La implacabilidad de la lluvia estaba pudiendo con Rachel. Nunca amainaba, nunca se detenía. Simplemente caía sobre el cristal en un torrente sin fin contra el que no podían los limpiaparabrisas. Todo era borroso. Había coches aparcados en los arcenes de la autovía. Los relámpagos partían el cielo en el oeste, sobre el océano. Pasaron accidente tras accidente, y eso fue poniendo a Rachel cada vez más nerviosa. Si se veían envueltos en un accidente y perdían a Thomas, cargarían con una pesada losa de responsabilidad por lo que le ocurriera.
Temía que si apartaba la mirada de las luces de freno del Explorer de Thomas, lo perderían en un mar de rojo tembloroso. Bosch pareció adivinar lo que ella estaba pensando.
– Tranquila -dijo él-. No voy a perderlo. Y aunque lo hiciéramos, ahora sabemos adónde va.
– No, no lo sabemos. Sólo sabemos donde vive Tu-rrentine. Eso no significa que sus libros estén allí. ¿Seis mil libros? ¿Quién guarda seis mil libros en su casa? Probablemente los tiene en algún almacén.
Rachel observó que Bosch ajustaba su agarre en el volante e incrementaba un poco la velocidad, acercándose más a Thomas.
– No habías pensado en eso, ¿no?
– La verdad es que no.
– Pues no lo pierdas.
– Ya te he dicho que no voy perderlo.
– Ya lo sé. Me ayuda decirlo. -Hizo un gesto hacia el parabrisas-. ¿Cuántas veces se pone así?
– Casi nunca -dijo Bosch-. Han dicho en las noticias que es la tormenta del siglo. Es como si algo estuviera mal, como si algo se hubiera roto. Los cañones probablemente están desaguando en Malibú. Hay desprendimientos en las Palisades y el río probablemente se sale de su cauce. El año pasado tuvimos los incendios. Este año a lo mejor es la lluvia. De una manera o de otra siempre ocurre algo. Es como si siempre tuvieras que pasar una prueba.
Bosch puso la radio para elegir un informe meteorológico, pero Rachel inmediatamente se estiró para apagarla y señaló a la carretera a través del parabrisas.
– Concéntrate en esto -ordenó ella-. No me importa el informe meteorológico.
– Vale.
– Acércate. No me importa que estés justo detrás de él. No podrá verte con esta lluvia.
– Si me pongo detrás de él podría golpearle, y entonces que le digo.
– Tú no lo…
– … pierdas. Ya lo sé.
Circularon durante la siguiente media hora sin decir una palabra. La autovía se alzaba y cruzaba por encima de las montañas. Rachel vio una gran estructura de piedra encima de la montaña. Parecía algún tipo de castillo posmoderno en el gris y la penumbra, y Bosch le dijo que era el museo Getty.
En el descenso al valle de San Fernando, Rachel vio que se encendía la señal de intermitente en el coche de Thomas. Bosch se situó en el carril de giro tres coches por detrás.
– Va a coger la Ciento uno. Ya casi estamos. -¿Te refieres a Canoga Park?
– Exacto. Cogerá ésta al oeste y después por el norte por las calles.
Bosch volvió a quedarse callado mientras se concentraba en la conducción y el seguimiento. Al cabo de otros quince minutos el intermitente del Explorer se encendió otra vez y Thomas salió en DeSoto Avenue y enfiló hacia el norte. Bosch y Walling lo siguieron en la rampa de salida, pero esta vez sin la cobertura de otro tráfico.
En DeSoto, Thomas se detuvo casi de inmediato en una zona en la que no se podía aparcar y Bosch tuvo que pasar de largo o la vigilancia habría resultado obvia.
– Creo que está mirando un plano -dijo Rachel-. Tenía la luz encendida y la cabeza baja.
– Vale.
Bosch se metió en una estación de servicio, rodeó los surtidores y retomó la calle. Hizo una pausa antes de salir, mirando a la izquierda hacia el Explorer de Thomas. Esperó y al cabo de medio minuto Thomas volvió a incorporarse al tráfico. Bosch esperó que pasara por delante, manteniendo el móvil en la oreja izquierda para bloquear cualquier perspectiva de su rostro por si Thomas estaba mirando y lo veía en medio de la lluvia. Dejó que pasara otro coche y salió a la calle.
– Debe de estar cerca -dijo Rachel.
– Sí.
