3

Unos días antes de que yo llegara al pueblo con los otros vendedores, Jim Doe se sentía inquieto. Se decía a sí mismo que tenía que dejarlo, que el riesgo no valía la pena. Estaba en su coche patrulla, vigilando los coches que pasaban, dejando que algunos de aquellos gilipollas que iban quince o incluso veinte kilómetros por encima del límite de velocidad escaparan porque sentía demasiada pereza para salir a detenerlos. Aquello le excitaba. Había algo en el hecho de estar allí sentado, con la radio puesta muy baja, oyendo los gorgoritos de los Oak Ridge Boys o Alabama, envuelto en el olor de las patatas fritas de Burger King, con el fuerte toque de chocolate y bourbon de su botella de Yoo-hoo adulterada. Le recordaba exactamente lo que sabía que no tenía que hacer. Después de todo, se trataba de instinto. No se le puede pedir a un lobo que deje de ser lobo. Doe vio un deportivo rojo que parecía perfecto y puso la sirena. Solo de oírla se le levantaba; era como volver a tener diecisiete años.


Puedo imaginarme al lector refunfuñando. ¿Cómo -te estarás preguntando-, cómo sé yo todo esto? ¿Soy secretamente Jim Doe además de Lem Altick? ¿Se trata de una historia de personalidad múltiple?

No. Pero los acontecimientos de aquel fin de semana fueron muy relevantes en mi vida, todo lo relevantes que podían ser, y he dedicado mucho tiempo a hablar con los supervivientes, con las personas que escaparon, las que esquivaron a la policía, los policías a los que esquivaron, con la gente que fue a la cárcel y la que evitó ir a la cárcel. He hablado con todos. Y he hecho una síntesis. Así que creo que tengo una idea bastante aproximada de lo que pasaba por la cabeza de Jim Doe.

Además, has leído esas memorias; ya sabes a cuáles me refiero. Las de la miserable infancia del escritor irlandés que recuerda con una claridad sobrenatural qué sombrero se puso su tía Siobhan en la fiesta de su séptimo cumpleaños, a qué sabía el pastel y quién le regaló la naranja y quién el huevo cocido. No, no me lo trago. Nadie recuerda esa clase de detalles. No es más que una licencia creativa para vestir una historia real. Y eso es lo que estoy haciendo. Esta es mi historia, y pienso contarla como quiera.

Bueno, volvamos a Jim Doe y al deportivo rojo.


La mujer que lo conducía no era tan atractiva como Doe esperaba, pero tendría veintitantos. Como mucho treinta y pocos. El pelo rubio y rizado le gustó, y vestía muy sexy, con una de esas camisetas sin cuello a las que las mujeres se aficionaron tanto después del estreno de Flashdance. Nada de aquello compensaba la nariz grande y los labios gruesos que tenía como empotrados en la cara, ni los ojos, que eran demasiado pequeños para aquella cabeza. Aun así, la hizo parar. A ver qué pasaba.

Estaba empezando a oscurecer. Ya tendría que haber llegado a casa de Pam. Era el cumpleaños de Jenny, y tenía que llevarle algo. La niña tenía cuatro años y sabía lo que era un cumpleaños. Si su padre no se presentaba, si no le llevaba ningún regalo, seguramente le sentaría muy mal. Pam se encargaría de eso. Y no solo ella, también esa zorra de Aimee Toms.

Tarde o temprano se encontraría con Aimee en el Thirsty Bass, o en Sports Hut, o en Denny's, y entonces ella se acercaría para sentarse con él, pondría cara compungida, le sonreiría levemente y le contaría la decepción de Jenny al ver que su padre no le había llevado nada para su cumpleaños. Siempre tenía aquella actitud. La misma que todos aquellos idiotas del departamento del sheriff, aunque Aimee era la peor. Lo miraba por encima del hombro. ¡Ja! Aimee mirándolo a él por encima del hombro. Si tan lista era, ¿cómo es que parecía una tortillera? A ver si alguien puede contestar a eso.

