8

La escalera exterior estaba cubierta de latas vacías de Budweiser. El Jugador y Bobby y los otros jefes de equipo nos decían que no tiráramos cosas al suelo, pero no había forma humana de lograr que un puñado de vendedores de enciclopedias que después de un largo día estaban encantados de poder sentarse a tomar unas cervezas recogieran lo que ensuciaban. En realidad, mientras se vendieran libros a los jefes les daba lo mismo, y Sameen y Lajwati Lal, los propietarios del motel, se contentaban con que les pagaran la cuenta. Cada vez que íbamos a Jacksonville nos alojábamos allí, y no podían permitirse quejarse a un cliente habitual tan importante.

Rodeé las escaleras y estuve a punto de resbalar en un charco de cerveza, pero en el último momento salté en el aire y aterricé al pie de la escalera.

Para llegar a la piscina tenía que cruzar un pequeño patio, pasar por delante de recepción y salir por el otro extremo. No llegué tan lejos. Cuando aterricé, noté un olor dulzón y familiar, pero no lo reconocí hasta que sentí una mano en mi hombro.

Era maría. Y no es que para mí hubiera nada siniestro en la marihuana. La asociaba a mi padre, claro, pero mi padre también usaba pantalones y eso no significaba que tuviera que evitarlos. Había fumado maría en alguna ocasión y, aunque me daba dolor de cabeza y me entraba la paranoia, supongo que a veces hay que ser buen chico y pasar por el tubo para ser como los demás. Pero allí, en la carretera, con los otros vendedores de enciclopedias, la maría solo podía asociarse a una cosa: los rednecks.

– ¿Dónde eztá el fuego, judío? -dijo Scott ceceando con voz chillona. No bastaba con que tuviera un defecto de dicción, además hablaba como si llevara un zapato en la boca. Una de sus manazas se apoyaba en mi hombro, de forma muy poco amistosa, y apretaba con fuerza. Sé que si hubiera querido podría haberme soltado, pero habría tenido que forcejear un poco y eso me parecía humillante. No, pensé, lo mejor era hacer como si no me importara. Era una estrategia que había aprendido en el bachillerato. Nunca funcionaba, pero yo me aferraba a ella como un marinero que reza en mitad de la tormenta.

– Zí, ¿dónde eztá? -repitió Ronny Neil. Que se metiera conmigo no significaba que no siguiera despreciando a Scott.

Miré la mano de Scott.

– Tengo que ir a un sitio -dije. El olor rancio de su cuerpo sin asear empezó a notarse por encima del olor a marihuana.

– ¿Adónde tienez que ir? -preguntó Scott.

Tenía los ojos enrojecidos y medio cerrados, y no dejaba de moverse, inquieto. Traté de no mirar el cúmulo de granos que tenía en el mentón, grandes y con la punta blanca.

– Sí -coincidió Ronny Neil, echándose el pelo hacia atrás como un actor en un anuncio de champú. Dio una larga calada, retuvo el humo un momento y luego me lo echó en la cara.

Yo conocía muy bien la gravedad de lo que acababa de hacerme. Si alguien te echa el humo en la cara, a poco que puedas le partes la cara. Era una ofensa, un motivo para ponerse hecho una furia.

– Bobby quiere verme -dije con voz rasposa.

Me pareció una buena mentira. Nadie quería disgustar a Bobby. De eso no había duda.

– Que se joda Bobby, y tú y todos tus jodidos amigos -dijo Ronny Neil.

– Eso -comenté yo- es mucho joder.

– Capullo -agregó Scott. Y me clavó un dedo en el estómago. No excesivamente fuerte, pero sí lo bastante como para que doliera.

Ronny Neil le dio una colleja.

– ¿Te ha dicho alguien que le pegues, jodida foca?

– Solo le he tocado con un dedo -contestó el otro en tono desafiante.

– Puez no le toquez. No toquez a nadie hazta que yo te lo diga, imbécil. -Se volvió hacia mí-. Te crees que Bobby es una gran cosa ¿eh? Pues no es nadie, y no sabe una mierda de lo que pasa aquí. El Jugador confía en nosotros. ¿Lo entiendes? Ni en ti, ni en Bobby. Deja de esconderte detrás de su falda como si fuera tu mamá.

