24

Harry Bosch abrió la puerta y Rachel se dio cuenta de que estaba enfadado. Iba a decir algo cuando vio que era ella y se contuvo. Rachel comprendió que Harry Bosch estaba esperando a alguien y que ese alguien se estaba retrasando.

– Agente Walling.

– ¿Esperaba a alguien?

– Ah, no, en realidad no.

Rachel vio que Bosch miraba por encima de ella al aparcamiento de la parte de atrás.

– ¿Puedo pasar?

– Perdón, claro, pase.

Dio un paso atrás y le sostuvo la puerta. Rachel entró en un pequeño apartamento, triste y escasamente amueblado. En la izquierda había una mesa de comedor que sería de la década de 1960 y Rachel vio una botella de cerveza, una libreta y un atlas de carreteras abierto por un mapa de Nevada. Bosch se acercó con rapidez a la mesa. Cerró el atlas y su libreta y los apiló uno encima de otro. Ella se fijó entonces en que su licencia de conducir también estaba sobre la mesa.

– Bueno, ¿qué le trae a este lugar de ensueño? -preguntó Bosch.

– Sólo quería ver en qué anda -dijo ella, eliminando la sospecha de su voz-. Espero que nuestro recibimiento en la caravana no haya sido demasiado duro para usted hoy.

– No. Gajes del oficio.

– Sin duda.

– ¿Cómo me ha encontrado?

Ella se adentró en la sala.

– Paga este sitio con tarjeta de crédito.

Bosch asintió con la cabeza, pero no se mostró sorprendido por la rapidez o la cuestionable legalidad de la investigación que ella había llevado a cabo. Rachel continuó, señalando con el mentón el libro de mapas que descansaba sobre la mesa del comedor.

– ¿Planeando unas pequeñas vacaciones? Ahora que ya no está trabajando en el caso.

– Un viaje por carretera, sí.

– ¿Adónde?

– Todavía no estoy seguro.

Ella sonrió y se volvió hacia la puerta abierta del balcón. Vio un jet negro de aspecto caro sobre el asfalto, más allá del aparcamiento del motel.

– Según los registros de su tarjeta de crédito hace casi nueve meses que alquila este sitio. De manera intermitente, pero sobre todo aquí.

– Sí, me hacen un descuento por larga estancia. Resulta a veinte dólares por día, más o menos.

– Probablemente es demasiado.

Bosch se volvió y examinó el apartamento como si lo viera por primera vez.

– Sí.

Los dos continuaban de pie. Rachel sabía que él no quería que se sentara ni que se quedara por el visitante al que estaba esperando. Así que decidió forzar la situación y se sentó en el sofá raído sin que la invitaran.

– ¿Por qué ha alquilado este sitio nueve meses?

Bosch apartó una silla de la mesa del comedor y se sentó.

– No tiene nada que ver con esto, si es lo que quiere decir.

– No, no pensaba eso. Simple curiosidad. No tiene pinta de jugador, al menos de jugador de casino. Y esto parece un sitio para ludópatas.

Bosch asintió con la cabeza.

– Lo es. Eso y gente con otras adicciones. Estoy aquí porque mi hija vive en la ciudad. Con su madre. Yo estoy intentando conocerla. Supongo que ella es mi adicción.

– ¿Qué edad tiene?

– Pronto cumplirá seis.

– Qué bien. Y su madre es Eleanor Wish, la antigua agente del FBI.

– La misma. ¿Qué puedo hacer por usted, agente Walling?

Ella sonrió. Le gustaba Bosch. Iba al grano. Al parecer, no dejaba que nada ni nadie lo intimidara. Se preguntó por el origen de esa actitud. ¿Era por haber llevado placa o por otra cosa?

– Para empezar puedes llamarme Rachel, pero creo que se trata más de lo que yo puedo hacer por ti. Querías que contactara contigo, ¿no?

El rió, pero sin el menor atisbo de humor.

– ¿De qué estás hablando?