Así que se acercaría, con sus hombros de jugadora de rugby bien cuadrados, y menearía la cabeza, o le estrecharía la mano. Y le soltaría el rollo. Que si ella no era quién para decirle lo que tenía que hacer. Que si era una situación incómoda, pero era amiga de Pam, y además policía, y sabía lo duro que aquello era para los dos. Muchos policías se divorciaban, pero los hijos… los hijos son lo que importa.

A lo mejor, si alguna vez alguien se emborrachaba lo suficiente como para dejarla preñada, sabría si los niños eran importantes o no. Evidentemente, a Doe no le gustaba acordarse de la vez en que él estaba tan borracho que se le acercó por detrás, le echó mano al culo y se puso a cantar «Amy what you gonna do?», esa canción espantosa de los Pure Prairie League. Y ella se apartó como si se creyera la reina de Inglaterra. O porque le gustaban las mujeres, supuso. Como Pam. Seguramente Aimee se entendía con su ex. ¿Por qué el mundo estaba tan loco?

Así que, si le venía con el cuento, Jim tenía muy claro lo que iba a hacer. En realidad era muy simple. Sacaría su arma y le volaría la tapa de los sesos a Aimee. ¡Bang! Así, sin más. Oh, mierda, Aimee, ¿dónde está la tapa de tus sesos? A ver si juntos podemos encontrarla. Después de todo, eres amiga de Pam y además policía.

Que Aimee Toms le mirara con esa suficiencia… ella, que no era más que una vulgar policía del condado. Allí Doe era el jefe de la jodida policía. Y alcalde. ¿Cuánto ganaba Aimee? Con suerte sacaría unos treinta mil al año… si es que aceptaba algún pequeño soborno, aunque ella no haría eso jamás, por supuesto, porque eso no estaba bien. Que Pam fuera su amiguita tortillera. Así ella le haría de padre a Jenny y le ahorraría a él muchas molestias.

Decidió que cuando terminara con la mujer del deportivo se pasaría por el drugstore y le compraría algo a su hija. Una muñeca, algún juguete de Play-Doh. De verdad, él lo único que quería era evitar que Pam le insultara con esa bocaza que tenía y que Aimee le dedicara esa mirada de lástima que cualquier día conseguiría que le saltara la tapa de los sesos. Pero la cuestión era que no soportaba a Jenny, siempre agarrada de su pierna, enganchada a él, «Papá, papá, papá». Pam se estaba haciendo mayor, pero aún tenía una cara aceptable, y las tetas, y el culo, aunque cada vez lo tenía más gordo, y la niña veía a su papaíto como el gran jefe. Entonces, ¿por qué su hija le resultaba tan repulsiva? Y tenían que cambiarle la alimentación, porque era más fea que Picio y se estaba poniendo como una foca. Doe había vivido mucho y llamaba a las cosas por su nombre, y sabía muy bien que la grasa y la fealdad eran una combinación muy mala para una chica.

Se apeó del coche y se quedó allí plantado un momento, observando a la mujer a través de sus gafas de sol de espejo. Quería verla bien y que ella tomara conciencia del policía grande y malo que la tenía en su punto de mira. Sabía muy bien la imagen que daba. Nunca se le pasaban por alto las sonrisitas apocadas. «Oh, hola, agente.» Como si fuera uno de esos strippers masculinos que contrataban para las despedidas de soltera. ¿Y qué si tenía un poco de barriga? A las mujeres no les importan esas cosas. Lo que les importa es el poder y la autoridad, y él tenía mucho de eso.

Cuando se acercó a la ventanilla del deportivo japonés, ella juntó los labios y le dedicó una sonrisita apocada. Hola, guapo.

– ¿Algún problema, agente?

Doe se sujetó el cinturón, cosa que siempre hacía para que vieran bien el conjunto… la pistola, las esposas, la porra. Era como un poderoso afrodisíaco. Se quitó su sombrero marrón de ala ancha y se secó el sudor de la frente con la manga. Volvió a ponerse el sombrero y le dedicó una sonrisa. Sabía que tenía los dientes muy blancos, aunque no se los cepillaba tanto como debiera. Y a lo mejor también estaban un poco torcidos, pero seguramente él era el único que podía reparar en algo así; era demasiado duro consigo mismo.

– Permiso y documentación del vehículo, señora.

Ella ya los tenía preparados y se los entregó.

