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Eleanor Wish salió a abrirme, y eso me sorprendió. Dio un paso atrás para dejarme pasar.

– No me mires así, Harry -dijo ella-. Tienes la impresión de que nunca estoy aquí y de que salgo todas las noches y dejo a Maddie con Marisol. No es así. Trabajo tres o cuatro noches por semana y normalmente eso es todo.

Levanté las manos en ademán de rendición y ella vio la venda en torno a la palma de mi mano derecha.

– ¿Qué te ha pasado?

– Me corté con un trozo de metal.

– ¿Qué metal?

– Es una historia larga.

– ¿Esa movida del desierto de hoy?

Asentí con la cabeza.

– Debería haberlo sabido. ¿Te va a impedir tocar el saxofón?

Aburrido con mi jubilación, había empezado a tomar lecciones el año anterior de un jazzman retirado con el que me había cruzado en un caso. Una noche, cuando las cosas estaban bien entre Eleanor y yo, me había llevado el instrumento y había tocado una canción llamada Lullaby. A ella le gustó.

– De hecho, tampoco he estado tocando.

– ¿Cómo es eso?

No quería decirle que mi maestro había muerto y que la música había desaparecido temporalmente de mi vida.

– Mi maestro quería que cambiara del alto al tenor, más bien al «temor» de tener que escucharme.

Ella sonrió ante mi lamentable chiste y dejamos el tema. La había seguido a lo largo de la casa hasta la cocina, donde la mesa era de hecho una mesa de póquer de fieltro, con manchas de cereales que había dejado Maddie. Eleanor había jugado seis manos descubiertas para practicar. Se sentó y empezó a recoger las cartas.

– Por mí, no lo dejes -dije-. Sólo he venido para ver si podía acostar a Maddie. ¿Dónde está?

– Marisol la está bañando. Pero contaba con acostarla yo esta noche. He trabajado las últimas tres noches.

– Oh, bueno, no importa. Entonces sólo le diré hola. Y adiós. Me vuelvo hoy.

– Entonces, ¿por qué no te ocupas tú? Tengo un libro nuevo para leerle. Está en el mostrador.

– No, Eleanor, quiero que lo hagas tú. Sólo quiero verla porque no sé cuándo voy a volver.

– ¿Sigues trabajando en un caso?

– No, eso más o menos ha terminado en el desierto.

– Las noticias de la tele no decían gran cosa cuando las he visto. ¿Qué es?

– Es una larga historia.

No tenía ganas de contarla de nuevo. Me acerqué a la encimera para mirar el libro que ella había comprado. Se llamaba Billy's Big Day y en la cubierta se veía a un mono de pie en el peldaño más alto de una ceremonia de entrega de premios al estilo de los Juegos Olímpicos. Estaban colgando la medalla de oro del cuello del mono. Un león recibía la medalla de plata y un elefante la de bronce.

– ¿Vas a volver al departamento?

Estaba a punto de abrir el libro, pero lo dejé y miré a Eleanor.

– Todavía me lo estoy pensando, pero eso parece.

Ella asintió con la cabeza.

– ¿Alguna opinión nueva?

– No, Harry. Quiero que hagas lo que tú quieras.

Me pregunté por qué cuando la gente te dice que hagas lo que quieras, siempre lo dice con sospecha y críticas a posteriori. ¿De verdad quería Eleanor que hiciera lo que quisiera? ¿O lo estaba diciendo como una forma de minar todo el planteamiento?

Antes de que pudiera decir nada, mi hija entró en la cocina y se quedó de pie para que la contempláramos. Llevaba un pijama a rayas azules y naranjas y tenía el pelo húmedo y peinado hacia atrás.

– Se presenta una pequeña dama -dijo.

Eleanor y yo sonreímos al unísono y simultáneamente abrimos los brazos para recibirla. Maddie fue primero hacia su madre. Yo no tenía problema con eso, pero me sentí un poco como cuando tiendes la mano y el otro no hace el menor caso. Bajé los brazos y al cabo de unos momentos Eleanor acudió en mi ayuda.

– Ve a darle un abrazo a papá.

Maddie vino hacia mí y yo la levanté en un abrazo. Pesaba apenas dieciocho kilos. Es asombroso poder sostener todo lo que es importante para ti con un solo brazo. Mi hija puso su cabeza mojada en mi pecho y no me importó en absoluto que me estuviera mojando la camisa.

– ¿Cómo estás, peque?

– Estoy bien. Hoy te he dibujado

– ¿De verdad? ¿Puedo verlo?

– Bájame.

Hice lo que me pidió y ella salió de la cocina corriendo descalza por el suelo de baldosas hacia su habitación. Miré a Eleanor y sonreí. Los dos conocíamos el secreto. No importaba lo que tuviéramos o dejáramos de tener el uno para el otro, siempre tendríamos a Madeline y eso podría ser suficiente.

