18

Me metieron en una autocaravana y me dijeron que me pusiera cómodo. Había una cocina, una mesa y una zona de asientos. También tenía una ventana, pero la vista era el lateral de otra caravana. El aire acondicionado estaba en marcha y reducía en su mayor parte el olor. No habían contestado a ninguna de mis preguntas. Me dijeron que enseguida vendrían otros agentes a hablar conmigo.

Pasó una hora, y eso me dio tiempo a pensar en lo que había pisado. No cabía duda de que era un lugar de exhumación de cadáveres. El olor, ese olor inconfundible, estaba en el aire. Además había visto dos furgonetas sin marcar, sin ventanas en los laterales ni en la parte trasera: transportadores de cadáveres. Y había más de un cadáver que transportar.

Al cabo de noventa minutos estaba sentado en el sofá leyendo un viejo boletín del FBI que había cogido de una mesita de café. Oí que un helicóptero sobrevolaba la caravana. Las turbinas redujeron sus revoluciones y finalmente se detuvieron cuando el aparato aterrizó. Al cabo de cinco minutos la puerta se abrió y entraron los agentes que había estado esperando. Dos mujeres y un hombre. Reconocí a una de las mujeres, pero no logré situarla de inmediato. Estaría a punto de cumplir cuarenta; alta y atractiva, con el pelo oscuro. Tenía una mirada apagada que también había visto antes. Era agente y eso significaba que había muchos sitios en los que nuestros caminos podían haberse cruzado.

– ¿Señor Bosch? -dijo la otra mujer, la que estaba al mando-. Soy la agente especial Cherie Dei. El es mi compañero Tom Zigo, y ella la agente Walling. Gracias por esperarnos.

– Ah, ¿tenía elección? No me había dado cuenta.

– Por supuesto. Espero que no le hayan dicho que tenía que quedarse.

Dei sonrió con falsedad. Decidí no discutir sobre ese punto y empezar con mal pie.

– ¿Le importa que vayamos a la cocina y nos sentemos a la mesa? -preguntó Dei-. Creo que será mejor hablar allí.

Me encogí de hombros como para decir que no importaba, aunque sabía que sí. Iban a acorralarme, con un agente sentado enfrente de mí y los otros dos uno a cada lado. Me levanté y tomé el asiento en el que sabía que me querían, el que me situaba de espaldas a la pared.

– Bueno -dijo Dei después de sentarse enfrente de mí, del otro lado de la mesa-. ¿Qué le trae al desierto, señor Bosch?

Me encogí de hombros otra vez. Estaba cogiendo práctica.

– Iba de camino a Las Vegas, y me desvié para buscar un lugar donde ocuparme de un asunto.

– ¿Qué clase de asunto? Sonreí.

– Tenía que hacer un río, agente Dei.

Ahora ella sonrió.

– Oh, y entonces vino a parar a nuestro pequeño puesto de avanzada.

– Algo así.

– Algo así.

– Es difícil pasarlo por alto. ¿Cuántos cadáveres hay ahí?

– ¿Qué le hace preguntar eso? ¿Quién ha dicho nada de cadáveres?

Sonreí y negué con la cabeza. Iba a jugar de dura hasta el final.

– ¿Le importa que echemos un vistazo a su coche, señor Bosch? -preguntó.

– Creo que probablemente ya lo han hecho.

– ¿Y qué le hace pensar eso?

– Era policía en Los Ángeles y he trabajado antes con el FBI.

– Y por eso lo sabe todo.

– Digámoslo así, sé cómo huele una fosa común y sé que han registrado mi coche. Ahora sólo quieren mi permiso para cubrirse el culo. No se lo doy. No toquen mi coche.

Miré a Zigo y después a Walling. Fue entonces cuando la situé y de las profundidades surgió una profusión de preguntas.

– Ahora la recuerdo -dije-. Se llama Rachel, ¿no?

