21

– ¿Quién era?

– No sé. Alguien que trabaja para ellos. Sean quienes sean.

Yo iba en el asiento del pasajero del Datsun de Melford. Me había comido el lo mein y me había tomado cinco o seis tacitas de té. A mí la pequeña visita de Desiree me había dejado perplejo, pero Melford parecía impertérrito. Se había comido sus budines verdes pinchados en palillos y estuvo hablando un rato sobre un filósofo llamado Althusser y una cosa que se llama «aparato estatal ideológico». Hasta que no estuvimos en el coche no traté de sacar a Desiree en la conversación.

– ¿Y no te preocupa que una desconocida, vestida con transparencias, nos esté siguiendo?

– Las transparencias no carecen de interés. ¿No crees? Me di cuenta de que estudiabas el encaje de su sujetador. A lo mejor estabas pensando en comprarle un regalo a Chitra.

Detestaba esa sensación de que me habían pillado.

– Lo confieso. Me parecía poco amenazadora y muy… -dejé que mi voz se perdiera.

– ¿Sexy?

– Sí -concedí con cautela. No creía que Melford fuera el más indicado para decidir si una mujer era sexy o no-. Aun así, el caso es que alguien nos sigue. ¿Qué vamos a hacer?

– Nada -dijo él-. Ya no nos está siguiendo y dudo que quiera hacernos daño.

– Hay muertos por todas partes. Sé que tú has matado a algunos, pero ¿no es un poco ingenuo suponer que no quiere hacernos daño?

– No puedo hablar por los otros. Estoy seguro de que nos desean todo el daño del mundo, pero Desiree no. Se le ve en los ojos. No quiere hacernos daño, ni siquiera informará de lo que ha visto. Tengo un presentimiento.

– Bien, tienes un presentimiento. Estupendo.

– Mientras no sepamos quiénes son los otros, es lo único que tenemos.

Pensé en decirle lo que sabía, que el Jugador estaba implicado, pero seguramente le parecería raro que no se lo hubiera dicho antes y pensaría que no soy de fiar. Si era necesario, encontraría la forma de llevarlo en aquella dirección, o de descubrir algo que apuntara al Jugador. Entretanto, me sentía más seguro sabiendo que él no lo sabía, incluso si eso significaba ocultarle un secreto importantísimo a un tipo que, de vez en cuando, resolvía sus problemas con una pistola con silenciador.


– Bueno ¿adónde vamos?

– Recordarás que tenemos una misión -dijo Melford-. Hay que averiguar quién es la tercera persona, el tercer cuerpo de la caravana.

– ¿Y el dinero? Están buscando un montón de dinero. Quizá también tendríamos que investigar eso.

Él meneó la cabeza.

– Olvídate del dinero. Es un callejón sin salida. Concentrémonos en el cuerpo.

– ¿Y cómo lo vamos a hacer?

– Lo primero es registrarlo. Quién sabe. A lo mejor se han dejado algún tipo de identificación encima. Seguramente no, ya lo sé, pero vale la pena comprobarlo.

– Claro -dije yo-. Andar toqueteando un cuerpo en busca de una cartera parece una idea genial. Pero, y perdona que sea tan obtuso, ¿primero no tendríamos que saber dónde están los cuerpos?

– Resulta, amigo mío, que tengo una idea bastante aproximada de dónde han ido a parar. ¿No notas ese olor tan espantoso del parque de caravanas? ¿Sabes qué es?

– ¿El olor de las caravanas? No, no sé.

– Es una granja de cerdos, Lemuel. La localidad de Meadowbrook Grove consiste básicamente en ese parque de caravanas, que consigue la mayor parte de sus ingresos con las multas por exceso de velocidad. Y detrás está esa pequeña granja industrial donde crían cerdos. La cría intensiva de animales genera una gran cantidad de desechos, y esos desechos tienen que ir a parar a algún sitio. El olor del parque de caravanas viene de la laguna de desechos, un pozo horrible y muy dañino para el entorno, lleno de orines, mierda y restos de cerdo. Y resulta que también es el único sitio que se me ocurre para esconder cadáveres. Así que allí es donde vamos.

