las fotos. Lo hizo y continuó la procesión de pescadores felices.

Llegamos a otra curiosidad en la serie de fotografías. Lockridge retrocedió hasta un conjunto de seis instantáneas que mostraban a un hombre cuyo rostro al principio no se veía con claridad. En las tres imágenes iniciales posaba sosteniendo un pez de colores brillantes ante la cámara. Pero en cada una de ellas sostenía su captura demasiado alta, oscureciendo la mayor parte de la cara. En todas las imágenes sus gafas de sol oscuras asomaban por encima del caballón de la aleta dorsal del pez. El pez parecía el mismo en las tres instantáneas, lo cual me llevó a pensar que el fotógrafo trató repetidamente de obtener una imagen en la que se viera el rostro del pescador. Pero sin éxito.

– ¿Quién hizo éstas?

– Terror. Yo no fui en esa salida.

Algo en el hombre, o tal vez la forma en que había evitado la cámara en la foto del trofeo, había hecho que McCaleb sospechara. Eso parecía obvio. Las tres fotos siguientes eran imágenes del hombre tomadas sin su conocimiento. Las dos primeras fueron sacadas desde el interior del salón, cuando el pescador se inclinaba contra la borda de estribor. Como el vidrio del salón tenía una película reflectora, el hombre no habría tenido forma de ver a McCaleb ni de saber que le había hecho esas fotos.

En la primera de esas dos fotos estaba de perfil. La siguiente era una directa al rostro. Encuadre aparte, McCaleb había sacado fotos de ficha policial, otra confirmación de sus sospechas. Incluso en esas imágenes el hombre aparecía oscurecido. Tenía una espesa barba marrón grisácea y llevaba gafas de sol oscuras con lentes grandes y una gorra azul de los Dodgers de Los Ángeles. Por lo poco que podía verse, el hombre parecía llevar el pelo corto, y éste coincidía con la coloración de la barba. Llevaba un aro dorado en el lóbulo derecho.

En la foto de perfil, tenía los ojos arrugados y los párpados caídos, ocultos de manera natural incluso con las gafas oscuras. Llevaba vaqueros y una camiseta blanca debajo de un chaleco Levi's.

La sexta foto, la última de la serie, estaba tomada después de que terminara la excursión. Era una foto desde larga distancia del hombre caminando por el muelle de Avalon, aparentemente después de dejar el Following Sea. Tenía el rostro ligeramente vuelto hacia la cámara, aunque aun así era poco más que un perfil. No obstante, me pregunté si el hombre había continuado girando el cuello después de la foto y si quizás entonces había visto a McCaleb con la cámara.

– ¿Y este tipo? -pregunté-. Hábleme de él.

– No puedo -respondió Lockridge-. Ya se lo he dicho, yo no estaba allí. Ese fue uno que Terry recogió al vuelo. Sin reserva. El tipo simplemente apareció en el taxi acuático mientras Terry estaba en el barco y le preguntó si podía hacer una excursión. Pagó medio día, la salida mínima. Quería salir de inmediato y yo estaba en el continente. Terry no pudo esperarme, así que lo tomó sin mí. Ir solo es un incordio. Pero consiguieron un buen pez sierra. No estuvo mal.

– ¿Después habló del tipo?

– No, la verdad es que no. Sólo dijo que no aprovechó el medio día. Quiso recoger después de sólo un par de horas. Y eso hicieron.

– Terry estaba alerta. Le hizo seis fotos, tres mientras el tipo no estaba mirando. ¿Está seguro de que no dijo nada al respecto?

– Como he dicho, a mí, no. Pero Terry se guardaba muchas cosas para él.

– ¿Conoce el nombre de este tipo?

– No, pero estoy seguro de que Terry puso algo en el libro. ¿Quiere que vaya a buscarlo?

– Sí. Y también quiero saber la fecha exacta y cómo lo pagó. Pero, primero, ¿puede imprimir estas fotos?

– ¿Las seis? Tardará un rato.

– Sí, las seis, y una de Finder, ya que estamos. Tengo tiempo.

– Supongo que no las querrá también enmarcadas.

