5

En el Cutting Board no había música. Era un restaurante grande, con un nombre moderadamente desafortunado, compuesto por una serie de reservados con paneles de madera, mesas de manteles blancos y pesadas sillas. Pero no había música y eso fue una decepción para B. B. Le gustaba la música, la música tranquila, tan baja que apenas pudiera oírse. Música de ambiente, tan distante como una autopista, y sin embargo evanescentemente presente, dando mayor textura a la comida, un poco de sustancia cuando la conversación flaqueaba, un toque de la banda sonora de las películas. La música clásica estaba bien, pero la tranquila, no esa tan escandalosa, con cuernos y timbales. Aunque la verdad es que a B. B. lo que le gustaba era la música de ambiente. Sabía que a todo el mundo le reventaba, y él dejaba que se rieran, pero al final siempre tenían que darle la razón: había algo tranquilizador en aquellas canciones que todo el mundo conocía, pero en una versión más dócil y sentimental, predigerida, tan suave que ni siquiera te dabas cuenta de que estaba ahí.

Aquel restaurante no tenía música. Ni acuario. A B. B. le gustaban los acuarios. No era de los que se divierten eligiendo el pez que va a morir -bastantes decisiones crueles tenía que tomar en su trabajo-, pero le gustaba mirar a los peces, verlos nadar, sobre todo los grandes y de colores, con ojos saltones. Y le gustaba ver las burbujitas.

En cambio, en el Cutting Board había palmeras… unos pocos grupitos de palmeras de plástico plantadas aquí y allá para darle al lugar un toque de distinción. Las palmeras eran muy importantes para pasar inadvertido. B. B. no quería ver ni que le vieran. Lo mejor de un restaurante era que te permitiera cierta intimidad. A veces las columnas también servían, pero a B. B. le gustaban las palmeras, porque la espesura le proporcionaba mayor protección. Además, el restaurante tenía una iluminación baja, de ambiente, así que en conjunto la penumbra y los árboles de plástico lo hacían aceptable, a pesar de sus carencias. B. B. volvería. Nunca estaría en su lista de los mejores, pero volvería. En cualquier caso, no le gustaba ir al mismo sitio más de una vez cada seis meses. Lo último que quería es que los camareros empezaran a reconocerle y recordaran que la vez anterior había ido con un niño distinto y la anterior también.

Era un pequeño local donde cocinaban carne y marisco cerca del aeropuerto de Fort Lauderdale -lo bastante lejos de Miami para que no se topara casualmente con ningún conocido-, la clientela estaba formada mayoritariamente por viejos y jubilados, así que era imposible que ninguno de los de su grupo social -los no marchitados, los quirúrgicamente no marchitados, los jugadores de golf, los propietarios de descapotables, los portadores de Rolex- fuera visto jamás en semejante antro. B. B. era un firme partidario de los lugares que atraían a viejos y jubilados. Allí a los ojos del camarero eras un príncipe solo por el hecho de no devolver el agua de la bebida porque no estaba a la temperatura correcta.

Frente a él, en la mesa iluminada con una vela, Chuck Finn untaba un palito de pan con una escurridiza porción individual de mantequilla. Durante un par de segundos conseguía dominarla, pero enseguida se le escurría bajo el cuchillo y él trataba de sujetarla con una serie de movimientos torpes. Y cada vez le sonreía a B. B., le enseñaba esos dientes ligeramente torcidos en una complicada muestra de autodesprecio, y volvía a lo suyo. La tercera vez, B. B. tuvo que estirar el brazo para evitar que derramara su vaso de Saint-Estèphe sobre el mantel. Costaba cuarenta y cinco dólares la botella, así que no pensaba dejar que se derramara ni una gota, y menos ahora que el chico había tomado su primer sorbito, seguramente el primero que tomaba en su vida, y había asentido con un gesto de aprecio. Lo normal en una brasería es tomar un buen burdeos. No tiene mayor complicación. La mayoría de los chicos, o puede que todos, daban un sorbito, hacían una mueca, y pedían Coca-Cola. En cambio Chuck entrecerró los ojos con placer y dejó que la punta de su lengua, muy roja, se deslizara sobre el labio superior. Sí, B. B. empezaba a sospechar que tenía en sus manos a un muchacho que no solo deseaba tener un mentor, sino que estaba listo para tener un mentor.