– ¿Disculpe? -dijo Walling.

– Nos habíamos visto una vez. Hace mucho tiempo en Los Ángeles. En la División de Hollywood. Estaba persiguiendo al Poeta y pensaba que uno de los compañeros de la mesa era el siguiente objetivo. Todo el tiempo estuvo allí con el Poeta.

– ¿Trabajaba en homicidios?

– Exacto.

– ¿Cómo está Ed Thomas?

– Como yo, retirado. Pero Ed abrió una librería en Orange. Vende novelas de misterio, ¿puede creerlo? -Sí.

– Usted fue la que le disparó a Backus, ¿no? En la casa de la colina.

Ella no respondió. Sus ojos fueron de los míos a los de la agente Dei. Había algo que no captaba. Walling estaba desempeñando el papel inferior, pese a que obviamente era más veterana que Dei y que Zigo, el compañero de ésta. Entonces lo entendí. Probablemente la habían degradado un peldaño o dos en el escándalo que siguió a la investigación del Poeta.

Ese salto me llevó a otro. Disparé al azar.

– Eso fue hace mucho -dije-, incluso antes de Ámsterdam.

La mirada de Walling destelló una fracción de segundo y supe que le había dado a algo sólido.

– ¿Cómo sabe lo de Ámsterdam? -preguntó Dei con rapidez.

La miré. Recurrí otra vez a encogerme de hombros.

– Supongo que simplemente lo sé. ¿De eso se trata? ¿Lo de ahí fuera es obra del Poeta? Ha vuelto, ¿eh?

Dei miró a Zigo y le señaló la puerta. Este se levantó y salió de la caravana. Dei se inclinó entonces hacia delante para que no entendiera mal la severidad de la situación en sus palabras.

– Queremos saber qué está haciendo aquí, señor Bosch. Y no va a ir a ninguna parte hasta que nos diga lo que queremos saber.

Yo hice espejo de su postura inclinándome hacia delante. Nuestros rostros quedaron a poco más de medio metro de distancia.

– Su chico del puesto de control me ha cogido la licencia. Estoy seguro de que le han echado un vistazo y saben lo que hago. Estoy trabajando en un caso. Y es confidencial.

Zigo volvió. Era bajo y rechoncho, apenas debía cumplir con los requisitos físicos mínimos del FBI. Llevaba un corte de pelo de estilo militar. Tenía en la mano el expediente de Terry McCaleb sobre los seis hombres desaparecidos. Sabía que en su interior estaban las fotos que había impreso en el ordenador de Terry. Zigo puso la carpeta delante de Dei, y ella la abrió. Encima estaba la foto del viejo barco. La cogió y me la pasó.

– ¿De dónde ha sacado esto?

– Es confidencial.

– ¿Para quién trabaja?

– Es confidencial.

Pasó las fotos y llegó a la que Terry había sacado subrepticiamente a Shandy. Me la mostró.

– ¿Quién es?

– No lo sé seguro, pero estoy pensando que es el largo tiempo desaparecido Robert Backus.

– ¿Qué? -exclamó Walling. Se estiró y cogió la foto de las manos de Dei. Observé que sus ojos iban y venían mientras la estudiaba-. ¡Dios mío! -susurró.

Se levantó y se acercó con la foto en la mano hasta el mostrador de la cocina. La dejó allí y la examinó un poco más.

– ¿Rachel? -preguntó Dei-. No digas nada más.

Dei volvió a la carpeta. Extendió otras fotos de Shandy en la mesa. Después levantó la mirada hacia mí. Esta vez había fuego en sus ojos.

– ¿Dónde hizo estas fotos?

– Yo no las hice.

– ¿Quién las hizo? Y no vuelva a decir que es confidencial, Bosch, o va a ir a parar a un agujero negro y profundo hasta que deje de ser confidencial. Es su última oportunidad.