– No, Buddy, eso no hace falta. Sólo las fotos.

Retrocedí mientras Buddy se sentaba en el taburete acolchado, enfrente del ordenador. Encendió una impresora, cargó papel de calidad fotográfica, y expertamente procedió con las órdenes para imprimir las siete fotos. Una vez más me fijé en su soltura con el equipo. Tenía la sensación de que no había nada en el portátil con lo que no estuviera familiarizado. Y probablemente tampoco en las cajas de archivos de la litera que teníamos encima de nuestras cabezas.

– Listo -dijo al levantarse-. Tarda un minuto con cada una. Y salen un poco pegajosas. Es mejor extenderlas hasta que se sequen del todo. Subiré y veré qué pone el libro de registro de nuestro hombre misterioso.

Después de que el socio de McCaleb se hubo marchado, me senté en el taburete. Había observado a Lockridge con el archivo de fotos y aprendía deprisa. Volví al listado principal e hice doble clic en la carpeta de fotos llamada «Recibido». Se abrió un marco que contenía un mosaico con treinta y seis fotos en miniatura. Hice clic en la primera y la foto se amplió. Mostraba a Graciela empujando un carrito con una niña pequeña dormida en él: Cielo Azul. La hija de Terry. El entorno parecía un centro comercial. La foto era similar a las que Terry había sacado al hombre misterioso en cuanto parecía que Graciela no sabía que estaba siendo fotografiada.

Me volví y miré atrás a través del umbral hacia los escalones del salón. No había signo de Lockridge. Me levanté, me desplacé silenciosamente al pasillo y me deslicé al cuarto de baño. Me apoyé contra la pared y esperé. Enseguida, Lockridge apareció en el pasillo llevando el libro de registro. Estaba avanzando muy despacio para no hacer ruido. Lo dejé pasar y salí al pasillo detrás de él. Lo observé mientras él entraba en el camarote de proa, dispuesto a sobresaltarme otra vez con su repentina aparición.

Pero fue Lockridge quien se sobresaltó al no verme en la sala. Cuando se volvió, yo estaba justo detrás de él.

– Le gusta aparecer de repente, ¿no, Buddy?

– Oh, no, en realidad… Yo sólo…

– No lo haga conmigo, ¿vale? ¿Qué pone en el libro?

Su rostro adoptó una tonalidad rosada bajo el bronceado permanente de pescador. Pero le había proporcionado una vía de escape y enseguida la tomó.

– Terry anotó su nombre en el libro, pero nada más. Dice: «Jordán Shandy, medio día.» Nada más.

Abrió el libro y lo giró para mostrarme la anotación.

– ¿ Y la forma de pago? ¿ Cuánto es medio día?

– Trescientos por medio día, quinientos, uno entero. He comprobado el registro de la tarjeta de crédito y no había nada. También los depósitos de cheques. Nada. Eso significa que pagó en efectivo.

– ¿Cuándo fue eso? Supongo que está ordenado por fecha.

– Sí. Salieron el trece de febrero, eh, era viernes trece. ¿Cree que fue a propósito?

– ¿Quién sabe? ¿Fue antes o después del crucero con Finder?

Lockridge dejó el libro de registro en la mesa para que los dos pudiéramos verlo. Pasó el dedo por la lista de clientes y lo detuvo en Finder.

– El vino una semana después. Salió el diecinueve de febrero.

– ¿Y cuál es la fecha de la denuncia al sheriff del robo en el barco?

– Mierda, he de volver a subir.

Se fue y yo oí que subía los escalones. Cogí la primera foto de la impresora y la puse en el escritorio. Era la imagen de Jordán Shandy ocultando el rostro con gafas de sol con el pez sierra. Lo miré hasta que Lockridge entró en la sala. Esta vez no trató de hacerlo a hurtadillas.

– Hicimos la denuncia el veintidós de febrero.

Asentí con la cabeza. Cinco semanas antes de la muerte de McCaleb. Anoté las fechas a las que nos habíamos referido en mi libreta. No estaba seguro del significado de nada de ello.

– Perfecto -dije-. ¿Quiere hacer otra cosa más por mí ahora, Buddy?