Pero Thomas condujo durante varias travesías más antes de girar a la derecha. Bosch frenó antes de hacer lo mismo.
– Valerio -dijo Rachel, al ver el cartel de la calle en el barro-. Esta es.
Cuando Bosch hizo el giro, ella vio las luces de freno en el coche de Thomas. Estaba parado en medio de la calle tres manzanas más adelante. Estaba en una calle sin salida.
Bosch rápidamente se detuvo detrás de un coche aparcado.
– La luz interior está encendida -dijo Rachel-. Creo que está otra vez mirando el plano.
– El río -dijo Bosch.
– ¿Qué?
– Te lo he dicho, Valerio atraviesa todo el valle, pero también lo hace el río. Así que probablemente está buscando una forma de dar la vuelta. El río corta todas estas calles aquí. Probablemente ha de ir al otro lado de Valerio.
– No veo ningún río. Veo una valla y cemento.
– No es lo que considerarías un río. De hecho, técnicamente eso no es el río. Probablemente es el desagüe del cañón de Aliso o de Brown. Va al río.
Esperaron. Thomas no se movió.
– El río solía desbordarse en tormentas como ésta. Barrería un tercio de la ciudad. Así que trataron de controlarlo. Contenerlo. Alguien tuvo la idea de capturarlo en piedra, encauzarlo en hormigón. Así que eso es lo que hicieron y las casas y hogares de todo el mundo quedaron supuestamente a salvo.
– Supongo que es lo que se llama progreso.
Bosch asintió y volvió a aferrarse con fuerza al volante.
– Se está moviendo.
Thomas giró a la izquierda y, en cuanto su coche se perdió de vista, Bosch se separó del bordillo y lo siguió. Thomas condujo hacia el norte por Saticoy y después dobló a la derecha. Pasó por encima de un puente que cruzaba el curso de agua. Mientras lo seguían, Rachel miró hacia abajo y vio el impetuoso torrente en el canal de hormigón.
– Guau. Y yo que creía que vivía en Rapid City.
Bosch no respondió. Thomas giró hacia el sur en Masón y volvió hacia Valerio Street, ya del otro lado del canal de hormigón. Dobló otra vez a la derecha por Valerio.
– Eso será otra calle sin salida -dijo Bosch.
El continuó en Masón y pasó de largo Valerio Street. Rachel miró a través de la lluvia y vio que Thomas había entrado en un sendero de entrada enfrente de una gran casa de dos pisos que era una de las cinco viviendas del callejón sin salida.
– Se ha metido en un sendero -dijo-. Dios, ¡él está allí! ¡Es la casa!
– ¿Qué casa?
– La de la foto del remolque. Backus estaba tan seguro de sí mismo que nos dejó una puta foto.
Bosch aparcó junto al bordillo. Las casas de Valerio estaban fuera del campo de visión. Rachel se volvió y miró en todas las ventanas. Todas las casas de alrededor estaban a oscuras.
– Debe de haberse ido la luz por aquí.
– Debajo de tu asiento hay una linterna. Cógela.
Rachel se agachó y la cogió.
– ¿Y tú?
– No me hará falta. Vamos.
Rachel empezó a abrir la puerta, pero entonces miró atrás a Bosch. Quería decir algo, pero dudó.
– ¿Qué? -preguntó Bosch-. ¿Que tenga cuidado? Descuida, lo tendré.
– De hecho, sí, ten cuidado. Pero lo que iba a decir es que tengo mi segunda pistola en la bolsa. ¿Quieres…?
– Gracias, Rachel, pero esta vez me he traído la mía. Ella asintió.
– Debería haberlo pensado. ¿Y qué piensas ahora de pedir refuerzos?
– Pide refuerzos si quieres, pero yo no pienso esperar. Allá voy.
Noté la lluvia fría en la cara al salir del Mercedes. Me subí el cuello de la chaqueta y empecé a dirigirme a Valerio. Rachel se acercó y caminó a mi lado sin decir palabra. Cuando llegamos a la esquina utilizamos la pared que rodeaba la propiedad como escudo y miramos al callejón sin salida y a la casa oscura en la que Ed Thomas había aparcado su coche. No había señal de Thomas ni de nadie. Todas las ventanas de la fachada de la casa estaban a oscuras, pero a pesar de la escasa luz me di cuenta de que Rachel tenía razón. Era la casa de la foto que Backus había dejado para nosotros.