Solo había dado un sorbo, pero el vaso acabó cubierto de grasientas huellas de niño. B. B. lo entendía, eso es lo que pasa cuando eres niño. Los niños hacen esas cosas. Están a punto de tirar el vino. O lo tiran y, a menos que estés deseando atraer la atención sobre ti mismo, no le das importancia, porque no puedes evitar que un niño sea un niño. Esa no es la función de un mentor. El mentor debe llevar al muchacho en la dirección adecuada para que en una fecha futura, cuando llegue el momento, se convierta en un hombre. Ese es el trabajo del mentor.

– Con un poquito de delicadeza, Chuck -dijo B. B. con lo que esperaba que fuera su mejor tono de mentor-. La delicadeza es compostura y la compostura es poder. Mírame a mí. Seguro que de mayor te gustaría ser como yo.

B. B. se señaló a sí mismo mientras hablaba, como si fuera la prueba número 1. Cuando uno se señala a sí mismo, la gente le mira, y a B. B. no le importaba que le miraran. Ese año había cumplido los cincuenta y cinco -ya estaba en el lado de los maduros, aunque seguía estando en su mejor momento-, pero la gente le echaba cuarenta, cuarenta y cinco como mucho. En parte era la fórmula griega, que él había elevado a arte, y en parte era por su estilo de vida. Una hora con las máquinas Nautilus tres veces por semana no era tanto a cambio de la juventud. Y también contaba la ropa.

B. B. se vestía -y no había otra manera de describirlo- al estilo Corrupción en Miami. Antes de que saliera la serie ya pensaba en los trajes de lino y las camisetas, pero en cuanto vio a aquellos dos yendo arriba y abajo con aquella ropa supo que esa era la imagen que él quería dar. Era la imagen ideal para un hombre con poder pero discreto. Y aquella serie por sí sola -bendita sea- estaba haciendo que Miami pasara de ser una necrópolis de jubilados con vetas de pobreza negra o cubana a ser un lugar casi moderno, casi fabuloso, casi glamuroso. El olor a naftalina y a pomada para el dolor de las articulaciones fue reemplazado por el aroma a loción para el sol y el titilante aftershave.

B. B. observó a Chuck, que seguía con la mantequilla. La barrita de pan estaba reluciente, embadurnada y, aunque quizá fuera efecto de la luz, parecía que empezaba a pandearse.

– Creo que ya has puesto bastante mantequilla -dijo con tono de mentor… comprensivo pero firme.

– Me gusta poner mucha -dijo el niño con una alegría ingenua.

– Ya lo veo, pero hay una cosa que se llama disciplina, Chuck. La disciplina te convertirá en un hombre.

– No se lo discuto. -Chuck dejó el cuchillo sobre el mantel, con la porción a medio usar de mantequilla pegada.

– Jovencito, deja el cuchillo de la mantequilla en el plato del pan, que es donde debe estar.

– Buena observación -comentó Chuck, y también dejó en el plato el palito de pan, luego se limpió las manos con la gruesa servilleta de lino que tenía en el regazo y dio otro sorbo de Saint-Estèphe-. Esto está muy bueno. ¿Dónde ha aprendido tanto sobre el vino?

«Trabajando de camarero en Las Vegas, tratando de aguantar hasta que acabara mi turno para poder ir y perder más dinero del que tenía y endeudarme más con un usurero griego musculoso y sin camisa» no habría sido una respuesta muy apropiada, así que B. B. encogió los hombros con expresión de entendido, esperando impresionarle.

Ya había elegido a niños otras veces, niños de su casa de caridad, la Young Men's Foundation. Niños especiales que pensaba que podían comer con él, pasar unas horas en su compañía y madurar con la experiencia. En aquellos chicos, B. B. buscaba serenidad y firmeza, pero también la capacidad de mantener un secreto. Aquellas comidas eran especiales, no eran asunto de nadie. Y solo escogía a los más excepcionales. Pero, en los tres años que hacía que se dedicaba a llevar niños a comer, siempre le había inquietado un pensamiento: elegía a sus acompañantes sobre todo por su capacidad de mantener un secreto, no por su predisposición a tener un mentor.

