22

El poli se apeó del coche, cerró la puerta y se apoyó contra ella. Si hubiera sido fumador, habría encendido un pitillo. El coche estaba limpio, me di cuenta enseguida. Parecía recién lavado, justo la clase de coche contra el que no te importa apoyarte.

Me hizo un gesto con la mano, como si fuéramos viejos amigos, y yo acudí a la orden. Quería huir, seguramente era lo mejor, pero no estaba preparado para metamorfosearme de adolescente trabajador en forajido. Además, Melford estaba allí, y supuse que estaría más seguro con él cerca que corriendo entre los árboles con un policía de ética cuestionable pisándome los talones.

Caminé muy despacio, tratando de mantener la cabeza alta, de sonreír, de poner cara de no haber hecho nada malo. Eso lo había aprendido de Melford. Actúa como si todo fuera bien y a lo mejor va bien. Evidentemente, Melford también estaba dispuesto a dispararle a la gente en la cabeza si las cosas acababan torciéndose.

– Buenas tardes, agente -dije.

– Vaya, pero si es el vendedor de enciclopedias. ¿Les has vendido alguna a los cerdos? -Y sonrió enseñando sus dientes torcidos.

No recordaba haberle dicho lo que vendía.

– No se me había ocurrido -dije-. Me he metido entre estos árboles para escapar del calor y he venido a parar aquí. Tenía curiosidad por ver qué era este sitio, por el olor, ya sabe, así que he echado un vistazo. ¿Estoy en una propiedad privada?

El policía, Jim Doe según me había dicho Melford, me miró entrecerrando los ojos. Se frotó la nariz y, durante un instante, su uña se clavó inconscientemente en un moco endurecido que tenía en la punta de la nariz.

– ¿Y qué coño hacías entre los árboles si se supone que tienes que estar vendiendo libros? A tu jefe no le va a gustar.

– El día se hace muy largo -dije-. Quería distraerme un poco antes de volver a la calle. Seguro que entiende lo importante que es descansar antes de una jornada de duro trabajo, agente.

– Pues meterse en una granja de cerdos no parece una gran distracción. En realidad, lo que yo creo es que estabas violando la ley. Ni más ni menos.

– Lo siento, pero no he visto ninguna señal que prohibiera el paso.

– Oh, vaya, no has visto la señal grande y amarilla que ponía no pasar, ¿verdad? Ni la verja que impide la entrada, ¿eh?

– He llegado hasta aquí por entre los árboles -dije sin saber si eso podía ser-. De todas formas, ya me iba. Seguro que comprende mi equivocación ¿verdad?

Mi técnica de ventas no estaba funcionando.

– Será mejor que eche un vistazo para asegurarme de que no has fastidiado nada. Y luego te meteré en la cárcel por violar una propiedad privada. -Se acercó a mí-. Y ahora date la vuelta, de cara al coche. Las manos a la espalda.

– No creo que esto sea necesario -dije. La voz me temblaba, el pánico empezaba a dominarme.

Doe me cogió por los hombros clavándome los dedos con la suficiente fuerza para hacerme un morado. Me dio la vuelta y me empujó contra el lateral del coche patrulla. Si no hubiese echado la cabeza hacia atrás, me la habría golpeado contra la ventanilla del lado del acompañante. Por un momento pensé que iba a caerme. Conseguí mantener el equilibrio, pero Doe me dio un empujón en la cabeza y mi nariz golpeó con fuerza el cristal. Un chorrito de sangre empezó a gotear de uno de los orificios.

Solo tuve un instante para procesar el dolor, porque entonces llegó otro. Doe me golpeó con las esposas, me esposó la mano izquierda y luego la derecha. El metal frío se me clavaba en la carne, y aquella extraña combinación de dolor y entumecimiento se me extendió por los brazos.

Sentí otra vez su zarpa en mi hombro y me obligó a girar para mirarle.

– Las esposas están muy apretadas -jadeé-. Me va a cortar la circulación.

– Cierra el pico. -Y me propinó un puñetazo en el estómago.

Me quedé sin aire y me doblé, dejé escapar un «¡Ou!», pero luego me enderecé. El lo mein vegetal giraba y giraba en mi estómago. Por más que me doliera, sabía que Doe se había contenido, y no me apetecía nada averiguar cómo sería un puñetazo de verdad.

– Bueno -dijo-. Déjate de rollos y dime qué haces aquí.

