6

El primer ferry me llevó a Catalina a las nueve y media de la mañana siguiente. Había llamado a Graciela McCaleb desde el móvil mientras estaba cruzando, así que ella me estaba esperando en el muelle. Era un día frío y despejado, y se podía saborear la diferencia en el aire sin contaminar. Graciela me sonrió cuando yo me aproximé a la verja donde la gente esperaba a los viajeros de los barcos.

– Buenos días. Gracias por venir.

– No hay de qué. Gracias por venir a recibirme.

Medio había esperado que Buddy Lockridge estuviera con ella. No lo había visto en el transbordador y había supuesto que tal vez había tomado el de la noche anterior.

– ¿Todavía no ha llegado Buddy?

– No, ¿va a venir?

– Quería revisar con él las cosas del barco. Dijo que estaría en el primer ferry, pero no apareció.

– Bueno, hay dos. El siguiente llegará dentro de cuarenta y cinco minutos. Probablemente irá en ése. ¿Qué quiere hacer primero?

– Quiero ir al barco, empezaré por ahí.

Caminamos hasta el muelle de las embarcaciones pequeñas y tomamos una Zodiac con un motor de un caballo hasta la dársena donde estaban los yates alineados en filas, amarrados a boyas y moviéndose con la corriente de manera sincronizada. El barco de Terry, el Following Sea, era el penúltimo de la segunda fila. Tuve una sensación ominosa al aproximarnos, y ésta se incrementó al golpear en el casco por la popa. Terry había muerto en ese barco. Mi amigo y marido de Graciela. Para mí era un truco del oficio fabricarme una conexión emocional con el caso. Me ayudaba a atizar el fuego y me daba el impulso necesario para ir a donde necesitaba ir, y hacer lo que tenía que hacer. Sabía que en este caso no tendría que buscarlo. No tenía que fabricarme nada. Ya era parte del trato. La parte más importante.

Miré el nombre del barco pintado en letras negras en la popa, y recordé que Terry me había explicado en una ocasión que se refería a la ola que tenías que vigilar, la que te llegaba por tu punto ciego y te golpeaba por detrás. Una buena filosofía. No pude evitar preguntarme por qué Terry no había visto qué ni quién le venía por detrás.

Con precario equilibrio, bajé de la embarcación hinchable y subí al espejo de popa del barco. Me volví para buscar la soga con la que atarlo, pero Graciela me detuvo.

– Yo no voy a subir a bordo -dijo.

Sacudió la cabeza como para desalentar cualquier intento de coerción por mi parte y me pasó un juego de llaves. Yo las cogí.

– No quiero subir -repitió-. Con la vez que fui a recoger sus medicamentos tuve bastante.

– Entiendo.

– Así la Zodiac estará en el muelle para Buddy si aparece.

– ¿Si aparece?

– No siempre es tan cumplidor. Al menos es lo que decía Terry.

– Y si no aparece, ¿qué hago yo?

– Ah, pare un taxi acuático. Pasan cada quince minutos. No tendrá problema. Cóbremelo. Lo que me recuerda que no hemos hablado de dinero.

Era algo que Graciela tenía que sacar a relucir para asegurarse, pero tanto ella como yo sabíamos que ese trabajo no era por dinero.

– No será necesario -dije-. Sólo hay una cosa que quiero a cambio de esto.

– ¿Qué?

– Terry me habló una vez de su hija. Me dijo que la llamaron Cielo Azul.

– Exacto. El eligió el nombre. -¿Le dijo alguna vez por qué?

– Dijo que le gustaba. Me explicó que una vez conoció a una niña llamada Cielo Azul.

Asentí.

– Lo que quiero como pago por hacer esto es verla algún día, me refiero a cuando todo esto haya terminado.

Graciela reflexionó un momento, pero enseguida dijo que sí con la cabeza.

– Es un encanto. Le gustará.

– Estoy seguro.

– ¿Harry, usted la conocía? ¿A la chica por la que Terry le puso el nombre a nuestra hija?

Yo la miré y bajé la cabeza.

– Sí, podría decirse que la conocía. Algún día, si quiere, le hablaré de ella.

Graciela asintió de nuevo y empezó a empujar la Zodiac para apartarse de la popa. Yo la ayudé con los pies.

– La llave pequeña abre la puerta del salón -dijo-. El resto ya se lo imaginará. Espero que encuentre algo que ayude.

Sostuve las llaves en alto como si fueran a abrir todas las puertas que pudiera hallar en adelante. Observé que ella se dirigía de nuevo al muelle y subí al puente de mando.