Había estado antes en uno de los agujeros negros y profundos del FBI. Sabía que si era necesario podía afrontarlo, pero lo cierto es que quería ayudar. Sabía que debía ayudar. Mi obligación era equilibrar ese deseo con lo que sería el mejor movimiento para Graciela McCaleb. Tenía una cliente y mi obligación era protegerla.

– Mire -dije-. Quiero ayudar. Y quiero que me ayuden. Déjeme hacer una llamada y ver si me puedo descargar de esa confidencialidad. ¿Qué le parece?

– ¿Necesita un teléfono?

– Tengo uno, pero no sé si funciona aquí.

– Funcionará. Hemos puesto un repetidor.

– Qué detalle. Piensan en todo.

– Haga su llamada.

– Necesito hacerla en privado.

– Entonces le dejaremos aquí. Cinco minutos, señor Bosch.

Había vuelto a ser señor Bosch para ella. Era un progreso.

– De hecho preferiría que ustedes se quedaran aquí mientras yo doy un paseo por el desierto. Así es más privado.

– Como quiera. Hágalo.

Dejé a Rachel de pie junto a la encimera mirando la foto y a Dei a la mesa mirando la carpeta. Zigo salió conmigo y me escoltó hasta cerca de la zona de aterrizaje del helicóptero. Se detuvo y me permitió alejarme solo. Encendió un cigarrillo y no dejó de mirarme. Yo saqué el teléfono y comprobé la pantalla que mostraba mis diez últimas 11amadas. Elegí el teléfono de Buddy Lockridge y llamé. Sabía que tenía muchas oportunidades de encontrarlo porque era un teléfono móvil.

– ¿Sí?

No parecía él.

– ¿Buddy?

– Sí, ¿quién es?

– Soy Bosch, ¿dónde está?

– Estoy en la cama, tío. Siempre me llama cuando estoy en la cama.

Miré el reloj. Era más de mediodía.

– Bueno, levántese. Voy a ponerle a trabajar.

Su voz inmediatamente se puso alerta.

– Estoy de pie. ¿Qué necesita que haga?

Traté de urdir un plan rápidamente. Por un lado estaba enfadado por no haber traído el ordenador de McCaleb, pero por otro lado sabía que si lo hubiera traído ya estaría en manos del FBI y no me serviría de mucho.

– Necesito que vaya al Following Sea lo más deprisa que pueda. De hecho, coja un helicóptero y se lo pagaré. Tiene que llegar al barco.

– No hay problema. ¿Después qué?

– Vaya al ordenador de Terry e imprima las imágenes de frente y perfil de Shandy. ¿Puede hacerlo?

– Sí, pero pensaba que ya las había impreso…

– Ya lo sé, Buddy, necesito que vuelva a hacerlo. Imprímalas, después coja uno de los archivos de encima. He olvidado qué caja es, pero una de ellas tiene una carpeta de un tipo llamado Robert Backus. Es un…

– El Poeta. Sí, ya sé cuál es.

«Por supuesto que lo sabe», estuve a punto de decir.

– Vale, bien. Coja el archivo y las fotos y llévelos a Las Vegas.

– ¿Las Vegas? Pensaba que estaba en San Francisco.

Sus palabras me confundieron por un momento hasta que recordé que le había mentido para sacármelo de encima.

– Cambié de idea. Llévelo todo a Las Vegas, regístrese en un hotel y espere mi llamada. Asegúrese de que lleva el teléfono cargado. Pero no me llame, yo le llamaré.

– ¿Por qué no puedo llamarle cuando llegue?

– Porque dentro de veinte minutos puede que ya no tenga este teléfono. Póngase en marcha, Buddy.

– Va a pagarme por todo esto, ¿verdad?

– Le pagaré. También le pagaré por su tiempo. El reloj corre, Buddy, así que póngase en marcha.

– Muy bien, estoy en ello. ¿Sabe?, hay un ferry dentro de veinte minutos. Podría cogerlo y ahorrarle una pasta.

