Estaba observando a través de la mirilla, pensando en la agente Walling y asombrándome de que ni la actitud despiadada del FBI ni las Dakotas le habían arrebatado la pasión ni el sentido del humor. Ella me gustaba por eso y sentía una conexión. Estaba considerando la posibilidad de confiar en Rachel Walling, al mismo tiempo que pensaba que una profesional había jugado conmigo. Estaba seguro de que no me había dicho todo lo que pretendía, nadie lo hace nunca, pero me había dicho lo suficiente. Queríamos lo mismo, quizá por razones diferentes. En cualquier caso, no me estaba replanteando mi decisión de llevar un pasajero por la mañana.
El campo de visión a través de la mirilla se llenó de repente con la imagen cóncava de Buddy Lockridge. Abrí la puerta antes de que él llamara y lo metí rápidamente en el apartamento. Me pregunté si Walling lo había visto llegar.
– Justo a tiempo, Buddy. ¿Alguien ha hablado con usted o le ha parado ahí fuera?
– ¿Dónde, aquí?
– Sí, aquí.
– No, acabo de bajar del taxi.
– Muy bien, ¿entonces dónde ha estado?
Lockridge explicó su retraso argumentando que no había taxis en el Bellagio. No me lo creí. Vi uno de los bolsillos de sus vaqueros abultado cuando le cogí las dos carpetas que llevaba.
– Eso no se lo cree nadie, Buddy. A veces es difícil encontrar taxi en esta ciudad, pero no en el Bellagio. Allí siempre hay taxis.
Me estiré hacia él y le di una palmada en su bolsillo lleno.
– Ha parado a jugar, ¿no? Tiene el bolsillo lleno de fichas.
– Mire, he parado a echar dos partidas rápidas de blackjack antes de venir. Pero tuve suerte, tío. No perdía nunca. Mire. -Metió la mano en el bolsillo y la sacó con un puñado de fichas de cinco dólares-. Estaba en racha. Y no puedes irte cuando tienes buena suerte.
– Sí, genial. Eso le ayudará a pagar la habitación del hotel.
Buddy se fijó en mi apartamento, valorándolo. A través del balcón abierto llegaba el sonido del tráfico y de los jets.
– Por suerte -dijo-, no voy a quedarme aquí.
Casi me reí, teniendo en cuenta lo que había visto de su barco.
– Bueno, puede quedarse donde quiera porque no le necesito más. Gracias por traerme las carpetas. Sus ojos se abrieron. -¿Qué?
– Tengo un nuevo compañero. El FBI. Así que puede volver a Los Ángeles en cuanto quiera o puede jugar al blackjack hasta que sea dueño del Bellagio. Yo le pagaré el avión, como le dije, y el vuelo en helicóptero a la isla y cuarenta pavos por la habitación. Eso es lo que cuesta un día aquí. -Levanté las carpetas-. Añadiré un par de cientos por su tiempo en ir a buscar esto y traérmelo aquí.
– Ni hablar, tío. He venido hasta aquí, joder. Todavía puedo ayudar. He trabajado con agentes antes, cuando Terry y yo investigamos un caso.
– Eso fue entonces, Buddy, esto es ahora. Vamos, le acompañaré a su hotel. He oído que hay pocos taxis, y le todos modos voy en esa dirección.
Después de cerrar la puerta del balcón saqué a Lockridge del apartamento y cerré. Me llevé las carpetas para leerlas después. Mientras bajábamos por la escalera hacia el aparcamiento, busqué al vigilante de seguridad, pero no lo vi. También busqué a Rachel Walling, pero tampoco la vi. En cambio, vi a mi vecina Jane metiendo una caja de zapatos en el maletero del coche, un Monte Cario blanco. Desde mi ángulo en la escalera me fijé en que el maletero estaba lleno de otras cajas más grandes.
– Le irá mejor conmigo -dijo Buddy, todavía con la protesta tintineando en su voz-. No puede fiarse del FBI, tío. Terry trabajaba allí y ni siquiera se fiaba él mismo.
– Ya lo sé, Buddy. He tratado con el FBI durarte treinta años.
Lockridge simplemente negó con la cabeza. Observé que Jane se metía en el coche y volvía a salir. Me pregunté si sería la última vez que la veía. Me pregunté si el hecho de decirle que era poli la había asustado y había provocado su marcha. Tal vez había escuchado parte de mi conversación con la agente Walling a través de los finos tabiques.
Los comentarios de Buddy acerca del FBI me recadaron algo.
– Por cierto, cuando vuelva van a querer hablar con usted.
– ¿De qué?
– Del GPS. Lo han encontrado.