– O sea, que entramos como si nada en una propiedad privada y nos ponemos a escarbar en la mierda sin que nadie nos diga nada. ¿Es eso?

– No habrá nadie. No hay ningún viejo señor MacDonald. No oiremos ningún oink oink por aquí y por allá. Lo más brillante y perverso de todo esto es que prácticamente no necesita mantenimiento. Basta con que una persona se pase una vez al día para asegurarse de que los cerdos tienen comida.

– ¿Y cómo sabes que el tipo que les da de comer no estará allí?

Melford encogió los hombros.

– Porque le maté ayer.

Aspiré con fuerza. Sentí una dolorosa sacudida al comprender.

– ¿Por eso mataste a Cabrón? ¿Porque trabajaba en una granja de cerdos?

– Relájate. No soy tan arbitrario. Eso no tuvo nada que ver. La mayoría de personas que trabajan en esos sitios me dan pena, las explotan a ellas tanto como a los animales. Tienen salarios muy bajos y la gente que les paga no se preocupa ni por su salud ni por su segundad. Son víctimas. Los propietarios merecen morir, los trabajadores no. No, eso fue una coincidencia. -Hizo una pausa, con gesto pensativo-. Más o menos.

Melford abandonó la calle principal y salió a la parte posterior del parque de caravanas, y luego giró hacia la derecha por un camino de tierra en el que no habría reparado ni aunque hubiera pasado por allí mil veces. Discurría entre una zona tupida de pinos, arbustos caprichosos y roca blanca. Seguimos el camino durante kilómetro y medio más o menos. El fuerte hedor del sulfuro y el amoníaco era cada vez más intenso, tanto que me sentía como si alguien hubiera hecho un punzón para romper el hielo con malos olores y me lo estuviera clavando en las sienes.

Llegamos a una verja. Melford detuvo el coche, se apeó y se sacó una llave del bolsillo, que utilizó para abrir un candado. Cuando volvió al vehículo, seguía sonriendo.

– ¿De dónde has sacado la llave? -pregunté.

– Tengo mis métodos.

Continuamos avanzando y, después de seguir un rato por un tramo del camino bordeado por pinos, salimos a un claro. Delante había un edificio enorme sin ventanas y de aspecto endeble. Tendría una altura de unos dos pisos y parecía hecho con láminas de aluminio. Aquello recordaba vagamente un almacén, un almacén de pesadilla, aislado en un claro. O una cárcel.

Aparcó detrás de unos pinos para que el coche no se viera si por casualidad alguien pasaba por allí -mejor asegurarnos que tener que lamentarnos después, explicó-, nos apeamos y empezamos a caminar hacia el edificio. En el coche ya me había parecido que olía mal, pero había empezado a acostumbrarme. Ahora el olor era cada vez más fuerte y horrible. Como un peso físico en el ambiente. Adentrarnos en él era como caminar contra un túnel aerodinámico. ¿Cómo podía trabajar nadie allí? ¿Cómo podía vivir nadie por la zona? Y los cerdos… no, mejor no pensar en eso. Tenía cosas más importantes de que preocuparme y estaba decidido a que la obsesión de Melford no se convirtiera en mi obsesión.

En la parte de atrás de la nave, la hierba y la maleza desaparecían, sustituidas por una tierra gruesa y negra de la que brotaban briznas de hierba de forma intermitente, hasta el borde de la laguna, un borde tan abrupto que pensé que no solo era obra del hombre, sino que seguramente estaba recubierto de hormigón. Era más pequeño de lo que había imaginado, porque la palabra «laguna» sugiere abundancia tropical, vegetación exuberante, cataratas, bandadas de estridentes aves que levantan el vuelo. Lo de laguna de desechos resultó ser un eufemismo, y cuando en un eufemismo utilizas la palabra «desechos», mal vamos. Lo que tenía ante mí no era una laguna, sino un pozo, el pozo más espantoso que podía imaginar, de unos noventa metros de diámetro tal vez. Alrededor no crecía nada, salvo algunas malas hierbas de aspecto astroso y, la excepción milagrosa, un mangle solitario cuyas raíces retorcidas entraban y salían de la tierra y se sumergían en la laguna.

