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El avión de Rachel aterrizó con media hora de retraso en Burbank debido a la lluvia y el viento. No había despejado en toda la noche y la ciudad estaba envuelta en una mortaja gris. Era el tipo de lluvia que paralizaba la metrópoli. El tráfico avanzaba con exasperante lentitud en todas las calles y autovías. Las carreteras no estaban preparadas para ello. Y la ciudad tampoco. Al amanecer las alcantarillas se estaban desbordando, los túneles estaban al límite de su capacidad y las aguas que fluían hacia el río Los Ángeles habían convertido el canal de hormigón que serpenteaba por la ciudad hasta el océano en unos rápidos atronadores. Era agua muy oscura, que arrastraba las cenizas de los incendios que habían ennegrecido las colinas el año anterior. El panorama transmitía una sensación de fin del mundo. La ciudad que había sido puesta a prueba por el fuego se enfrentaba en ese momento al agua. A veces viviendo en Los Ángeles uno sentía que viajaba como guardia armado del diablo hacia el Apocalipsis. La expresión en la mirada de la gente que vi esa mañana era la del que se pregunta qué será lo siguiente. ¿Un terremoto? ¿Un tsunami? ¿O quizás un desastre obra del hombre? Una docena de años antes, el fuego y la lluvia habían sido el presagio de un levantamiento tanto tectónico como social de la Ciudad de Los Ángeles. No creía que nadie en la ciudad pusiera en duda que podía ocurrir de nuevo. Si estamos condenados a repetirnos a nosotros mismos en nuestras locuras y errores, entonces es fácil pensar en el equilibrio natural operando según el mismo ciclo.

Pensé en ello mientras esperaba a Rachel fuera de la terminal. La lluvia golpeaba en el parabrisas, tornándolo traslúcido y opaco. El viento balanceaba el coche en su suspensión. Pensaba en volver a incorporarme al departamento, y ya estaba replanteándome mi decisión y preguntándome si sería repetirme a mí mismo en la locura o si esta vez tendría una oportunidad de salvarme.

No vi a Rachel entre la lluvia hasta que golpeó en la ventanilla del lado del pasajero. Abrió la puerta del maletero y echó la bolsa. Llevaba una parka verde con capucha. Le habría servido para enfrentarse a los elementos en las dos Dakotas, pero se veía demasiado voluminosa en Los Ángeles.

– Será mejor que esto sea bueno, Bosch -dijo ella al subir al coche y dejarse caer, empapada, en el asiento del pasajero.

No mostró ningún signo de afecto, y yo tampoco. Era uno de los acuerdos a los que habíamos llegado por teléfono, íbamos a actuar como profesionales hasta que termináramos de investigar mi corazonada.

– ¿Por qué? ¿Tenías alternativas?

– No, pero anoche lo puse todo en juego con Alpert. Estoy a una cagada de quedarme con un puesto permanente en Dakota del Sur, donde, por cierto, el clima suele ser más benigno que éste.

– Bueno, bienvenida a Los Ángeles.

– Pensaba que esto era Burbank.

– Técnicamente.

Después de salir del aeropuerto me metí en la 134 y tomé hacia el este por la 5. Entre la lluvia y la hora punta de la mañana nuestro avance fue lento al rodear Griffith Park y dirigirnos al sur. Todavía no tenía la cabeza para empezar a preocuparme por el tiempo, pero estaba acercándome.

Durante mucho rato circulamos en silencio porque la combinación de lluvia y tráfico hacía la conducción intensa, probablemente más todavía para Rachel que tenía que quedarse sentada sin hacer nada mientras yo controlaba el volante. Finalmente ella habló, aunque sólo fuera para desviar parte de la tensión en el coche.

– Bueno, ¿vas a contarme este gran plan tuyo?

– No es ningún plan, sólo una corazonada.

– No, dijiste que «conocías» su próximo movimiento, Bosch.

Me fijé en que desde que habíamos hecho el amor en mi apartamento había empezado a llamarme por mi apellido. Me preguntaba si eso era parte del acuerdo de actuar como profesionales o alguna forma de revertir el cariño al llamar a alguien con quien has estado en una situación tan íntima con su nombre menos íntimo.

– Tenía que traerte aquí, Rachel.

– Bueno, muy bien. Aquí estoy. Dímelo.

– Es el Poeta el que tiene el gran plan. Backus.

– ¿Qué va a hacer?

– ¿Recuerdas los libros de los que te hablé ayer, los libros en el bidón y el que saqué?

– Sí.

– Creo que he descubierto qué significa todo.

Le hablé del recibo parcialmente quemado y le expliqué que pensaba que «Book Car» era parte de «Book Carnival», la librería que regentaba el detective de policía retirado Ed Thomas, el último objetivo del Poeta ocho años antes.

– Crees por este libro del bidón que él está aquí y va a cometer el asesinato que le impedimos cometer hace ocho años.