– Vaya, genial. ¿Quiere decir que no fue Finder? ¿Fue Shandy?
– Eso creo, pero la noticia no es tan buena, Buddy.
– ¿Por qué no?
Abrí el Mercedes y entramos. Miré a Buddy mientras arrancaba.
– Todos los waypoints están borrados. Ahora sólo tiene uno y allí no va a pescar nada.
– Ah, mierda. Tendría que habérmelo imaginado.
– La cuestión es que van a interrogarle a fondo sobre eso y sobre Terry y el último crucero, lo mismo que hice yo.
– Así que le van detrás, ¿eh? Lleva ventaja. Es el mejor, Harry.
– No crea.
Sabía lo que me esperaba. Buddy se volvió en el asiento y se inclinó hacia mí.
– Déjeme acompañarle, Harry. Le digo que puedo ayudar. Soy listo, puedo averiguar cosas.
– Póngase el cinturón, Buddy.
Metí la marcha atrás antes de que él tuviera oportunidad de abrocharse el cinturón y casi se dio con el salpicadero.
Nos dirigimos al Strip y lentamente nos abrimos camino hacia el Bellagio. Empezaba a ponerse el sol y las aceras se estaban enfriando y comenzaban a poblarse. El neón de las fachadas convertían el anochecer en una puesta de sol brillante. Casi. Buddy continuó presionándome para que le dejara participar en la investigación, pero yo lo rechacé una y otra vez. Después de rodear una enorme fuente y detenerme ante la gigantesca entrada con pórtico del casino, le dije al aparcacoches que sólo íbamos a recoger a alguien. Me indicó que me detuviera junto al bordillo y me advirtió que no dejara el coche solo.
– ¿A quién vamos a recoger? -preguntó Buddy, con nueva vida en su voz.
– A nadie. Lo he dicho por decir. ¿Sabe qué? ¿Quiere trabajar conmigo, Buddy? Entonces quédese aquí en el coche para que no se lo lleve la grúa. Tengo que entrar ahí un momento.
– ¿Para qué?
– Para ver si hay alguien.
– ¿Quién?
Salí del coche y cerré la puerta sin responder a la pregunta, porque sabía que con Buddy cada respuesta conducía a otra pregunta y después a otra, y no tenía tiempo para eso.
Conocía el Bellagio como conocía las curvas de Mulholland Drive. Allí era donde Eleanor Wish, mi ex mujer, se ganaba la vida, y donde yo la había visto jugar en más de una ocasión. Rápidamente me abrí paso a través del lujoso casino, atravesé el bosque de máquinas tragaperras y llegué hasta la sala de póquer.
Sólo había actividad en dos de las mesas. Era muy temprano. Rápidamente observé a los trece jugadores y no vi a Eleanor. Me fijé en el podio y vi que el director de juego era un hombre al que conocía por venir con Eleanor y después por quedarme observando mientras ella jugaba. Me acerqué.
– Freddy, ¿hay movimiento?
– Sí, movimiento de culos.
– Está bien. Te da algo que mirar.
– No me quejo.
– ¿Sabes si va a venir Eleanor?
Eleanor tenía la costumbre de comunicar a los directores de mesa si iba a ir a jugar en una noche en concreto. A veces reservaban lugares en las mesas a jugadores que apostaban fuerte o a aquellos especialmente hábiles. Incluso organizaban partidas privadas. En cierto modo, mi ex era una atracción secreta de Las Vegas. Era una mujer atractiva y extraordinaria jugando al póquer. Eso representaba un desafío para determinado tipo de hombres. Los responsables listos de los casinos lo sabían y jugaban con ello. A Eleanor siempre la trataban bien en el Bellagio. Si necesitaba algo -desde una bebida a una suite, pasando por que echaran de la mesa a un jugador rudo- se lo proporcionaban. Sin preguntas. Y por eso normalmente optaba por ese casino las noches que jugaba.
– Sí, va a venir -me dijo Freddy-. No tengo nada para ella todavía, pero se pasará.
Esperé antes de lanzarle otra pregunta. Tenía que actuar con astucia. Me incliné en la barandilla y casualmente observé al crupier de la mesa de hold'em poker servir la última carta de la mano, raspando con los naipes el tapete azul en un leve susurro. Cinco jugadores habían aguantado hasta el final. Observé un par de sus rostros cuando miraron la última carta. Estaba buscando algo que los delatara, pero no lo vi.
Eleanor me había dicho una vez que los verdaderos jugadores de hold'em llaman a la última carta «el río» porque te da la vida o te la quita. Si has jugado la mano hasta la séptima carta, todo depende de ésta.
Tres de los cinco jugadores se retiraron enseguida. Los dos restantes fueron subiendo las apuestas hasta que uno de ellos se llevó el bote con un trío de sietes.
