A las ocho y media llamé a la puerta de la casa de Eleanor Wish y salió a abrirme la mujer salvadoreña que vivía allí y cuidaba de mi hija. Marisol tenía una cara amable aunque envejecida. A sus cincuenta y tantos, parecía mucho mayor. Su historia de supervivencia era demoledora y cuando pensaba en ella me sentía afortunado de mi propia biografía. Desde el primer día, cuando me había presentado de manera inesperada en aquella casa y había descubierto que tenía una hija, Marisol me había tratado con amabilidad. Nunca me había visto como una amenaza y siempre era completamente cordial y respetuosa de mi posición de padre y outsider. Se echó atrás y me dejó pasar.
– Está durmiendo -dijo.
Levanté la carpeta que llevaba.
– No importa. Tengo trabajo. Sólo quería sentarme un rato a su lado. ¿Cómo estás, Marisol?
– Oh, yo estoy bien.
– ¿Eleanor ha ido al casino?
– Sí, ha ido.
– ¿Y cómo se ha portado Maddie esta noche?
– Maddie es una buena niña. Ella juega.
Marisol siempre mantenía sus informes escuetos. Había intentado hablar con ella en castellano en otras ocasiones, creyendo que la razón de que hablara tan poco era su desconocimiento del inglés. Sin embargo, ella me dijo poco más en su lengua nativa, prefiriendo mantener sus informes sobre la vida y las actividades de mi hija en unas pocas palabras en cualquier idioma.
– Bueno, gracias -dije-. Si quieres acostarte, ya me iré luego yo solo. Me aseguraré de cerrar la puerta.
No tenía llave de la casa, pero la puerta de la calle se cerraba de golpe.
– Sí, bueno.
La saludé con la cabeza y enfilé el pasillo hacia la izquierda. Entré en la habitación de Maddie y cerré la puerta. Había una lámpara de noche enchufada en la pared del fondo que emitía un brillo azul en la habitación. Me abrí camino hasta uno de los laterales de la cama y encendí la luz de la mesilla. Sabía por experiencia que a Maddie no le molestaba la luz. Su sueño de niña de cinco años era tan profundo que al parecer podía dormir con cualquier cosa, incluso con una final de los Lakers en televisión o con un terremoto de cinco grados en la escala de Richter.
La luz reveló una cabellera de pelo negro enmarañado sobre la almohada. La cara quedaba oculta a mi vista. Le aparté los rizos del rostro y me incliné para besarla en la mejilla. Me coloqué de lado, para que mi oreja quedara más cerca de ella. Escuché el sonido de su respiración y eso me recompensó, liberándome de un instante de miedo infundado.
Me acerqué a la cómoda y apagué el escucha bebés, la otra parte del cual sabía que estaba en la sala de televisión o en el dormitorio de Marisol. Ya no había necesidad de él.
Maddie dormía en una cama queen size, con toda clase de gatos en el estampado de la colcha. El cuerpecito de mi hija ocupaba tan poco espacio en la cama que quedaba mucho sitio para que yo apoyara la segunda almohada contra el cabezal y me recostara a su lado. Pasé la mano bajo las mantas y la apoyé suavemente en su espalda. Esperé hasta que percibí el leve subir y bajar de su respiración. Con la otra mano abrí el expediente del Poeta y empecé a leer.
En la cena había revisado casi todo el expediente. Este incluía el perfil del sospechoso, realizado en parte por la agente Walling, así como los informes de investigación y las fotos de la escena del crimen que se acumularon cuando la investigación estaba en curso y el FBI mantuvo una persecución del asesino conocido como el Poeta a lo largo y ancho del país. Eso había sido ocho años antes, cuando el Poeta asesinó a ocho detectives de homicidios, viajando de este a oeste, antes de que su carrera llegara a su fin en Los Ángeles.
En casa de Eleanor, con mi hija durmiendo a mi lado, empecé con los informes que llegaron después de que el agente especial del FBI Robert Backus hubiera sido identificado como el sospechoso. Después de que Rachel Walling le disparara y desapareciera.
El informe de la autopsia de un cadáver hallado por un inspector del Departamento de Aguas y Energía en un túnel de alcantarillado de Laurel Canyon formaba parte del expediente. El cadáver fue hallado casi tres meses después de que, tras recibir un disparo, Backus cayera a través de la ventana de una casa en voladizo y desapareciera en la oscuridad y los matorrales que había debajo. En el cadáver se encontraron las credenciales del FBI y una placa pertenecientes a Robert Backus. La ropa, deteriorada, también era suya: un traje hecho a mano para Backus en Italia cuando había sido enviado a Milán como asesor en la investigación de un asesino en serie.
Sin embargo, la identificación científica del cadáver no era concluyente. Los restos estaban muy descompuestos, con lo cual el análisis de las huellas dactilares resultaba imposible. E incluso faltaban partes del cuerpo. Inicialmente se supuso que habían sido devoradas por las ratas y otros animales que habitaban en los túneles. No se halló la mandíbula ni el maxilar superior, lo que impedía una comparación con los registros dentales de Robert Backus.