– Bobby es un gilipollas -dijo Scott-. Darle las mejores zonas a una nenaza como tú.

– Una nenaza como tú -repitió Ronny Neil.

– ¿Sabes una cosa? Tengo la sensación de que aquí sobro -dije-. Creo que lo más educado sería disculparme y marcharme.

– Pues yo creo que lo educado sería que te dieran por el culo.

– Tiene gracia -comenté- cómo cambia el estándar de educación de una cultura a otra.

– Te crees muy listo. Esta noche has vuelto otra vez con las manos vacías, ¿eh?

Ronny Neil le pasó la pipa a Scott, que se miró la mano por un momento, tratando de pensar una forma de obligarme a quedarme donde estaba sin tener que tocarme. El chico estudió el terreno y cambió de posición sobre sus pies inestables para cerrarme el paso.

– Pues no, no he vuelto con las manos vacías -dije-. Pero eso no es asunto tuyo.

– Ezta noche, cuando te duermaz, te vamoz a hacer picadillo -dijo Scott.

Ya me habían amenazado con aquello otras veces, pero nunca pasaba nada. No les interesaba que los despidieran, lo único que querían era asustarme. Y funcionaba, porque el que nunca me hubieran hecho nada no significaba que no pudieran hacerlo. Desde luego, eran capaces. La gente como Ronny Neil y Scott no tenía futuro, no podían imaginarse haciendo nada concreto. Para mí, acabar la secundaria significaba que lo peor quedaba atrás; para ellos dos significaba que lo mejor había terminado. Eran perfectamente capaces de hacer algo terrible e irrevocable en un arrebato y mandarse ellos solitos a la cárcel.

Mi determinación de no vacilar empezaba a derrumbarse. Aquel día había visto demasiadas cosas, y por el nudo que notaba en la garganta supe que las lágrimas empezaban a aflorar. Tenía que encontrar la forma de salir de allí.

– Pero ¿qué creéis que estáis haciendo?

Los tres nos dimos la vuelta. Sameen Lal salió del vestíbulo de recepción como una exhalación, con una paleta de críquet en una mano. Tendría cuarenta y tantos, era alto, delgado, y tenía una espesa mata de pelo negro, pómulos marcados, ojos pequeños e intensos y un bigotito elegante. Nos alojábamos allí de vez en cuando, así que ya era capaz de reconocer a algunos de nosotros, y tenía sus propias opiniones. Él y su mujer me habían honrado con algún saludo, un «buenos días», un afable gesto de la cabeza por la noche. Y sabían mi nombre. También parecían ser conscientes de que Ronny Neil y Scott no eran trigo limpio.

– Aquí huele a algo ilegal -dijo Sameen-. Quiero que os vayáis ahora mismo.

– ¿Qué tal, Semen? Yo también lo he olido -dijo Ronny Neil-. Creo que aquí nuestro amigo Lem ha estado fumando cannabis. Tendrías que llamar a la poli y denunciarle.

El chistecito no me hizo mucha gracia, sobre todo aquella noche. Por suerte, Sameen comprendió enseguida la situación.

– Me parece bastante inverosímil. Este es mi motel, y quiero que os vayáis ahora mismo o informaré a vuestro jefe.

– Yo de ti no lo haría. No me gustaría ver este bonito motel ardiendo, no sé si me entiendes.

– Está hablando de quemarlo -expliqué yo, tratando de parecer indiferente ahora que mi rescatador había llegado.

– Yo no he amenazado a nadie -dijo Ronny Neil-. Cuando este motel se queme hasta los cimientos, acordaos: yo nunca he amenazado a nadie.

– No quiero escuchar vuestras amenazas -dijo Sameen-. Vosotros dos sois mala gente. Y ahora marchaos.

– Vale. -Ronny Neil me cogió del brazo y echó a andar llevándome con él-. Vamos.

Sameen levantó la paleta de críquet Solo unos centímetros, pero estaba claro que iba en serio y que comprendía más cosas de las que su reserva podía indicar.

– Dejadle en paz y marchaos.

– No me gusta cómo nos hablas, Semen -dijo Ronny Neil-. ¿Es que ahora decides tú adónde tiene que ir la gente?