Y ahora allí estaba Chuck, un niño tranquilo, ligeramente introvertido, cuando no directamente antisocial, lector de novelas malas, redactor de un diario, con un corte de pelo espantoso, que sabía mantener un secreto pero tenía sentido del humor, sabía apreciar de forma intuitiva los buenos vinos, era obediente y maleable pero tenía una picara tendencia a la resistencia. B. B. sintió un hormigueo que se extendía desde el centro de su cuerpo como una supernova en miniatura. Ante él, se atrevió a imaginar, quizá tenía al jovencito al que había estado buscando, su protegido especial, la razón que le había movido a ayudar a todos aquellos niños.

¿Y si Chuck era todo lo que aparentaba? ¿Listo, con inquietudes, con un gran potencial de adaptación? ¿Podría pasar más tiempo con él? ¿Qué diría la inútil de la madre? ¿Qué diría Desiree? No podría hacer nada sin Desiree, y B. B. sabía, no del todo conscientemente, que no lo vería con buenos ojos.

Chuck volvió a concentrarse en el palito de pan. Lo cogió y estaba a punto de darle un bocado cuando B. B. estiró el brazo y lo sujetó con suavidad por la muñeca. Normalmente B. B. no tocaba a los chicos. No quería que ni ellos ni nadie se hicieran una idea equivocada. Aun así, a veces, cuando dos personas están juntas, es inevitable cierto contacto físico. La vida es así. Quizá se rozaban accidentalmente. B. B. le ponía la mano en el hombro con afecto, o le revolvía el pelo, le ponía la mano en la espalda, le daba una palmada en el culo para que se diera prisa. O algo como lo que acababa de hacer.

Chuck estaba a punto de meterse el palito en la boca cuando B. B. le vio las uñas. Mugre negra, compactada en discretos pegotes geológicos, hibernando al amparo de unas uñas que tendrían que haberse cortado hacía semanas. Algunas cosas podían perdonarse, incluirse en la categoría de «los niños son niños» y mirar para otro lado. Pero otras no. Algunas cosas eran demasiado graves para no hacer caso. Si B. B. iba a ser su mentor, tenía que hacer su trabajo.

Siguió sujetándolo por la muñeca, sin mover la mano.

– Quiero que dejes ese bastoncito -le dijo- y vayas a lavarte las manos antes de comer. Restriégate bien esas uñas. Cuando vuelvas quiero verlas bien limpias.

Chuck se miró las uñas, y luego lo miró a él. No tenía padre, y su madre era un tapón de mujer, e impaciente. El hermano mayor estaba en una silla de ruedas por culpa de un accidente de tráfico. La enana impaciente de la madre había estrellado su Chevy Nova contra una palma cana hacía unos años, y B. B. estaba seguro de que la bebida tuvo mucho que ver. Probablemente Chuck dormía en un ruinoso sofá cama con muelles, tan flexible y acogedor como un tenedor doblado. Iba muy mal en la escuela porque no hacía caso a los profesores y durante las clases leía lo que le apetecía. No era el más débil, pero recibía su dosis de golpes, y también repartía.

Chuck tenía mucho orgullo, el orgullo frágil y amargo de un niño desesperado. B. B. lo había visto otras veces, niños desposeídos cuyos rostros enrojecían y enseñaban los dientes como lémures acorralados, tomándola con su mentor porque su orgullo exigía que se revolvieran contra alguien, incluso si ese alguien era la única persona en el mundo que realmente se preocupaba por ellos. B. B. lo entendía, lo esperaba, y sabía cómo manejar la situación.

Sin embargo, nada de eso pasó esta vez.

Chuck se miró las uñas y luego lo miró a él con otra de esas sonrisas de autodesprecio que hacían que B. B. sintiera que se derretía.

– Están muy sucias -concedió-. Iré a lavármelas.

B. B. le soltó la muñeca.

– Eres un buen muchacho -le dijo. Y entonces lo vio alejarse. Tenía buen aspecto, eso no se podía negar. Había hecho un esfuerzo por adecentar sus mejores ropas: un par de chinos verdes y una camisa blanca. Un cinturón de tela y calcetines a juego con los zapatos marrones. Y se había limpiado los zapatos. Todo eso significaba una cosa: quería que fuera su mentor.

