15

El despertador sonó a las siete. Normalmente, cuando se quedaban por la noche de fiesta junto a la piscina, la gente empezaba a retirarse a sus habitaciones entre la una y las dos, y para las tres casi nunca quedaba nadie despierto. Eso significaba que podías disfrutar de cuatro horas de sueño, que según Bobby era el mínimo que necesitaba dormir una persona. Él debía saberlo. Siempre era de los últimos en dejar la zona de la piscina, y nunca parecía cansado. Nunca le vi bostezar.

Yo me había acostumbrado al cansancio como se acostumbra uno a un tumor que le ha salido en un lado de la cara: nunca se olvida de él, pero eso no significa que siempre piense en él. Cada mañana me levantaba agotado, aturdido, ligeramente mareado, y aquella sensación nunca desaparecía del todo.

Bobby solía entrar en nuestra habitación hacia las siete y veinte. Abría la puerta con energía y entraba como un personaje de un musical a punto de ponerse a cantar. Se aseguraba de que todos nos habíamos levantado y empezaba a charlar con el primero que se hubiera duchado y que normalmente ya se había vestido, porque había que darse prisa si los cuatro ocupantes de la habitación querían estar vestidos y desayunados antes de la reunión de las nueve.

Aquel día yo fui el primero que se duchó, aunque había sido el último en meterse en la cama… que en mi caso era el suelo. Entré sigilosamente en la habitación justo antes de las cinco, me desvestí sin hacer ruido y me acosté entre el televisor y el armarito sin puerta, apoyando la cabeza en un montón de ropa interior sucia. Nadie se había molestado en dejarme una almohada.

Y dormí, estaba casi seguro, aunque fue un sueño irregular, y soñé sobre todo que estaba tendido en el suelo sin poder dormir. Al menos no había soñado que vendía libros, y era la primera vez desde hacía semanas que podía decir aquello. Ni había soñado con los cuerpos de Cabrón y de Karen, lo cual no dejó de ser un alivio.

Cuando sonó el despertador me levanté de un brinco, como solo hace quien duerme poco de forma crónica. Me fui al cuarto de baño. Cuando estuve aseado y vestido, con mi otro par de pantalones caquis, camisa azul claro y corbata estrecha de color amarillo sol, casi me sentía yo otra vez. Podía olvidar lo que había pasado en la caravana, la noche con Melford, y los sucesos posteriores en la caravana. Y casi podía olvidar que me había visto implicado en un doble asesinato y en un tercero en el que estaba implicado un poli corrupto y el director de la empresa para la que yo trabajaba.

Estaba sentado en la cama, mirándome las manos, que me temblaban ligeramente, tratando de pensar en el desayuno, cuando la puerta se abrió y Bobby entró alegremente.

– Te has levantado el primero, no me sorprende -dijo-. Me alegra que sea así, Lemmy. Ya he estudiado la zona en la que vamos a trabajar hoy, y tengo un sitio muy bueno para ti. Pero tienes que prometerme que hoy conseguirás una doble. Estarás allí a las once de la mañana. Tienes doce horas. ¿Crees que podrás hacerlo? Como mínimo, ¿eh? Como mínimo una doble.

– Lo intentaré -dije con poca convicción.

– Joder, está demasiado cansado -dijo Scott. Estaba tumbado en la cama, sin camisa, y su tripa blanca y sus pechos flácidos nos miraban-. Me parece que no ha dormido mucho esta noche. Quizá tendrías que asignarle esa zona tan buena a otro, Bobby. Alguien que no quiera dejarlo escapar.

Bobby le sonrió como si el chico acabara de decirle que le gustaba su corte de pelo.

– Lemmy se ha ganado las mejores zonas. Cuando vendas como él, tendrás tu parte del botín.

– Vaya, ¿y cómo quieres que venda más si siempre le das a él las mejores zonas?

Bobby meneó la cabeza.

– Un buen vendedor puede vender donde sea. Y cuando empezó, Lemmy tampoco tuvo ningún privilegio, como todos los que empiezan. No te dimos ningún trato especial.

– Y seguís sin dármelo -musitó.

– Ahí es donde Lemmy demostró lo que vale. Si quieres una buena zona, demuéstrame que la mereces.

– Ha tenido suerte, nada más -dijo Scott-. No es más que otro judío ricacho que quiere más pasta.

– Vamos, Scotty. Lemmy es un buen tipo.

– ¿Bueno en qué? En joder, me imagino -dijo Ronny Neil, que estaba tumbado en la otra cama, con los brazos y las piernas extendidos, como un ángel de nieve-. ¿Se te da bien que te la metan? -me preguntó.

– Define «bien» -dije yo.