Los dos se miraron, esperando cada uno por su lado que pasara algo definitivo. Por encima del murmullo de las conversaciones y la música, junto a la piscina, oí unas palabras. Era la voz de Chitra, y deseé encontrar la forma de excusarme. Por ella, sí, pero también por mí mismo. No quería presenciar más actos de violencia, ni siquiera si eso significaba ver cómo un guardameta le partía el cráneo a Ronny Neil.

– Discúlpeme, señor Lal, hay un cliente esperándole, así que, si no le importa, yo cuidaré de Lemuel.

El asesino se acercó a nosotros con paso despreocupado, aunque algo encorvado. Sonreía animadamente y había levantado una mano como si estuviera saludando. Ronny Neil, Scott y Sameen lo miraron. Miraron a aquel tipo larguirucho y de aspecto estrambótico, con su pelo blanco y salvaje y su entusiasmo.

– Soy amigo de Lemuel -dijo el asesino a Sameen-. No pasa nada.

– ¿Cómo sabe usted mi nombre? -preguntó Sameen.

– Está escrito en la paleta de críquet.

Sameen entrecerró los ojos con recelo.

– ¿Te puedo dejar con él? -me preguntó.

Yo asentí. Me daba miedo hacer cualquier otra cosa.

Sameen asintió a su vez.

– Si tienes algún problema, ven a verme -me dijo, y volvió a su oficina.

Me gustó que Sameen hubiera salido para ayudarme. Me sentía agradecido, incluso conmovido, pero en ningún momento creí que aquel hombre inofensivo, casi invisible, pudiera ser rival para Ronny Neil y Scott, ni siquiera con una paleta de críquet En cambio el asesino ya era otra cosa.

El alivio que sentí desapareció enseguida. El asesino podía despachar a Ronny Neil y Scott, pero no pude evitar sentir que estaría mejor con ellos. Me dieron ganas de suplicarles que no me dejaran solo con él.

– ¿Qué quieres? -preguntó Ronny Neil con voz lenta y pastosa. Se mantenía bien derecho, pero seguía siendo sus buenos siete centímetros más bajo que el desconocido.

– Estaba buscando a Lemuel -dijo el asesino. Me puso una mano en el hombro e hizo ademán de llevarme hacia la piscina.

Yo no quería ir. Quería aferrarme a algo, resistirme. Pero no había forma de resistirse, así que fui.

– ¿Es tu novio? -gritó Ronny Neil a mi espalda.

Yo no hice caso. Pero el asesino sí. Se dio la vuelta y con el índice y el pulgar dio forma a una pistola y les disparó a los dos.

¿Hasta qué punto debía estar asustado? Ya sabía que el asesino estaba allí. Y si había decidido ir a la piscina era justamente por eso. Y estaríamos en público. A pesar de lo cual, el solo hecho de tenerlo tan cerca me producía terror.

Como si aquel fuera su sitio, como si él fuera el anfitrión y yo el invitado, el asesino me guió entre la multitud de vendedores de enciclopedias. Para tratarse de un criminal, no parecía que la gente le asustara.

En mi aturdimiento, no la vi acercarse. Pero allí estaba.

– He conocido a tu amigo -me dijo Chitra señalando al asesino con sus uñas pintadas de rojo. Estaba junto a mí, sonriendo cordialmente, incluso estúpidamente, como si hubiera empezado la cerveza que hacía una de más. Y me estaba hablando a mí… nuestro primer intercambio del fin de semana. A pesar del miedo, me sentí entusiasmado al oír su voz, suave y alta, con un acento que era británico y no lo era-. Es muy divertido.

Cogí una cerveza, la abrí y bebí sin paladear, tratando de no hacer demasiado ruido al tragar.

– Sí, es un tipo genial -le dije yo. Me volví hacia el asesino-. ¿Qué haces aquí? -Traté de controlar el temblor de mi voz, de hablar como cuando alguien que conoces se presenta sin avisar. Pero fracasé estrepitosamente.

– Te estaba buscando, Lemuel. ¿Nos disculpas un momento?

– Por supuesto -dijo Chitra.

El asesino me puso la mano en la espalda y nos apartamos de los demás. No me hizo mucha gracia que me tocara de aquella forma, en parte porque era el asesino, pero también porque a aquella gente le faltaría tiempo para tacharme de gay. En realidad, no es que les importaran mis tendencias sexuales, pero el insulto brotaría de forma espontánea de labios de gente como Ronny Neil y Scott, que cambiarían sin problemas el «nenaza» o «judío» por «marica».