Volvió en menos de dos minutos. Se limpió las uñas y volvió. Ni siquiera se había parado a hacer un pis. Se sentó, dio otro sorbo al vino y le hizo un gesto de asentimiento a B. B., como si acabaran de firmar un contrato.

– Gracias por traerme a comer, señor Gunn. Le estoy muy agradecido.

– Es un placer, Chuck. Eres un chico excepcional, y me alegra poder ayudarte.

– Es muy amable. -Chuck le mantuvo la mirada con una seguridad muy adulta.

El hormigueo astronómico volvía a estar ahí, convertido en el acontecimiento cósmico privado de B. B. Era casi como si Chuck estuviera tratando de decirle algo, de hacerle saber que se sentía cómodo con la amistad que había entre ellos. B. B. miró al jovencito, tan delgado, con una cara demasiado redonda, el pelo castaño y revuelto, los ojos marrones extrañamente brillantes. Sí, estaba tratando de decirle algo: que estaba listo para que fuera su mentor, fuera cual fuese la clase de mentor que B. B. quería ser. Había electricidad en el aire.

Chuck se terminó su vino y B. B. le sirvió más. Luego el chico mordió la barrita de pan con fiereza. Las migas saltaron por toda la mesa y el sonido resonó en el restaurante. Chuck miró a su mentor casi con expresión de alarma. Pero vio su sonrisa divertida y dejó escapar una pequeña risa. Los dos rieron. Varios de aquellos zombies jubilados miraron con gesto de desaprobación. B. B. estableció contacto visual con ellos, desafiándolos a que dijeran algo.

Cuando el hombre negro se acercó a la mesa, B. B. pensó que se trataría del director, que iba a quejarse. Quizá alguno de los jubilados les había convencido para que iniciaran una política de no admisión de menores con efecto inmediato. Pero aquel hombre no trabajaba para el restaurante. Fue la oscuridad lo que le impidió reconocerlo enseguida. Era Otto Rose.

Llevaba un traje azul e, incluso con aquella luz tan escasa, B. B. se dio cuenta de que era casi azul eléctrico. El resto del atuendo era conservador y profesional: zapatos con cordones abrillantados, camisa blanca, corbata con un nudo grande y artístico. Otto se acercó a la mesa con esa elegancia imperial que tanto le gustaba exudar. Era como una mezcla de actor y dictador de un país del tercer mundo. Aunque apenas pasaba de los treinta, lo cual ya era bastante irritante, aparentaba poco más de veinte, incluso con la cabeza afeitada. B. B. tenía que ver con impotencia cómo su pelo clareaba más cada año que pasaba, tal vez incluso cada mes, y en cambio Otto se afeitaba la cabeza y le quedaba bien. La calva se veía reluciente a la luz de las velas.

La aparición súbita e inexplicable de Otto Rose era una mala noticia para B. B. Mala noticia porque se suponía que solo Desiree sabía dónde estaba. Mala noticia porque Otto Rose estaba allí plantado, viendo cómo ejercía de mentor, viendo cómo comía con un niño de once años en una brasería cara, con una botella de Saint-Estèphe y dos vasos en la mesa, uno de ellos para un menor. Mala noticia porque, sí, Otto podía ser un colega en el negocio, pero era la clase de colega que a B. B. le habría gustado quitarse de encima. Mala noticia porque no había ninguna razón en el mundo para que Rose fuera a buscarle allí a menos que tuviera una mala noticia.

– Hola, muchacho -le dijo Rose a Chuck. Su pastoso acento antillano brotó cuajado de hospitalidad y humor isleño, como siempre que se hacía el simpático. Puso la mano sobre la botella de burdeos-. ¿Me dejas que te sirva un poco más de vino o ya se ha ocupado de eso el señor Gunn?

Chuck se aferró a su palito, miró a Rose sin acabar de establecer contacto visual, pero no dijo nada. B. B. ya lo esperaba. Hay mucha diversidad en el sur de Florida: cubanos y judíos, blancos, haitianos, antillanos, negros y toda clase de sudamericanos y orientales y sabe Dios qué más. Pero lo cierto es que ninguno de esos grupos quería tener nada que ver con los otros. Los niños blancos no abrían la boca cuando había negros cerca. Los niños negros no abrían la boca cuando había blancos cerca. B. B. lo había visto montones de veces cuando hacía de mentor, y cuando uno quiere hacer de mentor conviene tener claro este tipo de cosas.

