33

Yo me quedé en el Mercedes con las dos prostitutas. Puse el aire acondicionado y traté de enfriar también sus ánimos. Rachel seguía en el bar, hablando por teléfono con Cherie Dei y coordinando la llegada de refuerzos. Supuse que pronto llegarían los helicópteros y un ejército de agentes descendería sobre Clear, Nevada. La pista estaba fresca. Estaban cerca.

Traté de hablar con las dos chicas. Me resultaba difícil pensar en ellas como mujeres, a pesar de su forma de ganarse la vida y aunque tenían la edad suficiente. Probablemente sabían todo lo que había que saber sobre los hombres, pero no parecían saber nada del mundo. En mi mente eran sólo niñas que habían tomado un camino equivocado o a las que habían arrebatado su derecho de ser mujeres. Empezaba a entender lo que Rachel había dicho antes.

– ¿Alguna vez fue Tom Walling al remolque para estar con alguna de las chicas? -pregunté.

– Yo no lo vi -dijo Tammy.

– Decían que seguramente era marica-añadió Mecca.

– ¿Por qué decían eso?

– Porque vivía como un ermitaño -replicó Mecca-. Y nunca quería ningún conejito, aunque Tawny le habría dejado a alguna chica de la casa como a los otros chóferes.

– ¿Hay muchos chóferes?

– Él era el único de por aquí -dijo Tammy con rapidez, pues al parecer no le gustaba que Mecca llevara la voz cantante-. Los otros vienen de Las Vegas. Algunos trabajan para los casinos.

– Si hay chóferes en Las Vegas, ¿cómo es que alguien contrata a Tom para que vaya a buscarlos allí?

– No lo hacen -dijo Mecca.

– A veces lo hacen -la corrigió Tammy.

– Bueno, a veces. Los tontos. Pero sobre todo llamábamos a Tom cuando alguien se quedaba aquí un tiempo y alquilaba uno de los remolques del viejo Billings y después necesitaba que lo llevaran porque su chófer se había ido. Los chóferes de los casinos no esperan demasiado. A no ser que seas uno de esos jugadores de mucha pasta, y aun así probablemente…

– ¿Y entonces qué?

– Entonces para empezar no vendrías a Clear.

– Hay chicas más guapas en Pahrump -dijo Tammy como si tal cosa, como si fuera una desventaja estrictamente laboral y no algo que le preocupara personalmente.

– Y está un poco más cerca, y el polvo es más caro -dijo Mecca-, así que lo que tenemos aquí son los clientes preocupados por el precio.

Hablaba como una auténtica experta en estudios de mercado. Traté de volver a orientar la conversación.

– Así que, sobre todo, Tom Walling venía y llevaba a los clientes a Las Vegas o a donde fuera.

– Exacto.

– Exacto.

– Y esos tipos, esos clientes, podían ser completamente anónimos. No pedís identificaciones, ¿verdad? Los clientes pueden usar cualquier nombre que se les ocurre.

– Aja. A no ser que parezca que todavía no tienen veintiuno.

– Exacto, pedimos la identificación de los jóvenes.

Entendí perfectamente el modus operandi, cómo Backus podía haber escogido a los clientes del burdel como víctimas. Si habían tomado medidas de seguridad para salvaguardar sus identidades y ocultado que habían hecho el viaje a Clear, entonces inadvertidamente se habían convertido en las víctimas perfectas. También encajaba con lo que se conocía de los demonios que gobernaban su furia asesina. El perfil en el expediente del Poeta indicaba que la patología de Backus estaba entretejida con la relación con su padre, un hombre que por fuera alardeaba de su imagen de agente del FBI, pero que abusaba de su mujer e hijo hasta el extremo de que una se había ido de casa mientras pudo, mientras que el que no podía irse tuvo que refugiarse en un mundo de fantasías entre las que estaba matar a quien abusaba de él.

Me di cuenta de que faltaba algo. Lloyd Rockland, la víctima que había alquilado el coche. ¿Cómo encajaba con el hecho de que necesitara un chófer?

Abrí la carpeta que Rachel había dejado en el coche y saqué la foto de Rockland. Se la mostré a las mujeres.

– ¿Alguna de vosotras reconoce a este tipo? Se llamaba Lloyd.

– ¿Se llamaba? -preguntó Mecca.

– Sí, eso es, se llamaba. Lloyd Rockland. Está muerto. ¿Lo reconocéis?