La carrera de los pies descalzos se hizo de nuevo audible y Maddie enseguida estuvo de vuelta en la cocina, arrastrando un trozo de papel que sostenía en alto como una cometa. Lo cogí y lo estudié. Mostraba la figura de un hombre con bigote y ojos oscuros. Tenía las manos extendidas y en una de ellas empuñaba una pistola. En el otro lado de la hoja había otra figura. Esta, dibujada en rojos y naranjas, tenía las cejas unidas en una severa uve negra para indicar que era uno de los malos.

Me agaché hasta la altura de mi hija para mirar el dibujo con ella.

– ¿Yo soy el de la pistola?

– Sí, porque eras policía.

– ¿Y quién es este hombre tan peligroso?

Maddie señaló con el dedo la otra figura del dibujo.

– Es el señor Demonio.

Sonreí.

– ¿Quién es el señor Demonio?

– Es un luchador. Mamá dice que tú luchas contra los demonios, y él es el jefe.

– Ya veo.

Miré por encima de la cabecita a Eleanor y sonreí. No estaba enfadado con nada. Simplemente estaba enamorado de mi hija y de su forma de ver el mundo: la forma literal en que lo interpretaba y lo elaboraba todo. Sabía que no duraría demasiado, así que atesoraba cada momento en que la veía y la escuchaba.

– ¿Me puedo quedar este dibujo?

– ¿Por qué?

– Porque es precioso y quiero guardarlo siempre. He de irme durante un tiempo y me gustaría poder verlo cuando quiera. Me recordará a ti.

– ¿Adónde vas?

– Voy a volver al sitio que llaman la Ciudad de Los Ángeles.

Ella sonrió.

– Es una tontería. Los ángeles no se pueden ver.

– Ya lo sé, pero mira, mamá tiene un libro nuevo para leerte de un mono que se llama Billy. Así que yo te voy a decir buenas noches ahora y volveré a verte en cuanto pueda. ¿Te parece bien, peque?

– Vale, papá.

La besé en ambas mejillas y la abracé con fuerza. Después la besé en el pelo y la solté. Me levanté con el dibujo y le di el libro que Eleanor iba a leerle.

– ¿Marisol? -llamó Eleanor.

Marisol apareció al cabo de unos segundos, como si hubiera estado esperando en la sala de estar vecina su momento de entrar en escena. Yo sonreí y la saludé con la cabeza mientras ella recibía las instrucciones.

– ¿Por qué no llevas a Maddie a la habitación? Yo iré en cuanto le diga buenas noches a su padre.

Observé cómo mi hija salía con su niñera.

– Lo siento -dijo Eleanor.

– ¿Qué, el dibujo? No te preocupes. Me gusta. Lo voy a poner en la nevera.

– No sé dónde lo oyó. No le he dicho directamente a ella que tú luchas con los demonios. Debe de haberme escuchado al teléfono o algo.

En cierto modo habría preferido que se lo hubiera dicho directamente a nuestra hija. La idea de que Eleanor estuviera hablando de mí de ese modo con alguien más -alguien al que no mencionó- me molestó. Traté de disimularlo.

– No pasa nada -dije-. Míralo de esta forma, cuando vaya a la escuela y los niños digan que su papá es abogado o bombero, ella tendrá el comodín. Dirá que su padre lucha contra los demonios.

Eleanor se echó a reír, pero se interrumpió al pensar en algo.

– Me pregunto qué dirá que hace su madre.

No podía responder a eso, así que cambié de tema.

– Me gusta porque su visión del mundo está despejada de significados más profundos -dije mientras volvía a mirar el dibujo-. Es tan inocente…

Negué con la cabeza y recordé una historia.

– Cuando era niño y todavía vivía con mi madre, hubo una vez en que teníamos coche. Un Plymouth Belvedere de dos colores con transmisión automática. Creo que se lo dejó su abogado durante un par de años. El caso es que ella de repente decidió que quería recorrer el país de vacaciones. Así que cargamos el coche y simplemente nos fuimos. Ella y yo.

»Bueno, en algún sitio del sur, no recuerdo dónde, paramos a echar gasolina y había dos fuentes de agua al lado de la estación de servicio. Había dos carteles. Uno decía "Blancos" y el otro "De color". Y el caso es que yo fui al que ponía "De color" porque quería saber de qué color sería el agua. Antes de hacerlo, mi madre me agarró y me explicó algunas cosas.

»Recuerdo eso y la verdad es que me habría gustado que me hubiera dejado ver el agua sin explicarme nada.

Eleanor sonrió.

– ¿Qué edad tenías?

– No lo sé. Unos ocho.

Ella se levantó entonces y se me acercó. Me besó en la mejilla y yo dejé que lo hiciera. La enlacé suavemente por la cintura.

– Buena suerte con tus demonios, Harry.

– Sí.

– Si alguna vez cambias de idea, estoy aquí. Estamos aquí.

Asentí.

– Ella hará que tú cambies de idea, Eleanor. Espera y verás.

Eleanor sonrió, pero de manera triste, y me acarició la barbilla con suavidad.

– Asegúrate de que la puerta queda bien cerrada.

– Claro.

La solté y vi que caminaba hacia la cocina. Después miré el dibujo del hombre que peleaba con su demonio. Mi hija me había puesto una sonrisa en el rostro.

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