Allí estaba yo, superviviente de un doble homicidio, en los retretes públicos del Kwick Stop. Cuando me dirigía hacia la tienda me di cuenta de que me estaba meando. Tenía tantas ganas que me sorprendió no haberme meado encima durante el tiroteo. Tuve que hacer un esfuerzo para no correr a un árbol y echar una meada bajo el cielo estrellado. Pero orinar en un retrete público tampoco me pareció buena idea. ¿Y si me cogían? ¿Y si la policía me atrapaba y encontraba pruebas? Pelo, fibras, ese tipo de cosas. Mis conocimientos sobre las técnicas de investigación policial procedían de una mezcla de películas y series, así que en realidad no tenía ni idea de cómo funcionaba aquello.
Cuando entré en la tienda, localicé los aseos enseguida -cuando trabajas vendiendo puerta por puerta aprendes a localizar rápidamente los servicios de las tiendas- y me fui corriendo hacia allí, sin molestarme en fingir serenidad. Normalmente no me gustaba que la gente viera que necesitaba ir al retrete; el que los demás fueran tan conscientes de mis funciones corporales hacía que me sintiera muy incómodo.
Sin embargo, en aquella ocasión no estaba de humor para fingir que tenía intención de comprar, hacer la pantomima de que me interesaba la cecina de ternera y luego frotarme las manos, como diciendo «Oh, creo que tendría que lavarme las manos», para dirigirme seguidamente con paso tranquilo hacia el retrete.
Cuando vi que ya no salía nada y la sensación de presión de mi vejiga había derivado en una fatiga relajada, levanté la vista del orinal. Me subí la cremallera, me lavé y me miré en el espejo buscando rastros de sangre. Nada, no había sangre en mi pelo, ni en mis manos ni en mi ropa. Parecía que todo estaba bien. Me eché agua en la cara otra vez porque pensé que eso es lo que hace uno cuando tiene una crisis. Lavarse la cara. ¿Ayudaba de verdad o no era más que un mito que había hecho circular la industria del jabón? Desde luego, no es que la industria del jabón fuera a hacer una fortuna allí. El dispensador solo contenía unos grumitos viejos, rosados e incrustados. No había nada que se pareciera a una toalla… solo una de esas máquinas con un trapo giratorio donde la porquería de cada usuario queda aplastada o lavada, o simplemente fijada de forma permanente antes de volver a salir por el otro lado. Cogí un poco de papel de váter de un rollo que había colocado sobre el dispensador y me sequé la cara con toquecitos suaves.
El aseo olía a mierda y orina, y a ambientadores florales que luchaban por combatir el hedor de los excrementos. Las manos me temblaban con violencia y tenía ganas de vomitar. El problema era que para vomitar habría tenido que ponerme de rodillas, y el suelo estaba cubierto por una capa gruesa y pegajosa de orina seca, y además había una hermosa caca en la taza. Mi cerebro de reptil no tenía intención de dejarme marcar un territorio que ya habían marcado criaturas más poderosas y menos escrupulosas que yo.
Así que lo que hice fue sacar del bolsillo el cheque que Karen me había firmado para poder comprar unos libros para sus hijas, ahora huérfanas. «Karen Wane», ponía en la parte superior izquierda. Me pareció extraño que ella y su marido no compartieran la misma cuenta corriente.
Si me hubiera preocupado la posibilidad de que no aprobaran su solicitud de crédito, aquello me habría dado que pensar, pero dadas las circunstancias ya poco importaba. Rompí el cheque y tiré los trocitos al váter. Uno de los trocitos cayó en un charco viscoso, junto a la taza, y tuve que agacharme y recogerlo por una esquinita seca y tirarlo al interior con gran escrúpulo. Apreté el pedal de la cadena con la punta del zapato para no tener que tocar nada y volví a lavarme las manos.
¿Tendría que haber tirado los trocitos del cheque en dos retretes diferentes? No, no me imaginaba a los policías poniéndose trajes especiales para meterse en las plantas de tratamiento de aguas residuales en busca de los fragmentos del cheque. Aun así, tuve que contener de nuevo la sensación de náusea: cerré los ojos e hice un gran esfuerzo para no pensar en nada. Al cabo de un minuto, abrí la puerta y salí, casi seguro de que no vomitaría.
