La lluvia dificultaba la vigilancia de la librería. Dejar el limpiaparabrisas en marcha nos habría delatado. De manera que al principio observamos a través de la oscuridad del agua sobre el cristal.
Habíamos aparcado en el estacionamiento de un centro comercial en Tustin Boulevard, en la ciudad de Orange. Book Carnival era una pequeña librería encajada entre una tienda de rock y lo que parecía un almacén vacío. Tres puertas más allá había una armería.
La librería tenía una única puerta para los clientes. Antes de ocupar nuestra posición en el aparcamiento delantero habíamos inspeccionado la parte de atrás del centro comercial y habíamos visto una puerta trasera con el nombre de la tienda. Había un timbre y un cartel que decía: «Entregas. Llamen al timbre.»
En una situación ideal nos habríamos desplegado en la parte delantera y en la trasera del establecimiento con un mínimo de cuatro pares de ojos. Backus podía entrar por ambos lados, haciéndose pasar por un cliente por la puerta de delante o por un transportista por la de detrás. Pero la situación no tenía nada de ideal ese día. Estaba lloviendo y estábamos solos Rachel y yo. Aparcamos el Mercedes a cierta distancia de la fachada de la librería, pero todavía lo bastante cerca para ver y actuar en caso de necesidad.
El mostrador principal y la caja registradora estaban justo detrás del escaparate de Book Carnival: un punto a nuestro favor. Poco después de que abriera la librería vimos que Ed Thomas ocupaba su lugar detrás del mostrador. Puso un cajón con efectivo en la caja registradora e hizo algunas llamadas. Pese a que la lluvia dificultaba la visión a través del parabrisas, podíamos mantenerlo en nuestro campo de visión siempre que permaneciera en la caja registradora. Era la parte de atrás de la tienda lo que desaparecía en la penumbra. En las ocasiones en que abandonaba su puesto y caminaba hacia los estantes y expositores de la parte trasera lo perdíamos de vista y nos atenazaba un hormigueo de pánico.
En el camino, Rachel me había hablado del descubrimiento del GPS en su coche, la confirmación de que había sido utilizada por sus compañeros como un cebo para Backus. Y ahora estábamos allí, vigilando a un antiguo colega mío, en cierto modo usándolo como el nuevo cebo. No me sentía a gusto con eso. Quería entrar y decirle a Ed que estaba en el punto de mira, que debería tomarse unas vacaciones y marcharse de la ciudad. Pero no lo hice porque sabía que si Backus estaba vigilando a Thomas y veía cualquier desviación en la norma, podríamos perder nuestra única oportunidad con él. Así que Rachel y yo actuamos de manera egoísta con la vida de Ed Thomas, y sabía que en el futuro tendría que enfrentarme al sentimiento de culpa por mi actuación. En función de cómo resultaran las cosas mi culpa sería mayor o menor.
Los primeros dos clientes del día eran mujeres. Llegaron poco después de que Thomas hubiera abierto la puerta de la calle. Y mientras ellas estaban hojeando libros, un hombre aparcó enfrente y también entró. Era demasiado joven para ser Backus, así que no nos pusimos plenamente alerta. Salió a toda prisa y sin comprar nada. Más tarde, cuando se fueron las otras dos mujeres, cargadas con bolsas de libros, yo salí del Mercedes y atravesé corriendo el aparcamiento hasta colocarme debajo de la cornisa de la armería.
Rachel y yo habíamos decidido no involucrar a Thomas en nuestra investigación, pero eso no iba a impedirme acceder a la librería en misión de reconocimiento. Decidimos que entraría en Book Carnival con una historia de tapadera, trabaría conversación con Thomas y comprobaría si ya sospechaba que estaba siendo vigilado. Así que una vez que los primeros clientes del día se hubieron marchado, hice el movimiento.
Primero me metí en la armería puesto que era la tienda más cercana al lugar donde habíamos estacionado, y habría resultado extraño para alguien que estuviera vigilando el centro comercial que aparcara en un lado y fuera directamente a la librería que estaba en el otro. Eché un vistazo somero a las brillantes armas de fuego exhibidas en el escaparate y después a las dianas de cartón de la pared del fondo. Tenían las siluetas habituales, pero también había versiones con las caras de Osama Bin Laden y Saddam Hussein. Supuse que ésas eran las que más se vendían.