La causa de la muerte tampoco pudo determinarse, aunque el cadáver presentaba una herida de bala en el abdomen superior, el lugar donde la agente Rachel Walling dijo haber impactado y había una costilla fracturada, posiblemente por la fuerza del disparo. Sin embargo, no se recuperaron fragmentos de bala, lo cual apuntaba a que el proyectil atravesó el cuerpo, y por tanto no fue posible realizar una comparación balística con el arma de Walling.
Nunca se llevó a cabo una comparación o identificación por medio del ADN. Después del disparo -cuando se pensó que Backus podría seguir con vida y fugitivo-, los agentes fueron a la casa y el despacho del agente. Pero estaban buscando pruebas de los crímenes que había cometido y pistas de por qué lo había hecho. No pensaron en la posibilidad de que un día podrían necesitarlo para identificar sus restos putrefactos. A causa de una metedura de pata que acecharía la investigación y dejaría al FBI expuesto a posteriores acusaciones de negligencia y encubrimiento, no se recogieron potenciales contenedores de ADN: pelo y piel del desagüe de la ducha, saliva del cepillo de dientes, fragmentos de uñas recortadas de las papeleras, caspa y pelo del respaldo de la silla del despacho. Y tres meses después, cuando se encontró el cadáver en el túnel de alcantarillado, era demasiado tarde. Esos contenedores estaban comprometidos o ya no existían. El edificio donde Backus poseía un apartamento se incendió misteriosamente tres semanas después de que el FBI hubiera acabado con él. Y la oficina de Backus había sido heredada y completamente renovada y redecorada por un agente llamado Randal Alpert, que ocupó su puesto en la unidad de Ciencias del Comportamiento.
La búsqueda de muestras de sangre perteneciente a Backus resultó inútil y de nuevo supuso una situación embarazosa para el FBI. Cuando la agente Walling disparó a Backus en la casa de Los Ángeles una pequeña cantidad de sangre salpicó el suelo. Se recogió una muestra, pero luego ésta fue destruida inadvertidamente en el laboratorio de Los Ángeles cuando eliminaron los residuos médicos.
Una búsqueda de sangre que pudiera haberse extraído a Backus durante las revisiones médicas o como donaciones a bancos de sangre resultó infructuosa. Gracias a su astuta planificación y a una buena dosis de suerte y negligencia burocrática, Backus había desaparecido sin dejar el menor rastro.
La búsqueda de Backus terminó oficialmente con el hallazgo del cadáver en el túnel de alcantarillado. Pese a que nunca llegó a confirmarse científicamente la identidad, las credenciales, la placa y el traje italiano bastaron a las autoridades del FBI para actuar con celeridad y anunciar el cierre de un caso que había acaparado la atención de los medios y había minado severamente la ya maltrecha imagen de la agencia federal.
Sin embargo, entretanto, continuó una investigación callada del historial psicológico del agente asesino. Esos eran los informes que ahora estaba leyendo. La investigación, conducida por la Sección de Ciencias del Comportamiento -la misma unidad en la que había trabajado Backus-, parecía más preocupada con la cuestión del porqué de sus crímenes que por la pregunta de cómo había podido llevarlos a cabo bajo las mismas narices de los máximos expertos en criminología. Esta vía de la investigación era probablemente una medida de protección. Miraban al sospechoso, no al sistema. El archivo estaba repleto de informes sobre la primera infancia, adolescencia y educación del agente Backus. A pesar de la cantidad de observaciones, especulaciones y resúmenes escritos con esmero, había poca cosa. Sólo unas cuantas hebras desenmarañadas del complejo tejido de la personalidad. Backus seguía siendo un enigma, y su patología un secreto. En última instancia, él era el caso que los profesionales mejores y más brillantes no podían descifrar.
Repasé las hebras. Backus era el hijo de un padre perfeccionista -un agente del FBI, nada menos- y una madre que nunca conoció. Se informó de que el padre había sido físicamente brutal con el niño, al que posiblemente culpaba de que la madre hubiera abandonado a la familia, y lo castigaba con severidad por infracciones como mojar la cama y burlarse de las mascotas de los vecinos. Un informe se debía a un compañero de clase de séptimo grado que informó de que Robert Backus le había confiado que cuando era más pequeño su padre le castigaba por mojar la cama esposándolo al toallero que había dentro de la mampara de la ducha. Otro ex compañero de clase explicó que Backus, según le había confesado en una ocasión, dormía todas las noches con una almohada y una manta en la bañera porque temía el castigo que podían infligirle por mojar la cama. Un vecino de infancia informó de la sospecha de que había sido Backus quien había matado a un perro salchicha cortándolo por la mitad y dejando sus partes en un descampado.
De adulto, Backus exhibió tendencias obsesivo-compulsivas. Tenía fijaciones con la limpieza y el orden. Muchos testimonios en este sentido provenían de agentes compañeros suyos en Ciencias del Comportamiento. Backus era bien conocido en la unidad por retrasar durante muchos minutos reuniones programadas mientras estaba lavándose las manos. Nadie lo vio comer nada en la cafetería de Quantico salvo sándwiches calientes de queso. Día tras día, un sándwich caliente de queso. También mascaba chicle de manera compulsiva y ponía mucho esmero en asegurarse de que nunca se quedaba sin Juicy Fruit, su marca preferida. Un agente describió su masticación como mesurada, lo que significaba que creía que Backus incluso contaba las veces que mascaba cada chicle y, cuando alcanzaba una cifra concreta, tiraba el chicle y empezaba con otro.