Ninguna de ellas lo hizo. Sabía que era una posibilidad remota. Rockland había desaparecido en 2002. Traté de buscar una explicación que permitiera que Rockland encajara en la teoría.

– Vendéis alcohol en el local, ¿verdad?

– Si el cliente lo quiere, podemos dárselo -dijo Mecca-. Tenemos licencia.

– Muy bien, ¿qué pasa cuando un cliente viene conduciendo desde Las Vegas y está demasiado borracho para conducir de vuelta?

– Puede dormir la mona -respondió ella-. Puede usar una habitación si paga por ella.

– ¿Y si quiere volver? ¿Y si necesita volver?

– Puede llamar aquí, y el alcalde se ocupa de él. El chófer lo lleva en el coche del cliente y después vuelve en uno de los coches de los casinos o se busca la vida.

Asentí con la cabeza. También funcionaba con mi teoría. Rockland podía haberse emborrachado y haber sido llevado por el chófer, Backus. Sólo que no lo llevó a Las Vegas.

– Señor, ¿vamos a tener que quedarnos todo el día? -preguntó Mecca.

– No lo sé -dije mientras levantaba la mirada a la puerta del remolque.


Rachel trataba de no levantar la voz, porque en el otro extremo de la barra Billings Rett estaba simulando que hacía un crucigrama mientras trataba de escuchar la conversación del teléfono.

– ¿Cuánto tiempo?

– Estaremos en el aire dentro de veinte minutos y después otros veinte minutos para llegar hasta ahí -dijo Cherie Dei-. Así que quédate tranquila, Rachel.

– Entendido.

– Y Rachel, te conozco. Sé lo que querrías hacer. Aléjate del remolque del sospechoso hasta que lleguemos allí con un ERP. Deja que ellos hagan su trabajo.

Rachel casi le dijo a Dei que el hecho era que no la conocía, que no tenía la menor idea de cómo era ella. Pero no lo hizo.

– Entendido -dijo en cambio.

– ¿Y Bosch? -preguntó Dei a continuación.

– ¿Qué pasa con él?

– Quiero que lo mantengas apartado de esto.

– Eso será bastante difícil porque él descubrió el sitio. Estamos aquí gracias a él.

– Eso lo entiendo, pero tarde o temprano habríamos llegado. Siempre lo hacemos. Le daremos las gracias, pero hemos de barrerlo después de eso.

– Bueno, eso se lo dirás tú.

– Lo haré. ¿Estamos a punto? Tengo que ir a Nellis.

– Todo listo, te veo en menos de una hora.

– Rachel, una última cosa, ¿por qué no condujiste tú?

– Era la corazonada de Bosch, y él quería conducir. ¿Qué diferencia hay?

– Le estabas dando el control de la situación, eso es todo.

– Eso es repensarlo a posteriori. Pensábamos que podíamos encontrar una pista sobre los hombres desaparecidos, no que iríamos directos a…

– Está bien, Rachel, no debería haberlo sacado a relucir. Tengo que irme.

Dei colgó en su lado. Rachel no podía colgar porque el teléfono se extendía desde la pared de atrás y por encima de la barra. Levantó el auricular para que Rett lo viera. Este dejó el lápiz y se acercó a cogerlo para colgar.

– Gracias, señor Rett. Dentro de aproximadamente una hora aterrizarán aquí un par de helicópteros. Probablemente justo delante de este remolque. Los agentes querrán hablar con usted. Más formalmente que yo. Probablemente hablarán con un montón de gente de este pueblo.

– No es bueno para el negocio.

– Probablemente no, pero cuanto más deprisa coopere la gente, más deprisa se irán.

Rachel no mencionó nada sobre la horda de medios de comunicación que probablemente también descenderían en la localidad en cuanto se revelara públicamente que la pequeña ciudad de los burdeles del desierto era el sitio donde el Poeta se había ocultado durante todos esos años y donde había elegido a sus últimas víctimas.

– Si los agentes preguntan dónde estoy, dígales que he ido al remolque de Tom Walling, ¿de acuerdo?

– Me había parecido que le decían que no fuera allí.

– Señor Rett, simplemente dígales lo que le he pedido que les diga.

– Lo haré.

– Por cierto, ¿ha estado allí desde que él vino y le dijo que se iba durante un tiempo?

– No, todavía no he tenido tiempo de ir. Él pagó el alquiler, así que no creo que sea asunto mío ir a cotillear en sus cosas. En Clear no somos así.

