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Desiree estaba junto al teléfono de pago, pasando la uña del pulgar, bien cuidada pero sin esmaltar, por el auricular. Ya tendría que haber llamado. B. B. estaría esperando. Seguramente estaría preocupado. Enseguida se preocupaba por ella. Si se retrasaba media hora, cuando llegaba se lo encontraba hecho un manojo de nervios. A Desiree le gustaba pensar que la necesitaba, porque, si ella se mataba en un accidente, por ejemplo, ¿quién iba a prepararle la cena? Pero era más que eso. A su manera, B. B. la quería. Ella lo sabía. Y eso lo hacía todo más difícil.

Después de salir del chino había dejado de seguir al chico y su amigo. ¿Para qué? No pensaba decirle nada a B. B. A Aphrodite le gustaban, eso es lo que le transmitía su gemela muerta, sobre todo el amigo, Melford. Lo que no hacía más que demostrar que ella y Aphrodite cada vez coincidían en más cosas, porque a ella también le gustaba Melford. Si los seguía, si le daba a B. B. lo que quería, habría sido como una traición, y eso significaba que tarde o temprano tendría que traicionar a alguien.

Lo que Melford había dicho de quedarse al margen, de guiñarle un ojo al mal porque era lo más cómodo… era como si le hablara de ella misma. Como si supiera lo de B. B., lo que hacía, lo que probablemente haría cuando no consiguiera mantener a raya su deseo tras su supuesta labor de mentor; como si supiera que Desiree había estado ayudando a B. B. a distribuir speed, el mismo veneno que casi acaba con ella. Pero no sabía nada, claro. Melford solo hablaba de cómo lograr un mundo más seguro para los corderitos y los cerditos, y eso era muy bonito, ingenuo y bonito. Hacía tanto tiempo que vivía metida en el mundo del crimen y la droga y la autodestrucción, que la idea de implicarse en algo tan bonito y desesperado como ayudar a los animales podía ser justo lo que necesitaba.

Quizá B. B. no se manchaba las manos de sangre directamente, pero Desiree sabía, siempre lo había sabido, que su pequeño imperio había provocado más que una simple carnicería. Vidas arruinadas, dolor, sufrimiento, muerte, y todo al servicio del speed. El hecho de que se hubiera portado bien con ella la llevaba a compadecerlo, a que se preocupara por él, pero eso no significa que lo que hacía estuviera bien ni que ella tuviera que ayudarle.

– Eh, monada, me gusta lo que llevas puesto.

Desiree miró. A no más de un metro había un hombre anchote, de cuarenta y tantos, con la barba y el pelo largos, vaqueros y botas de motero. Llevaba un pack de seis cervezas bajo el brazo.

– ¿Has acabado con el teléfono? -le preguntó-. Porque tengo que llamar a mi madre para decirle que me he enamorado.

– ¿Tengo pinta de ser tu peep show particular? -contestó ella. Hablaba con voz tranquila, casi ausente.

– ¡Vale, vale! -dijo el otro retrocediendo solo medio paso. Levantó una mano con gesto defensivo y agitó la otra levemente, porque tenía el brazo ocupado con las cervezas-. No hace falta ser tan brusca. ¿Es que no puede decirte un hombre que estás guapa?

Ella se apartó del teléfono y se plantó ante él, con su navaja abierta.

– No, no puede.

– Joder. Vale. -Retrocedió dos pasos más y se medio encogió de hombros, como si no le importara, por si alguien había presenciado el intercambio.

Desiree se quedó allí mirando para asegurarse de que se iba. Y entonces descolgó y marcó el teléfono del motel. Colgó antes de que diera señal. Había llegado el momento de cortar con B. B.; ahora, no en un futuro próximo. Llevaba demasiado tiempo actuando como cómplice.

Por eso discutieron el mes anterior, cuando pasó lo del niño de la carretera. Había tenido que trazar una línea. Desde que estaba con él, la línea siempre había estado en algún lugar del horizonte, pero por fin había llegado, la tenía frente a ella. Y cuando llegas a la línea, pensó, solo ves lo que hay del otro lado, y lo que has dejado parece tan lejano que queda desdibujado por la distancia.

Nunca más. Apenas había cruzado unas palabras con él, pero estaba segura de que Melford había aparecido para decírselo. Las cosas sucedían por una razón, los accidentes formaban parte del orden de las cosas, la coincidencia era una manifestación de un designio cósmico. Había llegado el momento de avanzar y, tal vez, de pagar por los errores. Tenía que haber un equilibrio en el universo. Había hecho cosas malas, ahora tenía que hacer el bien. Pero ¿cómo exactamente? ¿Perjudicando el negocio de B. B., la venta de speed? No, eso no estaría bien. B. B. era lo que era, y la había ayudado. Tendría que buscar otra cosa. Ya se le ocurriría algo. O alguien la ayudaría.


Por segunda vez en aquel día, B. B. cogió el teléfono con el corazón latiéndole a toda velocidad. Siempre había soñado con participar en la destrucción del Jugador, pero al final seguramente tendría que renunciar a esa parte. ¿Por qué no dejar que actuaran los mecanismos que ya estaban allí?

Contestaron.

– Policía de Meadowbrook Grove.

No era él.

– Jefe Doe -ladró B. B. con voz grave y contundente, muy distinta de su voz real.

– Un momento.

Hubo una breve pausa.

– Soy el jefe.

– Jefe Doe -dijo B. B. con voz fingida-. Llamaba para advertirle. Ken Rogers, el Jugador, le está preparando una trampa. Ha matado a su experto en speed para incriminarle. Quiere quitarle de en medio y quedarse con su parte. Ya le he avisado.

– ¿Con quién hablo?

– Con alguien que trabaja para él.

– ¿Y por qué me cuenta esto?

La pregunta le sorprendió. ¿Por qué querría nadie contarle aquello a Doe?

– Porque -dijo B. B., decidiendo ser sincero- el Jugador es un gilipollas que se merece lo que le pase.

– Eso no se lo discuto.

B. B. colgó. Ahora las cosas seguirían su curso. Doe era despiadado y no vacilaría en quitar al Jugador de en medio. Nunca se lo confesaría, claro, pero a él eso le daba igual. En el vacío de poder que se crearía, Desiree entraría en acción y B. B. podría brindar por su éxito con Chuck Finn mientras tomaban un vaso de Médoc.


Doe colgó lentamente el auricular.

– ¿Quién era? -preguntó Pakken.

– Uno que disimulaba la voz.

– Eso me ha parecido. ¿Qué quería?

– Decirme que el Jugador me quiere joder.

– ¿Crees que es verdad?

Doe se instaló en su asiento.

– No, no lo creo. Vaya, si pudiera seguro que lo haría, pero no creo que sea verdad. Pero te diré que, sea lo que sea lo que está pasando, no se saldrá con la suya, porque una voz fingida para mí no significa nada. Le he reconocido.

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