27

En aquel momento pensé que lo mejor era huir. De Melford, de Jacksonville… de todo aquello. Me pareció lo más inteligente, porque me resultaba más fácil olvidarme de los problemas que habría conllevado una huida. De todos modos, no importaba. No estaba para hacer cosas inteligentes. Estaba enfadado.

Me acerqué al coche y di unos golpecitos en la ventanilla del conductor. Melford bajó el cristal.

– ¿Cómo ha ido?

– Mierda.

Él abrió mucho los ojos.

– Pues sí que ha ido mal.

– Se suponía que tenías que esperarme.

– Y te he esperado. Aquí.

– No, se suponía que tenías que esperarme allí.

Su cara se arrugó desconcertada.

– ¿Y por qué iba a esperarte allí? Solo habría conseguido llamar la atención. Acordamos que nos encontraríamos aquí.

No era así como yo lo recordaba, pero Melford se acordaba de la conversación con tanto detalle que empecé a pensar que me había confundido. Después de todo, él era quien pensaba cada plan. A lo mejor yo había oído lo que quería oír porque no me gustaba la idea de que me dejara solo.

– ¿Y esto qué es? -pregunté señalando con la cabeza a Desiree, que no había dejado de sonreírme amablemente.

– Te acuerdas de Desiree… -dijo él.

– Claro que me acuerdo. ¿Qué hace aquí? ¿Qué hacéis los dos sentaditos tan amigablemente?

– Discúlpanos un momento -le dijo Melford. Se apeó y me llevó a unos cuatro o cinco metros, en dirección a un par de máquinas de periódicos-. Bueno, ¿qué has descubierto?

Decidí que por el momento lo mejor era posponer el asunto Desiree, seguramente discutir con Melford no me llevaría a ningún sitio. Le conté lo que había dicho Vivian, que la mujer seguramente era la madre de Karen.

– Parece que se presentó en el momento equivocado -dijo Melford-. Está claro que Doe tenía sus motivos para que los asesinatos no salieran a la luz y por eso la mató.

– ¿Y qué motivos son esos?

– Las drogas. -Melford se encogió de hombros, como si el tema le aburriera-. Doe tiene algún negocio sucio, y teme más una investigación que pueda dejar al descubierto su negocio que implicarse en unos homicidios. Y eso, amigo mío, es una buena noticia.

– No entiendo cómo un poli loco que trafica con drogas puede ser una buena noticia.

– Mira, Doe y sus amigos han escondido los cuerpos. No parecen muy listos y estoy seguro de que habrán dejado un reguero de pruebas de kilómetros. Si los cuerpos aparecen, las pruebas los apuntarán a ellos, no a nosotros. Pueden decir que no, claro, que ellos no mataron a Karen y a Cabrón, que seguramente los mató un vendedor de libros… y que ellos solo los escondieron. Doe y sus amigos tienen mucho que perder. Y eso, Lemuel, significa que eres libre.

– ¿Qué quieres decir? ¿Que puedo irme sin más?

– Exactamente. Te llevaré a donde tú me digas y, por lo que a mí respecta, puedes recobrar tu vida. Mantén la boca cerrada y aléjate de ese policía y todo irá bien.

– Pero ¿y el dinero que todos andan buscando? No van a olvidarlo fácilmente, y si piensan que tengo algo que ver, es probable que sigan buscándome.

– Olvídate del dinero -dijo Melford, y no por primera vez-. No importa. Mandaron a Desiree a seguirte, pero ella les dirá que no tienes nada que ver. Confía en mí. Está de nuestro lado, e incluso si no lo estuviera, no tendría sentido que les dijera que les has quitado su dinero si no es verdad. Tendrán que buscar en otra parte.

Aspiré a través de los dientes. ¿Es posible que fuera verdad? ¿Nos estarían protegiendo aquellos imbéciles, por sus propios motivos, para salvaguardar sus sórdidos negocios con la droga? No me lo acababa de tragar.

Pero, si he de ser sincero, tengo que admitir que mi alivio quedó empañado en parte por la desilusión. No me gustaba el miedo a que me arrestaran, ni que ese Doe me apaleara, pero Melford me había hecho sentir que formaba parte de algo, algo mucho más importante que un simple asesinato. En un par de días estaría de nuevo en casa, dejaría de vender enciclopedias y todo volvería a ser como antes. Y seguiría necesitando treinta mil dólares para costearme la universidad.


