12

Era tarde y las baterías del barco estaban empezando a agotarse. Las luces en la litera del camarote de proa se iban atenuando progresivamente. O al menos eso me pareció. Quizás eran mis ojos los que comenzaban a apagarse. Había pasado siete horas leyendo los expedientes de casos que McCaleb guardaba en cajas en,la litera superior. Había llenado mi libreta hasta la última página y después le había dado la vuelta y había empezado a estudiarla de atrás adelante.

La entrevista de la tarde había resultado tranquila, pero inútil. El último cliente de McCaleb había sido un hombre llamado Otto Woodall, que vivía en un lujoso condominio, detrás del fabuloso casino de Avalon. Hablé con él durante una hora, y me repitió más o menos la misma historia que ya conocía por Buddy Lockridge. Woodall, que tenía sesenta y seis años, confirmó todos los aspectos del viaje que me interesaban. Explicó que abandonó el barco durante la escala en México y que pasó tiempo con mujeres que conocía allí. No se mostró avergonzado en absoluto. Su esposa había ido todo el día de compras al continente y aparentemente no le importaba mostrarse franco. Me dijo que estaba jubilado del trabajo, pero no de la vida. Todavía tenía necesidades propias de un hombre. Abandoné esa línea de interrogatorio y me centré en los últimos momentos de la vida de Terry McCaleb.

Las observaciones y los recuerdos de Woodall coincidían con los de Buddy en todos los detalles importantes. Woodall también confirmó que al menos en dos momentos específicos del viaje había visto a McCaleb tomar sus medicamentos, tragando las pastillas y los líquidos acompañados de zumo de naranja.

Tomé notas, pero sabía que éstas no serían necesarias. Tras una hora le di las gracias a Woodall por dedicarme su tiempo y lo dejé con su vista de la bahía de Santa Mónica y la nube de contaminación que se alzaba en el continente.

Buddy Lockridge estaba esperándome enfrente en un coche de golf que yo había alquilado. Todavía le estaba dando vueltas a mi decisión de última hora de entrevistar a Woodall sin él. Me había acusado de utilizarlo para conseguir la entrevista con Woodall. En eso tenía razón, pero mi radar ni siquiera captaba sus quejas y preocupaciones.

Circulamos en silencio hasta el muelle y devolví el coche de golf. Le dije a Buddy que podía poner rumbo a casa, porque yo iba a estar ocupado el resto del día y por la noche leyendo los archivos. El se ofreció a ayudar mansamente, pero le respondí que ya me había ayudado suficiente. Observé cómo se alejaba cabizbajo hacia el muelle del transbordador. Todavía no estaba seguro de Buddy Lockridge. Sabía que tenía que pensar en él.

Cogí un taxi acuático hasta el Following Sea porque no quería hacer el tonto con la Zodiac. Llevé a cabo una rápida inspección del camarote principal -sin encontrar nada destacable- y pasé al camarote de proa.

Me fijé en que Terry tenía un reproductor de discos compactos en el camarote reconvertido en oficina. Su pequeña colección de música era básicamente de blues y de rock and roll de la década de 1970. Puse un disco más reciente de Lucinda Williams titulado World Witbout Tears y me gustó tanto que dejé que se reprodujera una y otra vez durante las siguientes seis horas. La voz de la mujer tenía una cadencia prolongada y eso me gustaba. Para el momento en que la potencia eléctrica empezó a escasear en el barco y apagué la música, había memorizado inconscientemente las letras de al menos tres canciones que podría cantarle a mi hija la siguiente vez que la acostara.

En la oficina de McCaleb, lo primero que hice fue volver a su ordenador y abrir la carpeta llamada «Perfiles».