– Claro. ¿Qué?

– Vaya a cubierta, baje esas cañas del estante y lávelas. No creo que lo hiciera nadie después del último crucero. Están haciendo que este lugar huela agrio y creo que voy a quedarme un par de días por aquí. Me ayudaría mucho.

– Quiere que suba y lave las cañas.

Lo dijo como una afirmación, una muestra de que se sentía insultado y decepcionado. Yo levanté la mirada de la foto para observar su rostro.

– Sí, eso es. Me ayudaría mucho. Acabaré con las fotos y después podemos ir a visitar a Otto Woodall. -Como quiera.

Salió del camarote desencantado y oí que subía pesadamente los escalones, tan ruidoso como antes había sido silencioso. Coloqué la segunda foto de la impresora junto a la primera. Cogí un rotulador negro de una taza de café del escritorio y anoté en el borde blanco de debajo de la foto el nombre de Jordán Shandy.

De regreso en el taburete centré otra vez mi atención en el ordenador y en la foto de Graciela y su hija. Hice clic en la flecha de avance y apareció la siguiente foto. De nuevo era una foto en el interior de un centro comercial. Esta había sido tomada desde más lejos y tenía mucho grano. En esta imagen había un niño detrás de Graciela. El hijo, concluí, el hijo adoptado.

En la foto estaban todos los miembros de la familia menos Terry. ¿Era él el fotógrafo? En ese caso, ¿por qué tomar la foto desde tanta distancia? Volví a pulsar en la flecha y continué viendo fotos. Casi todas ellas habían sido tomadas desde el interior del centro comercial y todas estaban sacadas desde cierta distancia. En ninguna de las fotos había ningún miembro de la familia mirando a la cámara. Después de veintiocho imágenes similares, el escenario cambió y la familia apareció en el ferry a Catalina. Se dirigían a casa y el fotógrafo continuaba con ellos todo el tiempo.

Sólo había cuatro fotos en esta serie. En cada una de ellas Graciela estaba sentada en la mitad trasera de la cabina principal del ferry, con el niño a un lado y la niña al otro. El fotógrafo se había situado en la parte delantera de la cabina, disparando a través de varias filas de asientos. Si Graciela se fijó, probablemente no se dio cuenta de que ella era el centro del foco de la cámara y pensaría que el fotógrafo era un turista más camino de Catalina.

Las últimas dos fotos de las treinta y seis parecían fuera de lugar con las otras, como si formaran parte de un proyecto completamente diferente. La primera era de un cartel de carretera de color verde. La amplié y vi que había sido tomada a través del parabrisas de un coche. Veía el marco del parabrisas, parte del salpicadero y algún tipo de pegatina en la esquina del cristal. Parte de la mano del fotógrafo, descansando en el volante en la posición de las once en punto, también aparecía en la imagen.

El cartel se alzaba contra un paisaje de desierto árido. Decía:


ZZYZX ROAD

1 MILLA


Conocía la carretera. O, para ser más exactos, conocía el cartel. Cualquier persona de Los Ángeles que hiciera el trayecto de ida y vuelta a Las Vegas con tanta frecuencia como lo había hecho yo en el último año tenía que conocerlo. Aproximadamente a mitad de camino en la interestatal 15 estaba la salida de Zzyzx Road, reconocible cuando menos por su peculiar nombre. Estaba en el Mojave y parecía una carretera a ninguna parte. No había gasolinera, ni área de descanso. Al final del alfabeto. Al final del mundo.

La última foto era igual de desconcertante. La amplié y vi que era una extraña naturaleza muerta. En el centro de la imagen había un viejo barco, con los remaches de las planchas de madera abiertas y la pintura amarillenta pelándose bajo el sol abrasador. Se hallaba en el terreno rocoso del desierto, aparentemente a kilómetros de cualquier agua en la que pudiera flotar. Un barco a la deriva en un mar de arena. Si tenía algún significado específico, no lo había visto.

