21

El Executive Extended Stay Motel estaba cerca del extremo sur del Strip. No tenía luces de neón centelleando delante ni casino ni espectáculo de planta. De hecho, ningún ejecutivo se hospedaba allí. Era un lugar poblado por los moradores de los márgenes de la sociedad de Las Vegas. Los ludópatas, los estafadores, las trabajadoras del sexo, la clase de gente que no puede irse de la ciudad, pero que tampoco puede echar raíces de manera permanente.

Gente como yo. Con frecuencia cuando te encontrabas con un compañero inquilino del Double X, como lo llamaban los veteranos, te preguntaban cuánto tiempo llevabas y cuánto ibas a quedarte, como si estuvieras cumpliendo condena. Creía que muchos de los inquilinos del motel habían pasado por la experiencia real de la cárcel y había elegido el lugar por dos razones. Una era que todavía tenía que pagar una hipoteca en Los Ángeles y no podía permitirme quedarme mucho tiempo en un lugar como el Bellagio o el Mandalay Bay, o incluso el Riviera. Y la segunda era que no quería sentirme cómodo en Las Vegas. No quería nada que me hiciera sentir a gusto, porque cuando llegara el momento de irme, sólo quería devolver la llave y marcharme.

Llegué a Las Vegas a las tres y sabía que mi hija ya habría vuelto de la guardería y que podía ir a casa de mi ex mujer a verla. Quería hacerlo, pero también quería esperar. Tenía a Buddy Lockridge en camino y cosas que hacer. El FBI me había dejado salir de la autocaravana con la libreta todavía en el bolsillo y con el mapa de carreteras de Terry McCaleb todavía en mi coche. Quería usarlos antes de que la agente Dei pudiera darse cuenta de su error y venir a buscarme. Quería ver si podía dar el siguiente paso en el caso antes de que lo hiciera ella.

Me metí en el Double X y aparqué en mi sitio habitual, cerca de la valla que separaba el motel de los hangares de jets privados del aeropuerto McCarran. Me fijé en que un Gulfstream 9 que estaba estacionado allí cuando me había ido de Las Vegas tres días antes seguía en el mismo sitio. A su lado había un jet más pequeño, pero de aspecto más elegante. No sabía qué tipo de jet era, sólo que tenía el mismo aspecto que el dinero. Bajé del coche y subí por la escalera hasta mi apartamento de una habitación del primer piso. Era limpio y funcional y trataba de pasar allí el menor tiempo posible. Lo mejor era que la sala daba a un pequeño balcón. En los folletos de la inmobiliaria lo llamaban «balcón para fumadores». Era demasiado pequeño para poner una silla, pero podía quedarme apoyado en la alta barandilla y contemplar el aterrizaje de los jets de los multimillonarios. Y lo hacía con frecuencia. Me quedaba allí de pie e incluso lamentaba haber dejado de fumar. En ocasiones algún vecino salía a fumar al balcón mientras yo estaba allí. En un lado tenía un jugador que contaba las cartas -o un «jugador aventajado» como se autodenominaba-, y en el otro a una mujer de medios de ingresos indeterminados. Mis conversaciones con ellos eran superficiales, pues nadie quería formular ni responder a demasiadas preguntas en un lugar como aquél.

Las dos últimas ediciones del Sun estaban en la gastada alfombrilla de mi puerta. No había cancelado la suscripción porque sabía que a la mujer que vivía en el apartamento de al lado le gustaba leer el periódico a hurtadillas, después de lo cual volvía a doblarlo y lo metía en su bolsa de plástico. No sabía que yo lo sabía.

En el interior del apartamento dejé los periódicos en el suelo y puse el mapa de carreteras de McCaleb en la mesa del comedor. Saqué la libreta del bolsillo y también la dejé allí. Me acerqué a la puerta corredera y la abrí para ventilar un poco el ambiente. Quien había ocupado el apartamento antes que yo no usaba el balcón para fumadores y el sitio parecía impregnado de un olor a nicotina permanente.

Después de conectar mi móvil en el cargador de la pared, debajo de la mesa de comedor, marqué el número de Buddy Lockridge, pero la llamada fue al buzón de voz. Colgué antes de dejar un mensaje. A continuación llamé al número de Graciela McCaleb y le pregunté si ya había aparecido el FBI.