Cuando un hombre que estaba al otro lado del mostrador me preguntó si necesitaba ayuda le dije que sólo estaba mirando y salí de la tienda. Caminé hacia Book Carnival, deteniéndome primero a comprobar el escaparate vacío de la puerta de al lado. A través del cristal empapado vi cajas marcadas con lo que supuse que eran títulos de libros. Me di cuenta de que Thomas estaba usando el local para almacenar libros. Había un cartel de «Se alquila» y un número de teléfono, que memoricé por si acaso me servía en un plan que podíamos desarrollar después.
Entré en Book Carnival y vi a Ed Thomas detrás del mostrador. Sonreí y él sonrió al reconocerme, aunque me di cuenta de que tardó unos segundos en situar el rostro que había reconocido.
– Harry Bosch -dijo en cuanto lo tuvo.
– Eh, Ed, ¿qué tal te va?
Nos estrechamos las manos y sus ojos, detrás de las gafas, mostraron una calidez que me gustó. Estaba casi seguro de que no lo había visto desde la fiesta de su retiro en el Sportsman Lodge, en el valle de San Fernando, seis o siete años antes. El blanco predominaba en su cabello, pero era alto y se mantenía tan delgado como lo recordaba del trabajo. En las escenas de los crímenes tenía tendencia a mantener la libreta muy cerca de la cara cuando escribía. El motivo era que sus gafas siempre estaban una dioptría o dos por debajo de lo que necesitaba. La pose con los brazos en alto le valió el mote de Mantis Religiosa en la brigada de homicidios. De repente recordé eso. Recordé que en la invitación para la fiesta de su jubilación había una caricatura de Ed como un superhéroe con una capa, una máscara y una gran M en el pecho.
– ¿Cómo va el negocio de los libros?
– Va bien, Harry. ¿Qué te trae por aquí desde la ciudad del crimen? He oído que te retiraste hace un par de años.
– Sí, lo hice, pero estoy pensando en volver.
– ¿Lo echas de menos?
– Sí, más o menos. Ya veremos qué pasa.
Parecía sorprendido y me di cuenta de que él no echaba nada de menos del trabajo. El siempre había sido un lector, siempre tenía una caja de libros de bolsillo en el maletero para las vigilancias y cuando estaba sentado durante una escucha. Thomas disfrutaba de su pensión y su librería y podía pasar sin todo el horror del trabajo.
– ¿Sólo pasabas por aquí?
– No, de hecho, he venido por un motivo. ¿Recuerdas a mi antigua compañera Kiz Rider?
– Sí, claro, ha venido alguna vez.
– A eso iba. Me ha estado ayudando con algo y quiero hacerle un pequeño regalo. Recuerdo que una vez me dijo que tu tienda era el único sitio de por aquí donde se consiguen libros firmados por un escritor llamado Dean Koontz. Así que me estaba preguntando si tenías aquí alguno de ésos. Me gustaría regalarle uno.
– Creo que podría tener alguno en la parte de atrás. Déjame mirar. Esos libros se venden deprisa, pero suelo guardar un remanente.
Me dejó en el mostrador y atravesó la tienda hasta una puerta situada al fondo y que parecía conducir a un almacén. Supuse que la puerta de entregas de atrás daba a ese almacén. Cuando estuvo fuera de mi vista me incliné sobre el mostrador y miré en los estantes que había debajo. Vi una pequeña pantalla de vídeo con la imagen dividida en cuatro. Había cuatro ángulos de cámara que mostraban la zona de la caja registradora, conmigo inclinado sobre el mostrador; una vista amplia de todo el local; una imagen más centrada en un grupo de estantes; y el almacén de atrás, donde vi a Thomas mirando una pantalla similar colocada en una estantería.
Me di cuenta de que me estaba mirando a mí. Me enderecé, tratando de buscar rápidamente una explicación. Un momento después Thomas volvió al mostrador con un libro.
– ¿Has encontrado lo que buscabas, Harry?
– ¿Qué? Ah, te refieres a cuando he mirado por encima del mostrador. Tenía curiosidad por saber si tenías algún tipo de protección allí al fondo. Siendo poli y eso. ¿Te preocupas por si viene alguien que conocías de entonces?
– Tomo precauciones, Harry. No te preocupes por eso.
Asentí con la cabeza.
– Me alegro de oírlo. ¿Es ése el libro?
– Sí, ¿lo tiene? Salió el año pasado.