Aquella tienda de comestibles estaba a unos tres kilómetros del motel. Podría haber vuelto andando, habría preferido hacerlo, pero las cosas no iban así. Tenía que esperar a Bobby, así que cogí una ginger ale de la nevera con la esperanza de que aplacara un poco mi estómago. Luego me puse en la cola, detrás de un tipo que vestía tejanos y una camiseta negra.
No le veía la cara. Salvo por unas mechas sueltas, llevaba el pelo oculto bajo una gorra de béisbol con una bandera de la Confederación en la parte delantera, pero estaría entre los treinta y los cuarenta, y estaba charlando con la cajera, una adolescente muy joven pero no muy guapa. La chica tenía algo de caballo, con una boca en forma de U invertida que nunca parecía cerrarse del todo: en conjunto recordaba a una de esas estatuas de la isla de Pascua. Al de la gorra no parecía importarle, y sus ojos demostraban un interés especial por los pechos grandes y suculentos, que sobresalían de una blusa de manga corta uno o dos botones falta de recato. El confederado se rió por algo, dio una palmada sobre el mostrador y miró descaradamente los pechos de la chica.
– Oh, mierda -dijo-. Me parece que se me ha caído una moneda ahí dentro. A ver si la encuentro. -Y levantó la mano como si fuera a meter la mano en el canalillo.
– Jim -dijo la chica cubriéndose con los dedos extendidos-, ya vale. -Y me miró como si tratara de decidir algo; luego volvió a mirar al confederado-. Qué malo eres.
Por la radio, una voz entusiasmada animó a todo el mundo a «Wang Chung» esta noche, que era una de las muchas canciones confusas que suponía que entendería cuando supiera más del mundo. Algo así como la letra de «Bohemian Rapsody», cuya comprensión exigía cierta familiaridad con el arte y la música de Europa. Evidentemente, cualquier persona culta sabría lo que era un «Scaramouche» y por qué tenía que «hacer el fandango».
La excesiva intensidad de los fluorescentes hacía que me sintiera como si estuviera en un escenario o bajo los focos de la policía, una metáfora particularmente desafortunada. Huir de allí, de las luces, de aquella canción tan mala, del cliente freaky y la dependienta, se convirtió en una necesidad. De haber pensado que podía hacerlo sin problemas, habría robado el ginger ale. El Kwick Stop, que no era la clase de lugar donde yo podía sentirme a gusto, me parecía cada vez más pequeño. No quería irme sin el ginger ale, no quería hablar con la chica. Y tampoco parecía ningún disparate suponer que al de la gorra de la confederación no le haría gracia que un crío con acento del norte y corbata le metiera prisa. Pero tenía sed, y mi estómago se sacudía con violencia, así que abrí la botella y bebí. Me sentí un poquito mejor. O al menos tenía menos ganas de vomitar.
– No se puede beber antes de pagar -me dijo el confederado. Mostró una amplia sonrisa, enseñando una dentadura blanca y estrambótica-. Eso se llama «robar», y aquí tenemos leyes contra eso.
Y entonces le reconocí. Era el tipo de camioneta al que había visto delante de la caravana de Karen y Cabrón. El corte quedaba oculto por la gorra, pero era el mismo. Una sensación gélida de terror surgió de mi pecho y se extendió a mis extremidades. Pero ¿qué podía hacer? ¿Correr? El tipo me había visto entrar en una caravana donde habían asesinado a dos personas.
Me di cuenta de que las náuseas se debían a mi deseo de suprimir algo obvio: que cuando encontraran los cuerpos, la policía vendría a por mí. No importaba lo que me hubiera dicho el asesino, no importaban las dulces palabras que hubiera tratado de conjurar, yo sabía perfectamente que sería el principal sospechoso. No había ningún «si», ningún «quizá». Vendrían a por mí. Emitirían una orden de busca y captura contra Lem Altick. No os arriesguéis con Lem Altick, chicos, seguramente va armado y es peligroso. La única duda era si el hecho de que fuera inocente podría salvarme.
Fui hasta el mostrador y puse un dólar encima. La bebida costaba setenta y nueve centavos.
– Espera tu turno -me dijo la chica-. ¿Es que no ves que hay gente delante?
– No hay gente -dije yo. Mi voz sonó cortante y nerviosa, y deseé poder callarme-. Hay una persona, y no ha comprado nada.
– ¿Es que quieres hacerte el grosero con la chica? -preguntó el confederado.
– ¿Grosero de pesado? ¿O grosero de tratar de meterle la mano por la camisa?
– Chico, no sabes con quién te estás metiendo -dijo el confederado.