– Exactamente.

– Eso está cogido por los pelos, Bosch. Ojalá me lo hubieras contado todo antes de que me jugara el culo viajando hasta aquí.

– No existen las coincidencias, y menos como ésta.

– Muy bien, explícame la historia, pues. Muéstrame el perfil del Poeta y su gran plan.

– Bueno, es cosa del FBI hacer perfiles de crímenes. Yo sólo te explicaré lo que creo que está haciendo. Creo que el remolque y la explosión estaban preparados para ser el gran final. Y entonces, en cuanto el director se plante delante de las cámaras y diga que cree que lo tenemos, él va a matar a Ed Thomas. El simbolismo sería perfecto. Es el gran gesto, la forma definitiva de decir «que os den por el culo». Es el jaque mate, Rachel. Mientras el FBI se enorgullece de sí mismo, él actúa justo delante de sus narices y elimina al tipo con el que el FBI se dio tanta pompa por haberlo salvado la última vez.

– ¿Y por qué los libros del bidón? ¿Cómo encaja todo eso?

– Creo que eran libros que le compró a Ed Thomas. De Book Carnival, por correo o incluso en persona. Quizás estaban marcados de algún modo o podían ser rastreados hasta la librería. Tenía que evitarlo y por eso los quemó. No podía arriesgarse a que sobrevivieran a la explosión de la caravana.

»Y además, en el otro extremo, después de que Ed Thomas hubiera muerto y Backus hubiera huido, los agentes encontrarían la relación con la tienda y empezarían a entender cuánto tiempo y con cuánta perfección había estado planeándolo. Ayudaría a mostrar su genio. Eso es lo que quiere, ¿no? En fin, tú eres la profiler. Dime si me equivoco.

– Yo era la profiler. Ahora mismo me ocupo de los delitos en las reservas de las Dakotas.

El tráfico estaba empezando a despejarse al pasar por el centro, las torres del distrito financiero desaparecían entre la niebla alta de la tormenta. La ciudad siempre me parecía inquietante cuando llovía. Había una sensación premonitoria en todo ello que siempre me deprimía, que siempre me hacía sentir como si algo se hubiera desprendido en el mundo.

– Sólo hay un problema con todo eso, Bosch.

– ¿Cuál?

– El director va a dar una conferencia de prensa hoy, pero no va a anunciar que hemos acabado con el Poeta. Igual que tú, no creemos que fuera Backus el que estaba en ese remolque.

– Bueno, Backus no lo sabe. Lo verá en la CNN como todos los demás. Pero no cambiará su plan. De una forma o de otra, matará a Ed Thomas hoy. De una forma o de otra querrá dejar claro su mensaje: «Soy mejor y más listo que vosotros.»

Rachel asintió con la cabeza y lo pensó durante un largo momento.

– Muy bien -dijo ella finalmente-. ¿Y si me lo creo? ¿Cuál es nuestro plan? ¿Has llamado a Ed Thomas?

– No sé todavía cuál es nuestro plan y no he llamado a Ed Thomas. Vamos a su librería ahora. Está en Orange y abre a las once. He llamado y decía el horario en el contestador.

– ¿Por qué a su librería? Todos los otros polis que Backus mató estaban en sus casas o en el coche.

– Porque en este momento no sé dónde vive Ed Thomas y por el libro. Mi hipótesis es que Backus actuará en la librería. Si me equivoco y Ed no aparece en la tienda, entonces averiguaremos dónde vive e iremos allí.

Rachel asintió con la cabeza, de acuerdo con el plan.

– Se publicaron tres libros diferentes sobre el caso del Poeta. Los leí todos y todos tenían epílogos sobre los protagonistas. Decían que Thomas se había retirado y había abierto una librería. Creo que uno incluso nombraba la tienda.

– Ahí lo tienes.

Ella miró su reloj.

– ¿Vamos a llegar antes de que abra?

– Llegaremos. ¿Han puesto una hora para la conferencia de prensa del director?

– Tres en punto, hora de Washington.

Miré el reloj del salpicadero. Eran las diez de la mañana. Teníamos una hora antes de que Ed Thomas abriera su librería y dos horas antes de la conferencia de prensa. Si mi teoría y mi corazonada eran correctas muy pronto estaríamos en presencia del Poeta. Estaba preparado y excitado. Sentía un combustible de alto octanaje en la sangre. Por un viejo hábito, bajé la mano del volante y comprobé mi cadera. Tenía una Glock 27 enfundada ahí. Era ilegal que llevara un arma y si terminaba usándola podría causarme problemas, el tipo de problemas que podían impedir mi reingreso en el departamento de policía.

Sin embargo, en ocasiones los riesgos que afrontas dictan otros riesgos que debes correr, y suponía que ésa iba a ser una de esas ocasiones.

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