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Graciela McCaleb me estaba esperando junto a su coche en mi casa de Los Ángeles cuando llegué. Ella se había presentado a tiempo a nuestra cita, pero yo no. Aparqué rápidamente en la cochera y salí del Mercedes para saludarla. Graciela no parecía disgustada conmigo. Pareció tomárselo con calma.

– Graciela, siento mucho llegar tarde. Me retrasé en la Diez con todo el tráfico de la mañana.

– No se preocupe. Casi lo estaba disfrutando. Hay mucha tranquilidad por la mañana.

Abrí la puerta con mi llave, pero cuando la empujé se encalló con el correo acumulado en el suelo, en la parte de dentro. Tuve que agacharme y meter la mano por detrás para apartar los sobres y abrir.

Me levanté y, al volverme hacia Graciela, extendí el brazo hacia la casa. Ella pasó a mi lado y entró. Yo no sonreí, dadas las circunstancias. No la había vuelto a ver desde el funeral. En esta ocasión parecía apenas un poco mejor, pero el dolor de la pérdida todavía se aferraba a sus ojos y a las comisuras de la boca.

Cuando pasó junto a mí en la estrecha entrada del vestíbulo olí una fragancia a naranja dulce que recordaba del funeral, del momento en que le había sujetado una mano con las mías, le había dicho cuánto lo lamentaba y le había ofrecido mi ayuda si de algún modo la necesitaba. En aquella ocasión ella vestía de negro. Esta vez llevaba un vestido suelto con estampado de flores que combinaba mejor con el perfume. Le señalé la sala de estar y la invité a sentarse en el sofá. Le pregunté si quería tomar algo, aunque sabía que no tenía nada en la casa con lo que responder, salvo probablemente un par de botellas de cerveza y agua del grifo.

– No, gracias, señor Bosch.

– Por favor, llámeme Harry. Nadie me llama señor Bosch.

Esta vez traté de sonreír, pero no dio resultado con ella. Y no sé por qué esperaba que lo diera. Había pasado mucho en la vida. Recordé la película. Y ahora esta última tragedia. Me senté en la silla de enfrente del sofá y esperé. Ella se aclaró la garganta antes de hablar.

– Supongo que se estará preguntando por qué necesitaba hablar con usted. No fui muy comunicativa por teléfono.

– No importa -dije-, pero sentí curiosidad. ¿Hay algún problema? ¿Qué puedo hacer por usted?

Ella asintió con la cabeza y se miró las manos, que sostenían un bolsito bordado con cuentas negras. Parecía algo comprado para el funeral.

– Algo va muy mal y no sé a quién recurrir. Conozco lo suficiente por Terry, me refiero a que sé cómo trabajan, para saber que no puedo acudir a la policía. Todavía no. Además, ya vendrán ellos a verme. Pronto, supongo. Pero hasta entonces, necesito alguien en quien pueda confiar, que me ayude. Puedo pagarle.

Inclinándome hacia delante, puse los codos en las rodillas y junté las manos. Sólo la había visto en esa ocasión, en el funeral. Su marido y yo habíamos estado próximos en una ocasión, pero no en los últimos años, y ya era demasiado tarde. No sabía de dónde provenía la confianza de la que hablaba.

– ¿Qué le contó Terry para que confíe en mí? Para que me haya elegido. Usted y yo ni siquiera nos conocemos, Graciela.

Ella asintió con la cabeza como si se tratara de una buena pregunta y una apreciación justa.

– En un momento de nuestro matrimonio Terry me contó todo de todo. Me habló del último caso que investigaron juntos. Me contó lo que ocurrió y cómo se salvaron la vida mutuamente. En el barco. Eso me hace pensar que puedo confiar en usted.

Asentí.

– En una ocasión me contó algo que recordaré siempre -agregó-. Me dijo que había cosas de usted que no le gustaban y con las que no estaba de acuerdo. Creo que se refería a su forma de actuar. Pero añadió que si de entre todos los policías y agentes que había conocido y con los que había trabajado tenía que elegir a alguien para investigar un asesinato, lo elegiría a usted. Con los ojos cerrados. Dijo que lo elegiría porque no se rendiría.

Sentí una tirantez en torno a los ojos. Era casi como si pudiera oír a Terry McCaleb diciéndolo. Le hice una pregunta, a pesar de que ya conocía la respuesta.

– ¿Qué quiere que haga?

– Quiero que investigue su muerte.

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