El asesino se detuvo junto a la máquina de caramelos que había entre los dos aseos. Desde fuera se percibía el olor nauseabundo y dulzón de los ambientadores.

– ¿Por qué has vuelto a la caravana? -me preguntó.

Bueno, de eso se trataba, por eso me había seguido hasta allí. Noté el rugido del pánico en mis oídos. Me habían pillado, pero ¿en qué exactamente? Tendría que relajarme, pensé. Ahora que sabía de qué iba el asunto, podría controlar la situación. Tal vez. Por otro lado, aquel tipo resolvía sus problemas matando, y en aquellos momentos tenía un asuntillo pendiente conmigo, y eso me resultaba muy desalentador.

– No tuve elección. -Las palabras salieron atropelladamente, apresuradas y vacías. No había nada en el lenguaje corporal del asesino que fuera amenazador, pero yo estaba tratando de salvar mi vida-. Por error le entregué la solicitud equivocada a mi jefe. -Y le expliqué el resto, que Bobby había insistido en volver, que no conseguí hacerle cambiar de opinión.

El asesino consideró mi explicación durante unos segundos.

– Muy bien -dijo-. ¿Y tu jefe no vio nada raro?

Meneé la cabeza.

– Llamó al timbre, luego llamó con el puño y nos fuimos.

– Porque a mí me pareció curioso -dijo el asesino-. Desde donde estaba, me pareció curioso.

– Sí, lo sé. Pero no pude evitarlo.

– Bueno, al final todo ha quedado en nada, ¿verdad? -Me dio una palmadita en el hombro-.Y he conocido a esa chica tan mona. -Se acercó más-. Creo que le gustas -dijo en un aparte.

– ¿De verdad? ¿Qué te ha dicho? -Enseguida comprendí lo absurdo de la pregunta, de aquella conversación, y me sonrojé.

– Me ha dicho que le pareces muy majo. Y lo eres, a pesar de tu timidez.

– ¿Puedo recuperar mi carnet de conducir? -Quería saber qué había dicho Chitra, quería interrogar al asesino, que me contara todos los detalles, cómo lo había dicho, cómo había surgido el tema, su lenguaje corporal, su expresión. Estuve a punto de preguntarle, pero entonces recordé que no era un amigo, que no era alguien con quien pudiera hablar de una chica. Y estaba deseando hablar de algo que no fuera lo majo que seguramente me consideraba un asesino gay. El hombre se encogió de hombros.

– Vale. -Se metió la mano en el bolsillo y lo sacó-. Pero he memorizado tu nombre y dirección, así que, ya sabes, si decides hacerte el listillo sé dónde encontrarte. Aunque no creo que eso sea un problema. Y, demonios, una cosa es incriminar a alguien por un crimen y otra obligarle a hacer cola en la Dirección General de Tráfico.

»Mientras tengas claras cuáles son tus prioridades…

Me guardé el permiso en el bolsillo, extrañamente reconfortado. El asesino estaba siendo razonable; quizá no había por qué preocuparse. Solo que no me lo acababa de creer. Que no fuera siempre, en todo momento, un homicida no cambiaba lo que había hecho, y no hacía que me preocupara menos.

Estaba a punto de decir algo con la esperanza de animarle a marcharse cuando se encendió una especie de flash cinematográfico en mi cabeza. Habíamos estado allí, lo habíamos limpiado todo, pero nos habíamos dejado una cosa.

– Mierda -susurré.

El asesino arqueó una ceja.

– ¿Qué?

– El talonario. -Me salió como un graznido-. Karen me firmó un cheque y el resguardo se quedó en el talonario. El recibo. Tenía asignada esa zona, así que la policía descubrirá enseguida que fui yo.

– Joder. -El asesino meneó la cabeza-. ¿Por qué no lo has pensado antes?

– No estaba precisamente preparado para algo así -dije con un gañido-. No soy un profesional. No tenía ninguna lista de la que ir tachando los pasos.

– Sí, tienes razón, tienes razón. -Se quedó quieto un momento, procesando aquella nueva información-. Muy bien, Lemuel. Tenemos que volver.