– Acaban de irse -dijo-. Han revisado un montón de cosas aquí y después han bajado al barco. Tenía razón, van a llevarse el barco. No sé cuándo lo recuperaré.

– ¿Ha visto a Buddy por ahí hoy?

– ¿Buddy? No, ¿se supone que tenía que venir hoy?

– No, sólo me lo preguntaba.

– ¿Sigue con el FBI?

– No, me han dejado ir hace un par de horas. Estoy en mi casa de Las Vegas. Voy a seguir trabajando en el caso, Graciela.

– ¿Por qué? Parece… Los agentes me han dicho que ahora es una investigación prioritaria. Creen que ese agente cambió sus medicamentos. Backus.

Lo que me estaba preguntando era qué podía hacer yo que no pudieran hacer los augustos poderes del FBI. La respuesta, por supuesto, era que nada. Pero recordé lo que Terry le había dicho de mí a Graciela. Que me querría a mí en el caso si algo le ocurría a él. Eso me impedía marcharme.

– Porque es lo que quería Terry -dije-, pero no se preocupe, si encuentro algo que el FBI no tiene, se lo daré. Como hoy. No trato de competir con ellos. Sólo estoy trabajando en el caso, Graciela.

– De acuerdo.

– Pero ya sabe que no ha de decirles esto si se lo preguntan. No creo que les hiciera ninguna gracia.

– Ya lo sé.

– Gracias, Graciela. La llamaré si hay novedades.

– Gracias, Harry, buena suerte.

– Probablemente la necesitaré.

Después de colgar, traté de llamar una vez más a Buddy Lockridge, pero de nuevo me salió el buzón de voz. Supuse que tal vez estaba en un avión con el móvil apagado. Al menos, eso esperaba. Esperaba que hubiera logrado entrar y salir del barco antes de que los agentes lo vieran. Dejé el teléfono y fui a la nevera. Me hice un sándwich de queso de máquina y pan blanco. Tenía las dos cosas en el frigorífico por si mi hija quería un sándwich caliente cuando me visitaba. Era uno de sus artículos de primera necesidad. Me salté la plancha y, de pie ante la encimera, me limité a comer rápidamente el sándwich insípido para llenar el vacío que tenía en el estómago. Después me senté en la mesa y abrí mi libreta por una página en blanco. Recurrí a un par de ejercicios de relajación que había aprendido años antes en mis clases de hipnosis. En mi mente vi una pizarra. Enseguida cogí la tiza y empecé a escribir en blanco sobre la superficie negra. Recreé lo mejor que pude las notas de Terry McCaleb del expediente del caso de los hombres desaparecidos: las notas que el FBI me había quitado. Cuando tuve todo lo que pude recordar en la pizarra empecé a reescribirlo en mi libreta. Pensé que tenía la mayor parte, salvo los números de teléfono, y eso no me importaba demasiado porque podía recuperarlos simplemente llamando a información.

A través del balcón abierto oí el agudo gañido de los motores de reacción. Otro avión estaba aparcando allí. Oí que los motores se apagaban y retornó el silencio.

Abrí el libro de mapas de carretera de McCaleb. Revisé cada una de las páginas y no vi ninguna otra anotación a mano aparte de las de la página que ilustraba el sur de Nevada y las secciones contiguas de California y Arizona. Una vez más observé lo que había hecho McCaleb. Había destacado con un círculo la zona de la reserva del Mojave, la cual incluía la salida de Zzyzx Road y la localización de la excavación de la escena del crimen del FBI. En el margen externo, había escrito una columna de números y los había sumado. El resultado era 138. Debajo había trazado una línea y había escrito: «Real: 148.»

Mi suposición era que esos números correspondían a kilómetros. Miré el mapa y descubrí que indicaba las distancias entre dos puntos cualesquiera de todas las carreteras significativas. En cuestión de segundos encontré números que coincidían con los que McCaleb había anotado en el margen de la página. Había sumado los totales entre Las Vegas y un lugar en la I-15, en medio del Mojave. Zzyzx Road era demasiado pequeño e inconsecuente para que su nombre apareciera en el mapa. Pero mi hipótesis era que ése era el lugar sin nombre de la interestatal 15 desde el que McCaleb había empezado a sumar kilometraje.

