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Esa noche, por teléfono desde Las Vegas, mi hija me pidió que le contara un cuento. Sólo tenía cinco años y siempre quería que le cantara o que le explicara un cuento. Yo conocía más historias que canciones. Maddie tenía un gato negro y desaliñado al que llamaba Sin Nombre y le gustaba que me inventara historias en las que se corriera un gran peligro y se demostrara mucho valor y que terminaran con Sin Nombre resolviendo el misterio o encontrando al animal doméstico perdido o al niño extraviado o dándole una lección a un hombre malo.

Le conté una historia rápida en la que Sin Nombre encontraba a un gato perdido llamado Cielo Azul. Le gustó y me pidió que le contara otra, pero le dije que era tarde y que tenía que colgar. Después, sin que viniera a cuento, me preguntó si el Rey de la Selva y la Reina de los Mares estaban casados. Yo sonreí y me maravillé por la forma en que trabajaba su mente. Le dije que estaban casados y me preguntó si eran felices.

Uno puede trastornarse y separarse del mundo. Uno puede creer que es un outsider permanente. Pero la inocencia de un niño te devuelve a la realidad y te da el escudo de alegría con el cual protegerte. He aprendido esto tarde, pero no demasiado tarde. Nunca es demasiado tarde. Me duele pensar en las cosas que ella aprenderá del mundo. Lo único que sabía era que no quería enseñarle nada. Me sentía contaminado por los caminos que había tomado en la vida y por las cosas que sabía. No quería transmitirle nada de eso, sólo quería que ella me enseñara.

Así que le dije que sí, que el Rey de la Selva y la Reina de los Mares eran felices y que disfrutaban de una maravillosa vida juntos. No quería dejarla sin sus historias y sus cuentos de hadas mientras todavía pudiera creerlos. Porque sabía que muy pronto se quedaría sin ellos.

Al decirle buenas noches a mi hija por teléfono me sentí solitario y fuera de lugar. Acababa de pasar dos semanas allí y Maddie se había acostumbrado a verme y yo me había acostumbrado a verla a ella. La había ido a recoger a la escuela, la veía nadar, le preparé la cena varias veces en el pequeño apartamento amueblado que había alquilado cerca del aeropuerto. Por la noche, cuando su madre jugaba al póquer en los casinos, yo la llevaba a casa y la acostaba, dejándola al cuidado de la niñera que vivía con ellas.

Yo era una novedad en su vida. Durante sus primeros cuatro años nunca había oído hablar de mí, ni yo de ella. Ahí residía la belleza y la dificultad de nuestra relación. A mí me sorprendió mi paternidad repentina. Me deleitaba en ella y me esforzaba al máximo. Maddie, sin previo aviso, tenía otro protector que entraba y salía de su vida. Un abrazo y un beso extra en el pelo. Pero también sabía que ese hombre que de pronto se había incorporado a su vida le estaba provocando a su madre mucho dolor y lágrimas. Eleanor y yo habíamos tratado de evitar las discusiones y las palabras duras delante de nuestra hija, pero muchas veces los tabiques son estrechos y los niños, tal y como yo estaba aprendiendo, son los mejores detectives. Son maestros en la interpretación de la vibración emocional.

Eleanor Wish me había ocultado el secreto definitivo: una hija. El día que finalmente me presentó a Maddie, pensé que todo estaba bien en el mundo. Al menos en mi mundo. Vi la salvación en los ojos oscuros de mi hija, mis propios ojos. Lo que no vi ese día fueron las fisuras. Las grietas debajo de la superficie. Y eran profundas. El día más feliz de mi vida iba a conducir a algunos de los más desagradables. Días en los que no podía olvidar el secreto y lo que me había sido vedado durante tantos años. Si bien en un momento pensé que tenía todo lo que podía desear en mi vida, pronto aprendí que era un hombre demasiado débil para mantenerlo, para aceptar la traición oculta en ello a cambio de lo que me había sido dado.

Otros, mejores personas, podrían hacerlo. Pero yo no. Abandoné la casa de Eleanor y Maddie. Mi hogar en Las Vegas es un apartamento amueblado de una habitación al que sólo un aparcamiento separa de los hangares donde jugadores millonarios y multimillonarios aparcan sus jets privados y se dirigen a los casinos en rumorosas limusinas. Tengo un pie en Las Vegas y el otro permanece en Los Ángeles, un lugar que sé que nunca podré abandonar de manera permanente mientras esté vivo.

Después de decirme buenas noches, mi hija le pasó el teléfono a su madre, porque era una de esas raras noches en que ella estaba en casa. Nuestra relación era más tensa de lo que lo había sido nunca. Estábamos enfrentados por nuestra hija. Yo no quería que se educara con una madre que trabajaba en los casinos por las noches. No quería que cenara en Burger King. Y no quería que aprendiera la vida en una ciudad que llevaba sus pecados como estandarte.

Pero no estaba en posición de cambiar las cosas. Sabía que corría el riesgo de parecer ridículo, porque vivo en un lugar donde el crimen y el caos siempre acechan, y donde el veneno literalmente está suspendido en el aire, pero no me seduce la idea de que mi hija crezca donde está. Lo veo como la sutil diferencia entre la esperanza y el deseo. Los Ángeles es una ciudad que funciona en la esperanza, y todavía hay algo puro en ello. Te ayuda a ver a través del aire sucio. Las Vegas es diferente. Para mí opera sobre el deseo, y en esa senda está el desengaño definitivo. No es eso lo que quiero para mi hija. Ni siquiera quiero eso para su madre. Estoy dispuesto a esperar, pero no demasiado. A medida que paso tiempo con mi hija y la conozco mejor y la quiero más, mi buena voluntad se deshilacha como un puente de cuerda que atraviesa un profundo abismo.

Cuando Maddie le pasó el teléfono a su madre ninguno de los dos tenía mucho que decir, así que no lo hicimos. Yo sólo dije que iría a ver a Maddie en cuanto pudiera y colgamos. Al soltar el teléfono, sentí un dolor interior al que no estaba acostumbrado. No era el dolor de la soledad o el vacío. Conocía esos dolores y había aprendido a convivir con ellos. Era el dolor que acompaña al miedo por lo que el futuro depara para alguien tan preciado, alguien por quien darías tu propia vida sin pensarlo dos veces.

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