– ¿Cómo? No podemos.

– Pues tenemos que hacerlo. Si no, acabarás en la cárcel, amigo mío.

– No quiero volver -dije en voz baja-. No puedo.

– ¿Quieres que vaya yo solo? ¿Que yo te salve el culo? Eso no es justo.

Estuve por decir que yo no había matado a Karen y a Cabrón, pero sabía muy bien cómo sonarían esas palabras viniendo de mi boca: absurdas y petulantes. Y no conviene ponerse petulante con un asesino.

Él me miró, ladeó la cabeza como un ciervo en un zoo de animales de granja.

– No me tendrás miedo, ¿verdad, Lemuel?

Podía haber sonado extraño o espeluznante, pero lo cierto es que aquellas palabras tenían algo de conmovedor. El asesino no quería que le tuviera miedo.

– No sé… -empecé a decir. Pero no supe cómo seguir.

– Ya te lo he dicho. No voy a hacerte daño. Tendrás que confiar en mí, porque estamos juntos en esto.

– Pues que se joda esto -anuncié-.Y tú también. -Y entonces, después de pensarlo mejor, añadí-: No es nada personal, lo que quiero decir es que yo no soy así. Esto no es mi vida. Yo no tengo nada que ver con asesinatos y muertes y violaciones de domicilios. No puedo participar en algo así. Lo primero que haré por la mañana será llamar a un taxi para que me lleve a la estación de autobuses y me iré a casa.

– Es una idea estupenda -dijo el asesino-. A veces huir es una estrategia razonable. Hay cosas de las que habría que huir. El problema, Lemuel, es que este asunto en particular correrá tras de ti. Entiendo que quieras olvidarte de todo, pero para que eso sea posible tendrás que colaborar un poco. Si huyes ahora, todos los ojos se volverán hacia ti.

No quería aceptarlo, pero sabía que tenía razón.

– No, no es cierto.

– No te culpo -dijo el asesino-, pero negar las cosas no te ayudará a salir del apuro. Lemuel, yo voy a sacarte de este apuro.

El hombre me miró, con una sonrisa beatífica en su rostro pálido, y le creí. Por inexplicable que fuera, le creí. Lo más razonable habría sido salir corriendo, dando gritos, parapetarme en mi habitación y llamar a la policía. Quizá fuera la única forma de salir de aquello, pero el asesino era tan suave, tan diestro, que sabía que no podría engañarle. Si llamaba a la policía, acabaría en la cárcel, y si desairaba al asesino, acabaría en la cárcel. No quería ir a ningún sitio con él. Era un asesino, y no quería quedarme a solas con un asesino.

– De acuerdo -exhalé.

– Ahora tenemos que encontrar ese talonario. Los dos, ¿de acuerdo? Puedes hacerlo.

Yo asentí, incapaz de decir palabra.


El asesino conducía un Datsun con portón trasero algo hecho polvo. Era de color carbón, o gris o algo así. Estaba demasiado oscuro para verlo con claridad. Yo me lo había imaginado al volante de un Aston Martin o un Jaguar o algo a lo James Bond, con asientos de eyección, torretas retráctiles con metralletas y un botón que lo convirtiera automáticamente en una lancha. Pero lo que allí había eran unas cuantas revistas viejas y varios envases de zumo vacíos en el suelo del asiento del pasajero. Y un montón de libros de bolsillo en el asiento de atrás, libros con nombres raros, como Liberación animal o Historia de la sexualidad, volumen I. ¿Cuántos volúmenes ocuparía una historia de la sexualidad?

Yo estaba nervioso. No se nos permitía salir del motel, ni ir a ningún sitio con ningún amigo que pudiéramos tener en nuestros destinos. Si hubiera informado del acoso de Ronny Neil y Scott, estoy seguro de que les habría indignado mi actitud apocada e infantil. Y sabía que me delatarían sin dudarlo si me veían marcharme. Pero ¿y qué si lo hacían? En comparación con el crimen que estaba encubriendo, escabullirme del motel no parecía gran cosa.