Desiree se apeó del coche. Llevaba los mismos vaqueros que antes, pero en vez de la camiseta transparente con el sujetador oscuro, ahora llevaba puesto el top de un biquini de color mantequilla.

Tenía un bonito cuerpo, no se puede negar, voluptuoso y proporcionado, y en circunstancias normales mi mayor preocupación habría sido mantener los ojos apartados de sus pechos. Sin embargo, tenía que hacer esfuerzos por no mirar la cicatriz. Era enorme, más que ninguna que hubiera visto antes. Empezaba en el hombro, le recorría todo el costado y desaparecía bajo los pantalones. Le cubría casi todo el costado por debajo del brazo, y parte de la espalda.

No era solo que fuese poco común. Me acordé de lo que Bobby me había dicho: el jefe del Jugador, Gunn, tenía a una mujer con una cicatriz enorme trabajando para él. Desiree trabajaba para B. B. Gunn. Melford estaba sentado amigablemente con una mujer que trabajaba para el enemigo, el gran enemigo.

No mirar la cicatriz se me hizo increíblemente difícil. Era como si tuviera su propia gravedad y atrajera mis ojos. Decidí disimular mi incomodidad preguntando.

– ¿Cómo te has hecho esa cicatriz? -Me arrepentí en cuanto las palabras salieron de mi boca. Había muertos de por medio. No se trataba solo de una mujer atractiva con grandes pechos, un biquini de color mantequilla y una cicatriz larga como una toalla de mano. Era una especie de agente del mal. ¿O no?

Ella me miró y sonrió.

– Gracias por preguntar. -Su voz sonó dulce y ligeramente vulnerable-. La mayoría cree que lo más educado es hacer como que no la han visto. Ahí es donde estaba mi hermana antes de que nos separaran. -Se pasó los dedos sobre la cicatriz, rozándola con las yemas de sus uñas sin esmaltar-. Ella murió.

– Lo siento. -Me sentí estúpido al decirlo.

Desiree me volvió a sonreír con dulzura.

– Gracias. Eres muy amable. Tú y Melford sois muy amables.

– Bueno -dije, restregándome las manos-, ¿qué podemos hacer por ti?

– Sobre todo -dijo ella- he venido a ver a Melford. Quería saber cómo puedo ayudar a los animales.


Tuve que sentarme detrás, despojado de mi estatus de compañero, convertido instantáneamente en la rueda de repuesto. Me sentía apagado y rechazado… y apretujado, embutido en aquel pequeño espacio diseñado para niños japoneses, no para adolescentes estadounidenses, junto con un montón de libros viejos. Cuando pregunté adónde íbamos, Melford no me ayudó, se limitó a decir que íbamos a dar una vuelta. Quería tenerme ocupado y fuera de la vista de Doe hasta que me recogieran.

Era difícil oírlo todo desde atrás, pero estaba claro que Melford la tenía embobada. Ella le sonreía como si fuera una estrella del rock, como si estuviera loquita por él. A mí no me gustaba que estuviera tan predispuesta, y no me gustaba que no me gustara. Reconocí la quemazón que se extendía por mi pecho; eran celos, pero ¿celos de qué? ¿Quería para mí a la sexy siamesa o no quería compartir a Melford con ella?

De nuevo tuve la sensación de que me estaba perdiendo algo. ¿Por qué no había intentado Melford averiguar más cosas sobre ella antes de dejarla subir al coche? Quizá el superasesino era menos detallista de lo que yo pensaba.

Cuando llevábamos unos veinticinco minutos yendo arriba y abajo por la autopista, Melford paró en un 7-Eleven porque tenía sed y quería asearse un poco. Cuando se fue, sentí pánico. No quería quedarme a solas con Desiree. No tenía ni idea de quién era realmente, aparte de una empleada de B. B. Gunn. No sabía lo que quería.

Pero Desiree no parecía incómoda. Se dio la vuelta y me sonrió con gesto conspirador.

– Es tan sexy, ¿verdad?

Yo me puse a juguetear con la funda de una casete que había encontrado en el suelo.

– No sé si eres su tipo. Como eres mujer…

– ¿No pensarás que es gay?

– Bueno, más o menos. Pero eso no importa. ¿Quién eres?