Alguna clase de sentido del deber me hizo trepar por la escalera que conducía al timón de la cubierta superior antes de entrar en el barco. Tiré de la lona para destapar el panel de mandos y me quedé por un momento de pie junto al timón y el asiento. Me representé la historia que Buddy Lockridge me había explicado de Terry desplomándose ahí. De algún modo parecía apropiado para él desplomarse al timón, aunque con lo que ahora sabía, también parecía muy equivocado. Puse la mano encima de la silla como si me apoyara en el hombro de alguien. Decidí que encontraría las respuestas a todas las preguntas antes de darme por vencido.

La pequeña llave cromada del llavero que Graciela me había dado abría la puerta corredera de espejo que conducía al interior del barco. La dejé abierta para airear el ambiente. Dentro había un olor salobre y peculiar. Lo rastreé hasta las cañas y los carretes almacenados en estanterías de techo, con los cebos artificiales todavía colocados. Supuse que no los habían limpiado y cuidado apropiadamente después de la última salida de pesca. No había habido tiempo. No había habido motivo.

Quería bajar por la escalera al camarote de proa donde sabía que Terry guardaba todos los archivos de sus investigaciones, pero decidí dejarlo para el final. Resolví empezar en el salón e ir bajando.

El salón tenía una distribución funcional, con un sofá, una silla y una mesita de café en el lado derecho antes de llegar a una mesa de navegación instalada detrás del asiento del timón interior. El lado opuesto era como el reservado de un restaurante, con acolchado de piel roja. Había una televisión encerrada en una partición que separaba el salón de la cocina y, por último, una escalera corta que sabía que conducía a los camarotes de proa de abajo y a un lavabo.

El salón estaba ordenado y limpio. Me quedé de pie en medio de la estancia y me limité a observarla durante medio minuto antes de acercarme a la mesa de navegación y abrir los cajones. McCaleb guardaba allí los archivos de su pequeño negocio. Encontré listados de clientes y un calendario con reservas. También había registros relacionados con comprobantes de tarjetas Visa y MasterCard que evidentemente aceptaba como forma de pago. La sociedad tenía una cuenta bancaria y en el cajón había asimismo un talonario de cheques. Comprobé los resguardos y vi que prácticamente lo mismo que entraba salía para cubrir los gastos de combustible y amarre, así como artículos de pesca y otros necesarios para las excursiones. No había registro de depósitos en efectivo, con lo cual concluí que si el negocio era rentable lo era por los pagos en efectivo de clientes, y siempre dependiendo de cuántos de ellos hubiera.

En el cajón de abajo había una carpeta de cheques impagados. No eran muchos y estaban repartidos en el tiempo; ninguno era tan cuantioso como para dañar seriamente el negocio.

Me fijé en que tanto en el talonario de cheques como en la mayoría de los registros aparecían los nombres de Buddy Lockridge y Graciela como operadores del negocio de las salidas de pesca. Sabía que era porque, como me había contado Graciela, Terry estaba severamente limitado en lo que podía ganar como ingreso oficial. Si superaba determinada cifra-que era sorprendentemente baja- no podía recibir la asistencia médica estatal y federal. Si perdía eso, terminaría costeándose él mismo los gastos médicos: una vía rápida a la bancarrota personal para el receptor de un trasplante.

En la carpeta de cheques impagados también encontré copia de una denuncia al sheriff que no estaba relacionada con un cheque sin fondos. Era un informe de un incidente de hacía dos meses referido a un presunto robo en el Following Sea. El demandante era Buddy Lockridge y el informe indicaba que sólo se habían llevado del barco una cosa, un lector manual de GPS. Su valor se establecía en 300 dólares y el modelo era un Gulliver 100. Una adenda informaba de que el demandante no podía proporcionar el número de serie del dispositivo faltante, porque lo había ganado en una partida de póquer a una persona a la que no podía identificar y nunca se había preocupado por anotar el número de serie.

Después de llevar a cabo una rápida inspección de los cajones de la mesa de navegación, volví a los archivos de clientes y empecé a repasarlos de manera más concienzuda, estudiando cuidadosamente cada persona que McCaleb y Lockridge habían subido a bordo en las seis semanas anteriores a la muerte de Terry. Ninguno de los nombres me llamó la atención por resultarme curioso o sospechoso, y no había anotaciones de Terry ni de Buddy que suscitaran ninguna de estas sensaciones. Aun así, saqué una libreta del bolsillo de atrás de mis vaqueros y elaboré una lista en la que constaba el nombre del cliente, el número de participantes en la excursión y la fecha de ésta. Una vez elaborada la lista advertí que las excursiones no eran en modo alguno regulares. Tres o cuatro excursiones de medio día representaban una buena semana para el negocio. Hubo una semana en la que no hubo ninguna salida y otra en la que sólo hubo una. Estaba empezando a entender la opinión de Buddy de la necesidad de trasladar el negocio al continente para incrementar la frecuencia y la duración de los cruceros. McCaleb cuidaba del negocio como un hobby, y ésa no era la manera de hacerlo prosperar.