Pensé que al acercarnos los zapatos se me mancharían de fango, pero la tierra estaba tan seca y grumosa como un paisaje lunar. Sin embargo, a cada paso, el olor era más fuerte, imposible y exponencialmente más fuerte. Para mi sorpresa, aquel tufo parecía alterar las facultades físicas. La cabeza se me iba, mi paso era inestable. Extendí las manos para mantener el equilibrio.

No quitaba el ojo de la laguna, como si esperara que saliera un monstruo y nos devorara. Al principio pensé que era por efecto de la luz, pero no, la laguna no se veía oscura porque hubiera sombra, es que era marrón. Estaba ante un estanque de un fango viscoso que enviaba pesadas ondas contra la orilla resbaladiza. Un estanque es a una laguna de desechos, pensé creando una analogía como las de los exámenes de acceso, lo que el humano es al zombie.

Un halo bullicioso de insectos se cernía sobre nuestras cabezas zumbando como una amenaza mutante.

Melford se detuvo en el exterior del perímetro, señalado por una serie de varas metálicas unidas entre sí por una cinta fosforescente de plástico que aleteaba débilmente bajo la brisa.

– Seguramente están ahí -dijo señalando el estanque.

– Vaya, ¿así que esto es la laguna de desechos?

Melford asintió.

– ¿Y eso es mierda y pis de cerdo?

Melford volvió a asentir.

– ¿Son todas igual de asquerosas?

– Seguramente. Nunca había visto ninguna de cerca.

Me lo quedé mirando.

– ¿Nunca habías visto una?

– Nunca. Es peor de lo que pensaba. Más grande. Más impenetrable.

– Parece un buen sitio para esconder un cadáver -dije-. ¿Cómo los vamos a encontrar?

Melford se encogió de hombros.

– No lo haremos. Era una idea estúpida.


– Siento lo de la laguna -dijo Melford-. Me pareció buena idea.

Yo me encogí de hombros, sin saber muy bien qué se supone que dice uno cuando un asesino reflexivo se disculpa porque su plan para exhumar el cadáver de la única persona a la que él no ha matado acaba tan mal.

Al acercarnos al extremo más alejado de la nave vimos dos grandes puertas dobles, imponentes y macizas en comparación con el resto del edificio, que visto de cerca parecía de latón. Un enorme candado mantenía las puertas unidas.

– Próxima parada -dijo Melford. Sacó un juego de ganzúas y abrió la cerradura.

– ¿De dónde sacas esas llaves?

Él meneó la cabeza sin levantar la vista de la cerradura.

– Lemuel, Lemuel, Lemuel. ¿Es que aún no sabes que Melford es un hombre que hace cosas asombrosas? Todas las puertas ceden ante Melford.

Empujó una de las puertas, dejó el candado colgado del pestillo y me indicó que pasara.

Yo no quería entrar. Estaba muy oscuro. El edificio no tenía ventanas, y la única luz que había procedía de cuatro o cinco bombillas desnudas que colgaban del techo. Entre las bombillas había ventiladores que giraban lentamente, creando un efecto de lo más desorientador y convirtiendo aquel espacio en una especie de club nocturno de pesadilla. Olía mucho peor que fuera, peor que la laguna, peor que cien lagunas. Era un olor diferente, como a moho y almizcle, más denso y más vivo. Del interior me llegó una ráfaga de aire fresco… bueno, en realidad no era fresco, pero sí comparado con la temperatura abrasadora del exterior. Y estaba aquel ruido…

Era como un coro bajo de gemidos y gruñidos. No tenía ni idea de cuántos cerdos podía haber allí, pero tenían que ser muchos… docenas, cientos. No sé.

Y entonces Melford sacó su linterna de bolsillo y la enfocó hacia delante, igualito que Virgilio en una ilustración de Gustave Doré de El Infierno.

