14

La llamada llegó en mitad de la noche. B. B. nunca contestaba al teléfono personalmente, ese no era su trabajo. Pero le gustaba tenerlo cerca de la cama. Era uno de esos teléfonos de oficina con diferentes botones para que pudieras ver qué línea se estaba utilizando. Solo tenían una línea, pero le gustaba la idea de tener varias.

Y le gustaba saber cuándo se utilizaba el teléfono. No porque no se fiara de Desiree. Por supuesto que se fiaba de ella. Se fiaba de ella más que de nadie, pero ¿por qué correr riesgos?

El televisor estaba encendido, pero solo se veía nieve. B. B. echó un vistazo al reloj digital: las 4.32. Una llamada a aquellas horas no presagiaba nada bueno. Se incorporó en la cama y encendió la lámpara de la mesita de noche, que tenía la forma de una jirafa estirando el cuello para llegar a las hojas de los árboles. La pantalla estaba sobre el árbol. B. B. permaneció sentado en silencio, mirando el rosa y el azul del papel rococó de la pared, hasta que llamaron suavemente a la puerta.

– ¿Sí?

La puerta se abrió una rendija.

– Es el Jugador.

– Mierda. -B. B. cogió el teléfono y apretó el botón para recibir la llamada. Siempre tenía el teléfono en una de las líneas falsas, le gustaba eso de apretar un botón cuando aceptaba una llamada. Le hacía sentirse como un ejecutivo. En realidad es lo que era, por mucho que fuera un ejecutivo poco convencional.

– Bueno, ¿cómo va? -le preguntó al Jugador-. ¿Todo bien?

Hubo una pausa. Una de esas que a B. B. no le gustaban.

– No mucho. -La voz sonaba seria-. De lo contrario, no te llamaría a estas horas.

– ¿Y eso qué significa? -Miró a Desiree, que estaba apoyada contra la puerta, con los brazos cruzados, estudiándolo. Iba vestida con un albornoz blanco y, seguramente, no llevaba nada debajo. Muchos hombres la hubieran encontrado muy sexy, con cicatriz o sin ella. Y por un momento el hecho de que pudiera ser sexy le pareció sexy. Pero la sensación pasó.

– Significa que tenemos un serio problema, de los que es posible que yo no pueda solucionar.

B. B. detestaba tener que hablar en clave por teléfono, pero aunque nada hiciera pensar que los federales se habían fijado en su negocio, era mejor actuar como si le estuvieran escuchando, lo que significaba que tenían que hablar dando rodeos. El problema es que, cuando no sabías exactamente de qué hablabas, era de lo más absurdo.

¿Quién necesitaba semejantes quebraderos de cabeza? ¿No se suponía que en aquel negocio no había problemas? En realidad, no, pero al menos se suponía que era fácil. B. B. había heredado la granja de cerdos que había en las afueras de Gainesville del padre de su padre, un viejo de cara colorada, con mechones de pelo blanco que sobresalían de su cabeza como si un enemigo vengativo se los hubiera metido a la fuerza. Era tan terco que parecía una parodia del viejo testarudo, siempre renegando y escupiendo tabaco, rechazando con un manotazo las manos amigas, los abrazos de los nietos, los sándwiches de carne… cualquier cosa que le ofrecieran. Para B. B. las visitas a la granja habían sido un castigo. El viejo le ponía a recoger con una pala los excrementos de los cerdos, a limpiar los pozos de los orines, a arrastrar los cadáveres por las patas.

Si alguna vez se le ocurría quejarse, el abuelo le decía que cerrara el pico y le daba con la mano en la cabeza, o con un saco casi vacío de pienso; una vez le pegó con una anticuada fiambrera de metal. Otras veces, cuando B. B. violaba el código del granjero -una lista de normas que se habían olvidado de incluir en el Almanaque del Poor Richard-, * se lo llevaba al viejo granero para castigarlo. B. B. nunca se aprendió ese código, ni entendió sus normas o parámetros, pero el caso era que unas pocas veces al año su abuelo se acercaba a él con aire especialmente amenazador y sucio. Escupía un pegote de tabaco en su dirección y le decía que había violado el código del granjero y que necesitaba un mentor que le enseñara. B. B. no tenía ni idea de lo que significaba aquella palabra, no sabía lo que era un mentor. Aquel hombre era un monstruo, y cuando tuvo edad suficiente para tomar sus propias decisiones, B. B. se prometió no ver nunca más al viejo.