Apareció una lista de seis archivos cuyos nombres eran fechas correspondientes a los últimos dos años. Los abrí en orden cronológico y descubrí que cada uno de ellos era un perfil forense del sospechoso de un caso de asesinato. Cada perfil, escrito en el estilo clínico y sin adornos del profesional, arrojaba conclusiones acerca de un asesino basadas en detalles concretos de la escena del crimen. Esos detalles dejaban claro que McCaleb había hecho algo más que limitarse a leer artículos de diario. Resultaba obvio que había tenido acceso completo a las escenas de los crímenes, ya fuera en persona o, más probablemente, mediante fotos, vídeos y notas de los investigadores. Para mí estaba muy claro que éstos no eran trabajos de práctica realizados por un profesional que echaba de menos la profesión y quería mantenerse en forma. Eran la labor de un investigador invitado a participar. Todos los casos correspondían a jurisdicciones de pequeños departamentos de policía del oeste. Supuse que McCaleb había tenido noticia de los casos a través de los informativos y que simplemente se había ofrecido voluntario para colaborar con el departamento de policía que se ocupaba del caso. Aceptada la oferta, probablemente le enviaban la información de la escena del crimen y él se ponía a analizarla a fin de elaborar un perfil. Me pregunté si su notoriedad le había ayudado o bien le había entorpecido a la hora de ofrecer su talento. ¿Cuántas veces le habrían dicho que no para ser aceptado en estas seis ocasiones?

Cuando lo aceptaban, probablemente trabajaba en los casos desde el escritorio al que me hallaba sentado, sin dejar el barco en ningún momento. Y sin pensar que su mujer conocía al detalle lo que él estaba haciendo.

Sin lugar a dudas, cada perfil le había llevado una buena cantidad de tiempo y atención. Estaba empezando a entender cada vez más por qué Graciela había dicho que se había convertido en un problema en su matrimonio., Terry no podía trazar una línea. No podía renunciar. Este trabajo de elaboración de perfiles era un testamento no sólo de su dedicación a su misión como investigador, sino también de su punto ciego como marido y padre.

Los seis perfiles procedían de casos de Scottsdale, Arizona; Henderson, Nevada; y de las cuatro localidades californianas de La Jolla, Laguna Beach, Salinas y San Mateo. Dos eran asesinatos de niños y los otros cuatro muertes relacionadas con agresiones sexuales con tres mujeres y un hombre como víctimas. McCaleb no había establecido vínculos entre ellos. Estaba claro que se trataba simplemente de casos separados que habían captado su atención en los últimos dos años. No había indicación en ninguno de los archivos de que el trabajo de Terry hubiera resultado útil ni de que alguno de los casos se hubiera resuelto. Anoté los datos principales de cada uno de ellos en mi libreta con la idea de conectar con los departamentos para comprobar el estado de cada investigación.

Era una oportunidad remota, pero seguía siendo posible que alguno de esos perfiles hubiera desencadenado la muerte de McCaleb. No era una prioridad, pero necesitaría comprobarlo.

Habiendo concluido con el ordenador por el momento, dirigí mi atención a las cajas de archivos almacenadas en la litera superior. Una a una las fui bajando hasta que no quedó espacio en el suelo del camarote de proa. Descubrí que contenían una mezcla de casos tanto resueltos como sin resolver. Pasé la primera hora simplemente ordenándolos y apartando los abiertos sin resolver, pensando que si la muerte de Terry estaba relacionada con un caso, entonces sería con uno en el cual el sospechoso seguía en libertad. No había motivo para que estuviera trabajando o revisando un caso cerrado.

La lectura fue fascinante. Estaba familiarizado con muchos de los casos e incluso había participado en algunos de ellos. No eran archivos que hubieran acumulado polvo. Tuve la clara impresión de que los casos abiertos se hallaban en interminable rotación. De vez en cuando, McCaleb los sacaba y repensaba las investigaciones, los sospechosos, las escenas de los crímenes, las posibilidades. Telefoneaba a investigadores, personal de laboratorio e incluso testigos. Todo ello quedaba claro porque McCaleb tenía la costumbre de usar el interior de la solapa delantera para escribir notas sobre las acciones que había llevado a cabo, fechando meticulosamente cada una de ellas.

A partir de esas fechas pude determinar que McCaleb había estado trabajando en varios casos al mismo tiempo. Y quedaba claro que todavía tenía una fuente en la brigada de Ciencias del Comportamiento del FBI en Quantico. Pasé una hora entera leyendo el grueso archivo que había acumulado sobre el Poeta, uno de los más notorios y comprometidos casos de asesinos en serie en los anales del FBI. El Poeta era un asesino que, como finalmente se descubrió, era un agente del FBI que había dirigido la brigada esencialmente persiguiéndose a sí mismo. Fue un escándalo que había sacudido al FBI y su cacareada Sección de Ciencias del Comportamiento ocho años antes. El agente, Robert Backus, elegía como víctimas a detectives de homicidios. Preparaba las escenas de los crímenes como suicidios, dejando notas de despedida que contenían versos de poemas de Edgar Allan Poe. Mató a ocho hombres a lo largo y ancho del país en un periodo de tres años, antes de que un periodista descubriera los falsos suicidios y empezara la caza del hombre. Backus fue descubierto en Los Ángeles por otra agente, que le disparó cuando presuntamente perseguía a un detective de la mesa de homicidios de la División de Hollywood del Departamento de Policía de Los Ángeles. Ésa era mi mesa. El objetivo, Ed Thomas, era colega mío y mi conexión. Recuerdo que yo había tenido un gran interés personal en el Poeta.