El asesino tenía la vista fija en la carretera y las manos en las dos y las diez del volante. Se le veía tranquilo y relajado, como si fuera una noche normal de un día cualquiera. Yo no me sentía ni tranquilo ni relajado. El corazón me latía con violencia, tenía el estómago revuelto y la sensación de náusea había vuelto, mezclada con pegajosos pedazos de miedo. Parecía que mi única alternativa era ir con él a buscar el talonario, pero me pregunté si no estaría firmando mi sentencia de muerte.

– ¿Por qué te tomas tantas molestias por ayudarme? -pregunté, principalmente para romper aquel silencio terrible. El asesino tenía puesta una cinta con una música rara. El cantante se quejaba de que el amor lo desgarraría otra vez-. Si quisieras, podrías joderme a base de bien.

– Podría, tienes razón. Pero no quiero.

– ¿Por qué?

– Si la policía te coge, siempre existe la posibilidad de que los conduzcas hasta mí. No es probable, pero podría pasar. Prefiero que no te cojan. Y no estaría bien que fueras a la cárcel por esto. Incluso si te detuvieran y te absolvieran, sería injusto que dejase que pasara pudiendo evitarlo. He hecho lo que he hecho con esas personas porque éticamente era lo más correcto. No sería muy lógico que permitiera que otro sufra por mi conveniencia. ¿Qué sentido tiene actuar éticamente si las consecuencias van a ser contrarias a la ética?

– ¿Me estás diciendo que asesinarlos era lo más ético?

– Melford.

– ¿Cómo?

– Melford Kean. Es mi nombre. Ahora que estamos juntos en esto, tienes derecho a saber cómo me llamo. Así quizá confiarás más en mí. Ya no tendrás que pensar en mí como «el asesino» ni nada por el estilo. -Me ofreció su mano derecha.

Yo le estreché la mano con la sensación de que aquello era totalmente absurdo. Melford Kean me estrechó la mano con fuerza, pero su mano era delgada y precisa, como un instrumento musical. Parecía la mano de un cirujano o un artista, no la de un asesino. La seguridad con la que hizo aquello me ayudó a distraerme de que el hecho de que acabara de decirme su nombre no me hacía sentirme más seguro, sino menos. Ahora conocía su nombre. ¿No me convertía eso en una amenaza para él? Sin embargo, no señalé ese detalle. En vez de eso dije:

– Sí, pensaba en ti como «el asesino».

– Suena bien. El asesino. El agente misterioso de unas fuerzas desconocidas. -Se rió.

Yo no le veía la gracia. Más o menos, esa era la verdad.

– Ahora que somos amigos -dije-, podrías contarme por qué los has matado.

– No puedo, Lemuel. Me gustas, pero no te lo puedo contar porque aún no estás preparado. Si te lo cuento, dirás «Está loco», y tu opinión sobre mí y lo que hago quedará marcada para siempre. No estoy loco. Simplemente, veo las cosas con más claridad que la mayoría de la gente.

– ¿No es eso lo que dicen los locos?

– Tienes razón. Pero también es lo que dice la gente que ve con más claridad. La cuestión es saber cuándo hay que creer a los que lo dicen. ¿Sabes algo de ideologías?

– ¿Te refieres a la política?

– Me refiero a ideología en el sentido marxista. A la forma en que la cultura crea la ilusión de una realidad normativa. El discurso social nos dice lo que es real, y nuestra percepción de la realidad depende tanto de ese discurso como de nuestros sentidos. O incluso más. Lo que tienes que entender es que todos vemos el mundo a través de una gasa, una neblina, un filtro… el filtro de la ideología. No vemos lo que está ahí, sino lo que tenemos que creer que está. La ideología convierte algunas cosas en invisibles, y en cambio hace que veamos otras que no están. Y eso no solo es así en política, sino en todo. En las historias, por ejemplo. ¿Por qué en toda historia siempre aparece el amor? Parece lo natural, ¿verdad? Pero solo es natural porque nosotros creemos que lo es. O la moda. La ideología es lo que hace que en una época la gente piense que la ropa que lleva es normal y neutra y en cambio veinte años más tarde nos parezca absurda. Un día los vaqueros a rayas nos parecen increíbles y al siguiente resultan ridículos.

– Entonces, ¿tú estás por encima de esas cosas?