– ¿Me quiere decir qué pasa? Tengo un poco de prisa.

– Sí, por la forma en que conducía ya me he dado cuenta -dijo Doe-. Lisa Roland, de Miami, ¿eh? Miami está muy lejos.

– Vengo de visitar a un compañero de trabajo que se ha mudado aquí. Ahora iba hacia la autopista.

Siempre se empeñaban en contarle su vida, como si necesitaran su aprobación o algo así.

– ¿Y por qué tiene tanta prisa por volver a casa, Lisa? ¿No le gusta esta parte del estado?

– Quería llegar a casa, nada más.

– ¿No eran tan amantes de los hoteles y los turistas en Miami?

– Ahí es donde vivo.

– Tiene un novio esperándola, ¿es eso?

– Oiga, ¿de qué va todo esto?

– ¿Que de qué va? Lisa, ¿sabe que conducía demasiado rápido?

– No, no lo creo.

– No lo cree, ¿eh? Bueno, pues resulta que en mi radar he visto que conducía bastante por encima del límite.

– Debe de haberse confundido. -La mujer se mordió el labio, miró a un lado, atrás. Estaba nerviosa por algo. Si no conducía demasiado rápido, ¿por qué estaba nerviosa?

– Así que me he confundido. A mí me parece que no.

– Venga, agente. Resulta que voy controlando el velocímetro y sé que estaba cerca de la rayita de los ochenta y cinco.

– A mí me marcaba noventa, Lisa.

– Noventa. Dios. Vamos, hombre. No puedo creer que me haya parado por conducir a cinco kilómetros por encima del límite.

– Bueno -dijo él quitándose otra vez el sombrero y limpiándose la frente-, en mi opinión, el límite es el límite. No significa que tenga que ir uno siempre a esa velocidad, sino que no debe sobrepasarla. Es el límite. Mire, si tuviera un hervidor y en las instrucciones dice que no puede dejar que el agua hierva a más de noventa grados porque si no explotará… ¿qué haría, dejar que llegara a noventa y dos y luego quejarse porque solo pasaba dos grados del límite? Yo creo que cuando llegara a ochenta y cinco intentaría por todos los medios hacer que bajara. Pues con el límite de velocidad es lo mismo.

– ¿Esos radares que usan no tienen un margen de error de unos pocos kilómetros por hora?

– Es posible -dijo Doe-. Pero da la casualidad de que dentro del término de Meadowbrook Grove el límite es de setenta kilómetros por hora. Está claramente indicado en las señales, señora. Así que no es que superara un poco el límite de velocidad, lo sobrepasaba ampliamente.

– Jesús -hizo la mujer-. Meadowbrook Grove. ¿Y eso qué demonios es?

– Es este municipio, Lisa. Ya lleva casi un kilómetro en él, y aún se extiende unos dos kilómetros más en dirección este.

– Una trampa para conductores -dijo ella sin hacer ningún esfuerzo por disimular su desprecio-. Ese parque de caravanas es una trampa de velocidad para automovilistas.

Doe meneó la cabeza.

– Es triste que los que tratamos de ayudar a mantener la seguridad tengamos que oír ciertas cosas. ¿Es que quiere tener un accidente? ¿Es eso? ¿Y llevarse por delante a otras personas?

La mujer suspiró.

– De acuerdo. Lo que usted diga. Deme la multa.

Doe se inclinó hacia delante, con los codos apoyados en la ventanilla bajada.

– ¿Qué ha dicho?

– He dicho que adelante, que me dé la multa.

– A un agente de la ley no se le debe decir lo que tiene que hacer.

En la cara de Lisa asomó una expresión de reconocimiento, como cuando azuzas con un palo a una falsa coral y de pronto te das cuenta de que no es una falsa coral, sino una coral de verdad, y que podría matarte en cualquier momento si quisiera. Lisa comprendió lo que tenía que haber comprendido antes.

– Agente, no pretendía ser irrespetuosa. Solo quería…

¿Estaba flirteando? Probablemente, la muy puta. La mujer sacó la mano y con suavidad, solo con las uñas, le pasó los dedos por el antebrazo, sin apenas rozar los pelillos negros y enroscados de su piel.