Rachel asintió con la cabeza.

– Muy bien, señor Rett, gracias por su cooperación.

El se encogió de hombros, o bien para expresar que no tenía elección, o bien para decir que su cooperación había sido mínima.

Rachel dio la espalda a la barra y se dirigió a la puerta, pero vaciló al llegar al umbral. Metió la mano en el blazer y sacó el cargador extra de la Sig Sauer del cinturón. Lo sopesó un momento y después se lo metió en el bolsillo del blazer. Salió del bar y se sentó al lado de Bosch en el Mercedes.

– ¿ Y? -dijo él-. ¿ La agente Dei está furiosa?

– No. Acabamos de darle la mejor pista del caso, ¿cómo iba a estar furiosa?

– No lo sé. Alguna gente tiene la capacidad de ponerse furiosa sin importar qué les des.

– ¿Vamos a quedarnos aquí sentados todo el día? -preguntó Mecca desde el asiento de atrás.

Rachel se volvió hacia las dos mujeres.

– Vamos a ir al risco del oeste para echar un vistazo a un remolque. Pueden venir con nosotros y quedarse en el coche o pueden entrar en el bar y esperar. Hay más agentes en camino. Probablemente las podrán entrevistar aquí y no tendrán que ir a Las Vegas.

– Gracias a Dios -dijo Mecca-. Yo esperaré aquí.

– Yo también -dijo Tammy.

Bosch las dejó salir del coche.

– Esperen aquí -les gritó Rachel-. Si vuelven a su caravana o a cualquier otro sitio no irán muy lejos y sólo conseguirán que se pongan furiosos.

Ellas no acusaron recibo de la advertencia. Rachel observó que subían la rampa y entraban en el bar. Bosch volvió a meterse en el coche y puso la marcha atrás.

– ¿Estás segura de esto? -preguntó-. Apuesto a que la agente Dei te ha dicho que esperes hasta que lleguen aquí los refuerzos.

– También ha dicho que una de las primeras cosas que iba a hacer era enviarte a casa. ¿Quieres esperarla o quieres ir a ver ese remolque?

– No te preocupes, iré. No soy yo el que se juega la carrera.

– Menuda carrera.

Seguimos la carretera polvorienta que Billings Rett nos había indicado, y ésta conducía hacia el oeste desde la población de Clear y subía una loma de algo más de un kilómetro. La carretera se allanaba entonces y describía una curva por detrás de un afloramiento rocoso que era tal cual lo había descrito Rett. Parecía la popa del famoso barco de pasajeros cuando ésta se alzaba del agua en un ángulo de sesenta grados poco antes de desaparecer en el océano. Según la película, al menos. El escalador del que Rett había hecho mención había escalado hasta el lugar apropiado de la cima y había escrito «Titanic» con pintura blanca en la superficie de la roca.

No nos detuvimos a apreciar la roca ni la obra pictórica. La rodeé con el Mercedes y enseguida llegamos a un claro donde vimos un pequeño remolque posado en bloques de hormigón. Junto a él había un coche abandonado con las cuatro ruedas sin aire y un bidón de aceite que se utilizaba para quemar basura. En el otro lado había un depósito de fuel de grandes dimensiones y un generador eléctrico.

Para preservar posibles pruebas de escena del crimen, me detuve justo antes del descampado y apagué el motor. Me fijé en que el generador estaba en silencio. Había una calma en el conjunto de la escena que me pareció ominosa en cierto modo. Tenía la clara sensación de que había llegado al fin del mundo, a un lugar de oscuridad. Me pregunté si era allí donde Backus había llevado a sus víctimas, si éste era el fin del mundo para ellas. Probablemente, concluí. Era un lugar donde esperaba el mal.

Rachel quebró el silencio.

– Bueno, ¿vamos a quedarnos mirando desde aquí o vamos a entrar?

– Estaba esperando que dieras el primer paso.

Ella abrió su puerta y a continuación yo abrí la mía. Nos reunimos delante del coche. Fue entonces cuando me fijé en que todas las ventanas del remolque estaban abiertas; no era lo que uno esperaría de alguien que se ausenta de una casa durante un largo periodo. Después de reparar en eso llegó el olor.

– ¿Hueles eso?

