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– Vamos -dijo Melford en cuanto dejamos atrás al policía, que no subió de un salto a su coche para salir a perseguirnos. Ni siquiera reparó en nosotros-. ¿Qué esperabas? Tarde o temprano tenían que encontrarlos No es ninguna sorpresa.

– Esperaba que pudiéramos recuperar el talonario -dije yo con voz chillona, casi histérica.

– Vale. El talonario. Bueno, no creo que extendieran el cheque a tu nombre, ¿no? ¿Estaba a nombre de una empresa?

– Educational Advantage Media. La empresa para la que trabajo.

– Jesús bendito. Qué desvergüenza tiene esa gente. Bueno, ¿y cómo van a saber que eras tú el que estaba facilitando esas ventajas educativas?

– Yo era el único que trabajaba en esta zona. Además, mis huellas están por todas partes. Si toman las huellas de todos, acabarán por dar conmigo. Mierda -añadí. Me di una palmada en la rodilla.

– Eso no demuestra nada. Tú fuiste, trataste de venderles unos libros, y no resultó. No tienes ningún móvil. Si te sientas quietecito todo irá bien. -Melford apoyó la mano suavemente en mi hombro.

Estupendo. Ahora el asesino me iba a sobar un poco.

– No me parece muy buena solución. Sentarme quietecito y esperar a que me absuelvan.

A Dios gracias, la mano volvió al volante.

– No llegarás más allá del Gran Jurado.

– Uau, eso me tranquiliza. Supongo que ahora me animarás diciendo que como mucho me caerán unos años. Hace unos minutos hablabas de lo injusto que sería que me arrestaran.

– Vale, vale. -Y levantó la mano como si yo fuera una esposa quisquillosa-. Ya pensaré algo.

Melford aparcó y, por primera vez desde que vi el coche del policía delante de la caravana de Karen y Cabrón, escudriñé lo que me rodeaba. Estábamos en el exterior de un bar o algo parecido: una chabola ruinosa, con pintura blanca que se estaba desconchando, y un par de docenas de vehículos aparcados delante, en su mayoría camionetas. El aparcamiento era un tramo desnudo de tierra compactada por el peso de los neumáticos y los borrachos.

No fue exactamente que la música se detuviera cuando nosotros entramos, pero más o menos. Los hombres levantaron la vista de sus cervezas. Levantaron la vista de la mesa de billar. Los que había en la barra estiraron el cuello para mirar. No vi a ninguna mujer. Ni una.

En parte necesitaba creer que Melford sabía lo que hacía, pero lo de aquel bar no me pareció buena idea. La música fanfarrona de David Allan Coe sonaba desde la máquina de discos y ahogó el rugido de la sangre que resonaba en mis oídos. La imagen del policía me había asustado tanto que un dolor frío se extendió por todo mi cuerpo, como si alguien me hubiera clavado un carámbano en el corazón.

Aquel antro era una sala alargada, con suelo y paredes de hormigón, un reloj antiguo de pared, un poste luminoso de Budweiser y un póster gigante de cerveza con chicas rollizas. No había sillas, solo unas mesas de picnic y bancos, y en el rincón más apartado había una gran máquina de discos de las antiguas, de esas que tenían la parte de arriba redondeada. Más cerca de la barra, sorprendentemente adornada, había cuatro mesas de billar bien cuidadas, y todas estaban ocupadas. Lo que para mí equivalía a decir que en ellas había ocho rednecks con armas potenciales.

Melford se dirigió hacia la barra, nos sentamos y él llamó con un ademán al camarero, un hombre recio, con cola de caballo, que aparentaba cincuenta duros años de vida; estaba ojeroso, y en las manos tenía numerosas quemaduras que indicaban que había dejado que alguien le quemara con un cigarrillo toda la noche. Melford pidió dos Rolling Rocks; el camarero los dejó delante de nosotros con gesto escéptico. Yo miré los tatuajes azules desvaídos que le recorrían el antebrazo. Él miró mi corbata turquesa. Ojalá me la hubiera quitado. A nuestra espalda, las bolas de billar chocaban con sonido amenazador.