Ahora estaba leyendo la historia interna. Oficialmente el FBI cerró el caso. Sin embargo, la versión no oficial siempre había sido que Backus había conseguido huir. Después de recibir el disparo, Backus inicialmente escapó en el sistema de túneles de alcantarillado que discurría por debajo de Los Ángeles. Al cabo de casi tres meses se descubrió un cadáver con un agujero de bala en el lugar adecuado, pero la descomposición impidió una identificación física, así como la comparación de huellas dactilares. Los animales -eso se dijo- habían arrancado partes del cuerpo, incluida la mandíbula inferior y los únicos dientes que podían haber servido para realizar una identificación a través de los registros dentales. Backus también había desaparecido convenientemente sin dejar rastros de ADN. Así que tenían el cadáver con el agujero de bala, pero nada con lo cual compararlo. O eso dijeron. El FBI anunció rápidamente que se daba por muerto a Backus y el caso se cerró, aunque sólo fuera para dar un rápido final a la humillación de la agencia federal a manos de uno de los suyos.

Sin embargo, los registros que McCaleb había acumulado desde entonces confirmaban que el rumor era cierto. Backus continuaba vivo y en libertad. Cuatro años antes había vuelto a aflorar en Holanda. Según boletines confidenciales del FBI proporcionados por fuentes del mismo a McCaleb, un asesino segó las vidas de cinco hombres en un periodo de dos años en Amsterdam. Todas las víctimas eran turistas extranjeros que habían desaparecido después de aventurarse en el distrito rojo de la ciudad. Los hombres habían sido hallados estrangulados y flotando en el río Amstel. Lo que conectaba los asesinatos con Backus fueron notas enviadas a las autoridades locales en las que el autor reivindicaba los asesinatos y pedía que llamaran al FBI. El autor, según los informes confidenciales, preguntaba específicamente por Rachel Walling, la agente que había disparado a Robert Backus cuatro años antes. La policía holandesa invitó al FBI a echar un vistazo al caso de manera no oficial. El remitente había firmado todos los mensajes simplemente como «el Poeta». Los análisis grafológicos del FBI indicaban -de manera no concluyente- que el autor no era un asesino que trataba de ganar fama a la sombra de Robert Backus, sino Backus en persona.

Por supuesto, en el momento en que el FBI, las autoridades locales e incluso Rachel Walling se desplegaron en Amsterdam, el asesino ya había huido. Y no se había vuelto a saber nada de Robert Backus, al menos hasta donde alcanzaban las fuentes de Terry McCaleb.

Volví a colocar el grueso archivo en una de las cajas y seguí adelante. De hecho, cualquier cosa que captaba la atención de Terry McCaleb era objeto de su atención y sus aptitudes. Había decenas de carpetas que contenían un único artículo de diario y unas pocas notas en la solapa. Algunos casos eran de los que acaparaban interés, otros oscuros. Había creado un archivo a partir de recortes de periódico sobre el caso de Laci Peterson: la desaparición en California de una mujer embarazada en la Nochebuena de dos años atrás. El caso había cosechado una prolongada atención de los medios y la opinión pública, particularmente después de que se hallara el cadáver desmembrado de la víctima en la bahía, donde antes su marido había asegurado a los investigadores que él había estado pescando cuando ella desapareció. Una anotación en la solapa de la carpeta, fechada antes del descubrimiento del cadáver de la mujer decía: «Indudablemente muerta, en el agua.» Otra nota fechada antes de la detención del marido decía: «Hay otra mujer.»