Oía el río, pero no podía verlo. Estaba oculto detrás de las casas. Sin embargo, su potencia furiosa era casi palpable, incluso desde la distancia. En tormentas como aquélla toda la ciudad desaguaba sobre sus suaves superficies de hormigón. Serpenteaba por el valle de San Fernando y rodeaba las montañas hasta el centro de la ciudad. Y desde allí al oeste, hasta el océano.
Era un simple hilo de agua durante la mayor parte del año. Incluso un chiste municipal. Sin embargo, una tormenta podía despertar la serpiente y darle poder. Se convertía en la alcantarilla de la ciudad, millones y millones de litros golpeando contra sus gruesos muros de piedra, toneladas de agua pugnando por salir, avanzando con una terrible fuerza e inercia. Recordé un chico al que se llevó la corriente cuando yo era niño. No lo conocí, pero oí hablar de él. Cuatro décadas más tarde incluso recordaba su nombre. Billy Kinsey estaba jugando en el borde del río. Se resbaló y al cabo de un momento había desaparecido. Encontraron su cuerpo sin vida en un viaducto situado a dieciocho kilómetros.
Mi madre me había enseñado desde pequeño y con insistencia, cuando llueve…
– Mantente alejado del rabión.
– ¿Qué? -susurró Rachel.
– Estaba pensando en el río. Atrapado entre esos muros. Cuando era niño lo llamábamos el rabión. Cuando llueve así el agua se mueve deprisa. Es mortal. Cuando llueve mantente alejado del rabión.
– Pero vamos a la casa.
– Lo mismo, Rachel. Ten cuidado. Mantente alejada del rabión.
Ella me miró. Parecía entender lo que quería decirle.
– De acuerdo, Bosch.
– ¿Y si tú te ocupas del frente y yo voy por detrás?
– Bien.
– Prepárate para cualquier cosa.
– Tú también.
La casa objetivo estaba a tres propiedades de distancia. Caminamos con rapidez a lo largo de la pared que rodeaba la primera propiedad y después cortamos por el sendero de entrada de la siguiente. Rodeamos las fachadas delanteras de dos edificios hasta que llegamos a la casa donde estaba aparcado el coche de Thomas. Rachel me saludó por última vez con la cabeza y nos separamos, ambos desenfundando las armas al unísono. Rachel avanzó hacia la parte delantera mientras yo empezaba a recorrer el sendero de entrada hacia la parte de atrás. La penumbra y el sonido de la lluvia y el río canalizado me dieron cobertura visual y acústica. El sendero de entrada estaba flanqueado de buganvillas achaparradas que llevaban tiempo sin que nadie las podara ni se ocupara de ellas. Detrás de las ventanas, la casa estaba oscura. Alguien podía estar observándome desde detrás de cualquier ventana y no lo habría sabido.
El patio trasero estaba inundado. En medio del gran charco había los dos armazones en A de un columpio sin ningún columpio, y detrás una valla de casi dos metros de altura que separaba la propiedad del canal del río. Vi que el agua estaba cerca del borde de hormigón y que bajaba en un frenético torrente. Al final del día se desbordaría. Más arriba, donde la canalización era menos profunda, probablemente ya se habría desbordado por los costados.
Volví a centrar mi atención en la casa. Tenía un porche en la parte de atrás. No había canalones en el tejado y caía una cortina de lluvia, con tanta intensidad que lo oscurecía todo. Backus podía haber estado sentado en una mecedora en el porche y no lo habría visto. Una hilera de buganvillas cubría la barandilla del porche. Me agaché para quedar por debajo de la línea de visión de la casa y avancé con rapidez hasta los escalones. Subí los tres peldaños de golpe y quedé a resguardo de la lluvia. Mis ojos y mis oídos tardaron un momento en adaptarse y fue entonces cuando lo vi. Había un sofá de mimbre en el lado derecho del porche. En él, una manta cubría la silueta inconfundible de una persona sentada, pero derrumbada contra el brazo izquierdo. Me agaché, me acerqué y busqué la esquina de la manta en el suelo. Lentamente tiré de ella.
Era un anciano. Parecía que llevaba al menos un día muerto. Estaba empezando a oler. Tenía los ojos abiertos y casi salidos de las órbitas, la piel era del color de la pintura blanca en la habitación de un fumador. Le habían apretado una brida de plástico con demasiada fuerza en torno al cuello. Charles Turrentine, supuse. También suponía que era el anciano de la foto que Backus había sacado. Lo había matado y lo había dejado en el porche como si fuera una pila de periódicos viejos. No había tenido nada que ver con el Poeta. Sólo había sido un medio para conseguir un fin.