Me mostró un libro llamado The Face. No sabía si Kiz lo tenía o no, pero iba a comprarlo de todos modos.
– No lo sé. ¿Está firmado?
– Sí, firma y fecha.
– Vale, me lo quedaré.
Mientras él marcaba la compra, traté de trabar un poco de charla intrascendente que en realidad no lo era.
– He visto la pantalla de vigilancia aquí debajo. Parece demasiado para una librería.
– Te sorprenderías. A la gente le gusta robar libros. Allá atrás tengo una sección de coleccionistas: ejemplares caros. Compro y vendo. Tengo una cámara allí y esta mañana mismo he pillado a un chico que quería meterse un ejemplar de Nick's Trip debajo de los pantalones. Los primeros de Pelecanos son difíciles de encontrar. Habría sido una pérdida de setecientos dólares.
Me pareció una cantidad exorbitante para un solo libro. Nunca había oído hablar del libro, pero supuse que sería de hacía cincuenta o cien años.
– ¿Has llamado a la poli?
– No, sólo le he pegado una patada en el culo y le he dicho que si volvía a verlo llamaría a la poli.
– Eres un buen tipo, Ed. Debes de haberte dulcificado desde que lo dejaste, no creo que la Mantis Religiosa hubiera dejado que el chico se le escapara.
Le di dos billetes de veinte y él me dio el cambio.
– La Mantis Religiosa fue hace mucho tiempo. Y mi mujer no cree que sea tan dulce. Gracias, Harry. Y saluda a Kiz de mi parte.
– Sí, lo haré. ¿Has visto a alguien más de la brigada?
Todavía no quería irme. Necesitaba más información, así que continué con la charla. Miré encima de su cabeza y localicé dos cámaras. Estaban montadas cerca del techo, con una lente en ángulo picado sobre la caja y otra captando una vista amplia de la tienda. Había una pequeña luz roja brillando y distinguí un cablecito negro que subía desde la cámara hasta el falso techo. Mientras Thomas respondía a mi pregunta pensé en la posibilidad de que Backus hubiera estado en la tienda y lo hubiera capturado un vídeo de vigilancia.
– La verdad es que no -dijo Thomas-. Yo dejé todo eso atrás. Dices que lo echas de menos, Harry, pero yo no echo de menos nada. De veras.
Asentí como si lo entendiera, aunque no era así. Thomas había sido un buen policía y un buen detective. Se tomaba el trabajo en serio. Esa era una razón por la que el Poeta lo había puesto en su punto de mira. Pensé que estaba defendiendo de boquilla una idea en la que en realidad no creía.
– Está bien -dije-. Eh, ¿tienes en vídeo a ese chico que has echado de aquí esta mañana? Me gustaría ver cómo trató de robarte.
– No, sólo tengo imágenes en vivo. Las cámaras están a la vista y hay un adhesivo en la puerta. Se supone que debería ser algo disuasorio, pero alguna gente es tonta. Un montaje con grabación sería demasiado caro y el mantenimiento es un incordio. Sólo tengo la instalación en vivo.
– Ya veo.
– Oye, si Kiz ya tiene el libro puede devolvérmelo. Puedo venderlo.
– No, no importa. Si ya lo tiene me lo quedaré y lo leeré yo.
– Harry, ¿cuándo fue la última vez que leíste un libro?
– Leí uno sobre Art Pepper hace un par de meses -dije con indignación-. Art y su mujer lo escribieron antes de que él muriera.
– ¿No ficción?
– Sí, eran cosas de verdad.
– Estoy hablando de una novela. ¿Cuándo fue la última vez que leíste una?
Me encogí de hombros. No me acordaba.
– Lo suponía -dijo Thomas-. Si no quiere el libro, devuélvelo y conseguiré a alguien que se lo lea.
– Muy bien, Ed. Gracias.
– Ten cuidado ahí fuera, Harry.
– Sí, tú también.
Me estaba dirigiendo a la puerta cuando las piezas encajaron: lo que Thomas me había contado con la información que ya tenía del caso. Chasqué los dedos y actué como si acabara de acordarme de algo. Me volví hacia Thomas.
– Eh, tenía un amigo que vive en Nevada, pero dice que es cliente tuyo. Envíos por correo, probablemente. ¿Vendes por correo?
– Claro. ¿Cómo se llama?
– Tom Walling. Vive en Clear.
Thomas asintió con la cabeza con expresión de enfado.