Seguía sin verse bien, pero lo que vi era más que suficiente. Docenas y docenas de pequeñas particiones, desde la entrada hasta el fondo del almacén. En cada espacio cabían cómodamente cuatro o cinco cerdos, pero había quince, seguramente veinte. No estaba del todo seguro porque estaban demasiado apretujados. Observé el cubículo al que Melford enfocaba su linterna. Un cerdo trataba de desplazarse de un extremo al otro y, al hacerlo, creaba un espacio que tenía que ser ocupado por otro cerdo. Era como un cubo de Rubik. Nada podía entrar ni salir, y si uno se movía, tenía que cambiar su espacio por el de otro. El suelo estaba surcado de ranuras para permitir que las heces y la orina pasaran directamente a un sistema de drenaje que las evacuaba a la laguna. Pero las ranuras eran demasiado grandes y los cerdos se enganchaban continuamente las pezuñas. Vi a uno que chillaba al soltarse la pata, y luego chillaba otra vez. Incluso con aquella luz tan débil, se veía claramente la sangre de su pezuña.

Le cogí la linterna a Melford y me acerqué a uno de los cubículos. Los cerdos, que hasta entonces habían permanecido en una especie de trance de laboriosa respiración, se despabilaron y empezaron a chillar. Trataban de retroceder, de apartarse de mí, pero no había ningún sitio adonde ir, así que chillaron y chillaron. No quería asustarlos, pero necesitaba ver.

Lo que me había parecido distinguir a la luz de los flashes esporádicos de los ventiladores estroboscópicos ahora estaba muy claro. Muchos de los cerdos -tal vez la mayoría- tenían excrecencias rojas que sobresalían de su pelo corto. Unos tumores feos, retorcidos y rojos que brotaban con la malévola fuerza de protuberancias deformes. Algunos de aquellos bultos les recorrían el costado o la espalda, y más o menos parecía que los cerdos no hacían caso. Otros los tenían en las patas, o cerca de las pezuñas, y les costaba moverse. Algunos los tenían en la cara, cerca de los ojos, del morro, y no podían cerrar o abrir la boca del todo.

Retrocedí.

– ¿Qué les pasa? -le pregunté a Melford-. Joder. Parece como si estuvieran experimentando con ellos o algo así.

– En cierto modo es verdad -comentó con la calma clínica que casi esperaba de él-. Pero ellos no son el objeto de estudio. Somos nosotros. Ningún animal ha sido concebido para vivir en un espacio tan reducido, excepto, tal vez, los insectos que viven en colonias. Los granjeros los tienen así porque cuanto más apretujados están, más animales pueden tener en un mismo espacio. Se trata de amortizar los costes. Pero los cerdos… y olvidémonos de su sufrimiento y su desdicha: a estas alturas la mayoría ya están locos, pero en un nivel puramente fisiológico, no pueden soportarlo, sus cuerpos no toleran un estrés físico tan grande y eso les hace vulnerables a la enfermedad. Así que los atiborran de medicamentos, no para que estén sanos, sino para que puedan sobrevivir a su encierro y alcancen el peso necesario para el matadero. Y te hablo de cantidades descomunales de antibióticos.

– No lo entiendo. ¿No hay ningún inspector o alguien que diga que están demasiado enfermos para el consumo humano?

– Eso correspondería al Departamento de Agricultura. El mismo departamento que vela para que no consumamos carne de animales enfermos se encarga también de fomentar el consumo de carne autóctona. Y asegurarse de que la carne está sana y los animales reciben un trato humano no interesa, porque cuesta dinero. Si la carne es muy cara, el votante no está contento. Así que, si en la práctica algún inspector trata de detener esta locura, los granjeros, a los que se supone que exigen unas garantías, se quejan y lo siguiente que sabes es que al inspector en cuestión lo han cambiado de departamento o, directamente, lo han echado. Resultado: nadie abre la boca, y los animales enfermos van al matadero, donde con frecuencia los descuartizan cuando aún están vivos; luego les cortan las partes que se ven enfermas y su carne, saturada de antibióticos y hormonas de crecimiento, llega a nuestra mesa.