Levanté mi Glock y me acerqué a la puerta posterior de la casa. Quería avisar a Rachel, pero no había forma de hacerlo sin revelar mi propia posición y posiblemente poner en peligro la suya. Simplemente tenía que seguir moviéndome, avanzando en la oscuridad del lugar hasta que me topara con ella o con Backus.
La puerta estaba cerrada. Decidí volver sobre mis pasos y atrapar a Rachel desde la parte delantera, pero al volverme mis ojos se posaron otra vez en el cadáver y pensé en una posibilidad. Me acerqué hasta el sofá y golpeé los pantalones del anciano. Y obtuve mi recompensa. Oí el tintineo de unas llaves.
Rachel estaba rodeada. Pilas y pilas de libros se alineaban en cada una de las paredes del recibidor. Se quedó quieta, con la pistola en una mano y la linterna en la otra, y miró en la sala de estar que se hallaba a su derecha. Más libros. Las estanterías cubrían todas las paredes, y todos los estantes estaban al límite de su capacidad. Había libros apilados en la mesa de café y en las mesas de centro, así como en todas las superficies horizontales. De alguna manera hacía que el lugar pareciera hechizado. No era un lugar de vida, sino un lugar de condena y penumbra donde las ratas de biblioteca comían las palabras de todos los autores.
Trató de seguir avanzando sin entretenerse en sus crecientes temores. Vaciló y pensó en volver a la puerta y salir antes de ser descubierta. Pero entonces oyó voces y supo que tenía que seguir adelante.
– ¿Dónde está Charles?
– He dicho que te sientes.
Las palabras le llegaron desde una dirección desconocida. El martilleo de la lluvia en el exterior, la furia del río vecino y los libros apilados en todas partes se combinaban para camuflar el origen de los sonidos. Oyó voces, pero no logró determinar su procedencia.
Le llegaron más sonidos y voces. En su mayoría murmullos y en algunos momentos una palabra reconocible, esculpida en rabia o miedo.
– Pensabas…
Rachel se agachó y dejó la linterna en el suelo. Todavía no la había usado y no podía arriesgarse a hacerlo en ese momento. Se adentró en la oscuridad más profunda del pasillo. Ya había comprobado las habitaciones delanteras y sabía que las voces procedían de algún lugar situado más al fondo de la casa.
El pasillo conducía a un vestíbulo desde el cual las puertas se abrían en tres direcciones diferentes. Al llegar allí oyó las voces de dos hombres y pensó que con seguridad procedían de un lugar situado a la derecha.
– ¡Escríbelo!
– ¡No veo!
Después un sonido seco y otro como de desgarro. Alguien había descorrido unas cortinas.
– ¿Ahora ves? Escribe o termino ahora mismo.
– De acuerdo, de acuerdo.
– Exactamente como yo lo digo. «Una vez, al filo de una lúgubre medianoche…»
Ella sabía lo que era. Reconoció las palabras de Edgar Allan Poe. Y sabía que era Backus, aunque la voz era diferente. Estaba recurriendo otra vez a la poesía, recreando el crimen que no había conseguido cometer hacía tanto tiempo. Bosch tenía razón.
Rachel entró en la habitación de la derecha y la encontró vacía. Había una mesa de billar en el centro de la estancia, con cada centímetro cuadrado de su superficie ocupado por más pilas de libros. Entendió lo que Backus había hecho. Había atraído a Ed Thomas hasta la casa porque el hombre que vivía allí -Charles Turrentine- era un coleccionista. Sabía que Thomas iría a ver su colección.
Empezó a volverse para retirarse y descartar la siguiente habitación que daba al vestíbulo. Pero antes de que se hubiera movido más de unos centímetros sintió en el cuello el cañón frío de una pistola.
– Hola, Rachel -dijo Robert Backus con su voz modificada quirúrgicamente-. Qué sorpresa verte aquí.
Ella se quedó de piedra y en ese momento supo que no se le podía engañar de ninguna manera, que conocía todos los engaños y todos los ángulos. Sabía que sólo tenía una oportunidad: Bosch.
– Hola, Bob. Ha pasado mucho tiempo.
