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Era un viernes por la tarde, poco después de las siete, pero parecía que estábamos a mediodía. En Florida, agosto se hace eterno, implacable, se niega a abrir el puño, y aunque se acercaba el crepúsculo, estábamos a más de treinta y siete grados. Mi cuerpo empezaba a acusar el efecto pesado y debilitador del calor, que acentuaba el olor que impregnaba el ambiente… un hedor tangible y esquivo, como la película de grasa que se forma sobre un cuenco de cocido frío. Era más que un olor, era algo sólido, lo bastante consistente para que lo sintieras como una bola de algodón en el fondo de la garganta. Una miasma pútrida remolineaba y revoloteaba por las calles del parque de caravanas. Y no me refiero al olor de la basura recalentada que se acumula en los bordillos… a carcasas putrefactas de pollo, pañales sucios y peladuras de patata. No tuve esa suerte. Olía como el retrete de un campo de prisioneros. Peor.

Y allí estaba yo, sobre el escalón de hormigón agrietado que subía a la caravana, sujetando la puerta mosquitera con el hombro. El sudor me bajaba por el costado y se pegaba a mi camisa. Me había puesto a vender poco después de comer, y estaba aturdido, como un autómata, perdido en el absurdo de llamar a los timbres de las casas, soltar mi rollo y seguir adelante. Miré a derecha e izquierda, a las casas blancas desvaídas, y me pareció divertido aunque también muy triste no poder recordar si había pasado por aquella calle.

Lo único que quería era entrar en alguna de aquellas caravanas, escapar del calor. El aparato del aire acondicionado de la ventana zumbaba, traqueteaba, casi se sacudía; el agua de la condensación goteaba en un abismo erosionado de arena blanca. Llevaba demasiada ropa para aquel calor, y cada pocas horas necesitaba una inyección de aire acondicionado, como un antídoto, para tenerme en pie. No había elegido mi atuendo para estar cómodo, sino para dar una apariencia de profesionalidad y hacer negocios: chinos de color tostado, con las arrugas planchadas por la humedad, una camisa con gruesas rayas blancas y azules, y una corbata de punta cuadrada de color turquesa y de unos siete centímetros de ancho. Corría el año 1985, y a mí me parecía que la corbata era muy guay.

Llamé otra vez con los nudillos y clavé el dedo en el brillante timbre. Nada. A través de la puerta a duras penas me llegaba el sonido amortiguado de un televisor, o quizá un estéreo; vi que se movían ligeramente las tablillas de las persianas, pero no salió nadie. Quienquiera que fuesen aquellas personas, no les reprocho que se agacharan detrás del sofá con un dedo en los labios: «Chis». Allí estaba yo, a su puerta, un adolescente con corbata tratando de venderle algo; y seguro que ellos, acertadamente, pensaban ¿quién necesita nada? Pero claro, ¿quién los necesitaba a ellos? Era un sistema de autoselección. Solo llevaba cuatro meses con aquello, pero eso ya lo había entendido. Los que te abrían eran los que interesaba que te abrieran. Los que te dejaban pasar eran los que interesaba que te hicieran pasar.

La tira de la pesada cartera de cuero marrón, que mi padrastro me había dejado rescatar a desgana de la caja donde la tenía acumulando polvo en el garaje, se me clavaba en el hombro. Tocar aquella cosa siempre hacía que me sintiera sucio, y olía a sopa de guisantes secos. Hacía años que él no la usaba, pero aun así se hizo el ofendido antes de ceder y dejarme que limpiara las cagadas de los ratones y la lustrara con reparador de cuero.

Ajusté la tira para que me hiciera menos daño, bajé los escalones y me alejé por el viejo sendero que dividía el césped, que en realidad no era más que un océano de arena salpicado por unas pocas isletas de pata de gallina. Una vez en la calle, miré en ambas direcciones, sin saber muy bien hacia dónde ir ni de qué lado había venido. A la izquierda vi un cartel, sujeto con una larga tira de cinta adhesiva plata y mate, que aleteaba ociosamente contra el buzón de la esquina. El cartel del gato perdido. Aquel día ya había visto… ¿cuántos?, ¿dos?, ¿tres? Y quizá el doble de perros perdidos. Aunque no todos eran del mismo gato o del mismo perro, estaba seguro de haber pasado por delante de aquel. En él aparecía la fotocopia de la fotografía de un gato blanco o atigrado con manchas oscuras en la cara, con la boca abierta y una lengua apenas visible. Si alguien veía a una garita rolliza llamada Francine, que llamara al número que aparecía debajo.