Era la excusa que necesitaba. Técnicamente, no necesitaba ninguna, pero a Doe le gustaba tenerla. Dejar que pensaran que era por algo que ellas habían hecho. Dejar que después pensaran «Si no le hubiera tocado…». Mejor que se echaran la culpa a sí mismas.

Aquella acción era justo lo que buscaba. Doe dio un paso atrás, sacó el arma de la pistolera y apuntó a la mujer, con la pistola a medio metro de su cabeza. Sabía muy bien cómo ella vería aquello… aquella cosa grande, oscura, caliente apuntándole directamente a la cara.

– Nunca hay que tocar a un agente -gritó-. Acaba de agredir a un oficial de policía, y eso es un delito muy grave. Ponga las manos sobre el volante.

Ella chilló. A veces lo hacían.

– ¡Las manos sobre el volante! -Hablaba como si realmente creyera que su vida estaba en peligro, como si fuera necesario que ella hiciera aquello para que Doe no le disparara-. ¡Las manos sobre el volante! ¡Ahora! ¡Mire al frente! Si no lo hace dispararé.

Ella siguió chillando. Sus pequeños ojos se abrieron como diminutos platos y su pelo rubio y rizado se le puso de punta. A pesar de los gritos, consiguió levantar ligeramente las manos y las puso sobre el volante.

– Muy bien, Lisa. Haga lo que yo le diga y nadie saldrá herido, ¿de acuerdo? Está detenida por agredir a un agente de policía. -Cogió la manija de la puerta, abrió y retrocedió rápidamente, como si pensara que iba a salir una riada de rocas.

Era mejor actuar como si fuera real. Si te hacías el engreído, a veces se ponían nerviosas o reaccionaban con indignación, y entonces podías encontrarte con un bonito problema. En cambio, si actuabas como si les tuvieras miedo, eso les daba una especie de esperanza, como si todo aquel malentendido aún tuviera arreglo.

Sin dejar de apuntarla, le puso una mano a la espalda, luego la otra. Las sujetó con fuerza, se guardó el arma en la pistolera y luego le puso las esposas. Demasiado apretadas, eso ya lo sabía. Le dolería bastante.

La fea cara de la mujer se puso más fea cuando la empujó hacia el coche patrulla. Los coches que pasaban por la carretera -en aquel tramo casi parecía una autovía, había más de ocho kilómetros entre semáforo y semáforo- aminoraban para mirar, pensando que ella sería una traficante o sabe Dios qué. No se imaginaban que lo único que había hecho era conducir deprisa y luego quejarse. La veían esposada y veían el uniforme de él y sabían instantáneamente quién tenía la razón.

Doe la obligó a subir en la parte de atrás de su coche, detrás del asiento del pasajero, y luego fue a ocupar su asiento ante el volante. Esperó a que hubiera un respiro entre el tráfico y se incorporó a la circulación.

Ya habían recorrido unos cuatrocientos metros cuando la mujer consiguió decir algo entre sollozo y sollozo.

– ¿Qué me va a pasar?

– Ya lo verá.

– No he hecho nada malo.

– Entonces no tiene por qué preocuparse. ¿No es así como funciona la ley?

– Sí -consiguió decir ella en un suspiro.

– Bueno, allá vamos.

Doe salió de la carretera justo antes de llegar al complejo de la granja de cerdos. Un olor nauseabundo llegaba de la laguna de desechos, que es como la llamaban. Un jodido pozo de mierda de un puñado de cerdos a los que tenían que matar antes de que se murieran ellos solos, así es como lo llamaba él. Y olía a mierda. Peor que mierda. Como la peor mierda que puedas imaginarte. Rancia y putrefacta. Olía como la mierda que caga la mierda. Había días que casi no lo notabas hasta que te acercabas, pero cuando el tiempo era húmedo, que era casi siempre, y soplaba el viento del este, todo Meadowbrook Grove apestaba a mierda fermentada. Pero esa era la función de la granja. Oler mal. Para que nadie pudiera notar el otro olor, el tufillo de cómo se fabrica el dinero.