– Sí. ¿ Quieres dejar la pistola aquí y reunirte conmigo en la biblioteca?
Rachel dejó la Sig en una de las pilas de la mesa de billar.
– Pensaba que todo este sitio era una biblioteca, Bob.
Backus no respondió. Ella sintió que la cogía por la nuca, que le apretaba la pistola en la espalda y después la empujaba en la dirección en que quería que fuera. Salieron de la habitación y entraron en la siguiente, una pequeña sala con dos sillones de madera de respaldo alto dispuestos frente a una gran chimenea de piedra. No había fuego y Rachel oyó que la lluvia goteaba por el hueco de la chimenea hasta el hogar. Vio que se estaba formando un charco. El agua de la lluvia caía por las ventanas de ambos lados de la chimenea, dejándolas traslúcidas.
– Resulta que tenemos sillones suficientes -dijo Backus-. Toma asiento.
Bruscamente la hizo girar en torno a uno de los sillones y la obligó a sentarse. La registró rápidamente en busca de otras armas y después retrocedió y dejó caer algo en el regazo de Rachel. Esta miró en la otra butaca y vio a Ed Thomas. Todavía estaba vivo. Tenía las muñecas sujetas a los brazos del sillón mediante bridas de plástico. Habían unido otras dos bridas y después las habían utilizado para sujetarle el cuello al respaldo de la butaca. Lo habían amordazado con una servilleta de tela y tenía la cara exageradamente roja por el esfuerzo y la falta de oxígeno.
– Bob, tú puedes detener esto -dijo Rachel-. Ya has demostrado lo que querías. No puedes…
– Ponte la brida en torno a la muñeca derecha y ciérrala en el brazo del sillón.
– Bob, por favor. Deja…
– ¡Hazlo!
Ella pasó la brida de plástico en torno al brazo del sillón y de su muñeca. Después pasó el extremo a través del cierre.
– Fuerte, pero no demasiado. No quiero dejarte marca.
Cuando Rachel hubo terminado, Backus le ordenó que pusiera el brazo libre en el otro reposabrazos. Entonces se acercó y le agarró el brazo para mantenerlo en su lugar mientras le pasaba otra brida y la cerraba. Retrocedió y admiró su obra.
– Ya está.
– Bob, hicimos mucho trabajo bueno juntos. ¿Por qué estás haciendo esto?
El la miró desde arriba y sonrió.
– No lo sé. Pero hablemos de eso después. Tengo que acabar con el detective Thomas. Ha pasado mucho tiempo para él y para mí. Y sólo piensa, Rachel, que puedes observar. Qué rara oportunidad para ti.
Backus se volvió hacia Thomas. Se acercó y le quitó la mordaza de la boca. Después metió la mano en el bolsillo y sacó una navaja plegable. La abrió y en un movimiento fluido cortó la brida que mantenía el brazo derecho de Thomas sujeto a la butaca.
– Ahora, ¿dónde estábamos, detective Thomas? Era el tercer verso, ¿no?
– Yo diría que es el final.
Rachel reconoció la voz de Bosch y se volvió para verlo, pero la butaca era demasiado alta.
Mantuve la pistola firmemente, tratando de pensar en la mejor manera de manejar la situación.
– Harry -me gritó Rachel con calma-. Tiene una pistola en la izquierda y un cuchillo en la derecha. Es diestro.
Mantuve la posición y le ordené que bajara las armas. Backus obedeció sin vacilar. Eso me dio que pensar, como si hubiera pasado rápidamente al plan B. ¿Había otra arma? ¿Otro asesino en la casa?
– Rachel, Ed, ¿estáis bien?
– Estamos bien -dijo Rachel-. Túmbalo, Harry. Tiene bridas en el bolsillo.
– Rachel, ¿dónde está tu pistola?
– En la otra habitación. Túmbalo, Harry.
Di un paso más para adentrarme en la habitación, pero entonces me detuve para estudiar a Backus. Había cambiado otra vez. Ya no se parecía al hombre que se había hecho llamar Shandy. Sin barba, sin gorra sobre el pelo gris. Se había afeitado la cabeza y la cara. Tenía un aspecto completamente diferente.
Di otro paso, pero me detuve de nuevo. De repente pensé en Terry McCaleb y en su mujer y su hija y en su hijo adoptivo. Pensé en la misión compartida y en lo que se había perdido.