– ¿A qué hora dijo que vendría? -le pregunté a Freddy.
– Ah, dijo que a la hora habitual. Alrededor de las ocho.
A pesar de mi intento de que pareciera una conversación fortuita, me di cuenta de que Freddy empezaba a mostrarse vacilante, dándose cuenta de que le debía lealtad a Eleanor y no a su ex marido. Tenía lo que necesitaba, así que le di las gracias y me fui. Eleanor estaba pensando en acostar a nuestra hija y después ir a trabajar. Maddie se quedaría al cuidado de la niñera que dormía en la casa.
Cuando volví a la entrada del casino, mi coche estaba vacío. Busqué a Buddy y lo localicé hablando con uno de los aparcacoches. Lo llamé y le dije adiós, pero él llegó corriendo y me pilló en la puerta del Mercedes.
– ¿Se va?
– Sí, se lo había dicho. Sólo he entrado un par de minutos. Gracias por quedarse en el coche como le pedí.
No lo captó.
– No hay problema -dijo-. ¿Lo ha encontrado?
– ¿A quién?
– Al que haya entrado a ver.
– Sí, Buddy, lo he encontrado. Le veré…
– Vamos, tío, hagamos esto juntos. Terry también era mi amigo.
Eso me detuvo.
– Buddy, lo entiendo. Pero lo mejor que puede hacer ahora si quiere hacer algo por Terry es volver a casa, esperar que los agentes se presenten y decirles todo lo que sabe. No se reserve nada.
– ¿Ni siquiera que me mandó al barco para robar la carpeta y traer las fotos?
Lockridge sólo estaba tratando de provocarme porque se había dado cuenta finalmente de que estaba fuera.
– No me importa que se lo cuente -le dije-. Le he dicho que trabajo con ellos. Lo sabrán antes de que vayan a verle. Pero sólo para que le quede claro, yo no le he pedido que robara nada. Trabajo para Graciela. Ese barco y todo lo que contiene le pertenece a ella. Incluidos esos archivos y esas fotografías. -Le empujé con fuerza en el pecho-. ¿Entendido, Buddy?
El retrocedió físicamente.
– Sí, entendido. Sólo…
– Bien.
Entonces le tendí la mano. Nos las estrechamos, pero no fue un apretón amistoso.
– Nos vemos, Buddy.
El soltó la mano y yo entré y cerré la puerta. Arranqué y me alejé. En el espejo observé que se metía en las puertas giratorias y supe que perdería todo el dinero antes de que terminara la noche. Tenía razón. Nunca hay que darle la espalda a la suerte.
Miré el reloj del salpicadero: Eleanor no saldría de casa para ir al trabajo nocturno hasta al cabo de otros noventa minutos. Podía dirigirme a su casa, pero prefería esperar. Quería ver a mi hija, pero no a mi ex mujer. Eleanor, y eso siempre se lo agradecería, había sido lo bastante amable para permitirme privilegios plenos cuando ella estaba trabajando. Así que eso no sería un problema. Y no me importaba que Maddie estuviera despierta o no. Sólo quería verla, oír su respiración y tocarle el pelo. Sin embargo, parecía que cada vez que Eleanor y yo nos encontrábamos chocábamos de frente y la rabia de ambos gobernaba el momento. Sabía que era mejor de este modo, ir a la casa cuando ella no estuviera.
Podía haber vuelto al Double X para dedicar una hora a leer el expediente del Poeta, pero decidí conducir. Paradise Road estaba mucho menos congestionado que el Strip. Siempre es así. Enfilé Harmon y después giré hacia el norte y casi de inmediato me metí en el aparcamiento del Embassy Suites. Pensé que tal vez Rachel Walling querría tomar una taza de café y recibir una explicación más completa de la excursión del día siguiente.
Recorrí el aparcamiento a escasa velocidad buscando un coche del FBI que pudiera resultarme obvio por los tapacubos baratos y la matrícula federal. Pero no vi ninguno. Saqué el móvil, llamé a información y obtuve el número del Embassy Suites. Marqué, pregunté por la habitación de Rachel Walling y me pasaron. El teléfono sonó repetidamente, pero nadie respondió. Colgué y pensé un momento. Entonces reabrí el teléfono y llamé al número de móvil que ella me había dado. Me contestó al momento.
– Hola, soy Bosch, ¿en qué estás? -dije de la manera más despreocupada que pude.
– Nada, por aquí.
– ¿Estás en el hotel?
– Sí, por qué, ¿qué pasa?
– Nada, sólo pensaba que quizá te apetecería una taza de café o algo. Estoy fuera y tengo un rato. Puedo estar en tu hotel en un par de minutos.