– ¿Qué me estás diciendo? ¿Que nuestra comida está contaminada y nadie lo sabe excepto tú?

– Lo sabe mucha gente, pero no se preocupan porque les dicen que todo está bien. Pero las estadísticas son abrumadoras. El setenta por ciento de los antibióticos que se fabrican se utilizan con los animales de granja, los destinados al consumo y los productores de leche. La mayoría de la gente va por ahí con bajos niveles de antibióticos en su organismo, con lo que permiten que las bacterias desarrollen cepas resistentes. Incluso si no me importaran los animales, me preocuparía porque tarde o temprano habrá una epidemia que acabará con todos nosotros.

– No me lo creo -dije-. Si realmente fuera tan peligroso, ¿no harían algo?

– Las cosas no funcionan así. El dinero mueve los engranajes. Si hubiera una epidemia y pudiera relacionarse con la ganadería industrial, entonces se haría algo. Pero mientras tanto hay demasiada gente que está sacando tajada. Nuestros senadores y los representantes de las granjas dicen que no hay pruebas de que la ganadería industrial perjudique a nadie. Y mientras, consiguen millones y millones de dólares como contribuciones a sus campañas de estos agronegocios gigantes que destruyen la ganadería familiar para crear estos campos nazis de exterminio de animales.

– No creo que haya para tanto.

– Me sorprendes. Eres como un anuncio viviente de la ideología. ¿Cómo puedes decir que no hay para tanto? Lo estás viendo. Hay para tanto, y para mucho más. Si no eres capaz de convencerte cuando lo ves con tus propios ojos, ¿cómo vas a creer nunca nada que no quieras creer?

No tenía respuesta.

– Mira -siguió diciendo-, incluso si no te preocupa el sufrimiento de los animales, incluso si eres demasiado obtuso para pensar en las consecuencias que puede tener a largo plazo consumir carne enferma para la salud del humano, piensa en esto: es terrible, terrible, que se nos pida que no pensemos en algo tan básico como nuestra supervivencia porque las grandes empresas necesitan mantener sus niveles de producción.

Era un buen razonamiento, y yo no tenía respuesta.

– Salgamos de aquí.


Fuera, a pesar del olor, no podía moverme. Me quedé plantado en el claro, mirando el edificio, aturdido e incrédulo.

– Imagina lo que acabas de ver pero multiplicado por millones. Billones. Te hace cuestionarte muchas cosas, ¿verdad?

– ¿Cuestionarse qué? -pregunté yo. Mi voz sonaba hueca.

– Si en algún caso podría ser ético sacrificar al humano por el animal.

A pesar de lo que acababa de ver, no vacilé.

– No.

– ¿Estás seguro? Deja que te pregunte una cosa. Pongamos que te encuentras con una mujer a la que están violando. La única manera de salvarla es matar a su atacante. ¿Sería correcto matarle?

– Si no tuviera más remedio, sí.

– ¿Por qué? ¿Por qué crees que eso es aceptable moralmente?

– Porque valoro más el derecho de la mujer a escapar a la violación que el derecho del violador a vivir.

– Buena respuesta. Pero ¿y el derecho del animal a escapar a la tortura? ¿No crees que eso es más importante que el derecho del torturador a lograr un placer o unos beneficios?

– No. Mira, lo que está pasando ahí dentro es terrible, Melford, no digo que no. Pero sigue habiendo una diferencia básica entre las personas y los animales.

– ¿Porque los animales no son conscientes de su existencia?

– Exacto.

– Entonces, ¿qué hay de las personas con una importante discapacidad psíquica, una persona que en realidad no es más consciente que un mono? ¿Solo tiene los derechos de un mono?

– Desde luego que no. Sigue siendo una persona.

– Y por tanto tiene unos derechos. El abanico en el que se incluyen los humanos abarca incluso a los más limitados de nosotros. ¿Es eso?

– Sí. Eso es.