– ¿Por qué crees que es gay, porque es vegetariano?

– Claro que no -dije-. Me da igual si es gay o no. Solo digo que a lo mejor no eres su tipo. Pero eso podemos hablarlo cuando me digas por qué nos sigues. A lo mejor a Melford no le importa, pero a mí sí.

– Está muy feo sacar conclusiones sobre los demás basándose solo en las apariencias. Llevo tiempo tratando de comprenderme a mí misma, he leído sobre las auras, la reencarnación, y he utilizado el I Ching. ¿Y tú? ¡Vamos! Decides que es gay porque sí.

– Mira, a mí me da lo mismo. Solo era un comentario.

– ¿Se lo has preguntado?

– No, no se lo he preguntado porque me da igual. -Mi voz era cada vez más aguda-. Tampoco le he preguntado cuál es su color favorito.

– ¿Por qué estás tan molesto?

Melford salió de la tienda con una botella de agua en una mano y las llaves en la otra.

– Lem cree que eres gay -le dijo Desiree cuando abrió la puerta.

Melford se instaló ante el volante y se giró para mirarme. Me dedicó una amplia sonrisa.

– Mucha gente lo piensa, Lemuel. No te lo reprocho. Espero que no tengas nada en contra de los gays…

– No -espeté-. Esa no es la cuestión. Yo lo que quería era saber quién es Desiree y por qué nos sigue.

– ¿Qué tiene eso que ver con mi orientación sexual? -preguntó Melford-. Me he perdido.

– Yo también. -La voz me salió muy chillona.

Melford miró a Desiree.

– Lem tiene una pregunta válida. ¿Quién eres, y por qué nos sigues?

– ¿Yo? -dijo ella-. Una gente muy mala me pidió que te vigilara, Lem, y que averiguara si te llevas algo malo entre manos.

– ¿Y es así? -preguntó Melford.

– No, que yo sepa. Pero tendré que continuar siguiéndole para asegurarme. A menos -y echó una mirada a Melford- que alguien me distraiga.


La información fue llegando con cuentagotas mientras paseábamos arriba y abajo por la autopista. Tal como yo pensaba, Desiree trabajaba para B. B. Gunn, que tenía sede en Miami y utilizaba el negocio de los cerdos y la venta de enciclopedias como fachada para la venta de drogas. Desiree no parecía tener ganas de entrar en detalles. Dejó muy claro que quería dejar a B. B., y que, aunque no quería traicionarle, había llegado a la conclusión -gracias en parte al I Ching y en parte a Melford- de que tenía que compensar el daño que había hecho participando en aquello. Llevaba ya tiempo buscando algo, una especie de señal, y en el restaurante chino había visto que quizá ese algo era la preocupación de Melford por el bienestar de los animales. Yo no sabía si aquel impulso se vería reforzado o debilitado cuando supiera que el proyecto incluía matar a gente.

– Bueno, ¿y qué hacen los que luchan por los derechos de los animales? -preguntó-. ¿Vuelan mataderos y cosas así?

Melford meneó la cabeza.

– Normalmente no. La principal arma del movimiento es una asociación libre de activistas conocidos en conjunto con el nombre de Frente de Liberación Animal. Lo que hace que funcione tan bien es que para ser miembro del grupo solo tienes que abrazar sus valores, actuar y atribuir tus acciones al FLA. No hay campos de entrenamiento, ni adoctrinamiento, ni juramentos de lealtad. En una escala menor, ser miembro significa atacar locales de comida rápida o tiendas de material de caza, cualquier cosa que implique arrojar una piedra, por pequeña que sea, contra la maquinaria del maltrato a los animales. También hay operaciones más complejas, como rescatar animales de laboratorio o entrar en recintos de investigación o granjas y tomar fotografías que demuestren la crueldad a la que se les somete.

– No sé -dijo Desiree-. Suena a poca cosa. ¿De verdad quieres pasarte la vida atosigando a una gente para que deje de hacer algo que no dejará de hacer? Quizá tendríais que emprender acciones más radicales. Apalear a algún ejecutivo del negocio de la comida rápida, algo así.

– El FLA considera que no se debe dañar a nadie, ni siquiera a los más crueles torturadores de los animales, ya que la idea es que el ser humano puede vivir sin hacer daño a las demás criaturas.