Siguiendo el procedimiento que había observado a Lockridge, imprimí las dos fotos del desierto y después volví a revisar las otras fotos para elegir una muestra de imágenes a imprimir. Envié dos fotos del ferry y dos fotos del centro comercial a la impresora. Mientras esperaba, amplié varias de las fotos del centro comercial en la pantalla con la esperanza de ver algo en segundo plano que identificara en qué centro comercial estaban Graciela y los niños. Sabía que simplemente podía preguntárselo a ella, pero no estaba seguro de querer hacer eso.

En las fotos logré identificar las bolsas que llevaban varios compradores como procedentes de Nordstrom, Saks Fifth Avenue y Barnes & Noble. En una de las fotos la familia pasaba a través de una especie de terraza en la que había concesiones de Cinnabon y Hot Dog on a Stick. Anoté todos esos nombres en mi libreta y sabía que con esos cinco establecimientos probablemente podría determinar en qué centro comercial se habían sacado las fotos, si decidía que era necesario disponer de esa información y no quería preguntar a Graciela al respecto. Eso seguía siendo una cuestión abierta. No quería alarmarla si no era necesario. Contarle que probablemente la habían estado vigilando mientras paseaba con su familia -y que probablemente lo había hecho alguien con una extraña relación con su marido- no parecía el mejor camino. Al menos al principio.

Esa relación se tornó más extraña y más alarmante cuando la impresora escupió por fin una de las fotos que había elegido de la secuencia del centro comercial. En la imagen, la familia pasaba caminando por delante de la librería Barnes & Noble. La foto se había sacado desde el otro lado del centro comercial, pero el ángulo era casi perpendicular al escaparate. El escaparate principal de la librería captó un tenue reflejo del fotógrafo. No lo había visto en la pantalla del ordenador, pero allí estaba en el papel.

La imagen del fotógrafo era demasiado pequeña y demasiado tenue contra el expositor del interior: una foto de tamaño real de un hombre vestido con un kilt. El cartel estaba rodeado de pilas de libros y al lado había un letrero que decía: «Ian Rankin aquí esta noche.» Me di cuenta entonces de que podía usar el expositor para determinar el día exacto en que se habían tomado las fotos de Graciela y sus hijos. Lo único que tenía que hacer era llamar a la librería y descubrir cuándo había estado allí Ian Rankin. En cambio, el expositor también contribuyó a ocultarme el fotógrafo.

Volví al ordenador, localicé la foto entre las miniaturas y la amplié. La miré, dándome cuenta de que no sabía qué hacer.

Buddy estaba en cubierta, rociando las ocho cañas y carretes apoyados contra la popa con una manguera conectada a un grifo de la borda. Le dije que cerrara el grifo y bajara al despacho. El obedeció sin decir palabra. Cuando estuvimos de nuevo en el camarote le hice una señal para que se sentara en el taburete. Me incliné por encima de él y destaqué la zona del reflejo del fotógrafo en la pantalla.

– ¿Puede ampliarse esto? Quiero ver mejor esta zona.

– Puedo ampliarlo, pero perderá definición. Es digital, ¿sabe? Hay lo que hay.

No sabía de qué estaba hablando. Sólo le dije que lo hiciera. El jugó con algunos de los botones cuadrados dispuestos en la parte superior del marco y empezó a ampliar la fotografía y después la reposicionó de manera que el área ampliada permaneciera en pantalla. Enseguida dijo que había maximizado la ampliación. Me acerqué. La imagen era más borrosa todavía. Ni siquiera las líneas en el kilt del autor eran nítidas.

– ¿Puede apretarlo un poco?

– Se refiere a hacerlo más pequeño. Claro, puedo…

– No, me refiero a enfocarlo más.

– No, tío, es todo. Lo que ve es lo que hay.

– Vale, imprímalo. Antes ha salido mejor cuando lo he sacado en papel. Quizás ahora también.

Lockridge introdujo las órdenes y yo pasé un minuto de intranquila espera.

– ¿Qué es esto, por cierto? -preguntó Buddy.

– El reflejo del fotógrafo.

– Oh. ¿Quiere decir que no era Terry?

– No, no lo creo. Creo que alguien sacó fotografías de su familia y se las mandó. Era algún tipo de mensaje. ¿Lo mencionó alguna vez?

– No.

Hice un intento para ver si a Buddy se le escapaba algo.