– Pero ese abanico ¿es algo natural y justo, o solo es lo que nos decimos a nosotros mismos por conveniencia? ¿Por qué no debería abarcar el abanico a todas las criaturas capaces de sentir? Si está mal torturar a un cerdo, está mal y punto. Decir que no está mal porque resulta lucrativo, porque queremos unas exportaciones competitivas y carne barata en el supermercado, es un desvarío. La ética no puede condicionarse al lucro. Es como permitir los asesinatos a sueldo pero ilegalizar los crímenes pasionales. ¿La crueldad motivada por el capital es menos mala que otros tipos de crueldad?

– Entiendo lo que dices, pero no conseguirás convencerme de que no hay una jerarquía. Es posible que los animales sientan, pero no escriben libros, no componen música. Nosotros tenemos imaginación y creatividad, y eso significa que la vida humana siempre vale más que la del animal.

– ¿Siempre? Pongamos que hay un perro heroico. Un perro que ha salvado la vida de muchas personas en diferentes actos de valor. Un perro bombero, tal vez, que rescata a bebés de entre el fuego. Y digamos que hay un condenado en el corredor de la muerte, autor de crímenes terribles. La víspera de su ejecución el hombre se escapa y coge al perro como rehén. A la mañana siguiente las autoridades descubren su escondite. Saben que pueden capturarlo, pero al hacerlo seguramente el perro morirá. O pueden intentar que un francotirador mate al condenado y salve la vida del perro. ¿Quién es más importante, el preso que ha matado a numerosas personas y que ya habría muerto de no ser porque se ha escapado, o el perro, que solo ha hecho cosas buenas?

– Oh, venga, planteas un caso muy extremo.

– Tienes razón. Es el caso más extremo que se me ha ocurrido. Y ahora contesta.

– Salvaría al hombre -le dije, no del todo convencido-. Si sigues por ese camino te puedes encontrar en terreno resbaladizo.

– Entonces, ¿según tú, la vida humana siempre tiene preferencia por delante de la de los animales, por muy mala que sea?

Me encogí de hombros, demostrando una apatía que no sentía, ni mucho menos. La verdad es que no tenía respuestas para lo que me estaba preguntando, y eso me preocupaba. Si Melford tenía razón, entonces no había verdades absolutas, no como las que yo siempre había creído, y eso me situaba ante un precipicio ético. El ejemplo era muy extremado, pero entendía lo que quería decirme. Y aun así no estaba dispuesto a admitir que seguramente salvaría al perro, porque eso significaba que las cosas ya no eran blancas o negras, sino que se trataba de una cuestión de matiz. No se trataba de si valía más la vida del humano que la del animal. Sino de cuándo y en qué condiciones.

– No lo sé. ¿Podemos irnos ya?

– Sí, sí. Ve para el coche. Aún no sé cómo voy a salvar a esos cerdos, pero mientras tengo que alimentarlos y darles de beber. Solo serán unos minutos.

– ¿Necesitas ayuda?

– No, no te preocupes.

Me preocupaba, pero le obedecí, porque con Melford siempre obedecía. Así que agaché la cabeza y fui arrastrando los pies hacia el coche, tratando de dejar la mente en blanco, de no pensar en nada, de no pensar en aquellos cerdos con sus tumores rojos y espantosos y la mirada vacía de sus ojos. Pero no logré dejar la mente en blanco. No, me puse a pensar en Karen y en Cabrón, fríos y muertos, con los ojos muy abiertos.

Cuando estaba a mitad de camino del coche, levanté la mirada de aquel ensueño tan triste. Algo debió de llamar mi atención, y cuando miré a la deslumbrante tarde, donde todo quedaba desdibujado por aquel sol ardiente que azotaba la tierra, vi algo que me dejó helado. Un coche patrulla estaba entrando en la propiedad y venía directo hacia mí, como si quisiera atropellarme. No había duda. Fuera quien fuese me había visto.

Estiré el cuello para ver si localizaba a Melford, pero no se le veía por ningún lado. Seguramente el policía tampoco le había visto y pensaría que estaba allí solo.

Le reconocí enseguida. Era el tipo del Ford que había visto delante de la caravana de Karen y Cabrón, el que había ayudado al Jugador a trasladar los cuerpos. El jefe de policía de Meadowbrook Grove.

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