– Cuatro dólares -dijo el camarero-. Eh, chicos, ¿queréis algo de comer antes de que la cocina cierre? Tenemos buenas hamburguesas, pero dentro de quince minutos Tommy, el cocinero, estará demasiado borracho para manejar la parrilla.

– ¿Lo tiene cronometrado? -preguntó Melford.

– Solo hay que mirar de qué color tiene la cara. De aquí a unos quince minutos o se queda grogui o se sienta a llorar en un rincón. Se aceptan apuestas.

– Prefiero esperar hasta que conozca mejor a Tommy.

– Me parece bien, aunque esta noche lo seguro sería apostar por las lágrimas. Bueno, ¿qué, ponemos unas hamburguesas?

A pesar de todo lo que había pasado, me di cuenta de que estaba hambriento, tanto que me sentía como si mi organismo estuviera al borde del colapso.

– Yo quiero una -dije-. Mediana.

– ¿Con cebolla o patatas fritas?

– Cebolla.

– Que sea solo la cebolla -dijo Melford toqueteando la etiqueta de su botella de cerveza.

– Vale. Una hamburguesa con cebolla y una ración de cebolla.

– No, ninguna hamburguesa -lo corrigió Melford-. Yo no quiero nada, y él solo tomará los aros de cebolla. Bueno, mejor que sea una ración doble. Parece hambriento.

El camarero se inclinó hacia delante.

– ¿Y cómo es que sabes lo que quiere tu amigo mucho mejor que él?

– ¿Cómo sabes tú que tu cocinero se pondrá a llorar y no a dormir?

El camarero ladeó la cabeza en un gesto de concesión.

– Tienes razón.

Melford sonrió.

– Aros de cebolla. -Puso un billete de cinco en la barra-. Quédate el cambio.

El camarero hizo un gesto de asentimiento.

– ¿Tengo que comer aros de cebolla? -pregunté-. ¿Eso también es parte del código secreto de la ideología?

– Más o menos. Si quieres que seamos amigos, tendrás que dejar de comer carne.

– No quiero que seamos amigos. Quiero que desaparezcas de mi vida, que este día desaparezca de mi vida. ¿No es bastante castigo tener que ir contigo? ¿Encima tengo que renunciar a las hamburguesas?

– Entiendo cómo te sientes -dijo Melford-. Sé que no es nada personal. Ha sido un día muy intenso para ti.

– Gracias por ser tan jodidamente comprensivo. -Aparté la vista y respiré hondo para tranquilizarme. Que Melford hubiera dicho que Karen y Cabrón merecían morir no significaba que fuera verdad. Quizá lo mejor era no contrariarle. Así que cambié de tema-. ¿Nada de carne? ¿Qué eres, vegetariano o algo así?

– Sí, Lemuel, al ver que no como carne, has deducido correctamente que soy vegetariano. Y ¿sabes qué? Si supieras cómo torturan a los animales, tú también dejarías de comer carne por ti mismo. Pero no lo sabes, y seguramente tampoco te importa, así que tendré que obligarte. Después volveremos sobre el tema y sabrás por qué. Pero de momento, puedes seguirme por el camino de la ética.

– ¿Me vas a dar clases de ética?

– Es curioso, ¿verdad?

– Nunca había conocido a un vegetariano -comenté-. No me extraña que estés tan delgado.

– ¿Es que eres mi madre? Maldita sea, Lemuel. No comas nada que implique la muerte o explotación de otros animales y estarás bien. Y ni se te ocurra decirme que mira quién fue a hablar. Si solo comiéramos animales malvados que hubieran tomado opciones éticamente reprobables, me parecería perfecto. Antes me comería a aquellos dos de la caravana que una hamburguesa.

– No me estás ayudando mucho a convencerme de que no estás loco.