Eché a andar en la dirección contraria, por el mismo lado de la calle. En aquellos momentos estaba pasando ante una parcela vacía. Mis piernas se negaban a caminar con más brío, como les ordenaba el cerebro; se movían con lentitud, casi a rastras. Una vez más, consulté mi reloj. No se había movido mucho desde que lo miré antes de llamar al timbre de la última casa. Todavía me quedaba por delante un mínimo de cuatro horas, y necesitaba descansar. Necesitaba sentarme un rato, pero no, en realidad tampoco era eso. Lo que necesitaba era olvidarme del trabajo, o al menos una noche de sueño reparador… como si eso fuera posible. Pero no había esperanza. Mientras estuviera en la carretera, trabajando todo el día y parte de la noche, no conseguiría dormir. Ni tampoco en casa, en mi único día libre, porque tenía demasiados recados que hacer y demasiados familiares y amigos a los que ver antes de que el círculo empezara otra vez. Llevaba tres meses durmiendo menos de cuatro horas cada día.

¿Cuánto podría aguantar a ese ritmo? Bobby, mi jefe, decía que él llevaba años así, y se le veía bien.

Yo no tenía intención de pasar años haciendo aquello. Solo uno, nada más, y con eso ya tenía de sobra. Se me daba muy bien, más que bien, y ganaba dinero, pero allí estaba, con diecisiete años y sintiéndome viejo, sintiendo el dolor que se acumulaba en mis articulaciones, la pesadez que me cargaba los hombros… Mis ojos no parecían funcionar igual de bien, la memoria empezaba a fallarme, mis hábitos de higiene se habían relajado bastante. Era lo normal con aquel estilo de vida. La noche antes había dormido en mi casa, en las afueras de Fort Lauderdale. El despertador me sacó de la cama hacia las seis, para que pudiera estar en la oficina local a las ocho. Allí asistí a la reunión preparatoria, y luego todos nos subimos al coche y nos dirigimos a la zona de Jacksonville, nos registramos en un motel y nos pusimos a trabajar. Otro fin de semana estándar.

Oí ruido de neumáticos a mi espalda y me aparté instintivamente hacia la parcela vacía, procurando evitar los hormigueros de las hormigas rojas y las malas hierbas espinosas, que sin duda acabarían encontrando la forma de llegar a mis calcetines de gimnasia gris oscuro. Solo un chico de diecisiete años podía considerar aceptables esos calcetines, siempre que no se vieran las rayas de deporte.

Mantenerse pegado al bordillo era lo más inteligente en un sitio como aquel. No hacía falta mirarme dos veces para ver que no estaba en mi elemento. La gente me tiraba latas casi vacías de cerveza o pasaba casi rozándome con el coche, medio en broma, medio en serio. Me gritaban cosas. Probablemente eran insultos mordaces que me habrían escocido como sal en los ojos si hubiera podido oírlos, pero se perdían bajo el estruendo de un camión que pasaba a toda velocidad y el sonido atronador de los 38 Special. Dudo que los otros tuvieran que aguantar lo mismo que yo.

Una camioneta azul oscuro de Ford paró a mi lado. Parecía recién lavada, y su pintura relucía como un hoyo de alquitrán bajo el resplandor del ocaso. La ventanilla del lado del pasajero bajó y el conductor, un hombre de treinta y pico con camiseta negra, se inclinó hacia mí. Era guapo pero de una forma peculiar, como el típico chico educado de los dibujos animados que quiere quitarle la novia al protagonista. Pero, como pasa también en los dibujos, parecía extrañamente distorsionado. Estaba abotargado. No es que fuera gordo, ni rollizo ni nada por el estilo. Se le veía abotargado, como un cadáver que empieza a descomponerse o un hombre que sufre una reacción alérgica.