Y entonces, diez años atrás, el viejo murió. Había llegado a los noventa y siete destilando una ira terrible, y un odio casi divino por los bienhechores, las mujeres, la televisión, los políticos, las modas y por un mundo que era cada vez más joven mientras que él era cada vez más viejo. El padre de B. B. había muerto hacía tiempo en un accidente de moto, borracho, hasta el tope de coca y sin casco, lo que prácticamente era un suicidio. Después de morir su abuelo, B. B. recibió una carta del abogado en la que le decía que había heredado la granja. Llegó en el momento oportuno, porque hasta entonces las cosas no le habían ido muy bien en las diferentes ocupaciones que probó, entre ellas las de vendedor de coches, agente inmobiliario sin licencia, paisajista, guarda de seguridad y una temporada en Las Vegas como jugador de póquer.

Esto último incluyó largos y delirantes maratones, bajo las luces de los casinos, en los que no distinguía si era de día o de noche, si estaba sobrio o borracho, si ganaba o perdía. Ahora recordaba las risas exageradas, los montones de fichas que acumulaba, y recordaba que al día siguiente, misteriosamente, nunca tenía dinero. Pero aquellos no eran los recuerdos más frecuentes. Cuando pensaba en Las Vegas, invariablemente le venía a la cabeza el griego sin camisa al que debía (y seguía debiendo) dieciséis mil dólares y que mandó a un matón que le golpeó tan fuerte con el mango de una escoba que, diez años más tarde, aún le dolían las costillas cuando estornudaba. Pensaba en su bochornosa huida en un autobús, disfrazado de sacerdote de la Iglesia ortodoxa oriental, el único disfraz razonable que pudo conseguir en tan poco tiempo. Era eso o huir disfrazado de pirata o de momia.

No tenía alternativa, así que se hizo cargo de la granja de cerdos. Le permitía pagar las facturas, aunque a duras penas, pero apestaba y le hacía sentir una profunda aversión por aquellos animales, que apestaban y cagaban y pedían comida y bramaban de dolor y desdicha y merecían morir como castigo por estar vivos. Y por la tierra, esa espantosa granja que tanto le recordaba a su abuelo. Solo por él deseaba fervientemente que existiera el infierno. La simple proximidad del granero donde su abuelo le pegaba de pequeño le alteraba tanto el sueño que convenció a tres lugareños barrigones y de antebrazos muy gruesos para que lo echaran abajo por él. Les pagó con cerveza y un cerdo asado.

Volver a la granja y trabajar con los cerdos fue degradante, una auténtica pesadilla, pero estaba en bancarrota, mucho más que hundido, y la granja le permitió mantenerse a flote. Tenía comida y techo, y ocasionalmente podía disfrutar de los vinos que había aprendido a valorar en Las Vegas.

Y entonces, un tipo al que apenas conocía -había hablado con él algunas veces en el bar del pueblo, y era amigo de uno de los hombres que derribaron el granero-, un motero de una banda que se llamaba los DevilDogs, fue a verle una noche. ¿Qué le parecía si un par de sus chicos montaban un pequeño laboratorio en su propiedad? Nadie lo sabría, porque el olor de los cerdos disimularía el olor de la metadrina. B. B. no tenía que hacer nada, solo mantener la boca cerrada, y sacaría mil dólares al mes.

Era un buen trato. Después de un mes sin querer implicarse, B. B. empezó a frecuentar a los que preparaban la metadrina y vio lo fácil que era convertir unos medicamentos que te vendían en la farmacia por unos cientos de dólares en speed tan potente que a su lado la coca parecía horchata. Y entonces pillaron a los tipos del laboratorio cuando estaban distribuyendo la droga. B. B. pensó que lo denunciarían, pero no ocurrió. Pensó que llegarían otros de la misma organización a hacerse cargo del laboratorio, pero no ocurrió. Y allí estaba, en su propiedad: una máquina de hacer dinero. Desaprovecharlo era de idiotas.

El problema era que B. B. no sabía nada sobre la distribución de las drogas. No tenía ni idea de cómo empezar. No se imaginaba en una esquina, con una gabardina, haciendo señas a un redneck huesudo de alguna de las caravanas, con una camiseta extragrande y mirada mortecina. Mientras le cogía el tranquillo siguió fabricando speed en pequeñas cantidades, una o dos onzas al mes. Mejor limitarse a cantidades pequeñas, porque fabricar speed cuando uno no sabe lo que hace era como subirse en una montaña rusa con un tarro de nitroglicerina en las manos.