– Hablemos de algo más agradable. Háblame de esa encantadora damisela. ¿Cómo se llamaba, Chanda?

– Chitra -dije, en parte sintiéndome como un perfecto idiota por estar hablando sobre aquello en medio de una crisis tan grave y deseando darle las gracias por darme la oportunidad de hablar de Chitra.

– ¿Vais a ser novios? -preguntó él, sin asomo de burla.

Me encogí de hombros, algo abochornado.

– Tengo cosas más importantes de las que preocuparme en estos momentos. Además, casi no la conozco. La conocí la semana pasada.

– A mí me has conocido hoy y mira qué unidos estamos.

Preferí pasar por alto el comentario.

– No creo que sea posible. Yo tengo que trabajar todo el año para pagar la universidad, y ella entrará en Mount Holyoke dentro de un par de meses.

– Podéis mantener la relación a distancia -señaló.

– Sí, supongo. Parece difícil conservar algo con todas esas distracciones. Aunque imagino que es menos arriesgado si ella va a una escuela de chicas.

– Una universidad para mujeres.

– ¿Qué?

Dio un sorbo a su cerveza.

– No es una escuela de chicas. Es una universidad para mujeres.

– ¿Y a quién le importa, si se puede saber? -No estaba de humor para correcciones estúpidas.

– A mí me importa. Y a ti también. Las palabras importan, Lemuel, tienen poder y resonancia. Nunca habrá una verdadera igualdad si no nos sensibilizamos con el tema del vocabulario.

Fue entonces cuando noté un fuerte golpe en la nuca. Fue algo repentino y, más que doler, me sobresaltó. Me di la vuelta y vi a dos hombres con dos tacos de billar. Reían.

Los dos llevaban unos vaqueros gastados y camisetas, una medio rota y negra y la otra amarillo claro, con la leyenda Bob's Oysters. Debajo había una fotografía de una ostra con la palabra Ábreme saliendo de su… no sé cómo se llama, boca, agujero o como se diga.

Aunque se me había cerrado la garganta y tenía el corazón embalado, sentí que la rabia crecía en mi interior. La rabia de pensar «¿Por qué yo?». Éramos dos. Yo parecía un chico normal. Llevaba corbata, claro, pero ¿y qué? Melford era un objetivo más apropiado, con aquel pelo tan raro y blanco de postelectrocutado. Y en cambio habían ido a por mí. Siempre iban a por mí.

El silencio no duró más que un par de segundos. Ellos mantuvieron la mirada. Yo la aparté.

– Estáis un poco lejos de la mesa de billar, ¿no os parece, chicos? -dijo Melford.

«Los va a matar», pensé, entumecido por la impotencia. «Habrá más asesinatos, aquí mismo. Tendré que ver morir a más gente, a toda una sala.»

Bob's Oysters sonrió enseñando sus bonitos dientes marrones.

– Puede -dijo-. ¿Qué piensas hacer?

– ¿Yo? -Melford se encogió de hombros-. En realidad no quiero hacer nada. Y tú, ¿qué piensas hacer?

– ¿Qué?

– ¿Qué? -repitió Melford.

– ¿Qué has dicho?

– ¿Y tú, qué has dicho?

– No sé qué demonios pretendes.

– La verdad, no pretendo nada.

– No me gusta ver maricones por aquí -dijo el de la camiseta negra.

– Pues yo creo que nuestra política exterior con El Salvador es equivocada -repuso Melford.

El de la camiseta negra juntó las cejas.

– ¿De qué coño hablas?

– No sé, pensaba que se trataba de decir lo que piensa cada uno. Tu comentario me ha parecido bastante aleatorio, así que he pensado que yo podía hacer otro. -Levantó su cerveza y se terminó lo que quedaba de un trago. La agitó ante ellos, poniendo de manifiesto que estaba vacía-. ¿Queréis otra cerveza?

– ¿Y a ti qué te importa?