– Ya se lo he dicho. -Mi voz sonó muy poco convincente y me eché a temblar. Me salía sangre de la nariz y la boca. Notaba un rugido en los oídos.

– No me has dicho una mierda. Siempre apareces en los sitios más delicados, chico. No me vas a convencer con ese cuento de que estabas dando una vuelta.

– ¿Estoy arrestado?

– No tienes esa suerte. -Doe abrió la puerta de atrás y me hizo entrar, asegurándose de que me golpeaba la cabeza contra el marco-. Quiero que te quedes ahí sentadito mientras echo un vistazo a ver si descubro qué te traes entre manos. Reza para que no encuentre nada, porque de lo contrario terminarás haciéndole una visita a ese pozo de mierda que tienes ahí. -Indicó con el gesto la laguna de desechos y cerró la puerta.

No pensaba llorar, por mucho que tuviera los ojos empañados y sintiera un nudo en la garganta. Aquel no era Kevin Oswald, de la clase de gimnasia, que me pegó con tanta fuerza en el vestuario que me hizo caer hacia atrás por encima del banco y golpearme la cabeza contra la taquilla de Teddy Abbot. Era un policía que obviamente estaba actuando al margen de la ley, seguramente era culpable de asesinato y estaba decidido a hacerme algo realmente feo. Me concentré en lamerme la sangre salada que me goteaba lentamente de la nariz y se me acumulaba sobre el labio superior.

Traté de forcejear, pero me dolía demasiado, sentía las manos como bolsas de agua caliente llenas a rebosar y a punto de reventar. Y me pregunté «¿Me provocarán algún daño permanente las esposas?», «¿Hace falta que me preocupe por la posibilidad de sufrir un daño permanente?». ¿Qué posibilidades había de que siguiera con vida y dentro de, pongamos, diez años tuviera la oportunidad de restregarme las muñecas y pensar en la antigua herida de las esposas?

¿Dónde demonios estaba Melford? Supuse que podría dejar de atender al ganado durante unos minutos y venir a rescatarme. A él no le intimidaría algo tan insignificante como enfrentarse a un policía. Melford se había disociado del aparato ideológico estatal, o eso decía, así que no creí que tuviera muchos reparos en acercarse sigilosamente a un policía y darle un buen porrazo en la cabeza. Eso esperaba, aunque no pude evitar pensar si no aprovecharía la ocasión para dejar que cargara con la culpa de todo lo que había pasado.

Miré por la ventanilla y vi que Doe caminaba despacio, con las piernas muy abiertas, como un cowboy de otros tiempos, en dirección al edificio. ¿Seguía Melford allí, chasqueando la lengua mientras les arrojaba comida a unos cerdos enfermos? ¿O estaría preparando un ataque sorpresa? ¿Se habría cubierto de hojas y ramitas y se acercaba reptando lentamente para saltar de repente y rebanarle el pescuezo al policía?

No quería verme implicado en otro asesinato, y menos en el de un policía. Aunque estaba totalmente convencido de que Doe era la clase de persona a la que valía la pena matar, a la que habría sacrificado gustosamente para salvar a un perro, incluso a un perro moderadamente valiente, seguía teniendo reparos ante la idea del asesinato. Desde luego, no me apetecía nada ser un fugitivo acusado del asesinato de un poli. Doe podía ser un violador de niños, pero si le mataban, hasta el último policía del mundo perseguiría a su asesino.

Todo aquello dejó de tener importancia cuando vi que otro coche patrulla se acercaba por el camino de tierra y salía de entre los pinos. Eso significaba que superaban a Melford en número. Doe tenía refuerzos, y los agentes que quedaban en comisaría estaban al corriente de la situación. Si les pasaba algo, seríamos fugitivos a nivel internacional.

Entonces reparé en que el segundo coche patrulla no era azul oscuro, como el de Doe, sino marrón. En lugar de poner City of Meadowbrook Grove en el costado, ponía Departamento del sheriff del condado de Grove. Miré a Jim Doe, que también se había vuelto a mirar el coche, e incluso a aquella distancia vi que sus labios formaban dos sílabas. Y se parecían mucho a «Mier-da».


Doe empezó a caminar enérgicamente de vuelta a su coche, agitando un brazo con violencia y sujetándose el sombrero con la otra mano para que no se le cayera. El coche marrón del departamento del sheriff paró delante del coche de Doe; una mujer, ataviada con un uniforme marrón poco favorecedor, se apeó.