También había un archivo con notas aparentemente prescientes acerca de Elizabeth Smart, una chica secuestrada en Utah que fue encontrada y devuelta a casa después de casi un año. Correctamente escribió «viva» debajo de una foto de la joven aparecida en el periódico.

McCaleb también hizo un estudio no oficial del caso Robert Blake. La antigua estrella de cine y televisión fue acusada de asesinar a su esposa en otro caso que acaparó titulares. Las notas en el archivo eran intuitivas y precisas, y en última instancia se confirmaron como correctas cuando el caso llegó a los tribunales.

Tuve que preguntarme a mí mismo si era posible que McCaleb hubiera hecho las anotaciones y les hubiera puesto una fecha anterior, utilizando información de los relatos de los medios de comunicación para dar la impresión de que él estaba prediciendo aspectos del caso o rasgos del sospechoso a partir de su propio trabajo cuando en realidad no era así. A pesar de que todo era posible, me pareció completamente irrealista que McCaleb pudiera haber hecho eso. No veía razón para que él cometiera un fraude tan secreto como autodestructivo. Creía que el trabajo era real y era suyo.

Uno de los archivos que encontré contenía artículos de periódico acerca de la nueva brigada de casos no resueltos del Departamento de Policía de Los Ángeles. En la solapa habían anotado nombres y números de móvil de los cuatro detectives asignados a la unidad. Obviamente Terry había logrado salvar el abismo entre el departamento y el FBI si disponía de los números de móvil, pues yo sabía que los móviles de los detectives no se facilitaban a nadie.

Conocía a uno de los cuatro detectives. Tim Marcia había pasado tiempo en la División de Hollywood, incluso en la mesa de homicidios. Era tarde, pero los polis están acostumbrados a recibir llamadas a altas horas. Sabía que a Marcia no le importaría. Saqué el móvil y marqué el número que McCaleb había escrito junto a su nombre en la carpeta. Marcia contestó de inmediato. Me identifiqué, pasé por las cortesías del «cuanto tiempo sin verte» y expliqué que llamaba por Terry McCaleb. No mentí, aunque no le dije que estaba investigando un homicidio. Le conté que estaba ordenando las carpetas de McCaleb para su mujer y que me había topado con su nombre y su número. Simplemente tenía curiosidad por saber qué tipo de relación habían tenido.

– Harry, tú trabajaste algunos casos congelados en tu época, ¿no? Lo del año pasado en tu casa surgió de un caso sin resolver, ¿no?

– Sí.

– Entonces ya sabes de qué va. A veces te agarras de un clavo ardiendo, buscas cualquier ayuda que puedas conseguir. Terry llamó un día y ofreció sus servicios. No en un caso en concreto. Creo que había leído el artículo del Times sobre la unidad y básicamente dijo que si alguna vez necesitábamos que elaborara un perfil estaba dispuesto. Era uno de los buenos. Me dio mucha pena oír lo que le pasó. Quería ir a Catalina para el servicio, pero surgieron cosas y…

– Siempre pasa. ¿Alguna vez aceptasteis su oferta de hacer un perfil?

– Sí, yo lo hice y otro par de chicos de aquí también. Ya sabes cómo es esto. El departamento no tiene personal que haga perfiles, y a veces esperar al FBI y Quantico puede llevar meses. Aquí estaba este tipo que sabía lo que hacía y no pedía nada a cambio. Sólo quería trabajar. Así que lo usamos. Le pasamos algunas cosas.

– ¿Y cómo lo hizo?

– Bien. Ahora estamos trabajando en un caso interesante. Cuando el nuevo jefe creó la brigada empezamos a revisar los casos abiertos. Relacionamos seis casos: cadáveres enterrados en el valle de San Fernando. Tenían similitudes, pero nunca los habíamos relacionado antes. Enviamos copia de los expedientes a Terry y él lo confirmó. Los relacionó por lo que llamó «afinidades psicológicas». Todavía estamos investigando, pero al menos ahora sabemos qué terreno pisamos. Vamos, que estamos sobre la pista. No sé si habríamos llegado a donde estamos ahora si Terry no nos hubiera ayudado.

– Bueno, me alegro de oír que resultó útil. Se lo contaré a su mujer y estoy seguro de que la ayudará saber eso.

– Bien. Bueno, Harry, ¿vas a volver?

Estaba esperando que me preguntara qué estaba haciendo realmente con los expedientes de McCaleb, no si iba a volver al departamento.

