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Las mujeres del asiento de atrás estaban furiosas, pero a Rachel no le importaba. Era lo más cerca que había estado -lo más cerca que nadie había estado- de Backus desde aquella noche en Los Ángeles. La noche en que Rachel lo había visto caer de espaldas a través del cristal a un vacío que pareció tragárselo sin dejar ningún rastro.

Hasta ahora. Y lo último que iba a dejar que le importunara eran las protestas de las dos prostitutas que estaban en el asiento de atrás del coche de Bosch. Lo único que le preocupaba era su decisión de dejar conducir a Bosch. Tenían dos mujeres bajo custodia y las estaban trasladando en un coche privado. Era una cuestión de seguridad y ella todavía no había decidido cómo iba a manejar la parada en el bar.

– Ya sé lo que haremos -dijo Bosch mientras conducía alejándose de los tres burdeles situados al final de la carretera.

– Yo también -dijo Rachel-. Tú te quedas con ellas mientras yo entro.

– No, eso no funcionará. Necesitarás ayuda. Acabamos de comprobar que no podemos separarnos.

– Entonces, ¿qué?

– Pongo el cierre de niños en las puertas de atrás y no podrán abrir.

– ¿Y qué les va a impedir saltar a la parte de delante y salir?

– Mira, ¿adónde van a ir? No tienen elección, ¿verdad, señoras? -Bosch miró por el espejo retrovisor.

– Que te den por culo -dijo la que respondía al nombre de Mecca-. No puedes hacernos esto. Nosotras no hemos cometido ningún crimen.

– De hecho, como he explicado antes, podemos -dijo Rachel con tono aburrido-. Han sido tomadas en custodia federal como testigos materiales en una investigación criminal. Serán interrogadas formalmente y después puestas en libertad.

– Bueno, pues hazlo ahora y terminemos de una vez.

Rachel se había sorprendido al mirar la licencia de conducir de la mujer y ver que Mecca era su verdadero nombre. Mecca McIntyre. Menudo nombre.

– Bueno, Mecca, no podemos. Ya se lo he explicado.

Bosch aparcó en el estacionamiento de gravilla que había delante del bar. No había ningún otro coche. Bajó un par de centímetros las ventanillas y cerró el Mercedes.

– Voy a poner la alarma -dijo-. Si saltáis y abrís la puerta, se disparará la alarma. Entonces saldremos y os atraparemos. Así que no os molestéis, ¿de acuerdo? No tardaremos mucho.

Rachel salió y cerró la puerta. Miró de nuevo su teléfono móvil y comprobó que todavía no tenía cobertura. Vio que Bosch se fijaba en el suyo y negaba con la cabeza. Decidió que si había un teléfono en el bar llamaría a la oficina de campo de Las Vegas para informar de lo ocurrido. Suponía que Cherie Dei estaría enfadada y agradecida al mismo tiempo.

– Por cierto -dijo Bosch, mientras enfilaban la rampa que conducía a la puerta del remolque-, ¿llevas un cargador extra para tu Sig?

– Claro.

– ¿Dónde, en el cinturón?

– Sí, ¿por qué?

– Por nada, antes he visto que detrás de la caravana se te ha enganchado la mano en la chaqueta.

– No se me ha enganchado, sólo… ¿A qué viene esto?

– Nada, sólo iba a decir que yo siempre llevo mi cargador extra en el bolsillo de la chaqueta. Le da un poco de peso extra, ¿sabes? Así, cuando has de sacar el arma, la tela está estirada y no se engancha.

– Gracias por el consejo -dijo sin cambiar la voz-. ¿Podemos concentrarnos en esto ahora?

– Claro, Rachel. ¿Vas a llevar la voz cantante tú?

– Si no te importa.

– En absoluto.

Bosch la siguió por la rampa. A Rachel le pareció ver una sonrisa en el rostro de él en el reflejo del cristal de la puerta del remolque. La abrió, activando un timbre que anunció su llegada.