– ¿De los vaqueros a rayas? Sí, pero en general estoy tan atrapado por la ideología como todo el mundo. El hecho de saber que está ahí siempre te da cierta ventaja y, si miras con mucha atención, ves con un poquito más de claridad que la mayoría. Es lo más que puedes esperar. Todos somos producto de la ideología, y eso significa que ninguno, ni siquiera los más listos, los más conscientes, los más revolucionarios podemos escapar… Podemos intentarlo, debemos intentarlo. A lo mejor tú también puedes, así que cuando vea que miras con mucha atención te lo diré.

– Pues a mí todo eso me parece una idiotez. -En cuanto lo dije deseé no haberlo dicho.

– Mira, sé que no está bien que te tenga a oscuras, así que deja que te pregunte una cosa. No creo que seas capaz de contestar todavía, pero cuando lo seas, sabré que estás preparado para ver más allá de las anteojeras que la cultura te ha puesto. Y entonces podré decirte por qué lo he hecho. ¿De acuerdo?… Bien. A ver, hace siglos que existen las cárceles, ¿verdad?

– ¿Esa es la pregunta?

– No, te haré un montón de pequeñas preguntas que nos llevarán a la gran pregunta. Cuando lleguemos te avisaré. Las cárceles. ¿Por qué mandamos a los criminales a la cárcel?

Yo miré por la ventanilla, a la oscuridad. Casas a oscuras, calles oscuras que iban quedando atrás en mitad de la noche. Gente que dormía en silencio, que miraba la televisión, que practicaba el sexo, que comía algo. Y yo sentado en un coche hablando de cárceles con un chiflado.

– ¿Por cosas como asesinar a alguien en su caravana? -me aventuré a decir. Era como lo de la lección de gramática en la tienda de comestibles. Tenía que aprender a cerrar la boca.

– Eres un tipo divertido, Lemuel. Los mandamos a la cárcel para castigarlos, ¿verdad? Pero ¿por qué? ¿Por qué castigarlos?

– ¿Y qué quieres hacer si no?

– Se podrían hacer muchas cosas. Imagina a alguien que se dedica a robar en las casas, entra y se lleva las joyas, el dinero, lo que sea. No hace daño a nadie, se limita a llevarse cosas. Hay montones de formas de tratarlo. Puedes matarlo, cortarle las manos, vestirlo con una ropa determinada o marcarlo con un tatuaje especial, obligarle a hacer servicios a la comunidad, proporcionarle ayuda psicológica o religiosa. Podrías mirar su entorno y decidir que esa persona necesita una educación. Exiliarlo. Mandarlo a estudiar con los monjes tibetanos. ¿Por qué utilizamos las cárceles?

– No sé. Pero es lo que hay.

Por un momento Melford levantó una mano del volante para señalarme.

– Correcto. Porque es lo que hay. Ideología, amigo mío. Desde el momento en que nacemos, se nos enseña a ver las cosas de cierto modo, y ese modo nos parece natural e inevitable, no nos molestamos en cuestionarlo. Miramos el mundo y pensamos que lo que vemos es la verdad, pero en realidad lo que vemos es lo que se supone que tenemos que ver. Encendemos el televisor y vemos a gente feliz que come hamburguesas o bebe Coca-Cola, y creemos de forma espontánea que las hamburguesas y la Coca-Cola dan la felicidad.

– Eso solo es publicidad -dije yo.

– Pero la publicidad es parte del discurso social, y condiciona nuestra mente, nuestra identidad, tanto o incluso más que lo que nos enseñan nuestros padres o nuestros maestros. La ideología es algo más que dar por sentadas ciertas nociones culturales. Nos convierte en objetos, Lemuel. Somos objetos al servicio de la cultura, y no al revés. Creemos que somos seres autónomos y libres, pero nuestra libertad y nuestras opiniones siempre han quedado delimitadas por la ideología.

– ¿Y quién controla la ideología? ¿Los masones?

Melford me miró haciendo una mueca.

– Me encantan las teorías sobre conspiraciones. Los masones, los illuminati, los jesuitas, los judíos, el grupo Bildelberg y mis favoritos: el Council on Foreign Relations. Geniales. Pero esas teorías se equivocan en una cosa: para ellos todo es resultado de una conspiración. Y, si hay conspiración, eso significa que hay conspiradores.

– ¿Y no es así?