– Nada. Pero es que voy a pedir una para mí y, como estábamos en medio de una conversación, me ha parecido educado pedir una para vosotros. ¿Queréis?

El tipo calló. Su deseo de cerveza chocaba con su ira absurda. Quizá si Melford hubiera parecido nervioso, o inquieto, o asustado, la cosa habría sido distinta, pero empezaba a entender el poder de su tranquilidad.

– Claro -dijo el de la camiseta negra. Pestañeó con rapidez y se mordió el labio, como si hubiera malinterpretado algo y no quisiera admitirlo.

Los dos hombres cruzaron una mirada. Bob's Oyster se encogió de hombros.

Melford hizo una señal al camarero y pidió las cervezas. Los jugadores de billar cogieron sus jarras, el de la camiseta negra dio las gracias a Melford con la cabeza y él y su amigo volvieron a la mesa. Estaban confusos, y no se miraban entre ellos.

– Qué demonios -susurré ante una fuente de humeantes aros de cebolla que habían llegado durante la confrontación-. Pensaba que nos iban a dar una buena patada en el culo.

– Yo no. Verás, ese tipo solo había considerado dos posibles respuestas: o me peleaba con él o me acobardaba. Yo lo único que he hecho ha sido plantearlo desde un punto de vista diferente y de pronto la amenaza de la violencia ha desaparecido. No tiene ningún mérito.

Hacía que sonara tan fácil…

– Vale. ¿Y si hubiera decidido derribarte del taburete y golpearte la cabeza con el taco?

Melford se dio unas palmaditas en el bolsillo.

– Le habría matado.

Dejé que sus palabras quedaran un momento en el aire, sin saber muy bien si me complacían o me horrorizaban.

– Pero ¿por qué no matarlos directamente?

– Estoy dispuesto a defenderme y a luchar por lo que es correcto, pero no actúo indiscriminadamente. Solo quería salir de la situación sin que te hicieran daño, y he intentado lograrlo de la forma menos perjudicial.

Me lo quedé mirando, no solo lleno de alivio y gratitud, sino con una especie de admiración. Entonces me di cuenta de que, del mismo modo que me gustaba que Bobby me elogiara cuando vendía enciclopedias, me gustaba la atención que Melford me dedicaba. Me gustaba gustarle a Melford, que quisiera pasar su tiempo conmigo. Melford era alguien… Loco, violento e incomprensible, pero era alguien, y, por lo que había visto, ocasionalmente también podía mostrarse heroico.

– ¿Qué vas a hacer con lo del talonario? -pregunté.

– Esperaremos.

– ¿A qué?

– Bueno, ¿sabes dónde está esa caravana? ¿A qué jurisdicción corresponde?

Yo meneé la cabeza.

– A Meadowbrook Grove, una pequeña localidad notablemente desagradable que consiste en un gran parque de caravanas y una pequeña granja donde hay una nave de cerdos. El policía que has visto delante de la caravana es el jefe de la policía del pueblo. Y también el alcalde… Un desgraciado que se llama Jim Doe. Y no le gusta mucho la policía del condado. Lo más probable es que no llame a los verdaderos policías hasta la mañana. Porque si no tendría que pasarse la noche en vela. Así que vamos a esperar. Esperaremos hasta que sea muy tarde, y entonces entraremos en la caravana, pasando por debajo del cordón policial, y cogeremos el talonario. -Miró la fuente de aros de cebolla-. ¿Puedo coger uno?


No sabía cuándo cerraban los bares por allí, si es que lo hacían, pero ya eran las dos y cuarto y aquel no parecía tener intención de cerrar. Melford me tocó el brazo y dijo que teníamos que irnos. Le seguí obedientemente.

En el coche, Melford puso otra cinta, una música triste y tintineante que, a mi pesar, me gustaba. A lo mejor eran las cuatro cervezas.

– ¿Qué es?

– Los Smiths -dijo Melford-. El álbum se llama Meat is Murder. *

Reí.

– ¿He dicho algo gracioso?