– ¿De qué estás hablando?

– ¿Has oído hablar de la moratoria de tres años que ha instituido el jefe?

– No, ¿qué es eso?

– Sabe que perdimos mucho talento en los últimos años. Con tantos escándalos y chismes, mucha gente buena dijo: «Qué diablos, me largo.» Así que ha abierto la puerta para que la gente vuelva. Si te presentas antes de que pasen tres años del retiro y te aceptan puedes volver sin tener que ir otra vez a la academia. Es perfecto para veteranos como tú.

Percibí en su voz que estaba sonriendo.

– Tres años, ¿eh?

– ¿Cuánto llevas tú? ¿Dos y medio?

– Eso es.

– Bueno, ahí lo tienes. Piénsalo. Podríamos utilizarte aquí en los casos congelados. Tenemos siete mil abiertos sin resolver. Elige, tío.

No dije nada. De repente me sacudió la idea de volver. En ese momento estaba ciego a los aspectos negativos. Sólo pensé en cómo sería llevar placa otra vez.

– Claro que a lo mejor estás disfrutando de la jubilación. ¿Necesitas algo más, Harry?

– Eh, no, eso es todo. Gracias tío, te lo agradezco.

– Cuando quieras. Y piénsatelo. Seguro que nos serías útil, aquí o en Hollywood o donde fuera.

– Sí, gracias. Tal vez lo haga. Voy a pensarlo.

Cerré el teléfono y me quedé allí, rodeado por las obsesiones de otro hombre, pero meditando sobre las mías. Pensé en volver. Pensé en siete mil voces que se alzaban desde la tumba sin obtener respuesta. Eso era más que el número de estrellas que ves cuando miras al cielo por la noche.

Mi móvil sonó cuando todavía lo tenía en la mano. Me sacó del ensueño y lo abrí, esperando que fuera Tim Marcia llamando de nuevo y diciendo que lo de los tres años había sido una broma. Pero era Graciela quien llamaba.

– Veo luces encendidas en el barco -dijo-. ¿Sigue ahí?

– Sí, aquí estoy.

– ¿Por qué tan tarde, Harry? Ha perdido el último ferry.

– No iba a volver esta noche. Pensaba quedarme aquí y terminar con esto. Ya volveré mañana. También me gustaría hablar con usted.

– Bueno. Mañana no trabajo. Estaré aquí empaquetando.

– ¿ Empaquetando?

– Vamos a mudarnos otra vez al continente. Viviremos en Northridge. He recuperado mi antiguo empleo en urgencias del Holy Cross.

– ¿Raymond es una de las razones por las que vuelve?

– ¿Raymond? ¿A qué se refiere?

– Me estaba preguntando si había algún problema con el chico. He oído que no le gusta vivir en la isla.

– Raymond no tiene muchos amigos. No encaja muy bien, pero la mudanza no es sólo por Raymond. Yo quiero volver. Ya quería antes de que Terry muriera, ya se lo dije.

– Sí, ya sé.

Graciela cambió de tema.

– ¿Necesita alguna cosa? ¿Ha comido algo?

– He encontrado algunas cosas en la cocina del barco. Gracias.

Ella hizo un ruido de asco.

– Seguro que estaba pasado. Compruebe las fechas de caducidad antes de comerse nada más.

– Lo haré.

Ella dudó y después formuló la pregunta por la que había llamado.

– ¿Ha encontrado algo ya?

– Bueno, he encontrado algunas cosas que me resultan curiosas, pero todavía nada que destaque particularmente.

Pensé en el hombre con la gorra de los Dodgers. Ciertamente destacaba, pero no quería sacárselo a relucir a Graciela todavía. Quería reunir más información antes de hablarlo con ella.

– Vale -dijo Graciela-. Pero manténgame al corriente, ¿de acuerdo?

– Ese es el trato.

– Vale, Harry. Hablaré con usted mañana. ¿Se queda en un hotel o en el barco?

– En el barco, creo. Si no le importa.

– No me importa. Haga lo que quiera.

– Bueno. ¿Puedo preguntarle algo?

– Claro, ¿qué?

– Estaba hablando de trasladarse y yo tenía curiosidad por algo. ¿Con cuánta frecuencia iban al continente? Ya sabe, al centro comercial o a restaurantes o a ver a la familia.