Entraron en un bar pequeño y vacío. A la derecha había una mesa de billar, con su fieltro verde desteñido por el tiempo y manchado con salpicaduras de bebida. Era una mesa pequeña, pero aun así no quedaba suficiente espacio para jugar con un mínimo de condiciones. Incluso abrir el juego requeriría sostener el taco en un ángulo de cuarenta y cinco grados.

A la izquierda de la puerta había una barra con seis taburetes, con tres estantes de vasos y veneno a elegir detrás. No había nadie en la barra, pero antes de que Rachel o Bosch pudieran decir hola, se abrieron unas cortinas negras a la izquierda de la barra y salió un hombre, con los ojos arrugados por el sueño aunque casi era mediodía.

– ¿Puedo ayudarles? Es muy temprano, ¿no?

Rachel respondió mostrando sus credenciales y eso pareció abrirle un poco más los ojos. Tendría sesenta y pocos, calculó ella, aunque el cabello descuidado y la barba canosa de varios días podrían haber desviado su estimación.

El hombre asintió como si hubiera resuelto algún tipo de misterio interno.

– Usted es la hermana, ¿no?

– Disculpe.

– Usted es la hermana de Tom, ¿no? Dijo que vendría.

– ¿Qué Tom?

– Tom Walling, ¿quién creía?

– Estamos buscando a un hombre llamado Tom que lleva a los clientes de los burdeles. ¿Es ése Tom Walling?

– Es lo que le estoy diciendo. Tom Walling era mi chófer. Me dijo que a lo mejor un día vendría su hermana a buscarlo. No me dijo que fuera usted agente del FBI.

Rachel asintió, tratando de ocultar la impresión. No era necesariamente la sorpresa lo que la sacudió, sino la audacia y el profundo significado y magnitud del plan de Backus.

– ¿Cuál es su nombre, señor?

– Billings Rett. Soy el dueño de este local y también el alcalde.

– El alcalde de Clear.

– Eso es.

Rachel sintió que algo le golpeaba el brazo y al bajar la mirada se encontró con el archivo que contenía las fotos. Bosch se lo estaba dando, pero permanecía en la retaguardia. Parecía saber que de repente las cosas habían dado un bandazo. Se trataba más de ella que de Terry McCaleb o de él mismo. Rachel cogió la carpeta y extrajo una de las fotografías que McCaleb había sacado del cliente de la excursión de pesca conocido por él como Jordán Shandy. Se la mostró a Billings Rett.

– ¿Este es el hombre al que conocía como Tom Walling?

Rett sólo pasó unos segundos mirando la foto.

– Es él. Incluida la gorra de los Dodgers. Veíamos todos los partidos en la parabólica, y Tom era de los Dodgers hasta la médula.

– ¿Conducía un coche para usted?

– El único coche. No es un negocio tan grande.

– ¿Y le dijo que vendría su hermana?

– No, dijo que a lo mejor vendría. Y me dio algo.

El hombre se volvió y miró los estantes que había detrás de la barra. Encontró lo que estaba buscando y estiró el brazo hasta el estante superior. Bajó un sobre y se lo tendió a Rachel. El sobre dejó un rectángulo en el estante de cristal. Llevaba un tiempo allí.

Ponía el nombre completo de Rachel. Ella giró ligeramente el cuerpo como para ocultarse de Bosch y empezó a abrirlo.

– Rachel -dijo Bosch-, ¿ no deberías procesarlo antes?

– No importa. Sé que es de él.

La agente rasgó el sobre y sacó una tarjeta de ocho por doce. Empezó a leer la nota manuscrita.


Querida Rachel:

Si como espero eres la primera en leer esto, es que te he enseñado bien. Espero encontrarte con buena salud y buen ánimo. Sobre todo, espero que esto signifique que has sobrevivido a tu confinamiento en el FBI y estás otra vez arriba. Espero que aquel que arrebata pueda también devolver. Nunca fue mi intención condenarte, Rachel. Y ahora, con este último acto, mi intención es salvarte.