Rachel asintió. La muerte estaba en el aire. Era mucho peor, mucho más intenso que en Zzyzx. Instintivamente supe que lo que íbamos a encontrar allí no eran los secretos enterrados del asesino. Esta vez no. Había un cadáver en la caravana -al menos uno- que estaba al aire libre y en proceso de descomposición.

– Con mi último acto -dijo Rachel.

– ¿Qué? Lo que escribió en la tarjeta.

Asentí. Rachel estaba pensando en el suicidio.

– ¿Tú crees?

– No lo sé. Vamos a verlo.

Caminamos lentamente hacia el remolque, sin que ninguno de los dos volviera a decir ni una palabra. El olor se hizo más intenso y los dos supimos que quien estuviera muerto en el interior de la caravana llevaba bastante tiempo cociéndose allí dentro.

Me aparté de Rachel y me acerqué hasta un conjunto de ventanas situado a la izquierda de la puerta del remolque. Ahuecando las manos en el mosquitero, traté de distinguir algo en el oscuro interior. En cuanto toqué la tela metálica, las moscas empezaron a zumbar alarmadas en el interior de la caravana. Rebotaban contra el mosquitero y trataban de salir como si la escena y el olor del interior fueran demasiado incluso para ellas.

No había cortina en la ventana, pero no podía ver gran cosa desde aquel ángulo, al menos no podía ver un cadáver ni indicación de que lo hubiera. Parecía una pequeña sala de estar, con un sofá y una silla. Había una mesa con dos pilas de libros de tapa dura. Detrás de la silla había una estantería llena de libros.

– Nada-dije.

Retrocedí de la ventana y miré a lo largo del remolque. Vi que los ojos de Rachel se centraban en la puerta y en el pomo. Entonces entendí algo, algo que no encajaba.

– Rachel, ¿por qué te dejó la nota en el bar?

– ¿Qué?

– La nota. La dejó en el bar. ¿Por qué allí? ¿Por qué no aquí?

– Supongo que quería asegurarse de que la recibía.

– Si no la hubiera dejado en el bar, de todos modos habrías venido aquí. La habrías encontrado aquí. Ella negó con la cabeza.

– ¿Qué estás diciendo? No…

– No intentes abrir la puerta, Rachel. Esperemos.

– ¿De qué estás hablando? -No me gusta esto.

– ¿Por qué no miras por la parte de atrás a ver si hay otra ventana desde la que puedas ver algo?

– Lo haré. Tú espera.

Ella no me respondió. Rodeé el remolque por la parte izquierda, pasé por encima del enganche y me dirigí hacia el otro lado. Pero entonces me detuve y caminé hasta el bidón de basura.

El bidón estaba lleno de restos calcinados hasta una tercera parte. Había un mango de escoba quemado por un extremo. Lo cogí y revolví entre las cenizas del bidón, como estaba seguro que habría hecho Backus cuando el fuego estaba ardiendo. Había querido asegurarse de que todo se quemaba.

Al parecer lo que había destruido eran sobre todo papeles y libros. No había nada reconocible hasta que encontré una tarjeta de crédito ennegrecida y fundida. Supuse que los expertos forenses quizá podrían identificarla como la de una de las víctimas. Continué hurgando y vi trozos de plástico negro fundido. Entonces me fijé en un libro con las tapas quemadas, pero que todavía conservaba parcialmente intactas algunas páginas del interior. Lo levanté con los dedos y lo abrí con cautela. Parecía poesía, aunque era difícil estar seguro puesto que todas las páginas estaban parcialmente quemadas. Entre dos de estas páginas encontré un recibo medio quemado del libro. En la parte superior se leía «Book Car», pero el resto estaba quemado.

– Bosch, ¿dónde estás?

Era Rachel. Yo estaba fuera de su campo visual. Coloqué el libro de nuevo en el bidón y metí también el mango de la escoba. Me dirigí de nuevo hacia la parte posterior de la caravana. Vi otra ventana abierta.

– Espera un momento.


Rachel aguardó. Se estaba impacientando. Estaba esperando el sonido distante de los helicópteros que cruzaban el desierto. Sabía que en cuanto lo oyera sus oportunidades se agotarían. La apartarían y probablemente incluso la sancionarían por la forma en que había manejado a Bosch.

Miró de nuevo al pomo. Pensó en Backus y en si ésa podía ser su última jugada. ¿Había tenido bastante con cuatro años en el desierto? ¿Había matado a Terry McCaleb y les había enviado el GPS sólo para conducirlos finalmente a aquello? Pensó en la nota que él había dejado, en que le había dicho que le había enseñado bien. La rabia se hinchó en su interior, una rabia que le pedía a gritos que echara la puerta abajo y…

– ¡Tenemos un cadáver!