– De la entrevista. Las miradas, las señas, las sonrisas, todo eso. Me has elegido como una especie de aliada. Tratabas de conectar. Supongo que querías equilibrar la situación de tres contra uno.

Bosch se encogió de hombros y miró por el balcón.

– Era un palo de ciego. Yo…, no sé, simplemente pensé que no te estaban tratando demasiado bien ahí, nada más. Y supongo que sé lo que es eso.

– Hace ocho años que el FBI no me trata muy bien.

Bosch la miró.

– ¿Todo por Backus?

– Eso y otras cosas. Cometí algunos errores y el FBI nunca perdona.

– Yo también sé cómo es eso. -Se levantó-. Me estoy tomando una cerveza -dijo-. ¿Quieres una, o es una visita de servicio?

– Puedo tomarme una, de servicio o no.

Bosch se levantó, cogió la botella abierta de la mesa del comedor y fue a la pequeña cocina del apartamento. Puso la botella en el fregadero y sacó otras dos de la nevera. Las abrió y se las llevó a la sala. Rachel sabía que debía tener cuidado y estar alerta. La línea entre quién jugaba con quién en ese tipo de situaciones era muy fina.

– Hay vasos del apartamento en los armarios, pero no me fiaría de ellos -dijo, pasándole una botella.

La botella está bien.

Rachel cogió la suya y la hizo sonar con la de Bosch antes de tomar un pequeño trago. Sierra Nevada, estaba buena. Sabía que él estaba observando si bebía realmente. Se limpió la boca con el dorso de la mano, aunque no tenía que hacerlo.

– Está buena.

– Mucho. Entonces, ¿qué parte de esto te están dejando a ti? ¿O sólo tienes que quedarte mirando y en silencio, como el agente Zigo?

Rachel se rió.

– Sí, creo que todavía no le he oído farfullar una frase entera. Aunque yo sólo llevo aquí un par de días. Básicamente, me trajeron porque no tenían mucha elección. Yo tenía mi propia historia con Bob Backus y el GPS me lo mandó a mí a Quantico, aunque yo no había puesto los pies allí en ocho años. Como te has dado cuenta en la caravana, esto podría tratarse de mí. Tal vez, tal vez no, pero me da un papel.

– ¿Y de dónde te trajeron?

– De Rapid City.

Bosch hizo una mueca.

– No, no está tan mal -dijo ella-. Antes estuve en Minot, Dakota del Norte. Una oficina de un solo agente. Creo que en mi segundo año allí hubo una primavera de verdad.

– ¡Qué putada! En Los Ángeles lo que hacen cuando quieren sacarte de en medio es lo que llaman «terapia de autovía», te transfieren a la división que está más lejos de donde tú vives para que tengas que tragarte los embotellamientos todos los días. Un par de años de dos horas diarias de cola y los tipos entregan las placas.

– ¿Es lo que te ocurrió a ti?

– No, pero probablemente ya sabes lo que me ocurrió.

Rachel no respondió, y cambió rápidamente de tema.

– En el FBI tienen todo el país y más. No lo llaman «terapia de autovía», sino «condiciones rigurosas». Te mandan a donde no quiere ir nadie. Y hay un montón de sitios así, lugares donde pueden enterrar a un agente cuando quieren. En Minot todo era asunto de la reserva india y en la reserva no se tomaban muy bien lo de la persuasión del FBI. Rapid City es sólo un pequeño progreso. Al menos hay otros agentes en la oficina. Mis compañeros desclasados. En realidad, lo pasamos bien porque no hay presión, ¿entiendes?

– Sí. ¿Cuánto tiempo has estado allí?

– Ocho años en total.

– Joder.

Rachel sacudió la mano que tenía libre de manera desdeñosa, como si todo fuera agua pasada. Sabía que lo estaba atrayendo. Exponerse haría que él confiara en ella y necesitaba esa confianza.

– Cuéntame -dijo Bosch-. ¿Fue porque tú eras la mensajera? ¿Porque disparaste a Backus? ¿O porque se escapó?

– Por todo eso y por otras cosas. Confraternizar con el enemigo, mascar chicle en clase, lo habitual. El asintió.