Anoté y sumé yo mismo los números en mi libreta. McCaleb tenía razón: 138 kilómetros, según el mapa. Pero después Terry había estado en desacuerdo o había trazado una ruta diferente, llegando al resultado de 148 kilómetros. Mi suposición era que había realizado el trayecto él mismo y había obtenido un resultado diferente al del mapa en el cuentakilómetros de su vehículo. La diferencia se debería a su localización en Las Vegas. El kilometraje del mapa debía haber usado un punto de partida diferente en la ciudad.

Desconocía el destino de McCaleb. No tenía ni idea de cuándo había hecho las anotaciones en el mapa ni de si éstas estaban relacionadas con el caso, pero creía que sí lo estaban porque empezaban a contar en Zzyzx Road. Eso no podía ser una coincidencia. Las coincidencias no existen.

Oí una tos procedente del exterior. Sabía que era la mujer de al lado que estaba fumando en su balcón. Me resultaba muy curiosa y estaba pendiente de ella cuando estaba en el Double X. No fumaba mucho y parecía salir al balcón sólo cuando llegaba un jet privado. Claro que a mucha gente le gusta observar los aviones. Pero yo pensaba que ella tramaba algo, y eso me daba más curiosidad. Pensaba que tal vez estaba localizando objetivos para los casinos o quizá para otros jugadores.

Me levanté y salí al balcón. Al hacerlo miré a la derecha y vi que mi vecina arrojaba algo al interior de su apartamento. Algo que no quería que yo viera.

– Jane, ¿qué tal?

– Bien, Harry. No te había visto últimamente.

– He estado fuera un par de días. ¿Qué tenemos aquí?

Miré al asfalto a través del aparcamiento. Otro jet de color negro brillante había estacionado junto a su hermano gemelo y una limusina negra aguardaba cerca de la escalerilla del avión. Un hombre con traje, gafas de sol y un turbante granate estaba bajando del aparato. Me di cuenta de que estaba echando por tierra la vigilancia de Jane si era una cámara o unos binoculares lo que había lanzado a su apartamento al verme.

– El sultán del swing -dije, sólo por decir algo.

Dio una calada al cigarrillo y volvió a toser. Sabía que Jane no era fumadora. Fumaba para que resultara plausible que estuviera en el balcón observando a hombres ricos y sus aviones. Tampoco tenía ojos marrones -la había visto en el balcón un día en que había olvidado ponerse las lentes de contacto tintadas- y el negro probablemente no era el color natural de su cabello.

Quería preguntarle qué tramaba, cuál era el juego o la estafa o el plan, pero también me gustaban nuestras conversaciones de balcón a balcón, y ya no era poli. Y lo cierto era que si Jane -no conocía su apellido- estaba metida en el negocio de separar a aquellos hombres ricos de parte de su fortuna, en el fondo no podía enfadarme demasiado. Toda la ciudad estaba construida sobre ese mismo principio. Echas los dados en la ciudad del deseo y obtienes lo que mereces.

Sentía que había algo intrínsecamente bueno en ella. Herido, pero bueno. Una vez que llevé a mi hija al apartamento nos topamos con Jane en la escalera y ella se detuvo para hablar con Maddie. A la mañana siguiente encontré una pantera de peluche en el felpudo, junto a mi periódico.

– ¿Cómo está tu hija? -preguntó ella, como si conociera mis pensamientos.

– Está bien. La otra noche me preguntó si el Rey de la Selva y la Reina de los Mares estaban casados.

Jane sonrió y yo vi otra vez la tristeza en sus ojos. Sabía que tenía que ver con niños. Le pregunté algo en lo que había estado pensando durante mucho tiempo.

– ¿Tienes hijos?

– Uno. Una niña un poco mayor que la tuya. Pero ya no está conmigo. Vive en Francia.

