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Mi primera entrevista fue en los muelles del puerto deportivo de Cabrillo, en San Pedro. Siempre me había gustado ir allí, aunque rara vez lo hacía. No sé por qué. Es una de esas cosas de las que te olvidas hasta que vuelves a hacerla y entonces recuerdas que te gusta. La primera vez que estuve era un fugitivo de dieciséis años. Fui hasta los muelles de San Pedro y pasé mis días haciéndome un tatuaje y observando los barcos de atún que llegaban. Pasé las noches durmiendo en un remolcador que no estaba cerrado con llave, el Rosebud. Hasta que un capitán de puerto me pilló y me devolvió a la casa de acogida con las palabras Hold Fast tatuadas en los nudillos.

El puerto de Cabrillo era más nuevo que en mi recuerdo. Aquéllos no eran los muelles de pesca donde yo había ido a parar tantos años antes. Cabrillo Marina proporcionaba amarres para la flota de placer. Los mástiles de un centenar de veleros asomaban, detrás de unas verjas cerradas, como un bosque después de un incendio devastador. Más atrás había filas de yates de motor, de muchos millones de dólares.

Otros no. El barco de Buddy Lockridge no era un castillo flotante. Lockridge, de quien Graciela McCaleb me había dicho que era el compañero de su marido en el negocio de las excursiones de pesca y su amigo más cercano al final, vivía en un velero de diez metros de eslora que daba la impresión de que tenía en cubierta todo lo que podía contener uno de veinte. Era un basurero, no por culpa del barco en sí, sino por cómo lo cuidaban. Si Lockridge hubiera vivido en una casa habría tenido coches amontonados en el patio y paredes de periódicos apilados en el interior.

Me había abierto la verja desde el barco y había salido del camarote con unos shorts, sandalias y una camiseta gastada y lavada tantas veces que la inscripción que lucía en el pecho resultaba ilegible. Graciela había llamado para avisarlo. Lockridge sabía que quería hablar con él, pero no la razón exacta por la que deseaba hacerlo.

– Bueno -dijo al bajar del barco y pisar el muelle-. Graciela dijo que está investigando la muerte de Terry. ¿Es una cuestión del seguro?

– Sí, podría decirse.

– ¿Es usted detective privado o algo así?

– Algo así, sí.

Me pidió la identificación y yo le mostré la cartera con la copia laminada de mi licencia que me habían enviado desde Sacramento. Levantó una ceja en un gesto de perplejidad ante mi nombre formal.

– Hieronymus Bosch. Como ese pintor loco, ¿eh?

Era raro que alguien reconociera mi nombre. Eso me explicaba algo de Buddy Lockridge.

– Algunos dicen que estaba loco. Otros dicen que predijo el futuro con precisión.

La licencia pareció calmarlo y dijo que podíamos hablar en su barco o dar un paseo hasta la tienda de artículos náuticos para tomar un café. Me habría gustado echar un vistazo a su hogar y barco -era una estrategia básica de investigación-, pero no quería resultar demasiado obvio al respecto, así que le respondí que no me vendría mal un poco de cafeína.

La tienda de náutica estaba a cinco minutos paseando del muelle. Charlamos por el camino y yo sobre todo escuché la queja de Buddy acerca de su retrato en la película inspirada en el trasplante de corazón de McCaleb y en su búsqueda del asesino de su donante.

– Le pagaron, ¿no? -pregunté cuando hubo terminado.

– Sí, pero ésa no es la cuestión.

– Sí lo es. Ponga el dinero en el banco y olvídese de lo demás. Es sólo una película.

Había algunas mesas y bancos en el exterior de la tienda y nos tomamos el café allí. Lockridge comenzó a formular preguntas antes de que yo tuviera ocasión de empezar. Dejé que echara la caña. Lo consideraba una parte muy importante de mi investigación, puesto que conocía a Terry McCaleb y era uno de los dos testigos de su muerte.

Quería que se sintiera cómodo conmigo, así que le permití que preguntara.

– ¿Cuál es su curriculum? -preguntó-. ¿Fue poli?

– Casi treinta años. En el Departamento de Policía de Los Ángeles. La mitad del tiempo trabajé en homicidios.

– Homicidios, ¿eh? ¿Conocía a Terror?

– ¿Qué?

– Me refiero a Terry. Yo lo llamaba Terror. -¿Cómo es eso?

– No lo sé. Simplemente lo hacía. Le pongo mote a todos. Terry había sido testigo presencial del terror en el mundo, así que lo llamaba Terror.

– ¿ Y yo? ¿ Cuál va a ser mi mote?

– Usted… -Me miró como un escultor sopesando un bloque de granito-. Um…, Maleta Harry. -¿Por qué?

