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Backus permaneció a al menos treinta metros de distancia de ella. Incluso en el atestado aeropuerto de Chicago, sabía que ella estaría en lo que siempre llamaban «alerta seis» cuando estaba en el FBI. Vigilando su espalda y siempre comprobando si la seguían. Ya había resultado bastante comprometido viajar con ella hasta entonces. El avión de Dakota del Sur era pequeño y había menos de cuarenta personas a bordo. La distribución aleatoria de los asientos lo había colocado sólo dos filas detrás de ella. Tan cerca que pensaba que podía oler su aroma, el que subyacía al perfume y el maquillaje. El que podían seguir los perros.

Era embriagador estar tan cerca y a la vez a tanta distancia. Todo el tiempo quería que se volviera y captar un atisbo de su rostro entre los asientos, ver lo que estaba haciendo. Pero no se atrevió. Tenía que esperar su oportunidad. Sabía que las cosas buenas recompensaban a aquellos que las planeaban cuidadosamente y después esperaban. Ese era el quid de la cuestión, el secreto. La oscuridad espera. Todo va a parar a la oscuridad.

La siguió a través de media terminal de American Airlines hasta que ella tomó asiento en la puerta de embarque K9. Estaba vacía. No había viajeros allí. No había empleados de American detrás del mostrador, esperando para ponerse al ordenador y verificar los billetes. Sin embargo, Backus sabía que el único motivo era que era temprano. Los dos habían llegado temprano. El vuelo a Las Vegas no partiría de la puerta K9 hasta al cabo de dos horas. Lo sabía porque él también iba en el vuelo a Las Vegas. En cierto modo era el ángel guardián de Rachel Walling, un escolta silencioso que la acompañaría hasta que ella llegara a su destino final.

Pasó de largo junto a la puerta, con cuidado de no resultar obvio al mirarla, pero con la curiosidad de ver cómo iba a pasar ella el tiempo esperando el siguiente vuelo. Se colgó la cinta de su gran bolsa de cuero con ruedas del hombro derecho para que si por casualidad ella levantaba la vista se fijara en la bolsa y no en su rostro. No le preocupaba que lo reconociera por quién era. Todo el dolor y las cirugías se habían ocupado de eso. Pero ella podría reconocerle del vuelo de Rapid City. Y prefería evitarlo. No quería que empezara a sospechar.

El corazón le saltó en el pecho como un bebé dando pataditas debajo de una manta al echar la única mirada furtiva al pasar a su lado. Ella tenía la cabeza baja y estaba leyendo un libro. Era viejo y se notaba gastado por las muchas lecturas. Había numerosos Post-it asomando en las páginas. Pero reconoció el diseño de la cubierta y el título. El Poeta. ¡Estaba leyendo su historia!

Se apresuró a alejarse antes de que ella pudiera sentir que tenía un observador y levantara la mirada. Pasó de largo junto a dos puertas de embarque más y se metió en el cuarto de baño. Entró en una cabina y la cerró cuidadosamente. Colgó la bolsa en el pomo y se puso rápidamente manos a la obra. Se quitó el sombrero de vaquero y el chaleco. Se sentó en el lavabo y también se quitó las botas.

En cinco minutos, Backus se trasformó de vaquero de Dakota en jugador de Las Vegas. Se puso la ropa de seda. Se puso el oro. Se puso el anillo y las gafas de sol. Se enganchó el teléfono móvil cromado chillón en el cinturón, aunque no iba a llamar a nadie y nadie iba a llamarlo a él. De la bolsa con ruedas sacó otra bolsa, mucho más pequeña, que llevaba estampado el conocido logo del león del hotel y casino MGM.

Backus metió los componentes de su primera piel en la bolsa del MGM, se colgó ésta del hombro y salió de la cabina.

Se acercó al lavabo y se lavó las manos. Se admiró a sí mismo por la cuidadosa preparación. Eran la planificación y la atención a los pequeños detalles como aquél lo que lo hacían quien era, lo que lo hacían tener éxito en su oficio.

Durante un momento pensó en lo que lo esperaba. Iba a llevarse de viaje a Rachel Walling. Al final de ese viaje, ella conocería las profundidades de la oscuridad. Su oscuridad. Pagaría por lo que le había hecho.

Sintió que tenía una erección. Se alejó del lavabo y volvió a una de las cabinas. Trató de pensar en otra cosa. Escuchó a los compañeros viajeros que entraban y salían del cuarto de baño, aliviándose, lavándose. Un hombre habló desde un teléfono móvil mientras defecaba en la cabina contigua. El lugar en conjunto parecía horrible, pero no importaba. Olía como el túnel donde él había renacido en sangre y oscuridad tanto tiempo atrás. ¡Si supieran quién estaba en su presencia allí!

Momentáneamente tuvo una visión de un cielo oscuro y sin estrellas. Estaba cayendo de espaldas, agitando los brazos igual que un polluelo empujado desde lo alto del nido agita inútilmente las alas.

Pero había sobrevivido y había aprendido a volar.

Empezó a reír y utilizó el pie para accionar la cisterna y cubrir su sonido.

– Que os den por culo a todos -susurró.

Esperó a que su erección se aplacara, considerando su causa y sonriendo. Conocía muy bien su propio perfil. Al final siempre se trataba de lo mismo. Sólo había un nanómetro de diferencia entre el poder, el sexo y la satisfacción cuando se trataba de los estrechos espacios sinápticos de los pliegues grises del cerebro. En esos espacios todo se reducía a lo mismo.

Cuando estuvo listo accionó de nuevo la cisterna, con cuidado de hacerlo con el zapato, y salió de la cabina. Se lavó otra vez las manos y comprobó su aspecto en el espejo. Sonrió. Era un hombre nuevo. Rachel no lo reconocería. Nadie lo haría. Se sentía seguro. Abrió la cremallera de la bolsa del MGM y verificó que llevaba su cámara digital. Decidió que correría el riesgo y le haría algunas fotos a Rachel. Sólo unos recuerdos, unas pequeñas instantáneas secretas que podría admirar y disfrutar después de que todo hubiera concluido.

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