Por supuesto, sabía por qué lo hacía de esta forma. Tenía otro hobby -si se lo puede llamar así- y necesitaba consagrarle tiempo. Estaba volviendo a poner los documentos en el cajón de la mesa de navegación, con la intención de dirigirme a la proa a explorar el otro hobby de Terry cuando oí que la puerta del salón se abría detrás de mí.

Era Buddy Lockridge. Había subido a bordo sin que yo oyera el pequeño motor de la Zodiac o sintiera su empujón contra el casco de la embarcación. Tampoco había notado el considerable peso de Buddy al subir al barco.

– Buenas -dijo-. Siento llegar tarde.

– No importa. Tenía mucho que mirar por aquí.

– ¿Ha encontrado ya algo interesante?

– La verdad es que no. Estoy a punto de bajar a revisar sus archivos.

– Genial. Le ayudaré.

– De hecho, Buddy, en lo que podría ayudarme es llamando al hombre que vino en el último crucero. -Miré el apellido escrito en la página de mi libreta-. Otto Woodall. ¿Podría llamarlo para decirle que responde de mí y preguntarle si puedo pasar a verlo esta tarde?

– ¿Nada más? ¿Quería que viniera hasta aquí sólo para hacer una llamada de teléfono?

– No, tengo que hacerle preguntas. Le necesito aquí, pero creo que no debería revisar los archivos de allí abajo. Al menos todavía no.

Tenía la sensación de que Buddy Lockridge ya había leído detenidamente todos los archivos del camarote de proa, pero estaba manejando la situación de esta manera a propósito. Tenía que mantenerlo cercano y al mismo tiempo distante. Hasta que lo hubiera descartado a mi satisfacción. Él era el socio de McCaleb y había sido alabado por sus esfuerzos en salvar la vida de su amigo caído, pero había visto muchas cosas extrañas en mi profesión. En ese momento no tenía sospechosos, y eso significaba que tenía que sospechar de todo el mundo.

– Haga la llamada y después baje a verme.

Lo dejé allí y bajé el breve tramo de escaleras que conducía a la parte inferior del barco. Había estado allí antes y conocía la distribución. Las dos puertas del lado izquierdo del pasillo conducían al lavabo y a un trastero. Enfrente había una puerta que daba al pequeño camarote de proa. La puerta de la derecha conducía al camarote principal, el lugar donde me habrían matado cuatro años antes si McCaleb no hubiera levantado una pistola y disparado a un hombre que estaba a punto de sorprenderme. Eso había ocurrido momentos después de que yo salvara a McCaleb de un final similar.

Comprobé los paneles del pasillo donde recordaba que dos de los disparos de McCaleb habían astillado la madera. La superficie tenía una gruesa capa de barniz, pero no me cabía duda de que era madera nueva.

Los estantes del cuarto trastero estaban vacíos y el lavabo, limpio, con la ventilación del techo abierta a la cubierta superior. Abrí la puerta del camarote principal y miré en su interior, pero decidí dejarlo para después. Me acerqué a la puerta del camarote de proa y tuve que usar una llave de las que me había proporcionado Graciela para abrir.

La estancia era como yo la recordaba. Dos pares de literas en V en cada lado, siguiendo la forma de la proa. Las literas de la izquierda, con sus finos colchones enrollados y sostenidos por pulpos, todavía se utilizaban para dormir en ellas. En cambio, en la derecha, la cama inferior no tenía colchón y había sido convertida en escritorio. En la superior había cuatro grandes archivos de cartón, uno al lado del otro.

Los casos de McCaleb. Los miré prolongada y solemnemente. Si alguien lo había matado, creía que encontraría al sospechoso allí.

– Puede pasar hoy en cualquier momento.

Casi salté. Era Lockridge que estaba de pie detrás de mí. Una vez más no lo había oído ni había notado que se aproximara.

El estaba sonriendo porque le gustaba acercarse a mí sigilosamente, como una serpiente.

– Bueno -dije-, podemos pasarnos después de comer. Para entonces necesitaré tomarme un descanso.

Miré el escritorio y vi el portátil blanco con la reconocible silueta de una manzana con un trozo mordido. Me agaché y lo abrí, aunque no sabía cómo proceder.

– La última vez que estuve aquí tenía otro.