– No. La maquinaria de la ideología cultural funciona con el piloto automático, Lemuel. Es una fuerza autónoma… como una piedra que cae rodando pendiente abajo. Se dirige hacia algún sitio, cada vez más deprisa, y es prácticamente imparable, pero no hay ninguna inteligencia que la mueva. Avanza respondiendo a las leyes de la física, no a una voluntad.

– ¿Y qué hay de los ricos que maquinan en habitaciones llenas de humo para hacernos comer más comida rápida y beber más refrescos?

– Ellos no mueven la piedra. La piedra los aplasta igual que nos aplasta a los demás.

Educadamente, me tomé un momento para considerar aquella idea y luego hablé.

– Todo esto no me está ayudando con la pregunta sobre la cárcel.

– En realidad es muy sencillo. La ideología hace que nos parezca inevitable mandar a un criminal a la cárcel. No es una opción entre varias, sino la única. Y ahora volvamos a nuestro hipotético ladrón de casas. ¿Qué se supone que le pasará en la cárcel?

Yo meneé la cabeza y sonreí ante lo absurdo de todo aquello, de aquel juego aristotélico con el asesino. Sí, era absurdo, pero el caso es que estaba disfrutando. Durante los pocos segundos que pude olvidarme de quién era Melford Kean, de lo que le había visto hacer aquella tarde, disfruté hablando con él. Melford se comportaba como si fuera importante, como si supiera cosas, y, aunque todo aquel asunto de las cárceles no tuviera ni pies ni cabeza, seguro que llevaba a algo interesante.

– Creo que la idea es que piense en los crímenes que ha cometido y se sienta mal para que cuando salga no vuelva a hacerlo.

– Vale. Castigo. Vete a tu habitación por haber dicho palabrotas. La próxima vez que se te ocurra decir una palabrota, no lo harás porque sabes lo que te pasará. Castigo, sí, pero castigo como rehabilitación. Coge a un criminal y conviértelo en un ciudadano productivo. Pero cuando atrapas a un ladrón y lo metes en la cárcel, ¿qué crees que le pasa? ¿Qué aprende?

– Bueno, en realidad no se rehabilita. Vaya, todo el mundo lo sabe, si mandas a un ladrón de casas a la cárcel, saldrá convertido en un atracador armado, o en asesino, o en violador.

Melford asintió.

– De acuerdo. Entonces los criminales van a la cárcel y aprenden a ser mejores criminales. ¿Es así?

– Sí.

– ¿Crees que el presidente Reagan lo sabe?

– Seguramente.

– Y los senadores, los representantes, los gobernadores, ¿lo saben?

– Supongo, ¿cómo no van a saberlo?

– ¿Los guardias? ¿Los vigilantes? ¿Los policías?

– Probablemente ellos lo sepan mejor que nadie.

– Muy bien, ¿estás listo para la gran pregunta? Todo el mundo sabe que las cárceles no ayudan a rehabilitar al delincuente. Si, en realidad, sabemos que hacen lo contrario, que convierten a delincuentes menores en criminales, ¿por qué las tenemos? ¿Por qué mandamos a los marginados sociales a academias de criminales? Esa es la pregunta. Cuando seas capaz de contestarme a eso, yo te diré por qué he hecho lo que he hecho.

– ¿Qué es esto? ¿Un acertijo o algo así?

– No, Lemuel. No es ningún acertijo. Es una prueba. Quiero saber qué ves. Si ni siquiera eres capaz de intentar ver más allá de la gasa, no tiene sentido que te diga lo que hay del otro lado, porque, diga lo que diga, no lo entenderás.

Melford giró a la izquierda por Highland Street, donde Cabrón y Karen tenían su hogar hasta el momento de su asesinato. Avanzó hasta la mitad de la manzana. ¿No pensaría parar enfrente de la caravana? No, seguramente no. Estaría reconociendo los alrededores previamente.

Lo cual resultó muy apropiado, porque cuando pasamos había un poli delante de la caravana. Casi no lo vimos, porque no había ninguna luz ni en el coche ni en el porche. Ni faros, ni sirenas azules y rojas anunciando el desastre. En la oscuridad, un policía con uniforme marrón y sombrero ancho hablaba con una mujer, con una mano en su hombro. La mujer lloraba.

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