Y el olor a mierda de cerdo tenía otros rasgos muy útiles, que es el motivo por el que a Doe le gustaba llevar a sus chicas allí. No solo porque estaba aislado y nadie iba nunca por aquel camino, sino porque sabía el efecto que causaba. Antes de ser conscientes de que lo olían, lo intuían. Las iba calando poco a poco, como el pánico.

Doe condujo unos cuatrocientos metros por una pista de tierra, entre los pinos dispersos, hasta una curva. Tuvo que apearse para abrir la endeble verja de metal, que más que un sistema de seguridad parecía un chiste. Luego se subió al vehículo, entró con el coche y volvió a apearse para cerrar la verja. La seguridad era lo más importante. Aquel grupo disperso de pinos los ocultaría, y en el improbable caso de que algún conductor perdido decidiera seguir por aquel camino y se acercara, él lo vería primero.

En el claro, la nave se alzaba como una cuadra metálica, y detrás estaba la laguna de desechos. Doe apagó el motor y, al hacerlo, se dio cuenta de que estaba sonriendo; llevaba tanto rato sonriendo que le dolían las mejillas. Jesús, debía de parecer un espectro llegado del infierno.

– Bueno, Lisa. ¿Tienes trabajo? -Se recostó en su asiento, dejando que aquella sensación tan familiar, pesada y ligera a la vez, lo invadiera. Se terminó la botella de Yoo-hoo. El bourbon le había hecho efecto y se sentía divinamente. Solo bourbon. Algunos creían que se metía speed, pero él eso no lo tocaba. Sabía lo que el speed le hacía a la gente. Joder, si no mira a Karen. La había convertido en un despojo. O a Cabrón, que se había quedado medio inútil.

En el asiento de atrás, la mujer giró la cabeza, mirando los alrededores, pensando tal vez que estaban en un descampado en medio de ninguna parte. Arrugó la nariz, y luego toda la cara, como si le hubiera llegado el olor de la laguna.

– ¿Dónde estamos?

– En la comisaría hay demasiado ajetreo. He pensado que podría hacerte el interrogatorio aquí. Estaremos más cómodos, ¿no crees?

Ella se debatió un poco, como si con aquello pudiera conseguir algo aparte de desollarse las muñecas con las esposas.

– Quiero salir de aquí. Quiero llamar a mi abogado.

– ¿Un abogado? ¿Para qué quieres un abogado, cielo? Antes has dicho que no has hecho nada. Los abogados son para los delincuentes, ¿no?

– Quiero ver a un abogado, o a un juez.

– Para mí, un juez no es más que un abogado más fino.

Doe se apeó con gran parsimonia y se tomó su tiempo para admirar el azul del cielo, los largos jirones de nube, como pedacitos de algodón de un bote de aspirinas. Luego, como si acabara de recordar dónde estaba, abrió la puerta de atrás y subió. Tuvo mucho cuidado de dejarla bien abierta, porque desde dentro no se podía abrir y, si se cerraba, estarían los dos atrapados allí dentro. Lo último que le apetecía era quedarse atrapado con aquel caballo de mujer. Se sentó junto a ella y cambió la sonrisa perversa por otra encantadora.

– Bueno, ¿en qué me has dicho que trabajabas?

– Trabajo para el Canal 8 de Miami -dijo ella tras sollozar un poco.

¿El Canal 8? No, con esa cara no podía trabajar en la tele.

– ¿En serio? ¿Y qué haces allí? ¿Eres una especie de secretaria? ¿Te sientas sobre las piernas del jefe y le apoyas? Bueno, me gustan mucho las mujeres que saben cómo se a-poya.

La mujer bajó la vista y no contestó. Qué descortesía. Le estaban hablando y ella no contestaba. ¿Qué pasa, se creía que era Miss Universo o algo así? Tendría que mirarse en el espejo de vez en cuando. Ahora que estaban tan cerca, se dio cuenta de que era peor de lo que le había parecido: el maquillaje disimulaba las marcas de acné y un bigote rubio pero perfectamente visible. Lisa no tenía por qué darse aires con él. Para dejar claro aquel punto, Doe le apoyó la mano sobre la frente, con mucha suavidad, y le dio un pequeño golpe.

Esta vez ella no profirió ningún sonido, aunque no dejaba de llorar.

– Por favor, deje que me vaya -dijo.