Era difícil decir qué podía favorecerla; no era fea, pero se la veía recia y curtida, tenía una constitución demasiado masculina y la cara como aplanada. Llevaba el pelo, corto y de color castaño, recogido en una cola de caballo muy sensata, de las que no se te meten en la cara cuando saltas por encima de una verja o entras corriendo en un callejón en persecución de los malos.

La mujer miró a Doe, luego miró a la parte de atrás del coche de Doe, y por un momento estableció contacto visual conmigo. Y entonces se agachó para coger el comunicador de radio de su vehículo.

– Eh, un momento -oí que decía Doe, aunque su voz quedó amortiguada por el cristal. Sujetándose el sombrero con una mano, trató de correr con sus andares de pato hacia ella-. Espera un momento.

La mujer dejó la radio. Yo tenía la sospecha de que se equivocaba, pero no iba a ponerme a gritar o a golpear la ventanilla con la cabeza… Ni siquiera sabía si la presencia de aquella nueva policía potencialmente no corrupta era una buena o una mala noticia.

– No hay necesidad de dar ningún aviso -dijo Doe, algo jadeante por la carrera. Y le dedicó una sonrisa que supuestamente era amistosa pero que a mí me pareció grotesca-. ¿Qué prisa tienes, Aimee?

Ella me miró. Yo traté de suplicar con la mirada.

– ¿Qué coño está pasando aquí?

– No me gusta que las señoras digan palabrotas -le dijo él.

– ¿Qué pasa, ahora somos ministros de la Iglesia? Me importa una mierda lo que a ti te guste. Quiero saber qué está pasando.

– He cogido a un intruso -dijo Doe-. Nada más. Puede que haya otros. Aún tengo que registrar la zona. Y esto está en la jurisdicción de Meadowbrook Grove, por no hablar de que estamos en mi propiedad. Así que si no te importa meterte en tus asuntos, te prometo que yo no meteré las narices en los tuyos. -Y desplegó otra sonrisa-. No, no me meteré en nada tuyo.

Los ojos dé ella se cruzaron con los míos.

– Jim, sabes perfectamente que no puedes ordenarle a un policía del condado que salga de un municipio, y si sospecho que tramas algo, estoy autorizada a echar un vistazo. Se llama «causa probable», un concepto bien conocido entre los policías. Y deja que te diga que ese chico de aspecto lastimoso que tienes en el coche, y que se está lamiendo la sangre, para mí es una causa probable.

Doe le dio la espalda, se oprimió con el dedo el orificio izquierdo de la nariz y expulsó un pegote de mucosidad al suelo.

– Vaya, así que queremos jugar, ¿eh?

– Yo solo quiero saber qué pasa. Así que ¿qué te parece si dejas de hacerme perder el tiempo?

– A lo mejor eres tú la que quiere hacerme perder el tiempo. -Antes de que la oficial pudiera contestar, Doe soltó un suspiro de exasperación y señaló el edificio-. Vine a comprobar mi propiedad y vi a este individuo de aspecto sospechoso merodeando. Creo que trataba de entrar. ¿Qué iba a hacer? ¿Llamar a la policía?

– Sí. -La mujer asintió-. Exactamente. Sácalo del coche.

– No me gusta cómo me estás hablando.

– Tampoco te va a gustar la prisión del condado. Que salga del coche.

Jim se puso las manos en las caderas.

– Pero ¿qué te ha dado? ¿Todo esto es porque me olvidé del cumpleaños de Jenny? ¿Es eso? Porque si Pam te ha dicho que me pongas las cosas difíciles por eso, entonces se trata de acoso, sí señor, acoso. Presentaré una queja.

– No creo que te interese llevar las cosas por ahí.

– No entiendo por qué los de la poli del condado no tenéis más respeto por vuestros compañeros de otras jurisdicciones.

– Tenemos bastante respeto por otros compañeros -le dijo ella-. Pero no por ti. Sácalo del coche ahora mismo si no quieres que llame pidiendo refuerzos. Porque si eso pasa te aseguro que las cosas se pondrán muy feas.

– Se pusieron feas en el momento en que asomaste tu sucia cara por aquí -musitó Doe.

El hombre abrió la puerta y me sacó de un tirón, provocándome una nueva oleada de dolor en los brazos.

– No hagas que me enfade -me susurró al oído-. No vayas a pensar ni por un momento que vas a salirte con la tuya. Sé quién eres, chico.