– ¿Es tu amigo?
Me di cuenta de que podía haber pinchado en hueso.
– Bueno, un conocido.
– Pues me debe dinero.
– ¿De verdad? ¿Qué pasó?
– Es una larga historia. Le vendí algunos libros de colección y él me pagó muy deprisa. Me pagó con un giro postal y no hubo problema. Así que cuando me pidió más libros se los mandé antes de recibir el giro. Craso error. Eso fue hace tres meses y no he recibido ni un centavo. Si vuelves a ver a ese conocido tuyo, dile que quiero mi dinero.
– Lo haré, Ed. Qué pena. No sabía que el tipo era un artista del timo. ¿Qué libros te compró?
– Le interesa Poe, así que le vendí algunos libros de la colección Rodway. Antiguos. Libros muy bonitos. Después me pidió más cuando recibí otra colección. No me los pagó.
Mi frecuencia cardiaca estaba cambiando de velocidad. Lo que Thomas me estaba diciendo era una confirmación de que Backus estaba de algún modo en juego. Quería detener la charada en ese momento y decirle a Thomas lo que estaba ocurriendo y que él estaba en peligro. Pero me contuve. Necesitaba hablar antes con Rachel y formar el plan adecuado.
– Creo que vi esos libros en su casa -dije-. ¿Eran de poesía?
– La mayoría, sí. No le interesaban mucho los relatos cortos.
– ¿Esos libros tenían el nombre del coleccionista original? ¿Rodman?
– No, Rodway. Y sí, llevaba el sello de la biblioteca. Eso aumentaba el precio, pero tu amigo quería los libros.
Asentí. Vi que mi teoría encajaba. Ahora era más que una teoría.
– Harry, ¿qué quieres realmente?
Miré a Thomas.
– ¿Qué quieres decir?
– No sé. Estás haciendo un montón de…
Un sonido fuerte sonó en la parte de atrás de la tienda, cortando a Thomas.
– No importa, Harry -dijo-. Más libros. He de ir a recibir una entrega.
– Ah.
– Hasta luego.
– Sí.
Observé que dejaba la zona del mostrador y se dirigía a la parte de atrás. Miré el reloj. Era mediodía. El director iba a situarse ante las cámaras para hablar de la explosión en el desierto y decir que había sido el trabajo de un asesino conocido como el Poeta. ¿Podía ser éste el momento elegido por Backus para abordar a Thomas? Sentí una opresión en la garganta y en el pecho, como si el aire hubiera sido succionado de la sala. En cuanto Thomas se deslizó por el umbral al almacén, me acerqué al mostrador y me incliné para mirar el monitor de seguridad. Sabía que si Thomas comprobaba el monitor del almacén, vería que no había salido de la tienda, pero contaba con que él fuera directamente a la puerta.
En una esquina de la pantalla vi que Thomas ponía el ojo en la mirilla de la puerta de atrás. Aparentemente sin alarmarse por lo que vio, procedió a descorrer el pestillo y abrir la puerta. Miré intensamente a la pantalla, aun cuando la imagen era pequeña y estaba viéndola cabeza abajo.
Thomas retrocedió y entró un hombre. Llevaba una camisa oscura y pantalones cortos a juego. Llevaba dos cajas, una apilada encima de la otra y Thomas lo dirigió a una mesa de trabajo.
El hombre que hacía la entrega dejó las cajas, cogió una tablilla electrónica de encima de la caja superior y se la entregó a Thomas para que firmara el albarán.
Todo parecía en orden. Era una entrega de rutina. Rápidamente me aparté del mostrador y me dirigí a la puerta. Al abrirla oí un timbre electrónico, pero no me preocupé por eso. Volví al Mercedes, corriendo bajo la lluvia después de haberme guardado el libro autografiado debajo de mi impermeable.
– ¿Qué hacías tumbado por encima del mostrador? -preguntó Rachel una vez que estuve de nuevo tras el volante.
– Tiene un sistema de seguridad. Hubo una entrega y quería asegurarme de que no era Backus antes de salir. Son las tres en Washington.
– Ya lo sé. Bueno, ¿qué has averiguado? ¿O sólo estabas comprando un libro?
– He averiguado mucho. Tom Walling es un cliente. O lo era, hasta que le estafó en un pedido de libros de Edgar Allan Poe. Eran pedidos por correo, como pensábamos. Nunca lo vio, sólo le enviaba los libros a Nevada.