– ¿Cuándo vio por primera vez esta carpeta en el ordenador?

– No lo sé. Debió de ser…, en realidad, acabo de verla por primera vez con usted ahora.

– Buddy, no me tome el pelo. Esto puede ser importante. Le he visto trabajar con este chisme como si fuera suyo desde el instituto. Sé que usaba esta máquina cuando Terry no estaba por aquí. El probablemente también lo sabía. A él no le importaba, y a mí tampoco. Sólo dígame, ¿cuándo vio este archivo por primera vez?

Dejó que pasaran unos segundos mientras se lo pensaba.

– La primera vez que los vi fue un mes antes de que muriera. Pero si su verdadera pregunta es cuando los vio Terry, entonces lo único que ha de hacer es mirar la carpeta y ver cuándo se creó.

– Pues hágalo.

Lockridge volvió a hacerse cargo del teclado y consultó las propiedades de la carpeta de fotos. En unos segundos tenía la respuesta.

– El veintisiete de febrero -dijo-. Entonces se creó la carpeta.

– Bueno, bien -dije-. Ahora, suponiendo que Terry no las tomara, ¿cómo terminaron en su ordenador?

– Bueno, hay varias maneras. Una es que las recibió en un mensaje de correo y las descargó. Otra es que alguien le tomó prestada la cámara y las hizo. Después, él las encontró y las descargó. La tercera forma es que quizás alguien le mandó un chip de fotos de la cámara o un cede con las fotos. Esa sería la forma más difícil de rastrear.

– ¿Terry podía acceder al correo electrónico desde aquí?

– No, desde la casa. No hay línea en el barco. Le dije que debería conseguir uno de esos módems celulares, ir sin cables como en ese anuncio en el que hay un tipo sentado en su escritorio en medio de un campo. Pero nunca llegó a eso.

La impresora expulsó la foto y yo la cogí y la puse lejos del alcance de Buddy. Después la coloqué en la mesa para que los dos pudiéramos mirarla. El reflejo era borroso y tenue, pero aun así resultaba más reconocible en la impresión de lo que lo era en la pantalla del ordenador. Vi que el fotógrafo sostenía la cámara enfrente de su cara, oscureciéndola por completo. Pero entonces pude identificar la L y la A sobrepuestas que configuraban el logo de los Dodgers de Los Ángeles. El fotógrafo llevaba una gorra de béisbol.

En un día cualquiera podría haber cincuenta mil personas que llevaran una gorra de los Dodgers en esta ciudad. No lo sabía a ciencia cierta. Lo que sí sabía era que no creía en las coincidencias. Nunca lo había hecho y nunca lo haría. Miré el reflejo borroso del fotógrafo y mi primera impresión fue que se trataba del hombre misterioso. Jordán Shandy.

Lockridge también lo vio.

– Maldición -dijo-. Es ese tipo, ¿no? Creo que es el de la excursión. Shandy.

– Sí-dije-. Yo también lo creo.

Dejé la imagen de Shandy sosteniendo el pez sierra junto a la ampliación. No había forma de identificarlos, pero no había nada que me hiciera pensar lo contrario. No había forma de estar seguro, pero lo estaba. Sabía que el mismo hombre que se había presentado sin anunciarse para una salida de pesca privada con Terry McCaleb también había acechado y fotografiado a su familia.

Lo que no sabía era dónde había obtenido McCaleb esas fotos ni si había hecho el mismo salto que yo.

Empecé a apilar todas las fotos que había impreso. Todo el tiempo estuve tratando de ordenar algo, de establecer alguna conexión lógica. Fue en vano. No disponía de suficiente información. Sólo unas pocas piezas. Mi instinto me decía que a McCaleb le habían lanzado el anzuelo de alguna manera. Recibió fotos de su familia a través de un mensaje de correo o de un chip o de un cede. Y las últimas dos fotos eran la clave. Las primeras treinta y cuatro eran el cebo. Las últimas dos eran el anzuelo oculto en el cebo.

Creía que el mensaje era obvio. El fotógrafo quería atraer a McCaleb al desierto, a Zzyzx Road.

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