– Bueno, bueno, esta mañana estáis muy susceptibles -dijo Bobby-. Pero me alegra que ya estés vestido, Lemmy. El Jugador quiere verte.

Ronny Neil, que estaba tumbado tranquilamente, se incorporó de golpe. Al igual que Scott, dormía sin camiseta, pero él tenía un cuerpo musculoso. Tenía unos pectorales pequeños pero duros, y los músculos de su espalda sobresalían como alas. En el hombro izquierdo llevaba una cruz tatuada, hecha a mano, con tinta, como las que se hacen los presos entre ellos.

– ¿Y para qué quiere verle el Jugador? -quiso saber.

Bobby se encogió de hombros.

– Creo que eso tendrás que hablarlo con el jefe, Ron-o.

Ronny Neil lo miró entrecerrando los ojos.

– Este no tiene nada que hacer con el Jugador. No pienso aguantar que lo meta.

– ¿Que lo meta dónde? -preguntó Bobby.

– No quiero que hable con el Jugador -dijo Ronny Neil con un gruñido.

El hecho de que yo tampoco quisiera hablar con el Jugador no parecía importar. Sentí una oleada de pánico. ¿Había averiguado el Jugador que Melford y yo estábamos escondidos en el armario? Tenía el talonario, y eso significaba que sabía que alguien de la empresa había estado allí. A aquellas alturas seguramente ya sabía que ese alguien era yo.

– Vamos, Lemmy -dijo Bobby-. No quiero hacer esperar al gran jefe.

– Como haga buenas migas con el jefe -dijo Ronny Neil-, pienso meterle un cuchillo por el culo.

– ¿Eso contará para que se me dé bien o mal que me la metan? -pregunté yo.

– Oh, vamos, no seas así, Ronster. -Bobby me puso una mano en el hombro y salimos de allí.

No podía creer que Bobby dejara aquello así. A lo mejor pensaba que si se ponía duro con ellos sería peor para mí. O que si dejaba las cosas así no afectaría su rendimiento con la venta de libros. O a lo mejor vivía en el Planeta Bobby y no entendía que Ronny Neil era un matón y Scott era un matón patético.

¿Era posible que pasara algo así? ¿Era posible que Bobby fuera tan alegremente por la vida, con su sonrisa de vendedor y su jovialidad, que no supiera lo que significaba que se metieran contigo o te humillaran dos tipos más grandes o más retorcidos, que se ponían recordándote que si podías contarlo era porque ellos te lo permitían? ¿Sería él como Chitra y vivía aislado de la crueldad del mundo gracias a una impenetrable armadura de optimismo y generosidad?

De ser así, eso significaba que Bobby y yo vivíamos en universos totalmente diferentes… idénticos para alguien que mirara desde fuera, pero enfocados desde perspectivas por completo dispares. Donde yo veía peligro y amenaza, él solo veía bromas inocentes… algo rudas, quizá, pero inocentes.

¿Y si Bobby vivía en aquel mundo maravilloso porque creía en él? La noche antes había visto a Melford evitar un golpe seguro en el bar, pero él lo había hecho conscientemente. ¿Y si Bobby hacía ese tipo de cosas continuamente sin darse cuenta? Siempre pensaba lo mejor de la gente, y a cambio recibía bondad y libertad de acción.

Lo que venía a significar que en cierto modo yo era responsable del odio que Ronny Neil y Scott me tenían. Yo pensaba lo peor de aquel par de rednecks ignorantes, ellos lo percibían y respondían en consecuencia. ¿Era así como funcionaba?

Lo que me torturaba de aquella idea, no era tanto el hecho de tener que cargar con la culpa por la amenaza de Ronny Neil de meterme un cuchillo por el culo -aunque no puede negarse que era de muy mal gusto-, sino que me recordaba demasiado a lo que Melford me había explicado la noche antes. Todos vemos el mundo a través del velo de la ideología. Melford pensaba que el velo venía del exterior, del sistema o lo que fuera, pero quizá era mucho más complejo que eso. Quizá nosotros nos fabricábamos nuestros propios velos. Quizá el mundo nos creaba y nosotros a nuestra vez creábamos el mundo.

Seguro que había mucha gente que pensaba en aquellas cosas aparte de Melford. Él había citado a Marx y los marxistas, pero tenía que haber más… filósofos, psicólogos y a saber. Si en aquellos momentos hubiera ido de camino a Columbia, y no a la habitación del Jugador, ocultador de cadáveres y de pruebas, quizá habría tenido alguna esperanza de descubrirlo algún día. Pero, a menos que el volumen de muestra de la Enciclopedia Champion que llevaba siempre conmigo tuviera una respuesta, no parecía probable que pudiera averiguarlo en un futuro próximo.

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