Era Bosch, que llamaba desde el otro lado de la caravana.

– ¿Qué? ¿Dónde?

– Da la vuelta, desde aquí se ve una cama y un cadáver. De hace dos o tres días. No puedo ver la cara. -Bien, ¿algo más?

Ella esperó. Bosch no dijo nada. Rachel puso la mano en el pomo. Lo giró.

– No está cerrado con llave.

– Rachel, no abras -gritó Bosch-. Creo… creo que hay gas. Huelo algo además del cadáver. Algo además de lo obvio. Como por debajo.

Rachel vaciló, pero luego giró el pomo completamente y entreabrió la puerta un par de centímetros.

No ocurrió nada.

Lentamente, Rachel abrió la puerta del todo. Nada. Las moscas vieron la abertura y salieron zumbando a la luz pasando a su lado. Ella ahuyentó las que se le ponían ante los ojos.

– Bosch, voy a entrar.

Entró en la caravana. Más moscas. Las había por todas partes. El olor la golpeó de lleno, invadiéndola y tensándole el estómago.

En cuanto sus ojos se adaptaron a la penumbra después del brillo del exterior, Rachel vio las fotos. Estaban apiladas en las mesas y adheridas a las paredes y a la nevera. Fotos de las víctimas, vivas y muertas, llorando, implorando, lastimeras. La mesa de la cocina del remolque había sido convertida en puesto de trabajo. Había un portátil conectado a una impresora en un lado y tres pilas de fotos separadas. Ella cogió la pila más grande y empezó a ojearlas, reconociendo de nuevo a varios de los hombres desaparecidos cuyos retratos se había llevado consigo a Clear. Pero éstas no eran las clásicas fotos de familia que ella había llevado. Eran fotos de un asesino y sus víctimas. Hombres cuyos ojos imploraban a la cámara, rogando perdón y clemencia. Rachel se fijó en que todas las fotos estaban tomadas desde arriba, con el fotógrafo -Backus- en la posición dominante, enfocando a sus víctimas mientras éstas imploraban por sus vidas.

Cuando ya no pudo seguir mirándolas, dejó las fotos y cogió la segunda pila. Había menos fotografías en ésta y sobre todo estaban centradas en una mujer y dos niños que recorrían un centro comercial. Las dejó y estaba a punto de coger la cámara que estaba sobre la tercera pila de fotos cuando Bosch entró en la caravana.

– Rachel, ¿qué estamos haciendo?

– No te preocupes. Tenemos cinco, quizá diez minutos. Saldremos en cuanto escuchemos los helicópteros y dejaremos que se ocupe el equipo de recuperación de pruebas. Sólo quería ver si…

– No estoy hablando de ganarles de mano a otros agentes. No me gusta esto… La puerta abierta. Algo no…

Se detuvo cuando reparó en las fotos.

Rachel se volvió hacia la mesa y levantó la cámara que descansaba encima de la última pila de fotos. Miró una foto de ella misma. Tardó un momento en situarla, pero enseguida supo dónde había sido tomada.

– Ha estado conmigo todo el tiempo -dijo.

– ¿De qué estás hablando? -preguntó Bosch.

– Esto es O'Hare. Mi escala. Backus estuvo allí vigilándome.

Rachel pasó rápidamente las fotos. Había seis, todas ellas imágenes suyas en el día de su viaje. En la última foto ella y Cherie Dei se saludaban en la zona de recogida de equipaje, y Cherie sostenía en un costado un cartel que ponía «Bob Backus».

– Ha estado vigilándome.

– Como vigiló a Terry.

Bosch se estiró hacia la bandeja de la impresora y con un dedo fue levantando las fotos por los bordes para no dejar ninguna huella. Aparentemente era la última imagen que Backus había impreso allí. Mostraba la fachada de un edificio de dos plantas sin ningún diseño particular. En el sendero de entrada había una furgoneta. Un hombre mayor estaba de pie junto a la puerta del conductor, mirando un llavero como si buscara la llave para abrir el coche.

Bosch le tendió la foto a Rachel.

– ¿Quién es?

Ella la miró unos segundos.

– No lo sé.

– ¿Y la casa?

– Nunca la había visto.