Sin embargo, Rose no se amilanó.

– Soy Otto Rose. ¿Cómo te llamas, señorito? -Le ofreció la mano.

Chuck sabía que estaba atrapado y, como no tenía escapatoria, decidió responder.

– Soy Chuck -dijo con voz decidida. El apretón de manos pareció firme, seguro.

– ¿Y el señor Gunn es tu amigo? Está bien tenerlo como amigo.

– Es mi mentor -dijo Chuck-. Ha sido muy amable conmigo.

– Y este es un buen sitio para venir con un mentor -dijo Rose, con un deje de humor que se insinuaba apenas en la voz-. Y cuando uno está con su mentor, no hay como un buen vaso de vino. -Cogió el vaso de Chuck y aspiró su aroma con los ojos cerrados-. ¿Un Saint-Estèphe? -preguntó mientras dejaba el vaso en su sitio.

– Uau. -Los ojos de Chuck se abrieron mucho-. ¿Lo sabe solo por el olor?

– Lo he leído en la botella.

B. B. vio que los jubilados del restaurante los miraban. No les gustaba tener a aquel negro grande y calvo por allí. Los camareros también los miraban, no tardaría en presentarse alguno para preguntar si el caballero deseaba acompañarles en la mesa. Si decía que sí, Rose le fastidiaría sus planes, así que decidió cortar por lo sano.

B. B. se levantó de la silla y se apartó de la mesa con un aire muy a lo Corrupción en Miami. Pues sí, a lo mejor era quince centímetros más bajo que Rose, pero no se le veía poca cosa a su lado. B. B. tenía muy claro quién era, sabía la imagen que daba, sabía que por todo el estado había gente que se habría cagado en los pantalones de haber pensado que B. B. Gunn estaba enfadado. Había llegado el momento de asegurarse de que Otto sabía lo bastante como para cagarse en los pantalones.

– Disculpa un momento -le dijo a Chuck-.Tengo que resolver un asunto de adultos.

– Vale -dijo Chuck. Su voz tenía un dejo triste.

B. B. lo supo enseguida. Chuck podía ser un niño muy adulto, podía ser un niño atrevido con sentido del humor y ganas de dejar atrás las penurias de su vida, pero no quería que lo dejaran solo. Por encima de todo, necesitaba compañía, y esa era otra razón para estar enfadado con Otto Rose por haberse presentado allí y haberle estropeado la comida.

– Sígueme -le dijo a Rose. Había llegado el momento de dejar claro quién mandaba en el gallinero. Rose se creía muy listo: averiguar dónde había ido a comer y presentarse allí para hacer insinuaciones veladas sobre Chuck… Pero ahora era Rose quien seguía al macho alfa.

Salieron al exterior y la temperatura se elevó instantáneamente en diez grados. La atmósfera era húmeda y pegajosa, y se oía el sonido de los coches que pasaban por la 1-95.

Desiree estaba allí, apoyada contra el Mercedes descapotable de B. B., con los brazos cruzados sobre el pecho. Llevaba unos vaqueros moderada, aunque no obscenamente, ceñidos y el top de un biquini de color lavanda. El tono rosado de la enorme cicatriz que tenía en el costado brillaba bajo la luz de neón del restaurante.

Rose puso una sonrisa sociable.

– Desiree, cielo. ¿Cómo estás, mi amor? -Se inclinó y le apoyó una mano sobre la cicatriz, como hacía siempre, solo para demostrar que no le daba cosa, y le dio un beso en la mejilla-. No te he visto al entrar.

Desiree dejó que la besara, pero apretó los labios en una sonrisita cínica.

– Claro que me has visto, pero has montado todo un espectáculo para demostrarme que no.

Él se llevó la mano al pecho.

– Me duele que me digas esas cosas.

B. B. no pensaba dejar que montaran aquella pantomima.

– Si le has visto entrar, ¿por qué demonios no se lo has impedido?

Ella se encogió de hombros.

– ¿Para qué? Tarde o temprano tenías que salir y habríamos acabado en el mismo sitio.