Pero sí lo sabía. Sabía que me estaba metiendo con un tipo que no se lo pensaría dos veces antes de derribarme de un golpe y patearme la cabeza cuando me viera en el suelo. Aun así, por hablar que no quedara. Si una cosa había aprendido con los años es que tu lengua es la única baza que tienes contra alguien así. Eso no impedía que me llevara mis buenos golpes. A veces hasta era la causa de los golpes, pero al menos permitía perpetuar el mito de que los críos debiluchos son muy hábiles con la lengua.
Pero aquello no era el instituto, y esa noche ya había descubierto que estaba en juego algo más que unos moretones y una dosis de humillación. Había llegado el momento de mostrar deferencia.
– No pretendía ser pesado -dije con calma-. Solo quiero pagar.
– Pues aún no te toca. ¿Te crees que puedes pasearte por aquí con tu bonita corbata y tu cartera y que no tienes que esperar en la cola como todo el mundo? ¿Te crees que eres mejor que nos?
En la escuela mis notas en matemáticas, ciencias y lenguaje habían sido más bien pobres, pero una cosa que aprendí es que cuando alguien te acusa de creerte mejor que los demás es el preludio de una agresión. Algún gilipollas que daba rienda suelta a su rabia tratando de convencerse a sí mismo, o a los presentes o a Dios, de que tenía toda la razón del mundo para hacer lo que estaba a punto de hacer.
Tenía que suavizar las cosas, pero el pánico no me dejaba pensar. Mi miedo giraba y giraba como en una pequeña rueda de hámster, y no podía controlar mis pensamientos. Así que seguramente dije lo peor que podía haber dicho. Dije «Nosotros».
El confederado ladeó la cabeza y me miró.
– ¿Qué?
Aquello era una experiencia extracorporal. Me veía a mí mismo hablando, y no podía detenerme.
– Querrás decir: «Te crees que eres mejor que nosotros». Nosotros es el sujeto. Nosotros estamos aquí. ¿Quién está aquí? Nosotros. En cambio, nos es objeto indirecto, el que recibe la acción. Bob nos dio la pelota. ¿Quién nos dio la pelota? Bob, el sujeto. ¿A quién se la dio? Nos la dio a nosotros, el objeto indirecto.
Una sonrisa estúpida se extendió por mi cara.
El confederado me miraba como si fuera un espécimen conservado en formol. La chica de la caja dio un paso atrás. Sus ojos se abrieron mucho y medio levantó las manos, como si quisiera protegerse del golpe inminente.
Pero el golpe no llegó. Fuera, el Chrysler Cordoba de Bobby entró gloriosa, milagrosamente en la zona de aparcamiento. La llegada más oportuna de la historia… mucho más de lo que habría podido esperar basándome en mis casi dieciocho años de vida.
– Me vienen a buscar -dije como si hubiéramos estado charlando amigablemente.
El confederado no dijo nada. Yo miré a la cajera, pero ella no se atrevía a mirarme. No tenía más remedio que olvidarme de la bebida, así que la dejé sobre un montón de envases de cerveza y me dirigí hacia la puerta.
– Si te vas ahora estás robando. -Era la cajera. Su voz se había vuelto muy débil y sus manos, que colgaban flácidas a los lados, temblaban un poquito.
Me detuve.
– Pues deja que pague -dije yo.
– Tienes que esperar tu turno. -La voz era poco más que un susurro.
El redneck se inclinó hacia mí. No era especialmente alto, mediría metro ochenta quizá, unos tres centímetros más que yo, pero se inclinó como un gigante que se agacha para dar consejo a un enano.
– ¿Quién te crees que eres? ¡Venir a corregirme a mí!
Yo me di la vuelta, rezando para que Bobby me hubiera visto y acudiera en mi rescate si veía pelea. Bajo la mirada furiosa del redneck, cogí el refresco, saqué el dólar del bolsillo y volví a ponerlo sobre el mostrador. No me importaba que fueran unos gilipollas, no me importaba el cambio. Lo único que quería era salir de allí.
Me di la vuelta y empujé la puerta, que tintineó alegremente acompañando el sonido de mi risa de incredulidad.
Había sobrevivido a un doble asesinato, había sobrevivido a una entrevista con el asesino, había escapado sin recibir ni un golpe de un redneck al que había insultado. Tendría que haber sentido cierto alivio, pero un terrible miedo ardía en mi estómago. Solo había sobrevivido a aquel instante. Había muchos más por delante.