– Normalmente una vez al mes. A no ser que ocurriera algo específico y necesitara ir.

– ¿Se llevaba a los niños?

– Normalmente. Quería que se acostumbraran. Creces en una isla donde tienen cochecitos de golf en lugar de coches de verdad y donde todo el mundo conoce a todo el mundo… Puede resultar extraño de repente mudarse al continente. Estoy intentando prepararme para eso.

– Supongo que es inteligente. ¿Qué centro comercial queda más cerca de los muelles del ferry?

– No sé cuál está más cerca, pero yo siempre iba al Promenade, en Pico. Cogía la Cuatrocientos cinco desde el puerto. Sé que hay centros comerciales más cercanos, Fox Hills, por ejemplo, pero me gusta el Promenade. Me gustan las tiendas que hay, y es cómodo. A veces me encuentro allí con amigas del Valle y es un buen punto medio para todas nosotras.

Y es fácil seguir a alguien allí, pensé, pero no lo dije.

– Bien -dije, sin saber qué era lo que estaba bien-. Otra cosa más. Me estoy quedando sin luz aquí. Supongo que serán las baterías. ¿Hay algún interruptor o algo que deba tocar para recargarlas, o cómo se hace?

– ¿No se lo preguntó a Buddy?

– No, no sabía que iba a quedarme sin luz cuando estaba con Buddy.

– Oh, Harry, no estoy segura. Hay un generador. No estoy segura de dónde está.

– De acuerdo, bueno, no se preocupe. Puedo llamar a Buddy. Bueno, adiós, Graciela. Tengo que volver a trabajar mientras me queda algo de luz.

Colgué y anoté el nombre del centro comercial en mi libreta, después salí del camarote y recorrí el barco apagando todas las luces menos la del escritorio en un intento de conservar la energía. Llamé a Buddy al móvil y contestó con voz desorientada.

– Eh, Buddy, levántese. Soy Harry Bosch.

– ¿Quién? Oh. ¿Qué quiere?

– Necesito su ayuda. ¿Hay algún generador o algo en el barco que pueda darme un poco de luz? Las baterías se están acabando.

– Joder, no deje que se agoten del todo. Se las cargará.

– Entonces, ¿qué hago?

– Ha de arrancar los Volvo, y después encender el generador. La cuestión es que es casi medianoche. A esos tíos que duermen en sus barcos allí al lado no les va a hacer ninguna gracia oírlo.

– Vale, olvídelo. Pero por la mañana debería hacerlo, así que ¿qué hago, hace falta llave?

– Sí, como un coche. Vaya al timón del salón, meta las llaves y gírelas a la posición de encendido. Encima de cada llave está el interruptor de contacto. Levántelos y debería ponerse en marcha, a no ser que haya gastado toda la potencia y no quede carga.

– Vale, lo haré. ¿Hay alguna linterna aquí?

– Sí, hay una en la cocina, otra encima de la mesa de navegación y una en el camarote principal, en el cajón empotrado de la izquierda de la cama. También hay una linterna en el armario de abajo de la cocina. Pero mejor que no la use en el camarote de proa. El olor a queroseno se acumula y podría dejarle tieso. Entonces habría otro misterio que resolver.

Dijo la última frase con una nota de desdén en la voz. No le hice caso.

– Gracias, Buddy. Ya hablaremos.

– Sí, buenas noches.

Colgué y fui a buscar las linternas. Volví a la litera de proa con una pequeña que cogí del camarote principal y una lámpara de la cocina. Puse la lámpara en el escritorio y la encendí, después apagué las luces de las literas. El brillo de la lámpara iluminaba el techo de la pequeña sala y se extendía. No estaba mal. Entre eso y la linterna de mano todavía podría trabajar un rato.

Me quedaba menos de la mitad de los expedientes de una caja y quería terminar antes de pensar en dónde iba a dormir. Eran todo carpetas pequeñas, las adiciones más recientes a la colección de McCaleb, y podía asegurar que la mayoría de ellas contenían poco más que un artículo de diario y quizás unas cuantas notas en la solapa.

Metí la mano y saqué una al azar. Debería haber estado en Las Vegas echando los dados porque la carpeta que había elegido resultó ser un ganador con las apuestas en contra. Era el archivo que centró mi investigación, el que me puso en camino.

Загрузка...