Traté de no saltar cuando le oí decir esto.

– ¿No pueden matar a alguien por muy malo que sea?

Melford meneó la cabeza.

– Si alguien hiciera algo así, si sospecharan siquiera que planeaba algo así, la organización y el movimiento en pleno de lucha por los derechos de los animales lo repudiaría. Se trata de salvar vidas, incluso las de los seres humanos. Aunque las propiedades sí se consideran un objetivo legítimo.

– Eso me parece bien -dijo Desiree.

– Sin embargo, también hay quienes emprenden acciones en asuntos en los que el FLA no actuaría, que creen que en circunstancias extremas la violencia es un mal necesario. El núcleo del movimiento por los animales nunca lo aprobaría, ni siquiera en privado.

– Supongo que es lo correcto -dijo Desiree-. No tiene sentido que apoyes la idea de proteger los derechos de todos los seres vivos si luego empiezas a seleccionar quiénes tienen derecho y quiénes no. Sería como cuando estás en un restaurante y eliges el pescado que quieres que te cocinen de una pecera.

Melford sonrió.

– Es verdad.

Desiree sonrió ante aquella mentira tan grande de Melford, como si se alegrara de contar con su aprobación. Lo más absurdo es que yo sabía cómo se sentía. Y sabía que Melford estaba mintiendo. ¿Qué decía eso de la facilidad con la que había acabado valorando yo su opinión? De no haberlo sabido por experiencia, por la experiencia de haberle visto matar a dos personas, jamás habría pensado que mentía. De pronto me sentí inquieto, tenía ganas de bajarme del coche, de huir.

– ¿Puedo hacerte una pregunta? -dijo Desiree.

– Claro.

– ¿Qué pasa con la investigación médica? No sé, a lo mejor es desagradable utilizar a los animales como objeto de los estudios, pero conseguimos resultados. ¿No es importante encontrar una cura a las enfermedades?

– Absolutamente -concedió Melford-, pero utilizar a los animales para lograrlo es otra historia. Mira, aquí hay dos cuestiones, una ética y la otra práctica. La ética es que, incluso si es conveniente que torturemos y matemos a los animales por nuestras necesidades, ¿es correcto hacerlo? Si pudiéramos lograr mejores resultados utilizando a presos o niños no deseados o desgraciados, elegidos al azar, ¿sería correcto que lo hiciéramos? En otras palabras, ¿el fin justifica los medios? O valoramos la vida de los animales o no la valoramos, y si la valoramos, es una incongruencia que hagamos excepciones porque nos conviene.

– No sé si estoy de acuerdo. Son animales, no personas. ¿Por qué no aprovecharnos de nuestra posición privilegiada en la cadena alimentaria? No juzgamos a los leones por comer cebras.

– Los leones no pueden elegir no comer cebras. La ética no tiene nada que ver. Ellos están diseñados para hacer eso. Nosotros sí podemos elegir conscientemente si comemos o no animales, por tanto se nos puede juzgar por nuestras decisiones.

– De acuerdo, lo acepto -dijo Desiree-. Pero no estoy de acuerdo en que las enfermedades nos maten por no haber utilizado a los animales para investigar.

– Ese es un punto difícil. Seguramente es el que más le cuesta aceptar a la gente. Una persona con sentido de la ética puede renunciar a los perritos calientes y las hamburguesas, pero la cuestión de los experimentos con animales siempre presenta un dilema. Te diré algo que te hará reflexionar: la mayoría de los experimentos que se hacen con animales son completamente inútiles.

– Oh, vamos -intervine yo-. ¿Por qué iban a hacerlos si son inútiles?

– No nos engañemos. Seguramente los laboratorios médicos están llenos de investigadores bienintencionados, pero necesitan quien financie su trabajo. Tienen que solicitar subvenciones y presentar proyectos. Y para conseguir las subvenciones, deben experimentar con animales… así de simple. La gente que financia la investigación médica está convencida de la eficacia de la experimentación con animales, y ningún dato científico cambiará eso.

– A lo mejor lo creen porque funciona -sugirió Desiree.