¿Cuántos hombres malvados andarían libres por el mundo porque Terry McCaleb había muerto? En mi interior creció una rabia más poderosa que el río. No quería poner a Backus en el suelo, esposarlo y observar cómo se lo llevaban en un coche patrulla para que viviera detrás de los barrotes una vida de celebridad, atención y fascinación. Quería quitarle todo lo que él le había quitado a mi amigo y a todos los demás.
– Tú mataste a mi amigo -dije-. Por eso…
– Harry, no -dijo Rachel.
– Lo siento -dijo Backus-, pero he estado bastante ocupado. ¿Quién vendría a ser tu amigo?
– Terry McCaleb. También era amigo tuyo y…
– De hecho, quería ocuparme de Terry. Sí, tenía el potencial de convertirse en un incordio, pero…
– ¡Cállate, Bob! -gritó Rachel-. No le llegabas ni a la suela del zapato a Terry. Harry, esto es demasiado peligroso. ¡Túmbalo! ¡Ahora!
Me despejé de mi rabia y me centré en el momento presente. Terry McCaleb retrocedió en la penumbra. Me acerqué a Backus, preguntándome qué me estaba diciendo Rachel. ¿Túmbalo? ¿Quería que le disparara?
Di dos pasos más.
– ¡Al sucio! -ordené-. Lejos de las armas.
– Lo que tú digas.
Se volvió como para apartarse de donde había dejado las armas y para elegir un lugar para tumbarse.
– ¿Te importa?, aquí hay un charco. La chimenea gotea.
Sin esperar mi respuesta dio un paso hacia la ventana. Y de repente lo vi. Supe lo que iba a hacer.
– ¡Backus, no!
Mis palabras no lo detuvieron. Plantó su pie y se lanzó de cabeza por la ventana. La ventana, con el marco maltrecho por años de luz solar y lluvias como la de ese día, cedió con la facilidad del atrezo de Hollywood. La madera se astilló y el cristal se hizo añicos al ser atravesado por el cuerpo de Backus. Corrí rápidamente al hueco de lo que había sido la ventana e inmediatamente vi el relampagueo del cañón de la segunda pistola de Backus. PlanB.
Dos disparos rápidos y oí que las balas silbaban a mi lado e impactaban en el techo por detrás de mí. Me agaché a resguardo de la pared y respondí disparando dos veces sin mirar. Después me tiré al suelo, rodé por debajo de la ventana y me levanté del otro lado. Backus se había ido. En el suelo vi una pistola de cañón corto de gran calibre de dos balas: su segunda arma. Ahora estaba desarmado, a no ser que hubiera un plan C.
– Harry, el cuchillo -me gritó Rachel desde atrás-. ¡Suéltame!
Cogí el cuchillo del suelo y rápidamente corté sus ligaduras. El plástico se cortaba con facilidad. A continuación me volví hacia Thomas y puse el cuchillo en su mano derecha para que pudiera liberarse él mismo.
– Lo siento, Ed -dije.
Podía darle el resto de la disculpa más tarde. Me volví hacia Rachel, que estaba en la ventana, mirando a través de la penumbra. Había cogido la pistola de Backus.
– ¿Lo has visto?
Me uní a ella. Treinta metros a la izquierda estaba el torrente. Justo cuando miré vi que el torrente desbordado arrastraba un roble entero en su superficie. Después hubo movimiento. Vimos que Backus saltaba desde la protección de una buganvilla y empezaba a escalar la valla que mantenía a la gente alejada del río. Justo cuando estaba salvando la parte superior, Rachel alzó la pistola y disparó dos veces en rápida sucesión. Backus cayó en el arcén de gravilla contiguo al canal. Se levantó de un salto y echó a correr. Rachel había fallado.
– No puede atravesar el río -dije-. Está encerrado. Irá hacia el puente de Saticoy.
Sabía que si Backus llegaba al puente lo perderíamos. Podía cruzar y desaparecer en el barrio del lado oeste del canal o en el distrito comercial contiguo a DeSoto.
– Yo iré desde aquí -dijo Rachel-. Tú ve al coche y llega más deprisa. Lo emboscaremos en el puente.
– Entendido.
Me dirigí a la puerta, preparándome para echar a correr bajo la lluvia. Saqué el móvil del bolsillo y se lo lancé a Thomas mientras salía.
– Ed -grité por encima del hombro-. Llama a la policía. Consigue refuerzos.