– Oh, gracias, pero creo que esta noche no voy a salir.
«Claro que no puedes salir, ni siquiera estás ahí.»
– Tengo bastante jet-lag, a decir verdad. Siempre me afecta el segundo día. Además, mañana hemos de empezar temprano.
– Entiendo.
– No, no es que no quiera, quizá mañana, ¿vale?
– Vale. ¿Sigue en pie a las ocho?
– Allí estaré.
Colgamos y sentí el primer peso de la duda en mi estómago. Ella tramaba algo, estaba jugando conmigo de algún modo.
Enseguida traté de descartarlo. Su misión era vigilarme. Había sido clara en eso. Quizá me estaba poniendo paranoico.
Hice otro circuito por el aparcamiento, buscando un Crown Vic o un LTD, pero no vi ninguno. Rápidamente salí y volví a meterme en Paradise Road. En Flamingo doblé al oeste, volví a cruzar el Strip y pasé por encima de la autovía. Aparqué en el estacionamiento de un steakhouse cerca de Palms, el casino favorito de muchos de los residentes en Las Vegas porque estaba apartado del Strip y atraía a un montón de celebridades. La última vez que Eleanor y yo habíamos hablado civilizadamente me dijo que estaba pensando en cambiar su fidelidad al Bellagio por el Palms. El Bellagio seguía siendo el sitio donde iba el dinero, pero las cantidades más grandes se jugaban en el bacará, el pai gow o el crap. Al póquer le correspondía un estilo diferente, por ser el único juego donde no compites contra la casa. Ella había oído comentar que todas las celebridades y deportistas que venían de Los Ángeles al Palms estaban jugando al póquer y perdiendo enormes sumas en su proceso de aprendizaje.
En la barra del steakhouse pedí un filete y una patata asada. La camarera trató de convencerme de que no pidiera la carne bastante hecha, pero me mantuve firme. En los sitios donde había crecido nunca vi ninguna comida que estuviera rosada en el centro y no podía empezar a disfrutarlo ahora.
Después de que ella se alejó, pensé en una cocina del ejército en la que había estado una vez en Fort Benning. Había costillares completos de buey hervidos en una docena de cubas enormes. Un tipo con una pala estaba espumando aceite de la superficie de una de las cubas. Esa cocina era lo peor que había olido hasta que al cabo de unos meses me metí en los túneles y una vez entré reptando en un lugar donde el Vietcong escondía sus cadáveres de los estadísticos del ejército.
Abrí el archivo del Poeta, y estaba enfrascado en una cuidadosa lectura cuando sonó mi móvil. Contesté sin fijarme en la pantalla de identificación.
– ¿Hola?
– Harry, soy Rachel. ¿Todavía te apetece el café? He cambiado de idea.
Supuse que había vuelto a toda prisa al Embassy Suites para que no la pillara en una mentira.
– Um, acabo de pedir la cena en la otra punta de la ciudad.
– Mierda, lo siento. Bueno, así aprenderé. ¿Estás solo?
– Sí, tengo algunas cosas de trabajo aquí.
– Bueno, ya sé cómo es eso. Yo ceno sola todas las noches.
– Sí, yo también, cuando ceno.
– ¿En serio? ¿Y tu niña?
Ya no estaba cómodo ni confiado hablando con ella. No sabía qué estaba tramando. Y no tenía ganas de hablar de mi triste experiencia conyugal o como padre.
– Ah, escucha, me están mirando mal. Creo que los móviles van contra las reglas.
– Bueno, no queremos romper las reglas. Te veo mañana a las ocho, entonces.
– Vale, Eleanor, adiós.
Estaba a punto de colgar el teléfono cuando oí su voz.
– ¿Harry?
– ¿Qué?
– Yo no soy Eleanor.
– ¿Qué?
– Acabas de llamarme Eleanor.
– Oh, me he equivocado. Lo siento.
– ¿Te recuerdo a ella?
– Puede. Más o menos. No ahora, sino de hace un tiempo.
– Oh, bueno, espero que no sea de hace demasiado tiempo.
Ella se estaba refiriendo a la caída en desgracia de Eleanor en el FBI. Una caída tan mala que ni siquiera se contempló la posibilidad de darle un destino en condiciones rigurosas en Minot.
– Te veo mañana, Rachel.
– Buenas noches, Harry.
Cerré el teléfono y pensé en mi error. Había salido directo del inconsciente, pero una vez al descubierto resultaba obvio. No quería pensar en eso. Quería refugiarme en el archivo que tenía delante. Sabía que estaría más cómodo estudiando la sangre y la locura de otra persona y otro tiempo.