– No, pero me parece un poco fuerte. No sé, una cosa es que quieras ser vegetariano. Pero comer carne no es asesinar. La carne es carne.

Melford meneó la cabeza.

– ¿Por qué? ¿Por qué es aceptable exponer a sufrimientos a criaturas que tienen sentimientos, necesidades y deseos para que nosotros podamos tener una comida que no necesitamos? Podemos obtener todos los nutrientes de las verduras, la fruta, las legumbres y los frutos secos. Esta sociedad ha decidido tácitamente que los animales no son realmente seres vivos, sino productos de una fábrica que no merecen mayor consideración que las piezas de un coche. Así que los Smiths tienen razón, Lemuel. Comer carne es asesinar.

Seguramente no habría dicho lo que dije sin la cerveza.

– Vale, muy bien. Comer carne es asesinar. Pero ¿sabes otra cosa que también es asesinar? Espera. Déjame pensar. Ah, sí, ya me acuerdo: asesinar. Asesinar es asesinar. Eso es. Matar a dos personas que solo se metían en sus asuntos. Entrar en su casa y dispararles en la cabeza. Me parece que eso también es asesinar. ¿Tienen un disco para eso los Smiths?

Melford meneó la cabeza como si fuera un crío incapaz de asimilar una idea muy simple.

– Ya te lo he dicho. Se lo merecían.

– Pero aún no estoy preparado para saber por qué.

– Exacto.

– Y soy una mala persona porque como carne.

– No, eres una persona normal, porque la tortura y el sacrificio doloroso de los animales se han convertido en la norma en nuestra cultura. No se te puede juzgar por comer carne. Al menos ahora. Por otro lado, si escuchas lo que te digo, si te paras a pensarlo aunque sea un poco y luego sigues comiendo carne, entonces sí, serás una mala persona.

– Tortura, ¡y qué más! -dije yo-. Que yo sepa no meten a las vacas en ninguna celda oscura y las despiertan en mitad de la noche para someterlas a ejecuciones ficticias. Los animales se mueven, mugen, comen hierba y cuando llega el momento, los matan. Sus vidas son más cortas, eso sí, pero ni se mueren de hambre, ni tienen que preocuparse por los predadores y las enfermedades. Es un intercambio justo.

– Claro, suena muy bonito. El señor granjero que sale de vez en cuando y les da unas palmaditas en el lomo o toca un rato el banjo mientras mordisquea una brizna de heno. Despierta, amigo. Esa granja idílica ya no existe, si es que alguna vez ha existido. Las pequeñas granjas están siendo absorbidas por las grandes empresas. Ahora se construyen lo que se llama granjas-factoría, edificios oscuros en los que se amontona el mayor número posible de animales y se les atiborra de medicamentos para que puedan sobrevivir en esas condiciones antinaturales. Les dan hormonas de crecimiento para que se pongan bien gordos, aunque ellos no quieran. Les dan antibióticos para que no se pongan enfermos, aunque se pasan la vida amontonados unos encima de otros. Y entonces llegas tú, amigo mío, y te pones a comer tan tranquilo tu bistec de solomillo y, ¿sabes qué?, lo que comes son antibióticos y hormona de crecimiento bovina. Come mucha carne de ternera y sabe Dios lo que te pasará. Si una mujer embarazada come carne de ternera o de cerdo o de pollo, ¿qué le pasa a su bebé? Además de ser una crueldad, todo esto es potencialmente una catástrofe para la salud pública.

– Claro, pero si hay tanto peligro, ¿cómo es que al consumidor no le preocupa?

– El consumidor. -Dejó escapar un suspiro despectivo-. Recuerda: ideología. Si al consumidor le dicen que la carne es segura, buena y sana, el consumidor se lo cree.

– Y entonces, ¿tú de qué vives? ¿De huevos y queso?

Él rió.

– No, no, nada de eso. Soy vegetariano estricto. No como ningún producto animal. Ninguno.