– Porque lleva la ropa bastante arrugada, como si la guardara en una maleta.

Asentí.

– Muy bien.

– Así que ¿conocía a Terry?

– Sí, lo conocía. Coincidimos en algunos casos cuando él estaba en el FBI. Y después en otro más después de que recibió su nuevo corazón.

Lockridge chascó los dedos y me señaló.

– Ahora lo recuerdo, usted era el poli. Usted es el que estuvo aquella noche en su barco cuando aparecieron dos matones para liquidarlo. Salvó a Terry y después él lo salvo a usted.

Dije que sí con la cabeza.

– Exacto. ¿Puedo hacerle unas preguntas, Buddy?

El abrió las manos, dando a entender que estaba preparado y que no tenía nada que ocultar.

– Oh, claro, tío. No pretendía acaparar el micrófono, en serio.

Saqué mi libreta y la puse sobre la mesa. -Gracias. Empecemos con la última salida en barco. Cuénteme.

– Bueno, ¿qué quiere saber?

– Todo.

Lockridge resopló.

– Es mucho pedir-dijo.

Sin embargo, empezó a contarme la historia. Lo que inicialmente me explicó coincidía con los escuetos relatos que había leído en los periódicos de Las Vegas y con lo que había oído cuando asistí al funeral de McCaleb. McCaleb y Lockridge habían salido en una excursión de pesca de cuatro días y tres noches, llevando a una partida de un solo hombre a las aguas de Baja California para pescar marlines. El cuarto día, cuando regresaban al puerto de Avalon, en la isla de Catalina, McCaleb se desplomó en el timón. Estaban a veintidós millas de la costa, a medio camino entre San Diego y Los Ángeles. Se emitió una llamada de auxilio por radio a la Guardia Costera y enviaron un helicóptero de rescate. McCaleb fue aerotransportado a un hospital de Long Beach, donde ingresó cadáver.

Cuando hubo terminado su relato asentí como si todo coincidiera con lo que ya había oído.

– ¿Lo vio derrumbarse?

– No, aunque lo noté.

– ¿Qué quiere decir?

– Bueno, él estaba arriba, al timón. Yo estaba en cubierta con el cliente. Navegábamos hacia el norte, rumbo a casa. El cliente ya había tenido bastante pesca por entonces, o sea que ni siquiera teníamos las cañas en el agua. Terry iba al máximo, probablemente a veinticinco nudos. Así que Otto, el cliente, y yo estábamos en el puente de mando y el barco de repente hizo un giro de noventa grados hacia el oeste. A mar abierto, tío. Sabía que eso no estaba planeado, así que subí por la escalera y en cuanto asomé la cabeza vi a Terry doblado sobre el timón. Se había desplomado. Llegué hasta él y estaba vivo, pero completamente en las nubes.

– ¿Qué hizo?

– Fui socorrista. En Venice Beach. Todavía sé hacer una reanimación. Llamé a Otto para que se ocupara del timón y me puse a atender a Terry mientras Otto tomaba el control del barco y sacaba la radio para llamar a la Guardia Costera. No conseguí reanimar a Terry, pero no paré de echar aire en sus pulmones hasta que apareció el helicóptero. Tardaron mucho.

Tomé una nota en mi libreta. No porque fuera importante, sino porque quería que Lockridge supiera que lo tomaba en serio y que lo que él considerara importante también era importante para mí.

– ¿Cuánto tardaron?

– Veinte, veinticinco minutos. No estoy seguro de cuánto fue, pero parece una eternidad cuando estás tratando de que alguien siga respirando.

– Sí, toda la gente con la que he hablado dijo que hizo todo lo posible. Así que Terry nunca pronunció ni una palabra. Sólo se desplomó sobre el timón.

– Exactamente.

– ¿Entonces qué fue lo último que le dijo?

Lockridge empezó a morderse la uña de uno de sus pulgares mientras intentaba recordarlo.

– Buena pregunta. Supongo que fue cuando volvió a la barandilla que da al puente de mando y gritó que estaríamos en casa al anochecer.

– ¿Y cuánto tiempo pasó entre que dijo eso y se desplomó?

– Una media hora, o un poco más.

– ¿Y tenía buen aspecto?

– Sí, parecía el Terror de siempre. Nadie habría adivinado lo que iba a pasar.

– Por entonces llevaban cuatro días en el barco, ¿no?

– Eso es. Bastante apretados porque el cliente ocupó el camarote principal. Terry y yo dormíamos en el camarote de proa.

– ¿Durante ese tiempo vio si Terry se tomaba sus medicinas todos los días? Todas las pastillas que tenía que tomarse.

Lockridge asintió con énfasis.