La otra poli me miró de arriba abajo con expresión apreciativa, casi comprensiva. Yo no tenía ni idea de por dónde tirar. Ya no consideraba a los policías como amigos, pero supuse que ella sería mejor que Jim Doe. Sinceramente, en aquellos momentos me habría enfrentado a los cargos que fueran y a un juicio y habría testificado contra Melford con tal de escapar de Jim Doe. A lo mejor no era muy leal, pero Melford no había acudido en mi rescate, y no me habría visto metido en todo aquello si él no hubiese matado a Karen y a Cabrón por motivos que no me había explicado.

– Joder -dijo la policía del condado al ver mi nariz ensangrentada.

– Ya estaba así cuando le he encontrado -dijo Doe.

Ella no le hizo caso.

– ¿Cómo te llamas, hijo? -preguntó, aunque tendría veintipocos y no tenía ninguna razón para llamarme «hijo».

– Lem Altick. -No tenía sentido mentir cuando era evidente que iba a pedirme la documentación.

– ¿Qué haces aquí?

Le conté la misma historia que a Doe, que buscaba una sombra y había ido a parar allí en ausencia de señales que prohibieran el paso. Me escuchó con expresión más comprensiva, por la sangre tal vez.

– ¿Te has resistido a este hombre en algún sentido? -Y señaló a Doe con la cabeza.

– No, señora, le expliqué lo sucedido igual que se lo acabo de explicar a usted.

– Date la vuelta -me dijo.

Obedecí.

– Ostias -susurró-. Quítale esas esposas ahora mismo.

– Tengo derecho a esposar a un sospechoso.

– Doe, voy a contar hasta tres, y si para entonces no le has quitado las esposas, el sospechoso vas a ser tú.

Él gruñó, pero sacó las llaves y abrió las esposas, aderezando la operación con unos cuantos tirones.

– Un acto bastante estúpido, ponerle las esposas demasiado apretadas. Y seguro que también le golpeaste la cabeza contra el marco de la puerta al hacerle subir al coche, ¿a que sí?

Era una pregunta retórica, pero yo contesté por él.

– Sí, señora, lo hizo. Y me golpeó en el estómago.

– El muy mamón está mintiendo -dijo Doe mientras retiraba las esposas.

Sentí un intenso dolor cuando la sangre empezó a circular. Me dolía mucho e hice una mueca porque sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas, pero no pensaba llorar. Mantuve las manos a la espalda, no quería mirarlas hasta que el dolor se disipara.

– Pues no es eso lo que parece, Jim. Voy a tener que arrestarte.

Pero no se movió. No hizo ademán de ponerle las esposas. En vez de eso, sonrió levemente, esperando a ver qué hacía él.

– ¿Todo esto es porque no he querido follar contigo? -preguntó-. ¿Es por eso? No me gustan las mujeres sin tetas, nada más.

– Si no se te ocurre algo más útil para aclarar todo esto, tendré que llevarte a comisaría.

Yo no sabía que iba a decir aquello hasta que lo dije.

– No quiero presentar cargos.

La mujer se volvió hacia mí tan deprisa que me sorprendió que no se le cayera el sombrero.

– ¿Por qué?

Me encogí de hombros.

– No quiero problemas. No vivo en la zona y no podría volver para el juicio. Y en realidad, aunque el hombre se ha puesto un poco desagradable, estaba en su propiedad. Prefiero olvidarme de todo esto cuanto antes.

Doe me sonrió como si fuéramos conspiradores. No, era otra cosa. Como si no le hubiera aplacado y aquel intento por ponerme de su lado solo pudiera perjudicarme.

Aun así, hice lo que debía. Mejor dejar que la cosa se calmara. Si se metían de por medio la poli, los tribunales y los medios de comunicación, es probable que acabara en la cárcel. Si las cosas se quedaban como estaban, a lo mejor todo acababa bien. Era una apuesta arriesgada, pero al menos me daba esperanza.

– ¿Estás seguro? -preguntó la policía.

Asentí.

La mujer se volvió hacia Doe.

– Es tu día de suerte. ¿Por qué no te largas de aquí?

– ¿Que por qué no me largo? -preguntó Doe rascándose la cabeza-. Deja que lo piense. ¿Qué tal esto? Porque son mis jodidas tierras. ¿Y por qué no te largas tú?