– La mayoría de los animales que se utilizan en los laboratorios son mamíferos, y genéticamente están muy próximos a nosotros, pero eso no significa que respondan a una enfermedad o a un medicamento igual que nosotros. Los chimpancés, por ejemplo, son nuestros parientes más cercanos. Más que los gorilas. Pero ¿sabes lo que pasa si a un gorila le das PCP, polvo de ángel? Que se duerme. El PCP tiene un efecto sedante en los gorilas. Piénsalo. Una droga que a nosotros nos convierte en monstruos, a ellos les hace dormir. Y son lo más parecido a nosotros que hay. Así que, si una droga tiene o deja de tener efecto en un chimpancé, una rata o un perro, ¿qué nos dice eso sobre el efecto que tendrá en los humanos? En última instancia, no nos dice nada.

– ¿No hay montones de avances científicos que han sido posibles solo gracias a la investigación con animales?

– Y seguramente habrá muchos más. Pero eso no significa que sea la vía más apropiada. Los que defienden la investigación médica preguntan si preferiríamos vivir sin la vacuna de la polio, porque nunca se habría conseguido si no se hubiera experimentado primero con animales. Es un argumento erróneo. Evidentemente estamos mejor con la vacuna que sin ella, pero los humanos somos seres inteligentes y con recursos. Hay alternativas, incluyendo el uso de voluntarios y pruebas de laboratorio. Algunos científicos están empezando a trabajar con modelos creados enteramente a partir de un software informático. Decir que no estaríamos donde estamos si no existiera la investigación animal es como admitir que sin animales no existiría la investigación. Y no es así. Encontraríamos otros medios. La necesidad es la madre de la invención, así que si se prohibiera la experimentación con animales quizá tendríamos ordenadores más avanzados porque los necesitaríamos para salvar vidas. Y, puesto que la investigación animal no es muy de fiar, valdría la pena preguntarse qué habríamos podido descubrir si no nos hubiéramos limitado a ella. Los defensores de la vivisección siempre dicen que se trata de elegir entre los animales y la enfermedad, entre las pruebas y las curas, pero ¿y si es lo contrario y el hecho de haber utilizado modelos biológicos poco sólidos ha entorpecido el avance de la medicina? Quizá a estas alturas ya tendríamos una cura para el cáncer.

– No sé -dijo Desiree con gesto ausente-. Entiendo tus argumentos, pero si estoy enferma, lo que quiero es que hagan lo posible por curarme.

– Que hagan todo lo posible, pero no cualquier cosa, tanto si te beneficia como si no.

– Cierto.

– Aun en el caso de que estés de acuerdo con la experimentación animal, tú, que eres una persona con ética, ¿no crees que tendría que haber algún parámetro para determinar la necesidad de esos experimentos? ¿Que los investigadores tuvieran que demostrar por qué es necesario sacrificar a un mono o un perro por una causa determinada? En estos momentos pueden torturar y masacrar tantos miles como quieran sin que nadie les pida explicaciones.

»Y, como ya sabrás, hay infinidad de pruebas que se hacen con animales y no tienen nada que ver con la salud. Las empresas de cosméticos torturan cada año a millones de animales para ver si su nuevo esmalte de uñas daña más el ojo de un conejo que la versión anterior. Lo lógico es pensar que cuando uno se pone un material corrosivo en los ojos no es bueno, pero ellos tienen que probarlo.

– ¿Por qué? -pregunté yo.

– Quién sabe. Seguro de responsabilidad civil o alguna tontería por el estilo. Lo hacen y punto.

– Vamos -dijo Desiree-. ¿Me estás diciendo que las grandes empresas pagan sabe Dios cuánto para torturar a los animales innecesariamente? No me lo creo.

– ¿En serio? -Una sonrisa extraña apareció en el rostro de Melford-. ¿No lo crees? Lemuel, ¿a qué hora tienes que estar en el punto de recogida? A las diez y media o a las once, ¿verdad?

– Sí -dije lentamente.

– No tienes que ir a ningún otro sitio antes, ¿verdad?

– Bueno, no me importaría ir al cine -comenté.

– Buen intento.

– No sé lo que estás pensando -dije-, pero no me gusta.

– No, no te va a gustar. No te gustará nada.

Debíamos de ir en la dirección correcta, porque Melford pisó el acelerador.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Desiree.

– En realidad pensaba hacer esto dentro de poco, pero ya tengo solucionada la cuestión logística, así que ¿por qué no? -Y le sonrió-. Vamos a visitar un laboratorio de investigación.

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