Bosch, cuidadosamente, volvió a dejar la foto en la bandeja para que fuera descubierta en su posición original por el equipo de recuperación de pruebas.

Rachel se situó detrás de él y recorrió el pasillo hacia una puerta cerrada. Antes de llegar al final del corredor entró en el cuarto de baño. Estaba limpio a no ser por las moscas muertas que cubrían todas las superficies. En la bañera vio dos almohadas y una manta dispuestas como para dormir. Recordó los informes recopilados sobre Backus y sintió que la repulsión física crecía en su pecho.

Salió del cuarto de baño y fue a la puerta cerrada situada al final del pasillo.

– ¿Es aquí donde lo has visto? -preguntó.

Bosch se volvió y observó que la agente del FBI se acercaba a la puerta.

– Rachel…


Rachel no se detuvo. Giró el pomo y abrió la puerta. Oí con claridad un sonido metálico que mi mente no asoció con ninguna cerradura de puerta. Rachel detuvo su movimiento y su postura se tensó.

– ¿Harry?

Empecé a acercarme.

– ¿Qué pasa?

– ¡Harry!

Ella se volvió hacia mí en los confines del pasillo de paneles de madera. Miré más allá de su rostro y vi el cadáver en la cama. Un hombre tendido boca arriba, con un sombrero vaquero inclinado sobre el rostro. Tenía una pistola en la mano derecha y una herida de bala en la parte superior del pecho izquierdo.

Las moscas zumbaban a nuestro alrededor. Oí un sonido más alto y siseante. Pasé al lado de Rachel y vi la mecha en el suelo. Reconocí que era una mecha química, unos cables trenzados tratados con productos químicos que arderían en cualquier sitio y en cualquier condición, incluso bajo el agua.

La mecha se consumía deprisa. No podíamos detenerla. Había quizás un metro y veinte centímetros de mecha enrollada en el suelo y luego desaparecía debajo de la cama. Rachel se inclinó y se agachó para tirar de ella.

– No lo hagas. Podría activarlo. No podemos… Hemos de salir de aquí.

– ¡No! ¡No podemos perder esta escena! Hemos de…

– Rachel, no hay tiempo. ¡Vámonos! ¡Corre! ¡Ya!

La empujé hacia el pasillo y le bloqueé el paso para evitar cualquier posible intento de ella de entrar de nuevo en la habitación. Empecé a avanzar de espaldas, con la mirada fija en la figura de la cama. Cuando pensé que Rachel se había rendido, me volví y vi que estaba esperando. Me apartó para pasar.

– ¡Necesitamos ADN! -gritó.

Observé que entraba en la habitación y saltaba a la cama. Su mano se alzó y agarró el sombrero de la cabeza del cadáver, revelando una cara que estaba distorsionada y gris por la descomposición. Rápidamente retrocedió hacia el pasillo.

Incluso en ese momento admiré su idea y cómo la había llevado a cabo. Casi con toda seguridad el borde del sombrero tendría células dérmicas que contendrían el ADN de la víctima. Rachel pasó corriendo con el sombrero hacia la puerta. Yo bajé la mirada y vi que el punto encendido de la mecha desaparecía bajo la cama. Eché a correr detrás de ella.

– ¿Era él? -gritó por encima del hombro.

Sabía qué quería decir. ¿Era el cadáver del hombre que yacía en la cama el del hombre que apareció en el barco de Terry McCaleb? ¿Era Backus?

– No lo sé. ¡Corre! ¡Vámonos!

Llegué a la puerta dos segundos después que Rachel. Ella ya estaba en el suelo, alejándose en dirección a Titanic Rock. Yo la seguí. Había dado unos cinco pasos cuando la explosión desgarró el aire detrás de mí. Me golpeó el impacto pleno de la ensordecedora sacudida y me caí de bruces al suelo. Recordé del entrenamiento básico la maniobra de hacerme un ovillo y rodar, y eso me sirvió para alejarme unos pocos metros más de la explosión.

El tiempo se volvió inconexo y lento. En un momento estaba corriendo. Al siguiente estaba sobre mis manos y rodillas, con los ojos abiertos y tratando de levantar la cabeza. Algo eclipsó el sol momentáneamente y no sé bien cómo logré mirar hacia arriba y vi la carcasa de la caravana a diez metros de altura, paredes y techo intactos. Parecía flotar, casi suspendida en el aire. Entonces cayó diez metros delante de mí, con los laterales de aluminio astillados tan afilados como cuchillas. Hizo un sonido como si cinco coches apilados cayeran al suelo.