– Ah, sí, no paraba de tomar pastillas. Cada mañana y cada noche. Hemos estado juntos en muchas excursiones de pesca. Era su ritual, era como un reloj. Nunca fallaba. Y en este viaje tampoco.

Tomé un par de apuntes más, sólo para mantenerme en silencio e incitar a Lockridge a seguir hablando. Pero no lo hizo.

– ¿Mencionó que tenían un gusto diferente o que se sentía diferente después de tomarlas?

– ¿De eso se trata? ¿Están tratando de decir que Terry se tomó las pastillas equivocadas para no tener que pagar el seguro? De haberlo sabido, nunca habría aceptado hablar con usted.

Empezó a levantarse. Yo me estiré y lo agarré por el brazo.

– Siéntese, Buddy. No sé trata de eso. Y yo no trabajo para la compañía de seguros.

El se dejó caer pesadamente en el banco y se miró el brazo en el lugar donde lo había agarrado.

– ¿Entonces de qué se trata?

– Ya sabe de qué se trata. Sólo me estoy asegurando de que la muerte de Terry fue como se supone que fue.

– ¿Se supone que fue?

Me di cuenta de que no había elegido bien mis palabras.

– Lo que estoy tratando de decir es que quiero asegurarme de que no le ayudaron.

Lockridge me estudió durante varios segundos y asintió lentamente.

– ¿Se refiere a que las pastillas estaban contaminadas o manipuladas?

– Quizá.

Lockridge cerró la mandíbula con fuerza y resolución. No me pareció que estuviera actuando. -¿Necesita alguna ayuda?

– Podría necesitarla, sí. Mañana por la mañana voy a ir a Catalina. Voy a mirar en el barco. ¿Puede reunirse conmigo allí?

– Por supuesto.

Parecía entusiasmado y sabía que al final tendría que poner coto a eso, pero por el momento quería su cooperación plena.

– Bien. Ahora deje que le haga unas pocas preguntas más. Hábleme del cliente de la excursión. ¿Conocían a ese tipo Otto de antes?

– Ah, sí, llevamos a Otto un par de veces al año. Vive en la isla, y ésa es la única razón por la que hicimos la excursión de varios días. Ése era el problema con el negocio, pero a Terror nunca le importó. El era feliz quedándose en aquel puertecito y esperando la mitad de los días.

– Pare un momento, Buddy. ¿De qué está hablando?

– Estoy hablando de que Terry mantenía el barco en la isla. Lo que conseguíamos allí era gente que estaba visitando Catalina y que quería salir unas horas a pescar. No conseguíamos las excursiones importantes. En los trabajos de tres, cuatro o cinco días es donde se saca buen dinero. Otto era la excepción porque vive allí y le gustaba ir a pescar a México un par de veces al año y de paso echar una cana al aire.

Lockridge me estaba dando más información y vías de interrogatorio de las que podía manejar de una vez. Me quedé con McCaleb, pero sin duda iba a volver a Otto, el cliente de la excursión.

– ¿Está diciendo que Terry se conformaba con un negocio de poca monta?

– Exactamente, yo no paraba de decirle: «Traslada el negocio al continente, pon unos anuncios y consigue trabajo de verdad.» Pero él no quería.

– ¿Alguna vez le preguntó por qué?

– Claro, él quería quedarse en la isla. No quería estar siempre separado de la familia. Y quería tener tiempo para trabajar en sus archivos.

– ¿Se refiere a sus viejos casos?

– Sí, y también a algunos nuevos.

– ¿ Cuáles?

– No lo sé. Siempre estaba recortando artículos del periódico y guardándolos en carpetas, haciendo llamadas telefónicas, cosas así.

– ¿En el barco?

– Sí, en el barco. Graciela no se lo habría permitido en la casa. Terry me contó que a ella no le gustaba que lo hiciera. A veces llegaba al punto de quedarse a dormir en el barco por la noche. Al final. Creo que era por los archivos. Se había obsesionado con algo y ella había terminado diciéndole que se quedara en el barco hasta que lo superara.

– ¿Le contó eso?

– No tenía que hacerlo.

– ¿Algún caso o archivo en el que recuerde que estuviera interesado últimamente?

– No, él ya no me incluía en eso. Yo le ayudé en el caso de su corazón y después más o menos me dio con la puerta en las narices.

– ¿Eso le molestaba?

– De hecho, no. O sea, yo estaba dispuesto a ayudar. Pescar a tipos malos es más interesante que pescar atunes, pero sabía que ése era su mundo y no el mío.

Me sonó a respuesta ensayada, como si estuviera repitiendo una explicación que McCaleb le hubiera dado a él en alguna ocasión. Decidí dejarlo estar, aunque sabía que era una cuestión sobre la que regresaría.