Lo preparaba y lo almacenaba. Casi como un hobby, como meter un barco dentro de una botella. Dos días de trabajo, y allí estaba aquel adorable polvo amarillo. Mejoró, adquirió confianza, aumentó la producción, aprendió a deshacerse de los desechos, tan tóxicos que corroían el suelo. Al cabo de un año tenía speed almacenado por valor de miles de dólares y no tenía ni idea de cómo colocarlo.

Cuando leyó en la sección de negocios de un periódico local que en Enciclopedias Champion buscaban a alguien que dirigiera el negocio en el estado, todo empezó a cobrar forma. Les convenció de que era empresario, de que podía dirigir el negocio de los libros y su «empresa agrícola», como él lo llamó. Pero estaba malgastando su entusiasmo. A aquella gente le interesaban tan poco sus cualidades como a los jefes de equipo las cualidades de sus nuevos vendedores. Contratas a todos los que puedes, los echas al agua y miras a ver quién consigue mantenerse a flote.

Aquello pasó tres años después de Las Vegas, y cuando B. B. se reunió con los jefes de equipo en el estado descubrió que conocía a uno de ellos. Se llamaba Kenny Rogers, y se hacía llamar el Jugador. Él no reconoció a B. B., pero B. B. sí le reconoció a él. El Jugador era el matón que le había derribado a golpes con el palo de una escoba en el apartamento de Las Vegas cuando estaba con las manos sobre la cabeza, oyendo de fondo los ladridos del perro de los vecinos y el televisor, que habían puesto a todo volumen para hacer como que no oían nada, con sus propios sollozos en sus oídos.

Cuando contrató al Jugador, B. B. solo pensaba en vengarse, en exorcizar sus demonios. Que trabajara para él, que pensara que hacía un gran trabajo, que estaba metido en los secretos de la organización, que formaba parte del proceso de planificación. B. B. lo mantenía muy cerca, buscando la forma y el momento más oportuno para resarcirse. Sin embargo, el tiempo pasaba y la venganza no llegó. El Jugador le hacía ganar dinero, demasiado dinero para quitarlo de en medio tan irreflexivamente. Y la verdad era que si B. B. se vengaba ya no tendría el placer de anticipar su recompensa. Así que lo mantuvo en su sitio y de vez en cuando fantaseaba sobre posibles venganzas.

Las cosas iban demasiado bien… tenía que haber imaginado que pasaría algo así.

– ¿Puedes conseguirme lo que te pedí? -dijo B. B. Empezó a dar golpecitos con un lápiz en la mesita de noche.

– No lo sé. -El Jugador hablaba en un tono completamente neutro-. En estos momentos está desaparecido.

– ¿Desaparecido? Joder. ¿Dónde está la persona que se supone que lo tiene?

– Se ha ido. Se ha ido de una forma definitiva y complicada, no sé si me entiendes.

– ¿Qué demonios está pasando? ¿Quién es el responsable de su marcha?

– Ni idea -dijo el Jugador-. Estamos en ello.

– Ya, ¿también estáis por la labor de recuperar mis cosas?

– Sí, estamos en ello, pero en estos momentos no tenemos mucho con lo que actuar.

– ¿Es necesario que vaya? -preguntó B. B.

– No, no lo creo. Podemos ocuparnos de todo. Te mantendré informado.

B. B. colgó. Le mantendría informado. Estupendo, ¿cómo? ¿Con sus estúpidos jueguecitos de niños?

Se volvió hacia Desiree.

– Vístete. Nos vamos a Jacksonville -dijo.

Ella arrugó la nariz.

– Odio Jacksonville.

– Pues claro que odias Jacksonville. Todo el mundo lo odia. Nadie va porque le guste.

– Y entonces, ¿por qué van?

– Para encontrar su dinero y asegurarse de que su gente no está tratando de engañarles. -Y a lo mejor, pensó, para encargarse del Jugador. Si había perdido el pago, lo más probable es que hubiera dejado de serle útil. Y si lo encontraba, seguramente también.