– Oh, vamos. ¿Tampoco toleras la explotación del fruto de un pollo?

– Si me demostraras que esos pollos no sufren, comería sus huevos -me dijo-. Pero no tienes ni idea. A esos animales los meten tan apretados en las jaulas, que ni siquiera se pueden dar la vuelta. El pico y las patas se les infectan, y sufren. Seguramente sufren muchas más agresiones que los cerdos y las vacas, porque son aves, y nos importa todavía menos lo que les pase. Estamos hablando de animales que no pasan ni un momento de su vida sin sentir dolor, miedo o incomodidad. Y eso las hembras. A los machos que nacen en granjas de gallinas ponedoras los tiran directamente en unos sacos y luego los trituran vivos para darlos de comer a las hembras. ¿Quieres que te cuente cómo es la vida de una vaca lechera?

– No, no especialmente. Quiero que me cuentes cómo vives. ¿Tú qué comes?

– En mi casa tengo una cocina bien abastecida, y como bien. Pero la verdad es que si vas a ser un vegetariano estricto, que lo, serás, no podrás variar mucho si no estás dispuesto a ser creativo. Sin embargo, podrás mirarte al espejo y sabrás que estás haciendo lo correcto. Además, tendrás el bono añadido de sentirte más justo que los demás. Y es un tema de conversación estupendo en las fiestas. -Me miró con un gesto de connivencia-. A las mujeres les encantan los vegetarianos, Lemuel. Les pareces más profundo. Cuando empieces la universidad, ponte a hablar de lo que puedes y no puedes comer y, créeme, las mujeres hablarán y hablarán del tema y se morirán por tu alma sensible.

Pasamos una vez más ante la caravana y vi que no había nadie. No había señal de la policía, ningún cordón policial, así que Melford apagó el casete y dejó el coche en el aparcamiento de una zona donde había una tienda de comestibles, una tintorería y una supuesta joyería, aunque, a juzgar por lo que se veía a través de la reja metálica, parecía más bien una tienda de empeños. En la cabina que había junto al coche, un cartel reclamaba otra mascota perdida, esta vez un terrier escocés marrón que se llamaba Nestle.

Solo tuvimos que recorrer tres manzanas para llegar a la caravana de Karen y Cabrón. Nos acercamos avanzando por la parte de atrás de otras casas móviles. La temperatura había bajado hasta casi los treinta grados, pero la atmósfera seguía siendo muy bochornosa y el parque de caravanas olía como un retrete atascado. Aquello no parecía molestar a Melford, que sabía dónde buscar huecos en las verjas, qué zonas saltarse para evitar a los perros… todo lo cual me indicaba que había dedicado mucho tiempo a planificar la ruta. Así que quizá matar a Karen y a Cabrón no fue un acto de violencia aleatoria.

Llegamos a la parte de atrás de la caravana; no había ningún cordón policial amarillo. Melford sacó algo que parecía una pistola de rayos barata de un episodio de Dr. Who, una especie de mango del que salían alambres de diferentes grosores.

– Un juego de ganzúas -me explicó-. Un chisme muy útil. -Con los ojos entrecerrados por la concentración, se acercó a la puerta de atrás y un momento después oímos un clic. Empujó la puerta y volvió a meterse aquel chisme en el bolsillo.

Sacó un bolígrafo linterna y paseó el haz de luz por la cocina durante un momento.

– Ajá -dijo-. Qué curioso. Mira.

Yo no quería mirar los cadáveres; en realidad, en un primer momento la oscuridad me había tranquilizado, porque me protegía de la visión de aquellos cuerpos, que seguramente ya estaban rígidos. Y sin embargo miré, porque sabía que era lo que Melford esperaba. Miré pensando que el uso de la palabra «curioso» no era del todo exacto en aquel contexto.

Cabrón y Karen seguían allí, con los ojos abiertos, rígidos como maniquís ensangrentados y exangües.

Y había un tercer cuerpo.

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