– Coja un helicóptero. Llegará una hora antes que el ferry. Necesito esa hora.

– Vale, tío. Ya me voy.

– Y, Buddy, no le diga a nadie adonde va ni qué está haciendo.

– De acuerdo.

Colgó y me fijé en Zigo antes de desconectar. El agente se había puesto gafas de sol, pero daba la sensación de que me estaba observando. Simulé que había perdido la señal y grité «hola» varias veces al teléfono. Después lo cerré y volví a abrirlo y marqué el número de Graciela. Mi suerte se mantenía. Estaba en casa y respondió.

– Graciela, soy Harry. Están pasando algunas cosas y necesito su permiso para hablar con el FBI de la muerte de Terry y de mi investigación.

– ¿El FBI? Harry, le dije que no podía acudir a ellos hasta que…

– Yo no he acudido a ellos. Han acudido ellos a mí.

Estoy en medio del desierto, Graciela. Cosas que encontré en la oficina de Terry me llevaron aquí y el FBI había llegado antes. Creo que es seguro hablar. Creo que la persona que están buscando aquí es el que mató a Terry. No creo que se vaya a volver contra usted. Debería hablar con ellos, decirles lo que tengo. Podría ayudar a capturar a este tipo.

– ¿Quién es?

– Robert Backus. ¿Conoce el nombre? ¿Se lo mencionó Terry?

Hubo un silencio mientras ella lo pensaba.

– No lo creo. ¿Quién es?

– Un tipo con el que había trabajado.

– ¿Un agente?

– Sí, era el que llamaron el Poeta. ¿Alguna vez oyó hablar a Terry del Poeta?

– Sí, hace mucho tiempo. O sea, hace tres o cuatro años. Recuerdo que estaba nervioso porque creo que supuestamente estaba muerto, pero al parecer no lo estaba. Algo así.

Debió de ser alrededor del momento en que Backus supuestamente había reaparecido en Ámsterdam. Probablemente Terry acababa de recibir los informes internos sobre la investigación.

– ¿Desde entonces nada?

– No, no recuerdo nada.

– Muy bien, Graciela. Entonces, ¿qué le parece? No puedo hablar con ellos a no ser que me lo permita. Creo que es lo mejor.

– Si piensa que puede ayudar, adelante.

– Eso significa que pronto irán allí. Agentes del FBI. Probablemente se llevaran el Following Sea al continente para revisarlo.

– ¿Para qué?

– Pruebas. Ese tipo estuvo en el barco. Primero como cliente de una excursión y después se coló otra vez. Fue entonces cuando cambió los medicamentos.

– Oh.

– Y también irán a la casa. Querrán hablar con usted. Sea sincera, Graciela. Cuénteselo todo. No se reserve nada y no habrá problemas.

– ¿Está seguro, Harry?

– Sí, estoy seguro. ¿Entonces está de acuerdo con esto?

– Estoy de acuerdo.

Nos despedimos y colgamos. Mientras caminaba hacia Zigo, abrí otra vez el móvil y marqué el número de mi casa. Colgué y repetí el proceso otras nueve veces para borrar todo registro de mis llamadas telefónicas a Buddy Lockridge y Graciela McCaleb. Si las cosas se torcían y Dei quería saber a quién había llamado no le sería fácil. No sacaría nada de mi teléfono. Tendría que acudir a la compañía telefónica con una orden judicial.

Cuando me aproximaba, Zigo vio lo que estaba haciendo. Sonrió y negó con la cabeza.

– ¿Sabe, Bosch?, si quisiéramos tener sus números de teléfono, los habríamos cogido del aire.

– ¿En serio?

– En serio, si quisiéramos.

– Guau, eso sí que es impresionante.

Zigo me miró por encima de sus gafas de sol.

– No sea gilipollas, Bosch. Al cabo de un rato cansa.

– Debería saberlo.

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