El Jugador colgó el teléfono. El muy gilipollas iría hasta allí, lo sabía. Lo que menos falta le hacía en aquellos momentos era tener a B. B. y a su novia freaky metiendo las narices. Técnicamente el negocio era de B. B., claro, pero eso era una casualidad. Se había topado con aquello. Conoció a cierta gente. Formó ciertas alianzas. Lo que fuera. El dinero no entraba porque B. B. fuera muy listo, sino porque la gente estaba deseando comprar speed. La preparación del speed era barata, no había mucha competencia y la poli estaba demasiado ocupada persiguiendo a los cowboys de la cocaína para prestar atención a la metadrina casera. Podían venderlo en camiones de helado -joder, si prácticamente es lo que hacían- y los federales y la policía local ni se enteraban. Tenían cosas más importantes que tratar de controlar una mierda casera que podías preparar con un medicamento para el asma.

El caso es que podían sacar mucho más dinero, y él ya estaba harto de tener que lidiar con aquel circo de las enciclopedias. No se veía con fuerzas para aguantar durante mucho tiempo. Lo que quería era dar el paso siguiente, ayudar a expandir el imperio. Necesitaba algo que le exigiera menos físicamente, que le permitiera sentarse y pensar. Y hacer dinero. Se lo había dicho a B. B., aunque sin mencionar la parte de que no le quedaban fuerzas. Pero a B. B. no le interesaba.

– En estos momentos -le había dicho-, todos estamos ganando dinero, la policía no se entera de nada y todo va bien. Si nos volvemos avariciosos, podríamos perderlo todo.

Para B. B. era fácil conformarse. Él no tenía que lidiar con aquellos estúpidos vendedores ni con gilipollas como Jim Doe. Él no tenía que hacer el numerito para aquellos idiotas dos veces al día. Y no tenía que pensar en el día -y ese día llegaría pronto, en uno o dos años, quizá- en que no podría seguir, en que las facturas del médico empezarían a amontonarse y necesitaría su dinero para asegurarse de que alguien lo cuidaba y no acababa en manos de enfermeros psicópatas que le clavaban agujas en los ojos solo para divertirse.

El Jugador siempre había sido eficaz y fiel, y estaba empezando a cansarse de la ingratitud de B. B. No, no solo de su ingratitud, había algo más. De que B. B. viviera en el limbo. El hombre estaba atascado. En otro planeta. Y esa no era forma de dirigir un negocio como aquel. En Las Vegas el Jugador había trabajado para tipos que podían dirigir seis negocios a la vez, mantener tres conversaciones telefónicas y jugar al fútbol todo el fin de semana… y ponían la misma atención en todo. En cambio, ese imbécil de B. B. si no se lo decía su dichosa Desiree, no era capaz de decidir si la luz ámbar significaba que tenía que acelerar o frenar.

Ganaba mucho dinero, es verdad, pero cuando empezara la cuesta abajo no sería suficiente.

Cuando comenzaron aquellas parálisis tuvo que dejar de trabajar para el Griego en Las Vegas. Seguramente tendría que haber ido al médico enseguida. Le estás dando una patada en el culo a alguien y de pronto te quedas parado, con el bate sobre la cabeza, como una estatua… desde luego, es para ir corriendo al médico. Pero fue un incidente aislado, así que lo olvidó. Hasta que volvió a pasarle tres o cuatro meses más tarde, cuando estaba con una showgirl. Todo echado a perder. Y tres meses después, cuando estaba jugando al golf, en mitad de un swing, otra vez. Se quedó paralizado, tal como suena.

Aquella vez estaba con el Griego y, claro, el hombre quiso saber qué cojones pasaba.

Cinco médicos después, tuvo la confirmación. ALS: esclerosis amiotrófica lateral. La enfermedad de Lou Gehrig. Una forma de distrofia muscular. Y ahora era como uno de los chicos de Jerry Lewis. La enfermedad podía manifestarse de diferentes formas: espasmos musculares, pérdida de coordinación, dificultad para hablar, torpeza, y sus peculiares parálisis. Y avanzaría hasta que físicamente lo convirtiera en una nulidad, incapaz de moverse, de respirar o incluso de tragar por sí mismo, aunque su mente siguiera funcionando a la perfección.