– Mira, haznos un favor y vete a dar una vuelta. Y deja que te diga una cosa. Si le pasa algo a este chico, Jim, lo que sea, te juro que iré a por ti, así que ándate con cuidado.

– Nunca he visto a una tía con las tetas tan pequeñas -fue la contestación de Doe, y entonces subió a su coche.

El motor se encendió con un rugido furioso y el coche salió disparado a unos ochenta kilómetros por hora.

La policía del condado lo vio alejarse.

– Tendría que ponerle una multa por exceso de velocidad -dijo-. A ver qué le parecía. -Y entonces se volvió a mirarme-. Bueno, ¿qué estabas haciendo aquí?

– Ya se lo he dicho. Estaba deambulando. Quiero dejar lo de las enciclopedias, y la verdad es que hoy no tengo fuerzas para trabajar. Así que me puse a caminar y he acabado aquí.

– Vamos, tiene que haber algo más. ¿Estabas fumándote un porro o algo así? No me importa. Solo quiero saberlo.

Meneé la cabeza.

– No, nada de eso. Estaba caminando.

Ella meneó la cabeza.

– Vale. Te llevaré.

Por un momento pensé en su ofrecimiento. Melford estaba por allí, en algún sitio, pero ¿qué había hecho por mí aparte de dejar que me pudriera yo solito? O no había visto lo que estaba pasando o había decidido no ayudarme. Tanto si era lo uno como lo otro, no me pareció que tuviera que sentirme culpable por lavarme las manos.

A falta de otro sitio, le dije a la policía que me llevara al motel y me subí al coche, aunque era el último sitio donde habría querido estar. Cuando pasábamos por el camino bordeado de pinos, vislumbré el coche de Jim Doe escondido entre unos árboles y supe que había hecho bien en aceptar que la agente me llevara.

La mujer, agente Toms, según decía su placa, decidió que lo mejor era guardar silencio. Me pasó un pañuelo de papel para la nariz y, aunque ya había dejado de sangrar, me di unos toquecitos porque me pareció lo más educado. Finalmente, sin volverse a mirarme -aunque es posible que me mirara de reojo a través de sus gafas de espejo- dijo:

– Estás metido en algún lío, ¿verdad?

– Ya no.

– Sí, sí lo estás.

– ¿Por qué piensa eso? -Traté de hablar con voz uniforme.

– Porque has sido víctima de la brutalidad de ese policía y ahora te conformas con olvidarlo. Por lo que he visto, solo la gente que tiene miedo de la ley se conforma con mirar hacia otro lado cuando un policía sobrepasa la línea.

Me encogí de hombros y las mentiras empezaron a afluir. Nunca había sido un santo, pero tampoco era un mentiroso compulsivo. Aun así, mentir se estaba convirtiendo en algo espontáneo.

– Ese hombre me da miedo. Prefiero no volver a verle. No gano nada enfrentándome a él en una contienda legal. Yo lo único que quería era alejarme, y le estoy muy agradecido por su ayuda.

– Y él ¿qué se lleva entre manos?

Hablaba con tono distante. Supe que su cabeza ya estaba en otro sitio, así que no le contesté que lo que se llevaba entre manos eran unos cadáveres y un montón de pasta desaparecida.

– Hace meses que estamos tratando de conseguir una orden de registro para esa granja -me explicó-, pero creo que tiene contactos en los tribunales. Los jueces no dejan de decir que no hay causa probable. Pero estoy segura de que hace mucho más que criar cerdos ahí dentro.

Yo estaba por decir algo estúpido, del estilo de «Yo no sé nada de eso», pero me lo pensé mejor y opté por una estrategia melfordiana.

– ¿Qué cree usted que se trae entre manos?

Ella volvió la cabeza, pero sus ojos eran totalmente invisibles tras las gafas. Su expresión era ilegible.

– ¿Por qué quieres saberlo?

– Solo estaba entablando conversación con la amable oficial de policía que me ha rescatado.

– Un punto para ti -dijo.

– ¿Un punto por qué?

– «Oficial de policía». La mayoría dice «mujer policía», como si fuera Angie Dickinson o algo así.

– La verdadera igualdad solo puede alcanzarse a través de la sensibilización en el lenguaje.

Ella volvió a mirarme.

– Tienes razón.


Nunca había visto un coche alejarse con escepticismo, pero eso es lo que hizo el coche de la agente Toms. La mujer lanzó una última mirada dubitativa y se alejó. Así que allí estaba yo, de vuelta en el motel. Faltaban unos minutos para las dos y no sabía qué hacer conmigo.