– ¿Que te deje ir? Joder, que no estamos en Rusia. Aquí tenemos leyes. Hay que seguir unos procedimientos. ¿Crees que puedes pagar tu deuda con la sociedad con unas pocas palabras? -Por un momento, agitó la cabeza arriba y abajo, como si estuviera asintiendo ante las palabras de otra persona que la mujer no podía oír. Luego se volvió hacia ella-. Bueno -dijo-, con esa cara de caballo que tienes seguro que puedes dar gracias si alguien te deja que se la chupes, ¿a que sí?

– Oh, Dios -musitó ella. Trató de apartarse, como hacían todas, pero no podían ir a ningún sitio. Aquello era el asiento de atrás de un Ford LTD, por Dios. Pero eso es lo que hacían. Tratar de apartarse.

A Doe le encantaba aquella parte. Estaban muertas de miedo y habrían hecho lo que fuera. Y a ellas también les gustaba. Eso era lo más gracioso. Seguro que cuando se acordaban de aquello se ponían cachondas. A veces recibía llamadas por la noche, a deshora, llamadas en las que nadie habla, y él sabía de qué se trataba. Eran de mujeres que se había tirado en la parte de atrás de su coche patrulla. Querían más, querían volver a verle, pero les daba vergüenza. Sabían que no tenían que desearlo. Pero lo hacían. Todo aquel cuento del «Oh, no, Dios mío» formaba parte del juego.

La verdad es que todo aquello le hacía sentir pena por Jenny, porque seguramente acabaría siendo una zorra con cara de caballo como aquella. Su propia hija, una puta con cara de caballo. En el instituto andaría siempre en los lavabos chupando y chupando, porque sería la única forma de que los chicos la quisieran, que no la querrían, pero para darse cuenta primero tendría que estar un par de años pasando de unos a otros. Conocía a un par de chiquitas del instituto que eran así. Le daban pena, pero tampoco podía hacer nada, así que no tenía sentido que evitara su compañía, ¿no?

Y allí estaba Lisa, retorciéndose, lloriqueando, debatiéndose como una rana debajo de una pala y él con un poste entre las piernas. Se bajó la cremallera y se la sacó.

– Mira esto, Lisa. Míralo. Ahora sé buena chica y haz tu trabajo, y luego ya veremos qué podemos hacer para no presentar cargos. Sé buena chica y en quince minutos volverás a estar sentada en tu coche. Un cuarto de hora y estarás conduciendo por la autopista de vuelta a Miami.

Eso siempre ayudaba. Darles algo sólido a lo que aferrarse, hacerles pensar en el futuro. Solo tenían que hacer aquello y podrían irse. Y era verdad. Él no era ningún monstruo.

Doe supo que la tenía. La mujer se volvió lentamente hacia él. Sus pequeños ojos de cerdo estaban enrojecidos, llenos de miedo, pero en ellos también vio algo parecido a la esperanza. La feroz determinación de chupar y aguantar. Y un destello, como si supiera que tenía suerte de tener a alguien como Jim Doe. Tal vez no fuera como siempre lo había soñado, pero el caso es que había soñado con tener a alguien como él.

– Muy bien -susurró ella. Con suavidad. Para sí misma, supuso Doe. Tenía que controlar los nervios. ¿Por qué? A saber. Seguro que se la había chupado a otros. Y si alguna chiquita lo hubiera encerrado a él en el asiento de atrás de un coche y le hubiera dicho que le comiera el conejo, él no se lo habría pensado dos veces. Pero claro, cada persona es un mundo.

– Muy bien -volvió a repetir, aunque esta vez lo decía para él-. ¿Dejarás que me vaya?

– Ya te lo he dicho -dijo él con tono apremiante. Con tanta cháchara se le estaba enfriando la cosa-. Y ahora chupa.

– Muy bien -repitió ella-. Pero primero tendrás que quitarme las esposas.

– Buen intento, Lisa.

– Por favor -dijo ella-. Me hacen daño. Seré buena.

Seré buena. Era como una niña. Bueno, y ¿por qué no? No sería la primera vez que lo hacía. A veces lo único que necesitaban era que las tranquilizara un poco, y sabía que aquella no haría ninguna tontería.