Había un informe de una entrevista con una antigua novia. La mujer le dijo al agente entrevistador que Backus le exigía que se duchara con frecuencia y a conciencia, particularmente antes y después de hacer el amor. Explicó que cuando buscaban casa antes de la boda, Backus le dijo que él quería disponer de su propio dormitorio y cuarto de baño. Ella renunció a los planes de boda y puso fin a la relación cuando en una ocasión Backus la llamó cerda porque se había quitado los zapatos de tacón de una patada en su propia sala de estar.
Los informes eran meros atisbos de una psique maltrecha. De hecho, no eran ningún tipo de pista. Por extraños que fueran los hábitos de Backus, no explicaban por qué empezó a matar gente. Miles de personas sufren formas benignas o severas de trastornos obsesivo-compulsivos, pero no añaden el asesinato a la lista de sus tics. Miles de personas sufrieron abusos de niños y eso no los convierte a todos ellos en mal tratadores.
McCaleb había recopilado muchos menos informes sobre la reaparición cuatro años después del Poeta -Backus- en Ámsterdam. Todo lo que contenía la carpeta era un informe resumen de nueve páginas en el que se relataban las particularidades de los asesinatos y los hallazgos forenses. Había mirado por encima este informe, pero esta vez lo leí con atención y encontré aspectos que encajaban con la teoría que estaba formulando sobre la población de Clear.
En Ámsterdam, las cinco víctimas conocidas eran turistas varones que viajaban solos. Eso los colocaba en el mismo perfil que las víctimas de las que se sabía que habían sido enterradas en Zzyzx, con la excepción de un hombre que se encontraba en Las Vegas con su mujer, pero que se separó de ella cuando ésta pasó el día en el balneario del hotel.
En Ámsterdam, los hombres fueron vistos por última vez en el Rosse Buurt de la ciudad, donde la prostitución legalizada se lleva a cabo en pequeñas habitaciones, detrás de ventanas con marco de neón donde las mujeres vestidas con ropa provocativa se ofrecen a los paseantes. En dos de los incidentes los investigadores holandeses localizaron a prostitutas que informaron de que habían estado con las víctimas la noche anterior a que éstas aparecieran flotando en el vecino río Amstel.
Aunque los cadáveres fueron hallados en distintos puntos del río, según los informes se creía que las cinco víctimas habían sido arrojadas al agua en torno a la casa Six. Esta localización era propiedad de una importante familia de la historia de Ámsterdam. Encontré este hecho interesante, en parte porque Six y Zzyzx me sonaban parecido. Pero también por la cuestión de si el asesino había escogido la casa de Jan Six al azar o en un intento de alardear de sus crímenes ante la autoridad al elegir una estructura que la simbolizaba.
Los detectives holandeses no llegaron mucho más lejos en la investigación. Nunca descubrieron los mecanismos mediante los cuales el asesino establecía contacto con los hombres, los controlaba y los mataba. Backus ni siquiera habría aparecido en su radar si él mismo no lo hubiera querido así. El mandó las notas a la policía y preguntó por Rachel Walling y condujo a su identidad. Las notas, según el informe resumen, contenían información acerca de las víctimas y los crímenes que aparentemente sólo el asesino podía conocer. Una nota incluía el pasaporte de la última víctima.
Para mí la conexión entre Rosse Buurt, en Ámsterdam, y Clear, Nevada, era obvia. Ambos eran lugares donde el sexo se intercambiaba por dinero de manera legal. Y lo que era más importante, eran lugares donde los hombres iban sin decírselo a nadie, donde incluso podrían tomar medidas para evitar dejar pistas. En cierto modo, eso los convertía en objetivos perfectos para un asesino y en víctimas perfectas. Añadía un grado adicional de seguridad para el asesino.
Finalicé mi revisión del expediente de McCaleb sobre el Poeta y empecé por el principio una vez más, con la esperanza de que me hubiera dejado algo, quizás un simple detalle que pusiera toda la imagen en foco. A veces ocurre así: un pormenor que se ha pasado por alto o se ha entendido mal se convierte en la clave del rompecabezas.
Pero no encontré ese pormenor en la segunda pasada y enseguida los informes empezaron a resultarme repetitivos y tediosos. Me cansé y de alguna manera terminé pensando en ese niño esposado en la ducha. Seguí imaginando esa escena y me sentí mal por el chico y furioso con el padre que le hizo eso y con la madre que nunca se preocupó por saberlo.
¿Significaba eso que sentía compasión por un asesino? No lo creía así. Backus había transformado sus propias torturas y las había convertido en otra cosa y después se había tornado contra el mundo. Entendía el proceso y sentía compasión por el niño que había sido, pero no sentía nada por Backus el hombre, salvo la fría resolución de darle caza y hacerle pagar por lo que había hecho.