– ¿Por qué no lo dejaste, Rachel?

– Bueno, Harry, porque no quería que ganaran ellos.

Bosch asintió otra vez y ella vio un brillo en sus ojos. Había conectado en esa respuesta. Lo sabía, lo percibía, y se sentía bien.

– ¿Puedo decirte algo off the record, Harry?

– Claro.

– Mi cometido ahora mismo es vigilarte.

– ¿A mí? ¿Por qué? No sé si estabas escuchando en esa oficina de campo rodante antes, pero me han echado del caso de una patada.

– Sí, y estoy segura de que tú has hecho las maletas y lo has dejado.

Rachel se volvió y miró el libro de mapas y la libreta que estaban en la mesa. Después se volvió hacia él y habló en un tono severo pero mesurado.

– Mi misión es vigilarte y pararte los pies sin contemplaciones si te acercas a esta investigación.

– Mire, agente Walling, no creo que…

– No te pongas formal de repente.

– Vale, Rachel, pues. Si esto es algún tipo de amenaza, de acuerdo, mensaje recibido. Entendido. Pero no creo que tú…

– No te estoy amenazando. He venido para decirte que no pienso cumplir con mi cometido.

Bosch se detuvo y la observó durante un largo momento.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que te he investigado. Tenías razón en eso. Te conozco y sé qué clase de poli eras. Sé lo que ha pasado contigo y con el FBI en el pasado. Sé todo eso y sé que no eres un tipo común. Y mi apuesta es que estás metido en algo, que hoy nos has dicho lo justo para salir de una pieza de esa autocaravana.

Rachel se detuvo y esperó, y finalmente Bosch respondió.

– Eh, mira, si todo eso es un cumplido, entonces lo acepto. Pero ¿adónde quieres llegar?

– Quiero llegar a que yo también tengo una historia. Y no voy a sentarme en un lado mientras van detrás de Backus y me dejan en la oficina de campo haciendo café. Esta vez no. Quiero llegar allí antes, y como ésta es una ciudad de apuestas, yo apuesto por ti.

Bosch no se movió ni dijo nada durante un largo momento. Rachel observó los ojos oscuros del ex policía mientras reflexionaba sobre todo lo que ella misma había dicho. Sabía que estaba corriendo un riesgo increíble con Bosch. Pero ocho años en las Badlands habían logrado que contemplara el riesgo de un modo muy distinto a como lo hacía cuando estaba en Quantico.

– Deja que te pregunte algo -dijo él finalmente-. ¿ Cómo es que no te tienen en una habitación de hotel con dos vigilantes en la puerta? Por si aparece Backus. Como bien has dicho, podría tratarse de ti. Primero Terry McCaleb, después tú.

Ella negó con la cabeza, rechazando la idea.

– Porque tal vez me estén utilizando. Quizá yo sea el cebo.

– ¿Tú crees?

Rachel se encogió de hombros.

– No lo sé. No conozco todo lo que pasa en esta investigación. En cualquier caso, no importa. Si va a venir a por mí, dejemos que venga. No voy a esconderme en una habitación de hotel. No cuando él está ahí fuera y no mientras lleve a mis colegas Sig y Glock conmigo.

– Vaya, una agente con dos pistolas. Es interesante. La mayoría de los polis con dos pistolas que he conocido tenían demasiada testosterona además de las balas extras. No me gustaba trabajar con esos tipos.

Lo dijo con una especie de sonrisa en la voz. Ella sabía que estaba a punto de morder el anzuelo.

– No las llevo las dos al mismo tiempo. Una es la del trabajo y la otra no. Y estás tratando de cambiar de tema.

– ¿Cuál es el tema?

– Tu siguiente movimiento. Mira, ¿sabes cómo lo dicen en las películas? Podemos hacerlo a la manera dura o podemos…

– Darte en la cara con el listín de teléfonos.

– Exactamente. Tú estás trabajando solo, a contrapelo, pero obviamente tienes instinto y probablemente sabes cosas que nosotros todavía no conocemos. ¿Por qué no trabajar juntos?