– Muy bien. Pero sin trampas. Mantén las manos donde pueda verlas.

Doe le abrió las esposas y pestañeó al oír el clic del metal y el suspiro de alivio de ella.

– Gracias. Gracias. -Y se sorbió los mocos con muy poca delicadeza. A Doe no le hizo mucha gracia, porque ¿a quién le gusta que se la chupen con un montón de mocos de por medio? Pero qué coño, pensó.

– Bueno, yo he hecho algo por ti -dijo él-. Ahora te toca a ti.

Su primer pensamiento fue que iba un poco rápida. El segundo: «¡¡¡Dios!!!». En su visión periférica todo se volvió rojo por el dolor, por aquel dolor insoportable y sordo de sus pelotas que se extendió como una sacudida eléctrica a sus caderas y de ahí a las piernas y la columna. Otra vez. Le dolía tanto que ni siquiera era capaz de pensar. Pero en algún lugar perdido en el fondo de su mente comprendió. Le estaba golpeando las pelotas. No, golpeando no, aporreando. Cogía impulso y disparaba, como un cohete.

Doe trató de apartarse, de salir, pero tenía la espalda contra el asiento y con aquel continuo pum pum pum, sentía tanto dolor que arriba se convirtió en abajo, la derecha en la izquierda. No sabía por dónde tenía que ir. Así que trató de sacar la pistola.

En algún nivel, su cerebro sabía que no era buena idea dispararle en la parte de atrás de su LTD con la polla fuera, en su propiedad, después de que sabe Dios cuánta gente le hubiera visto detenerla y su coche aún estuviera abandonado al lado de la carretera. Por otro lado, también tenía la idea imprecisa de que si conseguía meterle una bala en esa estúpida cara, pararía y el dolor desaparecería. De alguna forma el dolor estaba vinculado al hecho de que la mujer estuviera viva. No tenía sentido, e incluso él lo sabía, pero no le importaba.

El problema es que ya no tenía la pistola. Todo estaba borroso, distorsionado. Doe palpaba, tratando de encontrar su cinturón, pero no estaba. Lo otro es que, aunque el dolor seguía ahí, los golpes habían parado. Eso era una mejora.

Aunque no mucho. Lisa se las había arreglado para quitarle el cinturón, zorra tramposa, así que tenía sus llaves, la porra. Y la pistola. Por debajo de la cintura, el dolor parecía subir y bajar. Por Dios, ojalá no le hubiera destrozado las pelotas. El horizonte cambió y Doe comprendió que estaba tendido de lado sobre el asiento. Ella estaba delante, de pie, fuera del coche, con la camiseta hecha un higo y mojada por las lágrimas o el sudor, con el pelo desordenado, como una psicópata enloquecida de una película porno.

– Maldito cabrón -dijo ella.

Le estaba apuntando con la pistola, y eso no le gustó, pero a pesar del dolor Doe vio que ni siquiera sabía cómo sujetar el arma: la aguantaba con las dos manos, como un poli en alguna película estúpida. Seguramente nunca había disparado, así que lo más probable es que no hubiera quitado el seguro. Aunque, con lo lista que era, esa era capaz de descubrirlo. Aun así, por mucho que fuera la perra más astuta del mundo, si Doe hubiera podido mover el cuerpo por debajo de la cintura se habría levantado, le habría quitado la pistola y le habría aplastado esa nariz de patata que tenía. Eso es lo que habría hecho.

– Me has preguntado qué hago para el Canal 8, ¿verdad? Pues soy reportera, desgraciado. Ya puedes ir preparándote para las pruebas de cámara.

Cerró la puerta de una patada y lo dejó atrapado en la parte de atrás.

El olor a estiércol de la laguna lo envolvía como un insulto, como una risa grande y fea, como una inspección de Hacienda. Estaba atrapado. Le dolía mucho. Le habían hecho mierda las pelotas. El Yoo-hoo y el bourbon giraban amenazadoramente en su estómago y luego subieron a su pecho, sus brazos, la cara. Se desmayó, y estuvo así hasta la mañana siguiente, cuando su ayudante lo encontró y lo despertó con unos toquecitos delicados y burlones en la ventanilla.

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