¿Que para qué? Jesús, tenía que explicárselo todo. Estaba ejerciendo de mentor. Y ella sabía perfectamente que no le gustaba que le molestaran cuando ejercía de mentor. Lo sabía, pero había dejado que Rose entrara porque aún estaba furiosa con él. Ya había pasado un mes y aún estaba furiosa. Aquello le estaba volviendo loco. Desiree era su ayudante y no quería ni imaginarse cómo sería su vida sin ella, pero empezaba a ser un problema.

– Vale -dijo B. B. Aspiró aire con aire autoritario-. Solucionemos esto cuanto antes.

– Desde luego. Tienes a ese jovencito esperando ahí dentro.

– Soy su mentor -dijo B. B.

– Oh, sí, estoy seguro. He visto que le gustan los palitos de pan.

B. B. no pensaba tolerarle ese tipo de comentarios.

– ¿Qué quieres? ¿Cómo sabías que estaba aquí y qué hay tan importante que no puede esperar a mañana?

– Eres más fácil de localizar de lo que crees -dijo Rose-. Y respecto a lo otro, creo que te alegrarás de que haya venido cuando sepas la razón. En primer lugar, acaban de darme un soplo. Hay un periodista en Jacksonville.

– Tienen un periódico -dijo B. B.-. Y, que yo sepa, también tienen cadena de televisión. Es normal que haya periodistas.

Rose dejó escapar su risa isleña.

– Hay un periodista haciendo un reportaje sobre tu equipo de ventas.

– Mierda. ¿De dónde?

– No lo sé. No sé si lo que quiere es observar o si ya tienen a algún infiltrado haciendo la investigación desde dentro. No sé lo que esa persona cree que sabe, pero seguramente se puede sacar mucho más de lo que se imagina.

B. B. se mordió el labio.

– Muy bien, nos ocuparemos. ¿Y en segundo lugar?

– Ya sabes que en la próxima sesión del legislativo se va a presentar un nuevo proyecto de ley para limitar la venta de casa en casa. Acabo de enterarme de que, si me opongo, tendré graves problemas de financiación. Ya sabes que quiero ayudarte, B. B., siempre te he defendido, siempre he valorado mucho nuestra relación. Pero oponerme a ese proyecto me saldría muy caro, y necesito algo para compensar.

– Quiere otro donativo -explicó Desiree. Últimamente lo hacía mucho, explicar lo obvio, como si B. B. no fuera capaz de entender sin su ayuda.

– Por Dios, Otto, ¿no podías esperar?

– He venido a verte por lo del periodista, pero ya que estaba aquí… Bueno, me ha parecido tan buen momento como cualquier otro. Aunque, claro, ya sé que estabas ocupado ejerciendo de mentor. Si prefieres hacer de mentor a ocuparte de tus problemas… es asunto tuyo. Pero, aun así, no sé si te interesa que la comunidad empresarial descubra lo importante que es para ti tu papel de mentor.

Que se cayera muerto si Rose no lo estaba poniendo entre la espada y la pared, tratando de utilizar su naturaleza caritativa en su contra. Uno se esfuerza por ayudar a los desfavorecidos y tiene que andar siempre aguantando a un cínico oportunista detrás de otro. Y el caso era que Rose estaba muy metido en lo de la prevención de la delincuencia y los programas extraescolares para los críos del barrio de Overtown, pero nadie podía decir nada porque él era negro y los críos eran negros, y eso significaba que Rose era un santo. Y por eso tenía que estar allá afuera en aquellos momentos, hablando de estupideces con un legislador mientras Chuck estaba solo en la mesa, cada vez más apagado.

– ¿De cuánto estamos hablando?

– Lo mismo que la última vez, cielo.

Lo mismo que la última vez significaba veinticinco mil dólares. Aquellos pequeños sobornos empezaban a notarse.

– Déjanos hablar un momento, Otto -dijo Desiree. Puso una mano sobre el brazo de B. B. y se alejaron unos metros-. ¿Qué opinas?

– Opino que no quiero darle más dinero.

– Por supuesto, pero si aprueban ese proyecto de ley, vas a tener muchos problemas.

– ¿Me estás diciendo que tendríamos que pagar?