Adiós, Rachel, R.


Rachel lo releyó rápidamente y después lo pasó por encima del hombro a Bosch. Mientras él lo leía, ella continuó con Billings Rett.

– ¿Cuándo se lo dio y qué le dijo exactamente?

– Fue hace un mes aproximadamente, días más o menos, y entonces fue cuando me dijo que se iba. Me pagó el alquiler, dijo que quería conservar el sitio, y me dio el sobre y dijo que era para su hermana y que seguramente pasaría a buscarlo. Y aquí está usted.

– Yo no soy su hermana -le soltó Rachel-. ¿Cuándo vino él a Clear por primera vez?

– Es difícil de recordar. Hace tres o cuatro años.

– ¿Por qué vino aquí?

Rett negó con la cabeza.

– Me supera. ¿Por qué va la gente a Nueva York? Todo el mundo tiene sus razones. Y él no compartió la suya conmigo.

– ¿Cómo terminó conduciendo para usted?

– Estaba un día por aquí jugando al billar y yo le pregunté si necesitaba trabajo. El dijo que no le vendría mal, y así empezó. No era un trabajo a tiempo completo. Sólo cuando alguien llamaba pidiendo un viaje. La mayoría de la gente llega aquí en su coche.

– Y entonces, hace tres o cuatro años, le dijo que se llamaba Tom Walling.

– No, me lo dijo cuando me alquiló el remolque. Eso fue la primera vez que vino aquí.

– ¿Y hace un mes? ¿Ha dicho que le pagó y se marchó?

– Sí, dijo que volvería y quería conservar el sitio. Lo alquiló hasta agosto. Pero se fue y no he vuelto a tener noticias suyas.

Fuera del bar sonó una alarma. El Mercedes. Rachel se volvió a Bosch, quien ya estaba dirigiéndose a la puerta.

– Voy-dijo.

Salió del bar dejando a Rachel sola con Rett. Ella se volvió hacia el alcalde.

– ¿Alguna vez le dijo Tom Walling de dónde venía?

– No, nunca lo mencionó. No hablaba demasiado.

– Y usted nunca preguntó.

– Cielo, en un lugar como éste no se hacen preguntas. A la gente que viene aquí no le gusta contestar preguntas. A Tom le gustaba conducir y ganarse unos pavos de vez en cuando, y después venía y echaba una partida solo. No bebía, sólo mascaba chicle. Nunca se mezclaba con las putas y nunca llegaba tarde a recoger a un cliente. Para mí era perfecto. El tipo que conduce para mí ahora, siempre…

– No me importa el tipo que tiene ahora.

Sonó la campana detrás de Rachel y cuando ésta se volvió vio que Bosch estaba entrando. El le hizo una seña con la cabeza para decirle que todo estaba en orden.

– Han tratado de abrir la puerta. Creo que el cierre para niños no funciona.

Rachel asintió con la cabeza y centró su atención nuevamente en Rett, el orgulloso alcalde de una ciudad de burdeles.

– Señor Rett, ¿dónde está el domicilio de Tom Walling?

– Tiene el remolque sencillo que hay en el risco, al oeste del pueblo. -Rett sonrió, revelando un diente podrido en la fila inferior, y continuó-: Le gustaba estar fuera del pueblo. Me dijo que no le gustaba estar cerca de toda la excitación de por aquí. Así que lo puse allí, detrás de Titanic Rock.

– ¿Titanic Rock?

– Lo reconocerá cuando llegue allí, si ha visto la peli. Además, uno de esos escaladores listillos que vienen por aquí lo marcó. Ya lo verá. Coja la carretera de aquí detrás hacia el oeste, no tiene pérdida. Busque el barco que se hunde.

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