Lo del abotargamiento era raro, desde luego, pero lo que más me llamó la atención fue el pelo. Lo llevaba afeitado casi como un militar, pero por detrás le llegaba hasta los hombros. Ahora ese corte está de moda. Pero en 1985 yo nunca lo había visto, no tenía ni idea de qué era ni de cómo se llamaba, o por qué alguien podía hacerse algo así, como no fuera por el ahorro que suponía llevar dos cortes en una misma cabeza. Lo único que sé es que me pareció tremendamente ridículo.

– ¿Adónde vas? -me preguntó. Su voz se alabeó bajo el peso de su acento pastoso, decididamente de Florida. Mitad pastel de pacana, mitad de lima. Estábamos a unos cincuenta kilómetros de Jacksonville, y los acentos muy marcados eran la norma.

Yo vivía en Florida desde tercer curso, y hacía tiempo que me daba miedo cualquiera que no viviera en alguno de los grandes centros urbanos. No lo consideraba una señal de cobardía, sino sentido común. A pesar de la creencia general de que ciudades como Fort Lauderdale, Jacksonville y Miami no son más que suburbios de Nueva York o Boston, en realidad estaban llenas de antiguos habitantes de Florida, una minoría que incluía a confederados con banderas e himnos, y a aficionados a quemar cruces. En estas ciudades vivía también gente llegada de todo el país, así que el balance quedaba suficientemente equilibrado.

Pero si sales a una zona rural descubrirás que la población es mucho menos cosmopolita.

Yo estaba en una zona rural, lo que significa que el «Dale una patada a mi culo de judío», que llevaba grabado en la frente y solo veían los que preferían el cantante Hank Williams junior al cantante Hank Williams padre, empezó a parpadear y a lanzar chispas. Traté de dedicarle una sonrisa educada al conductor de la camioneta pero no resultó, y me salió una sonrisa torcida y cohibida.

Por un instante se me pasó por la cabeza soltarle el rollo de que estaba en el vecindario para hablar con los padres sobre educación, pero supe de inmediato que no sería buena idea. El tipo abotargado, con el pelo raro y la camioneta reluciente, transmitía un bajo nivel de tolerancia para tonterías. Mi jefe, Bobby, seguramente habría salido airoso con el cuento de la educación. Qué diablos, Bobby seguro que le habría vendido algo, pero yo no era Bobby. Era bueno, probablemente el mejor del equipo de Bobby… el mejor que Bobby había encontrado en mucho tiempo.

Pero no era Bobby.

– Soy vendedor -dije, y como si alguien hubiera encendido un interruptor, me di cuenta de que no solo me sentía inquieto: tenía miedo. A pesar del calor, sentí frío, y mis músculos se pusieron en tensión-.Voy de puerta en puerta -añadí. Me quité la bolsa del hombro y la dejé en el suelo, entre mis zapatillas de deporte negras.

El hombre se inclinó un poco más hacia mí y sonrió, enseñando una boca llena de dientes dispuestos de manera totalmente aleatoria. En particular, los dos de delante eran largos como los de un conejo, pero estaban demasiado espaciados y apuntaban en direcciones opuestas. Este detalle resaltaba aún más por su inusual blancura. Deseé no haberlos visto, porque me iba a costar no mirarlos.

– ¿Tienes permiso para hacerlo?

Cogió algo que tenía entre las piernas y vi que era una botella casi llena de Yoo-hoo, batido de chocolate. Se la llevó a la boca y la dejó allí durante más de diez segundos. Cuando volvió a bajarla, la botella estaba medio vacía. Supongo que un optimista diría que estaba medio llena.

Un permiso. No sabía que necesitara un permiso. ¿Lo necesitaba? Bobby no había dicho nada de eso; se había limitado a llevarme hasta allí y a decirme que trabajara duro en el parque de caravanas. A Bobby le encantaban los parques de caravanas.

Tenía que centrarme, actuar con confianza, pensar que aquel hombre no intentaría hacer ningún disparate en mitad de la calle, por mucho que fuera una calle siniestramente desierta.

– Mi jefe me ha dicho que viniera a vender aquí -dije mirando al suelo, en vez de a sus dientes.

– No te he preguntado quién te ha dicho nada -repuso el otro meneando la cabeza con tristeza al comprender el lamentable estado de las cosas-. Te he preguntado si tenías permiso.