– Sí -dijo Lockridge-. Se compró éste por los gráficos. Estaba empezando a interesarse en fotografía digital y eso.

Sin mi invitación ni aprobación, Lockridge se acercó y pulsó un botón blanco del ordenador. Este empezó a zumbar y la pantalla negra se llenó de luz.

– ¿Qué clase de fotografía? -pregunté.

– Oh, bueno, cosas de aficionado sobre todo. Sus hijos, puestas de sol y chorradas. Comenzó con los clientes. Empezamos a hacerles fotos con su pez trofeo, ¿sabe? Y Terry simplemente tenía que bajar aquí para imprimir fotos de veinte por veinticinco al momento. Hay una caja de marcos baratos por algún sitio. El cliente pescaba y se llevaba una foto enmarcada. Incluida en el precio. Funcionaba muy bien. Nuestras propinas subieron mucho.

El ordenador terminó la ejecución de la rutina de arranque. La pantalla era un cielo azul claro que me hizo pensar en la hija de McCaleb. Había varios iconos esparcidos en el cielo. Enseguida me fijé en uno que era un fichero en miniatura bajo el cual se leía la palabra «Perfiles». Sabía que era una carpeta que quería abrir. Examinando la parte inferior de la pantalla, vi un icono que mostraba una cámara de fotos delante de la instantánea de una palmera. Puesto que estábamos hablando de fotografía lo señalé.

– ¿Es aquí donde están las fotos?

– Sí -dijo Lockridge.

Otra vez procedió sin mi permiso. Puso el dedo en un pequeño cuadrado que había delante del teclado, que a su vez movió una flecha en la pantalla hasta el icono de la cámara y la palmera. Lockridge pulsó con el pulgar un botón situado debajo del cuadrado y rápidamente la pantalla adoptó otra imagen. Lockridge parecía familiarizado con el ordenador y este hecho me suscitó las preguntas de por qué y cómo. ¿Terry McCaleb le había permitido acceder al ordenador -al fin y al cabo eran socios- o era eso algo en lo que Lockridge se había hecho experto sin el conocimiento de su socio?

En la pantalla se abrió un marco bajo el encabezamiento de iPhoto. Había una lista con varias carpetas. La mayoría tenía por nombre una fecha, normalmente unas semanas o un mes. Había una carpeta que simplemente se llamaba «Recibido».

– Allá vamos -dijo Lockridge-. ¿Quiere ver algo de esto? Son clientes y peces.

– Sí, enséñeme las más recientes.

Lockridge hizo clic en una carpeta que estaba etiquetada por fechas que terminaban justo una semana antes de la muerte de McCaleb. La carpeta se abrió y surgieron varias decenas de fotos ordenadas cronológicamente. Lockridge hizo clic en la más reciente. Al cabo de un instante apareció una foto en la pantalla. Mostraba a un hombre y una mujer, ambos muy quemados por el sol y sonriendo mientras sostenían un espantoso pez marrón.

– Halibut de la bahía de Santa Mónica -dijo Buddy-. Ese fue bueno.

– ¿Quiénes son?

– Um, eran de… Minnesota, creo. Sí, de St. Paul. Y no creo que estuvieran casados. O sea, estaban casados, pero no el uno con la otra. Estaban alojados en la isla. Fue la última salida antes del viaje a Baja. Las fotos de ese viaje probablemente siguen en la cámara.

– ¿Dónde está la cámara?

– Debería estar aquí. Si no, probablemente, la tendrá Graciela.

Hizo clic en una flecha situada encima de la foto que señalaba a la izquierda. Pronto apareció la siguiente imagen: la misma pareja y el mismo pez. Lockridge continuó manejando el ratón del ordenador y al final llegó a un nuevo cliente con su trofeo, una criatura blanca rosada de unos treinta y cinco centímetros.

– Barramundi -dijo Lockridge-. Bonito ejemplar.

Continuó pasando imágenes, mostrándome una procesión de pescadores y sus capturas. Todos parecían felices, algunos incluso tenían el delator brillo del alcohol en los ojos. Lockridge conocía los nombres de todos los peces, pero no el de todos los clientes. No los recordaba a todos por el nombre. Algunos de ellos simplemente se clasificaban como tipos que daban buenas o malas propinas, y punto.

Finalmente, llegó a un hombre con una sonrisa de satisfacción en el rostro que sostenía un pequeño barramundi. Lockridge maldijo.

– ¿Qué pasa? -pregunté.

– Es el capullo que se fue con mi maldita caja de pesca.

– ¿Qué caja de pesca?

– Mi GPS. Es el tipo que se lo llevó.

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