Rachel se sentó más erguida.
– ¿Estás de broma?
– No. Los libros eran de una colección que Ed estaba vendiendo. Así que estaban marcados y podían rastrearse. Por eso Backus los quemó en el bidón. No podía arriesgarse a que sobrevivieran a la explosión intactos y pudieran rastrearse hasta Thomas.
– ¿Por qué?
– Porque decididamente él está en juego aquí. Thomas es su objetivo. Arranqué el coche.
– ¿Adónde vas?
– Voy a dar la vuelta para confirmar lo de la entrega. Además, es bueno cambiar de sitio de vez en cuando.
– Ah, ahora vas a darme la lección básica de la vigilancia.
Sin responder, rodeé el centro comercial por atrás y vi la furgoneta marrón de UPS aparcada junto a la puerta trasera abierta de Book Carnival. Pasamos en el coche y durante el breve atisbo que tuve de la parte de atrás de la furgoneta y la puerta abierta del almacén, vi que el hombre que había realizado la entrega empujaba varias cajas por una rampa de la parte de atrás de la furgoneta. Las devoluciones, supuse. Seguí conduciendo sin titubear.
– Todo en orden -dijo Rachel.
– Sí.
– No te has delatado con Thomas, ¿verdad?
– No. Sospechaba algo, pero digamos que me salvó la campana. Quería hablar contigo antes. Creo que hemos de decírselo.
– Harry, ya hemos hablado de esto. Si se lo decimos cambiaría su rutina y su actitud. Podía delatarse. Si Backus ha estado observándolo, cualquier pequeño cambio lo delataría.
– Y si no lo avisamos y esto falla, entonces…
No terminé. Habíamos sostenido la misma discusión dos veces antes, con cada uno de nosotros cambiando de posición alternativamente. Era un clásico conflicto de intenciones. ¿Apuntalábamos la seguridad de Thomas a riesgo de perder a Backus? ¿O arriesgábamos la seguridad de Thomas para acercarnos a Backus? Se trataba de si el fin justificaba los medios, y ninguno de los dos estaríamos satisfechos tomáramos la decisión que tomásemos.
– Supongo que eso significa que no podemos dejar que nada vaya mal -dijo ella.
– Exacto. ¿Y refuerzos?
– También creo que es demasiado arriesgado. Cuanta más gente metamos en esto, más posibilidades hay de delatar nuestra mano.
Asentí con la cabeza. Ella tenía razón. Encontré un sitio en el extremo del aparcamiento opuesto al lugar desde donde habíamos vigilado antes. Sin embargo, no me estaba engañando a mí mismo. No había muchos coches en el aparcamiento en medio de un día laborable lluvioso y éramos perceptibles. Empecé a pensar que tal vez éramos como las cámaras de Ed. Meramente un instrumento di-suasorio. Tal vez Backus nos había visto y eso lo había detenido en su idea de llevar a cabo su plan. Por el momento.
– Cliente -dijo Rachel.
Miré al otro lado del aparcamiento y vi a una mujer que se dirigía a la tienda. Me sonaba familiar y la recordé del Sportman's Lodge.
– Es su mujer. La vi una vez. Creo que se llama Pat.
– ¿Crees que le lleva la comida?
– Quizá. O quizá trabaja aquí.
Observamos durante un rato, pero no había rastro de Thomas ni de su mujer en la parte delantera de la tienda. Empecé a preocuparme. Saqué el móvil y llamé a la tienda, esperando que la llamada los llevara a la parte delantera, donde estaba el teléfono.
Pero una mujer contestó de inmediato y todavía no había nadie en el mostrador. Colgué rápidamente.
– Debe de haber un teléfono en el almacén.
– ¿Quién ha contestado?
– La mujer.
– ¿Debería entrar?
– No, si Backus está vigilando te reconocerá. No puede verte.
– Muy bien, ¿entonces qué?
– Entonces nada. Probablemente están comiendo en la mesa que vi en la parte de atrás. Ten paciencia.
– No quiero tener paciencia. No me gusta estar aquí sentada…
Se detuvo cuando vio a Ed Thomas saliendo por la puerta delantera. Llevaba un impermeable y cargaba con un paraguas y un maletín. Se metió en el coche en el que le habíamos visto llegar a la tienda esa mañana, un Ford Explorer verde. A través del escaparate de la librería vi que su mujer se sentaba en un taburete tras el mostrador.