– Seguramente. Pero déjale muy claro que es la última vez. Lo último que queremos es que crea que puede venir a chupar del bote cada vez que necesita dinero. Esto empieza a parecer una sangría.

B. B. asintió.

– Cuando nos lo quitemos de encima, llama al Jugador y avísale de lo del periodista. Y dile que tendrían que hacer un pago pasado el fin de semana. Asegúrate de que nos puede proporcionar el dinero.

– De acuerdo.

Volvieron a donde estaba Rose, que seguía sonriendo como si estuviera a punto de entregar un telegrama cantado.

– Tendré el dinero la semana que viene -dijo B. B.-, pero es la última vez.

– Vamos, amigo. Ya sabes que no puedo garantizarte nada.

– Nosotros tampoco. Me entiendes, ¿verdad?

– Pues claro, B. B.

– Tengo que volver adentro.

– Sí. Si no, a ese chico a lo mejor se le ocurre empezar a hacerse él mismo de mentor.

B. B. entró en el restaurante, pero Desiree siguió apoyada contra el coche limpito, mirando a Otto con los brazos cruzados. Su pelo rubio y sucio, que le llegaba al hombro, se agitaba levemente con el viento y le envolvía el rostro, resaltando aún más su nariz afilada. Desiree sabía que si se mantenía en aquella posición podía parecer más mordaz y furiosa, y en aquellos momentos quería parecer furiosa. Aún no estaba preparada para enfrentarse a B. B. No estaba preparada para decir las cosas que tenía que decir. Aquello tenía que acabarse, eso lo sabía, pero no tenía por qué ser aquella noche.

No era por miedo. La gente que no conocía a B. B. personalmente, que solo conocía su reputación o el volumen y lo ingenioso de sus actividades, le temía. Pero ella lo conocía bien. No, no era miedo. Era su sentido de la responsabilidad… y la pena. En cambio Otto Rose no le daba ninguna pena.

– Oh, vamos, Desiree. No me mires así, bonita. Sabes que son negocios. Si trabajas para un hombre como B. B., lo normal es que haya gente como yo que le trate como se merece.

Ella meneó la cabeza.

– No quieras hacerme hablar mal de B. B., Otto.

– Tienes razón. Uno no es nada si no es capaz de ser leal. Siento haberte hablado así. No volveré a decir nada sobre B. B., pero ¿te importa si te digo algo sobre ti?

– Si crees que tienes que hacerlo… -Su expresión se distendió un poco.

Otto dio un paso hacia ella.

– Eres demasiado… demasiado buena para trabajar para alguien como B. B. Y no me refiero solo a tu trabajo, aunque sé que eres muy competente. Lo que quiero decir es que eres una buena persona.

– Pues no parece que tú tengas ningún problema para tratar con él.

El se rió.

– Soy político, querida mía. Es demasiado tarde para que yo sea bueno. Pero no lo es para ti. Tú eres joven y adorable y tienes talento. ¿Por qué no le dejas?

Desiree no podía contestar a aquella pregunta, y tuvo que reprimir la necesidad física de agacharse. En aquellos momentos no quería preguntas.

– Estoy en deuda con él, ¿de acuerdo? Es todo lo que puedo decirte.

– Lo sé. Pero ¿hasta qué punto lo estás? ¿Estás tan en deuda con él como para ayudarle a hacer las cosas que hace? ¿O para ayudarle con esos chicos?

– Solo es su mentor, Otto. Nadie puede decir nada malo sobre B. B. y sus chicos. Vivo en la misma casa que él, ¿lo recuerdas? Soy su asistenta interina.

– Sí, claro. Es mejor que todos crean que sois amantes. Mira, Desiree, a lo mejor no hace nada con esos chicos, pero sabes igual que yo que quiere hacerlo. ¿Cuánto crees que tardará en ceder a la tentación?

– No quiero escucharte. No te escucharé.

– No quiero presionarte. Solo quería ayudar, lo que pasa es que me entusiasmo demasiado. No hablemos de B. B. Hablemos de ti, querida mía.

– ¿Qué? ¿No irás a pedirme una cita? -preguntó, pero lo dijo con voz juguetona, procurando no sonar amarga o sarcástica.