Miré al cielo por si venía algo más y vi que estaba a salvo. Me volví hacia la ubicación original de la caravana: un fuego intenso y un espeso humo negro subía en forma de nube hacia el cielo. No había nada reconocible en la casa remolque. Todo se había consumido por la explosión y el fuego. La cama y el hombre habían desaparecido. Backus lo había planeado a la perfección.

Me puse en pie, pero no tenía estabilidad porque mis tímpanos todavía estaban reaccionando y había perdido el sentido del equilibrio. Oía un zumbido como si estuviera caminando a través de un túnel con trenes acelerando junto a mí a ambos lados. Quería poner las manos encima de mis oídos, pero sabía que eso no me aliviaría. El sonido estaba reverberando desde dentro.

Rachel estaba a sólo un par de metros de mí antes de la explosión, pero en ese momento ya no la veía. Trastabillé en el humo y empecé a temer que estuviera debajo de la carcasa de la caravana.

Finalmente la encontré en el suelo a la izquierda de los restos del remolque. Estaba tumbada sobre el polvo y las rocas, sin moverse. El sombrero negro permanecía en el suelo a su lado, como un signo de muerte. Me acerqué a ella lo más deprisa que pude.

– ¿Rachel?

Me puse a cuatro patas y en primer lugar la examiné sin tocarla. Estaba tumbada boca abajo, y el pelo caído hacia delante contribuía a ocultarme sus ojos. De repente me acordé de mi hija al apartarle suavemente el pelo. Entonces vi sangre en el dorso de mi mano y por primera vez me di cuenta de que yo tenía una pequeña herida. Ya me ocuparía de eso después.

– ¿Rachel?

No sabía si respiraba o no. Mis sentidos parecían afectados por un efecto dominó. Con mi oído perdido al menos temporalmente, la coordinación del resto de mis sentidos no funcionaba. Le di un golpecito en la mejilla.

– Vamos, Rachel, despierta.

No quería darle la vuelta por si tenía heridas no visibles que pudieran agravarse. Le di otra vez golpecitos en la mejilla, esta vez con más fuerza. Le puse una mano en la espalda, esperando que sentiría, como con mi hija, el subir y bajar de su respiración.

Nada. Puse la oreja en su espalda en un acto ridículo considerando mi estado. Mi instinto estaba funcionando al margen de la lógica. Me dije que no tenía elección y ya iba a darle la vuelta cuando vi que cerraba los dedos de la mano derecha para formar un puño.

Rachel de repente levantó la cabeza del suelo y gimió. Lo hizo con la fuerza suficiente para que yo lo oyera.

– Rachel, ¿estás bien?

– Yo… estoy… hay pruebas en el remolque. Las necesitamos.

– Rachel, ya no hay remolque.

Ella pugnó por darse la vuelta y sentarse. Abrió los ojos y vio los restos en llamas de lo que había sido el remolque. Vi que tenía las pupilas dilatadas. Tenía una conmoción.

– ¿Qué has hecho? -me preguntó en tono acusatorio.

– No he sido yo. Era una trampa. Cuando abriste la puerta del dormitorio…

– Oh.

Ella movió la cabeza atrás y adelante como si tuviera el cuello agarrotado. Vio el sombrero vaquero negro en el suelo a su lado.

– ¿Qué es eso?

– Su sombrero. Lo cogiste al salir.

– ¿ADN?

– Con suerte, pero no sé para qué servirá.

Ella miró de nuevo al suelo en llamas de la caravana. Estábamos demasiado cerca. Sentía el calor del fuego, pero todavía no estaba seguro de si debía moverla.

– Rachel, ¿por qué no vuelves a tumbarte? Creo que tienes una conmoción. Podrías tener otras heridas.

– Sí, creo que es una buena idea.

Rachel apoyó la cabeza en el suelo y se quedó mirando al cielo. Decidí que no era una posición mala e hice lo mismo. Era como estar en la playa. Si hubiera sido de noche podríamos haber contado las estrellas.


Antes de oírlos llegar sentí que se aproximaban los helicópteros. Una profunda vibración en el pecho me hizo mirar al cielo por el lado sur y vi los dos helicópteros de la fuerza aérea aterrizando en Titanic Rock. Levanté débilmente un brazo para saludarlos.

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