Y entonces se me ocurrió una gran idea. Podía dormir. Podía volver a mi habitación, dormir unas horas y levantarme con tiempo para regresar a pie al Kwick Stop y decir que no había conseguido ninguna venta. Eso haría que el tedio del día desapareciera, dormiría un poco y me mantendría alejado de rednecks, policías corruptos y asesinos compasivos. No todos los días tenía una oportunidad como aquella.

Subí las escaleras hasta mi habitación, dominado por la sensación de somnolencia y satisfacción. Me crucé con Lajwati Lal, la mujer de Sameen. Empujaba su carrito de la limpieza por la galería, con rostro impasible, duro, arrugado. Pero me sonrió y me saludó con la mano.

– Buenas tardes, señora Lal -dije yo, sintiéndome un iluminado por saludar amigablemente a una inmigrante que estaba arreglando la cama de un desconocido.

Ella hizo un gesto de asentimiento en mi dirección.

– Espero que no te hayas metido en problemas.

El estómago me dio un vuelco. ¿Qué podía saber ella?

– Problemas -dije con voz ronca.

– Mi marido me contó lo de esos dos chicos tan malos -dijo con una sonrisa compasiva.

Dejé escapar un suspiro.

– Me fue de gran ayuda.

– Oh, sí. Cuando va con ese bate se cree un gran héroe. Pero creo que solo quería una excusa para enseñarles una lección a esos dos.

Le pedí que volviera a darle las gracias en mi nombre. Cuando llegué a mi habitación, conecté el aire acondicionado y me senté en el borde de la cama recién hecha. Aquella quietud, la penumbra de la habitación, con sus cortinas de un naranja rojizo corridas… era demasiado exuberante para describirlo con palabras. Por fin podría dormir.

Me refresqué la cara un poco, me limpié la sangre que aún quedaba, y me alegró comprobar que no tenía el aspecto de alguien a quien acaban de apalear. La zona seguía un poco enrojecida, nada más. Fui hasta la cama y me tendí, totalmente vestido, con los brazos extendidos, listo para dormir. Y me incorporé otra vez. Seguramente era sospechoso de asesinato, no podía permitirme dormir. Si me arrestaban, me juzgaban y me condenaban y tenía que pasarme el resto de mi vida en la cárcel, no me perdonaría jamás haber malgastado aquel tiempo precioso. Un tiempo que podía emplear en… ¿en qué exactamente?

En tratar de averiguar qué demonios estaba pasando, claro. Melford parecía absorto en el misterio del tercer cadáver, pero a mí eso me interesaba menos que a él. Estaba más preocupado por la implicación del Jugador en todo aquello. Claro que yo conocía la implicación del Jugador, y Melford no. Mejor no pensar en Melford, seguramente estaría en la parte de atrás del coche de Jim Doe, con la nariz ensangrentada y las manos esposadas a la espalda.

En cambio yo estaba en el motel y el Jugador no. Se me ocurrió que el hecho de estar allí me brindaba una oportunidad de oro.

Me levanté y salí de mi habitación muy despacio. Pasillo abajo vi el carrito de Lajwati, pero no había rastro de ella. Caminé lentamente por la galería, tratando de no dar una imagen furtiva y me imagino que fracasando estrepitosamente. Cuando llegué hasta el carrito, vi que la suerte estaba de mi lado… o quizá el destino me preparaba algo peor. En un lado del carrito, colgadas de un clavo, estaban las llaves maestras de repuesto, las que Ronny Neil y Scott habían robado una vez para hacer de las suyas. Si cogía una, Lajwati no se daría cuenta, o al menos no sospecharía de mí. Oí el ruido del correr del agua; la puerta de la habitación estaba abierta y, cuando me asomé, lo único que vi fue un pie de Lajwati, con una zapatilla blanca, sobresaliendo del cuarto de baño. Estaba allí, en pleno fregoteo. Con un movimiento desenfadado, cogí una de las llaves y seguí andando.

Caminé hasta el lateral del edificio, donde se encontraba la habitación del Jugador. No había nadie cerca, y dentro las luces estaban apagadas. Para asegurarme, llamé con los nudillos y me escondí en la esquina. Pero la puerta no se abrió. Volví, miré a un lado y a otro y metí la llave en la cerradura.

