El sitio apestaba, pero Backus sabía que podía soportarlo. Lo que más asco le daba eran las moscas. Estaban por todas partes, vivas y muertas. Transportando gérmenes, enfermedad y suciedad. Acurrucado bajo la manta, con las rodillas levantadas, podía oírlas zumbar en la oscuridad, volando a ciegas, golpeándose con los mosquiteros y las paredes. Estaban fuera, en todas partes. Se dio cuenta de que tendría que haber sabido que vendrían, que eran parte del plan.
Trató de aislarse de sus sonidos. Trató de pensar y concentrarse en el plan. Era su último día allí. Hora de moverse. Hora de mostrarse. Deseaba poder quedarse a observar, ser testigo del evento, pero sabía que tenía mucho trabajo por delante.
Dejó de respirar. Ahora podía sentirlas. Las moscas lo habían descubierto y estaban reptando por la manta, buscando una vía de entrada, una forma de llegar a él. El les había dado vida, pero ahora ellas querían alcanzarlo y devorarlo. Su risa sonó con fuerza desde debajo de la manta y las moscas que se habían posado en ella se dispersaron. Se dio cuenta de que no era distinto de las moscas. El también se había vuelto contra el dador de vida. Se rió otra vez y sintió algo en su garganta.
– ¡Aaaag!
Le entraron arcadas. Tosió. Trató de expulsarla. Una mosca. Se había tragado una mosca.
Backus dio un salto y casi tropezó al salir. Corrió a la puerta y se internó en la noche. Se metió un dedo en la garganta hasta vomitarlo todo. Se hincó de rodillas, se provocó arcadas y lo escupió todo. Después sacó la linterna del bolsillo y examinó su vertido con el foco. Vio la mosca en la bilis verde amarillenta. Todavía estaba viva, y sus alas y patas trataban de moverse en el pantano de desecho humano.
Backus se levantó. Pisó la mosca y asintió para sí. Se limpió la suela del zapato en la tierra roja. Miró la silueta del afloramiento rocoso que se alzaba treinta metros por encima de él. En ese momento bloqueaba la visión de la luna. Pero no importaba, así las estrellas brillaban más.