Fue lo único que dijo y yo lo dejé así, sintiéndome culpable por lo que tenía en mi vida y porque sabía antes de hacer la pregunta que estaba tentando el dolor en ella. Pero mi pregunta provocó que Jane asimismo me hiciera otra que probablemente había estado pensando durante mucho tiempo.

– ¿Eres poli, Harry?

Negué con la cabeza.

– Lo fui. En Los Ángeles. ¿Cómo lo sabes?

– Sólo intuición. Creo que fue por la forma en que bajaste del coche con tu hija, como si estuvieras preparado para saltar sobre cualquier cosa que se moviera.

Me encogí de hombros. Me había calado.

– Pensé que era bonito -añadió-. ¿ Qué haces ahora?

– En realidad nada. Me lo estoy pensando, ¿sabes?

– Sí.

De repente nos estábamos convirtiendo en algo más que vecinos que intercambian información superficial.

– ¿Y tú? -pregunté.

– ¿Yo? Estoy esperando algo.

Y punto. Sabía que era el final de la conversación en ese sentido. Le di la espalda y observé que otro sultán o jeque empezaba a bajar por la escalerilla del jet. La limusina estaba esperando con la puerta abierta. Me pareció que el chófer llevaba algo bajo la chaqueta, algo que podía sacar si las cosas se ponían feas en el trayecto. Miré a Jane.

– Nos vemos, Jane.

– Vale, Harry. Salúdala de mi parte.

– Lo haré. Ten cuidado.

– Tú también.

De nuevo en la sala, traté de llamar a Buddy Lockridge con el mismo resultado. Nada. Cogí el boli y tamborileé impacientemente en la libreta con él. Ya tendría que haber contestado. No me estaba preocupando. Me estaba enfadando. Los informes sobre Buddy eran que no era fiable. No tenía tiempo para eso.

Me levanté y fui a la kitchenette y saqué una cerveza de la nevera que había debajo de la encimera. Había un abridor en la puerta. Destapé la botella y eché un buen trago. La cerveza tenía buen sabor al bajar por mi garganta irritada por el polvo del desierto. Supuse que me la merecía.

Volví a la puerta del balcón, pero no salí. No quería volver a asustar a Jane. Miré desde dentro y vi que la limusina se había ido y que el nuevo jet estaba completamente cerrado. Me incliné para ver el balcón de Jane. Se había ido. Me fijé en que en el cenicero que había encima de la barandilla había apagado el pitillo después de fumarse menos de una cuarta parte. Alguien debería decirle que eso la delataba.

Al cabo de unos minutos, la cerveza se había acabado y yo había vuelto a la sala a mirar mis notas y el libro de mapas de McCaleb. Sabía que me estaba perdiendo algo, pero se me escapaba. Estaba allí, cerca. Pero todavía no podía alcanzarlo.

Sonó mi teléfono móvil. Finalmente era Buddy Lockridge.

– ¿Acaba de llamarme?

– Sí, pero le había dicho que no me llamara a este número.

– Ya lo sé, pero acaba de llamarme. Pensaba que eso significaba que era seguro.

– ¿Y si no hubiera sido yo?

– Tengo identificador de llamadas. Sabía que era usted.

– Sí, pero ¿cómo sabe que era yo? ¿Y si hubiera sido algún otro con mi teléfono?

– Ah.

– Sí, eso, «ah». Mire, Buddy, si va a trabajar para mí tiene que escuchar lo que le digo.

– Muy bien, muy bien, entendido.

– Bueno, ¿dónde está?

– En Las Vegas, tío. Como me ha dicho.

– ¿Sacó el material del barco?

– Sí.

– ¿Nada del FBI?

– Nada, tío. Todo bien.

– ¿Dónde está ahora mismo?

Mientras hablaba me fijé en mis notas y recordé algo del artículo del Times sobre los seis hombres desaparecidos. Más bien, recordé el círculo que Terry había trazado en el artículo del diario.

– Estoy en el B -dijo Lockridge.

– ¿El B? ¿Dónde está el B?

– El gran B, tío.

– Buddy, ¿de qué está hablando? ¿Dónde está? Susurró su respuesta.

– Pensaba que estábamos hablando en secreto, tío. Como si estuvieran escuchando.

– Buddy, no me importa si están escuchando. Déjese de códigos. ¿Qué es el gran B?