– Allá vamos -dije.
– ¿Adónde va?
– Puede que vaya a comer.
– ¿Con un maletín? Seguimos con él, ¿no?
Volví a arrancar el coche.
– Sí.
Observamos mientras Thomas salía de su estacionamiento en su Ford. Se dirigió a la salida y dobló a la derecha en Tustin Boulevard. Después de que su coche quedó absorbido en el tráfico yo me dirigí a la salida y lo seguí bajo la lluvia. Saqué mi teléfono y llamé a la tienda. Respondió la mujer de Ed.
– Hola, ¿está Ed?
– No, no está. ¿Puedo ayudarle?
– ¿Eres Pat?
– Sí, ¿quién es?
– Soy Bill Gilbert. Creo que nos conocimos en el Sportsman's Lodge hace un tiempo. Trabajaba con Ed en el departamento. Iba a estar por esa zona y pensaba pasarme por la librería a saludar. ¿Estará más tarde?
– Es difícil de decir. Ha ido a una tasación y ¿quién sabe?, podría pasarse el resto del día. Con esta lluvia y la distancia que ha de recorrer.
– ¿Una tasación? ¿Qué quieres decir?
– De una colección de libros. Alguien quiere venderse su colección y Ed acaba de salir para ver cuánto vale. Está en el valle de San Fernando y por lo que he entendido es una colección grande. Me ha dicho que probablemente hoy tendré que cerrar yo.
– ¿Es más de la colección Rodway? Me comentó algo de ella la última vez que hablamos.
– No, ésa ya está toda vendida. Este es un hombre llamado Charles Turrentine y tiene más de seis mil libros.
– Guau, es un montón.
– Es un coleccionista conocido, pero creo que necesita el dinero porque le ha dicho a Ed que quiere venderlo todo.
– Es extraño. Un tipo se pasa tanto tiempo coleccionando y después lo vende.
– Veremos qué pasa.
– Bueno, Pat, gracias. Ya veré a Ed en otra ocasión. Y mándale un saludo.
– ¿Me repites tu nombre?
– Tom Gilbert. Hasta luego.
Cerré el teléfono.
– Al principio de la conversación eras Bill Gilbert.
– Vaya.
Repetí la conversación para Rachel. Después llamé a información del código de área 818, pero no figuraba ningún Charles Turrentine. Pregunté a Rachel si tenía algún contacto en la oficina de campo del FBI en Los Ángeles que pudiera conseguirle una dirección de Turrentine y tal vez un número que no figurara en la guía.
– ¿No tienes a nadie en el departamento al que podamos usar?
– En este momento creo que he usado todos los favores que me debían. Además, yo soy un outsider. Tú no.
– Eso no lo sé.
Rachel sacó el teléfono y se puso manos a la obra y yo me concentré en las luces de freno del Explorer de Thomas que tenía a sólo cincuenta metros en la autovía 22. Sabía que Thomas tenía una elección por delante. Podía doblar al norte en la 5 e ir por el centro de Los Ángeles o podía continuar y luego tomar la 405 hacia el norte. Ambas rutas conducían al valle de San Fernando.
Rachel recibió una llamada al cabo de cinco minutos con la información que había solicitado.
– Vive en Valerio Street, en Canoga Park. ¿Sabes dónde está?
– Sé dónde está Canoga Park. Valerio cruza de este a oeste todo el valle. ¿Tienes un número de teléfono?
Ella respondió marcando un número en su móvil. Entonces se lo llevó a la oreja y esperó. Al cabo de treinta segundos cerró el móvil.
– No contestan. Salta el contestador.
Circulamos en silencio mientras pensábamos.
Thomas pasó de largo junto a la salida 5 y continuó hacia la 405. Sabía que giraría al norte allí y enfilaría por el paso de Sepúlveda hacia el valle de San Fernando. Canoga Park estaba en el lado oeste. Con el tiempo que hacía, al menos había una hora de viaje. Con suerte.
– No lo pierdas, Bosch -dijo Rachel con calma.
Sabía lo que quería decir. Me estaba diciendo que tenía la corazonada de que esta vez era la buena. Que creía que Ed Thomas nos estaba llevando hacia el Poeta. Asentí porque yo también lo sentía, casi como un zumbido que salía de mi pecho. Sabía sin saberlo realmente que estábamos allí.
– No te preocupes -dije-. No lo perderé.