– De acuerdo, volvamos a Otto. ¿Cuántas veces pescaron con él?

– Este era nuestro tercer, no, nuestro cuarto viaje.

– ¿Siempre a México?

– Más o menos.

– ¿A qué se dedica que puede permitirse eso?

– Está jubilado. Cree que es Zane Grey y quiere ir a hacer pesca deportiva, coger un marlín negro y colgarlo en la pared del salón. Se lo puede permitir. Me dijo que era comercial, pero nunca le pregunté qué vendía.

– ¿Jubilado? ¿Qué edad tiene?

– No lo sé, unos sesenta y cinco.

– ¿Jubilado de dónde?

– Creo que de Long Beach.

– ¿Qué quería decir hace un minuto con eso de que le gustaba ir a pescar y echar una cana al aire?

– Quería decir exactamente eso. Lo llevábamos a pescar y cuando parábamos en Cabo, siempre tenía algo aparte.

– Así que cada noche en este último viaje llevaron el barco a puerto siempre en Cabo.

– Las dos primeras noches en Cabo y después la tercera noche llegamos a San Diego.

– ¿Quién eligió esos sitios?

– Bueno, Otto quería ir a Cabo, y San Diego estaba a mitad de camino en el trayecto de vuelta. Siempre nos lo tomamos con calma a la vuelta.

– ¿Qué pasó con Otto en Cabo?

– Ya se lo he dicho, tenía algo aparte allí. Las dos noches se puso guapo y se fue a la ciudad. Creo que iba a encontrarse con una señorita. Había hecho algunas llamadas desde el móvil. -¿Está casado?

– Por lo que yo sé. Creo que por eso le gustaban las excursiones de cuatro días. Su mujer pensaba que estaba pescando. Ella probablemente no sepa que parábamos en Cabo por Margarita, y no me refiero al cóctel.

– Y Terry, ¿él también fue a la ciudad?

Respondió sin dudarlo.

– No, Terry no tenía nada en ese sentido, y nunca abandonaría el barco. Ni siquiera puso el pie en el muelle.

– ¿En qué sentido?

– No lo sé. Solamente dijo que no necesitaba hacerlo. Creo que era supersticioso.

– ¿Cómo es eso?

– Bueno, el capitán no abandona el barco, ese tipo de cosas.

– ¿Y usted?

– La mayor parte del tiempo me quedaba con Terry en el barco. De cuando en cuando iba a uno de los bares de la ciudad y eso.

– ¿Y en ese último viaje?

– No, me quedé en el barco. Iba un poco corto de pasta.

– ¿Así que en ese último viaje Terry nunca salió del barco?

– Exacto.

– Y nadie más que usted y Otto estuvo nunca en el barco, ¿verdad?

– Sí…, bueno, no exactamente.

– ¿A qué se refiere? ¿Quién estuvo en el barco?

– La segunda noche que fuimos a Cabo nos pararon los federales, la Guardia Costera mexicana. Dos tipos subieron a bordo y miraron durante unos minutos.

– ¿Por qué?

– Es una especie de rutina. De cuando en cuando te paran, tú pagas una pequeña tarifa y te dejan ir. -¿Un soborno?

– Un soborno, una mordida, como quiera llamarlo.

– Y eso ocurrió esta vez.

– Sí, Terry les dio cincuenta pavos cuando estaban en el salón y se fueron. Fue bastante rápido.

– ¿Registraron el barco? ¿Miraron los medicamentos de Terry?

– No, no llegaron a tanto. Para eso es el soborno, para ahorrarte todo eso.

Me di cuenta de que había dejado de tomar notas. Mucha información era nueva y merecía la pena seguir explorándola, pero sentí que ya había tenido suficiente por el momento. Digeriría lo que poseía y volvería a la carga. Tenía la sensación de que Buddy Lockridge me daría todo lo que necesitara, siempre y cuando lo hiciera sentirse parte de la investigación. Le pregunté los nombres exactos y las localizaciones de los puertos en los que habían amarrado por las noches en el viaje con Otto y anoté esta información en mi libreta. Después reconfirmé nuestra cita en el barco de McCaleb para el día siguiente. Le dije que iba a tomar el primer ferry y comentó que él tomaría el mismo. Lo dejé allí porque dijo que quería volver a entrar en la tienda de náutica para comprar algunos suministros.

Cuando tiramos las tazas de café de plástico en la papelera, me deseó buena suerte con la investigación.

– No sé qué es lo que va a encontrar. No sé si hay algo que encontrar, pero si a Terry lo ayudaron con esto, quiero que encuentre al que lo hizo. ¿Sabe a qué me refiero?

– Sí, Buddy, creo que sé a qué se refiere. Hasta mañana.

– Allí estaré.

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