– El Bellagio, es un código simple, tío.

– Un código simple para una mente simple. ¿Me está diciendo que se ha registrado en el Bellagio a mi costa?

– Eso es.

– Bueno, pues cancele.

– ¿Que quiere decir? Acabo de llegar.

– No voy a pagar el Bellagio. Cancele, venga aquí y pídase una habitación donde yo estoy. Si pudiera permitirme ponerle en el Bellagio estaría allí yo mismo.

– No hay cuenta de gastos, ¿eh?

– No.

– De acuerdo. ¿Dónde está?

Le di el nombre y la dirección del Double X y enseguida supo que estaba en un lugar marginal.

– ¿ Hay pay-per-view?

– No hay nada. Venga aquí.

– Bueno, mire, yo ya me he registrado aquí. No van a devolverme el dinero. Ya han hecho el cargo en mi tarjeta y, además, ya he cagado en el lavabo. Eso es como tomar posesión de la habitación, ¿no? Me quedaré aquí una noche y mañana iré allí.

«Sólo va a haber una noche», pensé, pero no lo dije.

– Entonces todo lo que exceda de lo que cuesta este agujero lo va a pagar usted. No le dije que se registrara en el sitio más caro del Strip.

– Muy bien, muy bien, bájeme el sueldo si quiere. Sea así. No me importa.

– Muy bien, lo haré. ¿Tiene coche?

– No, he venido en taxi.

– Muy bien, baje en el ascensor y pida uno, y tráigame ese material.

– ¿Puedo ir antes a que me den un masaje?

– Buddy, por el amor de Dios, si no…

– Era broma. ¡Era broma! ¿No entiende un chiste, Harry? Voy para allí.

– Bueno, estoy esperando.

Colgué sin decir adiós e inmediatamente borré la conversación del radar de mi atención. Estaba acelerado. Continué. Pensé que había resuelto de manera inexplicable uno de los misterios. Miré mi recreación de la carpeta con notas de McCaleb a una línea en concreto.


Teoría del triángulo. 1 punto da 3.


En el artículo del diario McCaleb también había marcado la palabra «círculo» en la cita del detective de la Metro acerca de que el kilometraje en el coche de alquiler de uno de los hombres desaparecidos daba a la investigación un amplio círculo en el cual buscar pistas sobre lo ocurrido a los seis hombres.

Ahora pensé que McCaleb había marcado la palabra porque creía que estaba mal. La zona de búsqueda no era un círculo. Era un triángulo, lo cual significaba que los kilómetros del coche de alquiler formaban un triángulo. El punto uno era el aeropuerto, el origen. El coche de alquiler había sido sacado del aeropuerto y dejado en el punto dos. El punto dos era el lugar donde la víctima cruzó su camino con el secuestrador. Y el punto tres era el lugar donde el secuestrador se llevó a su víctima. Después, el coche fue devuelto al punto uno completándose así el triángulo.

Cuando McCaleb había escrito sus notas todavía no conocía Zzyzx Road. Tenía un punto: el lugar de devolución del coche en el aeropuerto. Por eso escribió: «1 punto da 3», porque sabía que si identificaba otro punto del triángulo, conduciría también a la localización del punto restante.

– Un punto más del triángulo significa que podemos averiguar los tres -dije en voz alta, traduciendo la nota de McCaleb del resumen.

Me levanté y empecé a pasear. Estaba acelerado y pensaba que me estaba acercando. Era cierto que el secuestrador podía haber hecho cualquier número de paradas con el coche de alquiler, dejando inservible de esta manera la teoría del triángulo. Pero si no lo había hecho, si había evitado distracciones y con determinación se había dedicado a lo que le ocupaba, entonces la teoría del triángulo se sostendría. Su meticulosidad podía contener su debilidad. Eso convertiría Zzyzx Road en el punto tres del triángulo, porque ésa habría sido la última parada del coche antes de ser devuelto al aeropuerto. Y eso hacía del punto dos el interrogante último. Era la intersección. El lugar donde el depredador había hallado a su presa. Su localización no era conocida en ese momento, pero gracias a mi compañero silencioso sabía cómo encontrarlo.

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