– No me atrevería a soñar con tener tanta suerte -dijo él-. Había pensado en algo un poco más formal. Sé que dependes de la protección de B. B., quizá sentirías que tienes otras opciones si otra persona te ofreciera su protección.

– ¿Tú?

– Puedo ofrecerte un trabajo en mi oficina. Sé lo que vales, y te prometo que sería un trabajo de categoría. Claro que, en política, no hay trabajos bien pagados, pero sería una buena oportunidad para una joven con talento como tú.

– ¿Qué clase de protección me puedes ofrecer si cada vez que hay elecciones existe el riesgo de que te echen?

Él se rió.

– ¿Quién puede hacerme sombra? Al menos tendrías que pensarlo, cielo.

Ella asintió.

– ¿Por qué no nos sentamos unos minutos en mi coche?

– ¿Seguro que no estás pidiéndome una cita? -preguntó ella otra vez.

– Estoy casi seguro.

Otto la acompañó hasta su inmenso Oldsmobile, pintado de un amarillo sol. Le abrió la puerta del lado del acompañante y ella se sentó en el asiento de cuero. Luego dio la vuelta, ocupó su sitio, metió la llave en el contacto y puso el motor en funcionamiento. Al momento el aire acondicionado se puso en marcha y les llegó el murmullo apagado de la música dance por la radio.

Otto colocó una mano sobre la mano de ella. Quizá la idea era ofrecerle un trabajo, pero no estaba muy seguro de que ella no quisiera darle algo más.

– ¿Te digo lo que estoy pensando?

– Primero deja que te diga una cosa -dijo ella. Y entonces, con la rapidez de una cobra, su mano salió disparada al cuello del hombre y se colocó a horcajadas sobre él, como si estuvieran pegando un polvo. Desiree notaba el bulto bajo los pantalones, cada vez más pequeño. Ahora lo tenía cogido con las dos manos y hacía presión con todo su cuerpo, que no pasaría de los cuarenta y cinco kilos.

Le gustaba el calor de su piel, la sensación de tener su cuello entre las manos, su cuerpo entre los muslos. Era sexy, pero no exactamente sexual. Hacía que se sintiera poderosa, y eso le gustaba.

Desiree sabía muy bien que tenía las manos pequeñas, que no tenía fuerza. La sorpresa y las limitaciones del coche jugaban a su favor, pero Otto podía soltarse si lo intentaba, si realmente lo intentaba. Aun así, la desorientación de Otto le daba unos segundos cruciales de ventaja, y tenía intención de estar muy lejos de allí antes de que el hombre tuviera tiempo de pensar en revolverse.

– Otto, llevamos mucho tiempo haciendo negocios -le dijo-, y ha sido beneficioso para todos, pero si vuelves a hacer algo así, te mataré. Si tratas de humillar a B. B., si haces insinuaciones sobre él o lo utilizas, te mato. Te crees más listo que él, y crees que yo soy maja, y a lo mejor tienes razón. Pero no te olvides de que los dos somos otras cosas. -Le soltó la garganta-. No te conviene tenerlo como enemigo.

Otto tosió y se llevó una mano a la nuez, pero por lo demás se mantuvo tranquilo.

Una pareja de ancianos pasó por el aparcamiento mirando descaradamente a la mujer menuda y blanca que estaba sentada sobre el hombre grande y negro en el coche.

– Tengo que hacer unas llamadas -dijo Desiree. Le dio un beso rápido, un pico, pero directamente sobre los labios secos, y entonces se bajó y abrió la puerta del lado del acompañante. El anciano apartó la mirada, pero la mujer siguió mirándola-. ¿Quiere decirme algo? -le preguntó Desiree, y la mujer apartó sus ojos vacíos y críticos.

Otto aún se estaba recuperando de la sorpresa. Estiró el brazo para cerrar la puerta de su lado pero su mirada se cruzó con la de Desiree y, de todas las respuestas posibles, se limitó a dedicarle otra de sus sonrisas.

– ¿Significa eso que no quieres el trabajo, querida?

– De momento no. -Desiree fue hasta el Mercedes de B. B. y meneó la cabeza lentamente. El caso es que, sí, quizá Otto jugaba y maquinaba, y a su manera quizá era tan malo como B. B., pero tenía sentido del humor, y solo por eso deseó no tener que volver a echarle las manos al cuello nunca más.

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