Podía ser un proceso lento o rápido. Nadie lo sabía. En su caso, parece que iba despacio, así que al menos le estaba dando tiempo para poner sus asuntos en orden. No era la muerte lo que le asustaba. Él sabía que la muerte no es el fin; había visto fotografías de fantasmas, había oído grabaciones de voces del otro mundo, una vez incluso acudió a una médium que le permitió hablar con su difunta madre. El hecho de saber que el cuerpo no era más que una carcasa y que el alma seguía viviendo le había ayudado en su trabajo en Las Vegas: no es tan duro golpear a alguien hasta matarlo si sabes que no le estás haciendo un daño permanente. Lo que le asustaba era lo que le esperaba antes de la muerte, cuando se encontrara solo e indefenso y el dinero fuera lo único que pudiera evitar que abusaran de él y lo maltrataran. Necesitaba dinero.

Si le contaba la verdad a B. B. seguro que se mostraría comprensivo y le dejaría marchar. Y hasta puede que le diera un buen extra, aunque no sería suficiente. Él necesitaba dinero, montones y montones de dinero, lo suficiente para cubrir las facturas y pagar tan generosamente a una enfermera privada que se desviviera por tenerlo contento.

Pero, tal como estaban yendo las cosas, su causa estaba en peligro. En los últimos seis meses B. B. había estado más distraído que nunca. El negocio iba de capa caída y a él no parecía importarle. Y Desiree, la muy puta, se llevaba algo entre manos. Seguro. A lo mejor estaba planeando hacerse con el poder y quitarle a él de en medio. Pero no, no trabajaría para ella, de ninguna manera, y desde luego no permitiría que lo quitara de en medio. Si alguien tenía que ocupar el sitio de B. B. era él.


Desiree mantenía la vista al frente. A su lado, en el asiento del pasajero, B. B. iba en silencio, con la cabeza ligeramente ladeada hacia el otro lado. No sabía si estaba dormido o lo hacía ver. Su cinta de Randy Newman, Little Criminals, se había terminado y solo se oía el sibilante silencio de la radio. Desiree necesitaba música, la radio, lo que fuera, algo que la mantuviera despierta. El cansancio, la oscuridad de la autopista, el resplandor de los coches que venían en dirección contraria la sumían en una especie de sopor hipnótico.

– ¿Te lo has pasado bien con Chuck? -preguntó finalmente.

B. B. se movió.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que si lo has pasado bien.

– Ha sido una cena productiva -dijo él-. Es un buen chico. Brillante. Está preparado para tener un mentor. Podría llegar lejos si… si quisiera abrirse un poco.

Ella dejó la respuesta en el aire.

– Bien.

Durante unos minutos ninguno de los dos dijo nada. Desiree hizo un mohín cuando pasaron ante un par de mapaches aplastados a un lado de la carretera.

– No soy así porque me guste.

Desiree aguantó la respiración. En cierto modo, había estado esperando aquello, la gran confesión, y le asustaba. En el momento en que le hablara de su vergonzoso secreto, de los deseos que lo dominaban, de los maltratos que había sufrido de pequeño -lo que fuera que debía contarle-, tenía miedo de sentir lástima y compasión, de que su voluntad de abandonarle quedara ahogada por el sentimiento de culpa y responsabilidad.

– Nunca quise entrar en este negocio. Pasó y ya está.

Desiree se sintió aliviada. No quería hablar de su problema con los niños, quería hablar de su papel de proveedor.

– Yo no soy quién para juzgar a nadie, B. B.

– Nunca quise hacer esto -repitió él-. No me gusta. Dejaría los cerdos si pudiera, el problema es que me he acostumbrado al dinero. Pero es como una mancha en mi alma. Muy negra. No dejo de pensar qué puedo hacer para dejarlo.

– Dejarlo -dijo ella-. Solo tienes que dejarlo. Nadie te lo impide.

– Yo había pensado otra cosa -dijo B. B.-. Había pensado que alguien ocupara mi puesto. Que ocuparas mi puesto. Te llevarías una parte de los beneficios y yo podría dejarlo y dedicarme enteramente a la Young Men's Foundation. Llevar una vida decente.

– Es muy halagador. Es increíble que confíes tanto en mí, B. B. Pero tengo que pensarlo.

– De acuerdo -dijo. Y volvió a guardar silencio.

Desiree no tenía intención de pensarlo. B. B. pretendía limpiarse esa mancha de su alma dejando que otro hiciera el trabajo sucio y manteniendo sus beneficios. Meneó muy levemente la cabeza. No para que B. B. lo notara, sino como un gesto frente al universo. Sus decisiones eran cada vez más sencillas.

Загрузка...