– ¿Y qué pasará cuando la agente Dei y el resto del FBI se enteren?

– Correré el riesgo, asumiré la caída. Pero no será muy dura. ¿Qué van a hacerme? ¿Enviarme otra vez a Minot?

Bosch asintió con la cabeza. Ella lo observó y trató de ver a través de aquellos ojos oscuros para descifrar cómo trabajaba su mente. Su idea de Bosch era que ponía el caso por encima de la vanidad y las mezquindades. Reflexionaría y al final se daría cuenta de que era la forma de proceder.

Bosch finalmente asintió de nuevo y habló. -¿Qué haces mañana por la mañana? -Vigilarte, ¿por qué? -¿Dónde te alojas?

– En el Embassy Suites de Paradise, cerca de Harmon.

– Te recogeré a las ocho.

– ¿Y adónde vamos?

– Al vértice del triángulo.

– ¿Qué quieres decir? ¿Adónde?

– Te lo explicaré mañana. Estoy pensando que puedo confiar en ti, Rachel. Pero vayamos paso a paso. ¿Vas a venir conmigo?

– Muy bien, Bosch. Iré contigo.

– Ahora te estás poniendo formal tú.

– Ha sido un resbalón. No quiero ponerme formal contigo.

Rachel sonrió y se fijó en que él trataba de interpretar la sonrisa.

– Muy bien, entonces te veré mañana -dijo Bosch-. Ahora he de prepararme para ir a ver a mi hija.

Se levantó y lo mismo hizo ella. Rachel echó otro trago de cerveza y la dejó a medias en la mesa del comedor.

– A las ocho en punto mañana -dijo-. ¿Me recogerás?

– Sí.

– ¿Estás seguro de que no quieres que conduzca yo? El tío Sam paga la gasolina.

– No importa. ¿Puedes traer las fotos de los desaparecidos? Las tenía en el artículo del diario, pero la agente Dei me las quitó.

– Veré qué puedo hacer. Probablemente hay una copia que no echarán en falta en la oficina de campo.

– Y otra cosa, lleva a tus dos amigos.

– ¿Qué amigos?

– Sig y Glock.

Ella sonrió y negó con la cabeza.

– Ahora no puedes llevar arma, ¿no? Legalmente, quiero decir.

– No, no puedo y no llevo.

– Debes de sentirte desnudo.

– Sí, es una manera de decirlo. Ella le dedicó otra sonrisa.

– Bueno, yo no voy a darte un arma, Harry. De ninguna manera.

El se encogió de hombros.

– Tenía que preguntarlo.

Bosch abrió la puerta y su visitante salió. Después de cerrar, Rachel Walling bajó por la escalera hasta el aparcamiento y miró de nuevo a la puerta. Se preguntó si la estaría observando a través de la mirilla. Se metió en el Crown Vic que se había llevado del parque móvil. Sabía que estaba cerca del filo del problema. Lo que había revelado a Bosch y acordado hacer al día siguiente con él garantizaba la etapa final de la destrucción de su carrera si las cosas se torcían. Pero a ella no le importaba. Estaba en la ciudad del juego. Rachel se fiaba de Bosch y se fiaba de sí misma. No permitiría que los vencieran.

Al salir marcha atrás en el Crown Vic se fijó en que un taxi se detenía en el aparcamiento. Un hombre regordete, con el pelo aclarado por el sol y una camisa hawaiana chillona salió y examinó los números de las puertas de los apartamentos. Llevaba un sobre grueso y una carpeta que parecía amarillenta y vieja. Rachel observó mientras él subía por la escalera y caminaba hasta el número 22, la puerta de Bosch. La puerta se abrió antes de que el hombre llamara.

Rachel retrocedió y salió a Koval Lane. Rodeó la manzana y aparcó en un lugar que le daba una buena perspectiva de las salidas del aparcamiento del cochambroso motel de Bosch. Estaba segura de que Bosch tramaba algo y ella iba a descubrir qué era.

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