Funcionó. En parte esperaba que no lo hiciera. Si la llave hubiera fallado, habría tenido una excusa para no seguir con aquello. Pero ahora no me quedaba más remedio que continuar. Contuve la respiración y empujé la puerta.

Y así fue. Acababa de colarme en la habitación de un peligroso criminal. No me imaginaba haciendo aquello veinticuatro horas antes, pero, claro, veinticuatro horas antes era una persona diferente, con una vida diferente.

Miré a mi alrededor. Lajwati ya había limpiado allí, y eso significaba que no tenía que preocuparme porque entrara de improviso. También significaba que no tenía que andar dejándolo todo exactamente donde lo había encontrado. Ella habría movido muchas cosas, así que podía mirar lo que quisiera.

Pero ¿qué buscaba? Una pista que me dijera quién era realmente el Jugador y por qué trataba de ocultar un triple homicidio.

Su bolsa para trajes estaba vacía, pero la registré de todos modos. Nada. Tenía unas cuantas camisas y unos pantalones colgados y un montón de ropa sucia en el suelo del armario. Lo moví con el pie, por si había ocultado algo entre la ropa sucia, pero no encontré nada. Registré los cajones levantando con cuidado camisetas, calzoncillos y calcetines, pero tampoco había nada interesante. No había nada bajo el periódico de la mesita de noche. Nada, solo había un montón de nada.

En el cuarto de baño descubrí que el Jugador utilizaba hojas de afeitar baratas, de usar y tirar, crema de afeitar sin marca y pasta de dientes. Y poco más, salvo que tomaba tres medicamentos con receta que no me sonaban de nada.

Aquello estaba resultando un gran fracaso. Pero entonces lo vi. Dios, estaba tan a la vista que fue un milagro que lo viera. Sobre la mesita de cristal que había al fondo de la habitación, junto al cubo de hielo con una flamante cubierta de plástico. Su agenda.

Allí estaría todo. Era una de esas agendas gruesas como una novela, y casi igual de larga. Tenía un pequeño cierre y bolsillos por la parte interior y también por fuera. Las páginas eran de usar y tirar, de las que se cambian todos los años, y había demasiadas para unas anillas tan pequeñas, así que costaba pasarlas. En cuanto empecé a hojearla me di cuenta de que aquello no era la mina de oro que yo esperaba. No había más que garabatos prácticamente ilegibles. Cada dos páginas representaban una semana, y para cada día de la semana había por lo menos una entrada, normalmente más. «Bill. 3.00. Pancake.» Aquello no aclaraba precisamente las cosas.

Y entonces me fijé en que un nombre se repetía continuamente: B. B. «Espero llamada B. B. pm.» «Pedir instrucciones B. B.» «B. B. 9 am Denny's.» Ahí había algo, seguro. Miré el final de la agenda, donde aparecía una sección alfabetizada con direcciones. Estaba bastante bien organizada, así que me concentré en la B, aunque no encontré nada útil. Luego comprobé los bolsillos, que estaban a rebosar de tarjetas de visita. Quizá habría alguna con las iniciales B. B. Pero no. Vendedores, abogados, agentes inmobiliarios, médicos, tarjetas con horas de visita. Estaba poniéndolas otra vez en su sitio, tratando de recordar el orden en que estaban, cuando una de las tarjetas llamó mi atención:

william gunn, venta de ganado al por mayor.

Bobby había mencionado que Gunn era propietario de Educational Advantage Media. ¿Qué pintaba ahí el ganado? En la agenda no había ninguna otra cosa que sugiriera que el Jugador tenía alguna relación con la ganadería. Pero Jim Doe sí la tenía. Y estaba aquel nombre. William Gunn. B. B. Gunn, pensé. Un apodo inevitable, tan inevitable como el del Jugador. Corrí a la mesa, cogí un taco de papel del hotel y un bolígrafo y anoté la información. Volví a dejarlo todo en su sitio y eché una rápida ojeada para asegurarme de que todo estaba como lo había encontrado.

Lo único que me quedaba por hacer era marcharme. Aparté las cortinas ligeramente y miré como pude. Aquella perspectiva dejaba un montón de ángulos muertos, pero estaba razonablemente seguro de que podía salir sin ser visto, así que abrí la puerta y salí a la luz y el calor del exterior.

Y descubrí que me había dejado un ángulo muerto más que preocupante. En la galería, a unos cinco metros, estaba Bobby, con las manos metidas en los bolsillos.

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