Traté de convencerme de que no había razón para tener miedo. Era normal que estuviera nervioso, sí. Inquieto, en guardia… Pero el caso es que me sentía como si tuviera diez años y me hubieran pillado en el patio de un vecino gruñón o jugando con las herramientas del padre de un amigo.

– ¿Necesito un permiso?

El tipo de la camioneta clavó sus ojos en mí. Torció el labio, en un gesto que era como hacer pucheros y fruncir el ceño a la vez.

– Contesta a la pregunta, chico. ¿Es que eres idiota?

Yo meneé la cabeza, en parte por incredulidad y en parte para contestar a su pregunta.

– No tengo permiso -dije. Quería apartar la mirada, pero sus ojos estaban fijos en mí.

Y entonces el redneck * estalló en una enorme sonrisa.

– Bueno, -entonces es una suerte que no lo necesites, ¿eh?

Tardé un minuto en comprender, y entonces traté de reír como si le viera la gracia.

– Sí, supongo que sí.

– Escucha. Será mejor que no te busques problemas. ¿Sabes lo que le pasa aquí a la gente que viola la ley?

– ¿Les obligan a chillar como cerdos? -No quería decirlo, pero a pesar del miedo se me escapó. Podía haberle pasado a cualquiera.

Los ojos oscuros del redneck se entrecerraron sobre la larga nariz.

– Te crees muy gracioso, ¿eh?

¿Qué clase de pregunta era aquella? ¿Es que podía haber hecho aquel comentario con otro propósito que no fuera hacerme el gracioso? Preferí no señalárselo.

Cuando la gente dice que nota el gusto metálico del miedo en la boca, normalmente se refieren a un sabor como de cobre. Y en aquellos momentos yo notaba el sabor del cobre en la boca.

– Solo quería quitarle paja al asunto -conseguí decir con una expresión forzada de calma y afabilidad.

– ¿Y qué hace un gracioso como tú por aquí? ¿Por qué no estás en la universidad?

– Estoy intentando reunir el dinero para poder pagarla -dije con la esperanza de impresionarle.

No lo conseguí.

– Míralo. A ver si voy a tener que bajarme y darte un buen cachete en el culo.

Era imposible contestar a aquello de forma digna. Quizá Bobby se habría encogido de hombros y se habría metido al de la camioneta en el bolsillo con algún chiste modesto. Y al momento ya estarían los dos riendo como viejos amigos. Pero yo no. Lo único que se me ocurría eran comentarios serviles… o me imaginaba una versión alternativa de mí mismo, un Lem que se acercara a la ventanilla y le golpeara en la cara hasta que le reventara la nariz y su ridículo corte de pelo se manchara de sangre. El Lem no alternativo no hacía esas cosas, pero tenía la impresión de que si alguna vez lograba hacerlo, si conseguía ser el tipo de persona capaz de golpear a quien se meta con él, aquello quedaría escrito en mi cara, en mi cuerpo, en mi porte y nunca más tendría que aguantar que me humillara ningún matón que se crece al ver que es más fuerte que yo.

– No lo creo -dije al final-. Técnicamente no creo que haga falta que me dé ningún cachete en el culo.

– Eres un hijo de puta, ¿lo sabías? -me dijo el tipo, y subió la ventanilla haciendo rotar sus gruesos brazos mientras giraba la manija.

Cogió una carpeta del asiento del acompañante y se puso a hojear unos papeles. Después de lamerse el índice y el pulgar como si fueran helados, pasó unas hojas. Los dos dientes frontales asomaron por la boca y empezaron a mordisquear el labio inferior.

Hijo de puta. Me habían llamado cosas peores, pero me dolió. Sin embargo, mirándolo por el lado positivo, el redneck había subido la ventanilla, así que mis miedos se fueron apagando hasta convertirse en un leve pálpito. Ya podía seguir mi camino; aunque seguía con un ojo puesto en mí, aquel redneck tan espeluznante me había despachado.

Así pues, me eché la bolsa al hombro y caminé hasta la siguiente caravana, que era gris con una franja verde. Al igual que las otras parcelas, esta consistía en un tramo de arena y hierba, y malezas que avanzaban desde el extremo más alejado. En la parte de delante había una palmera encorvada, de aspecto enfermo, con una taza medicinal empotrada en el tronco, como la pipa de un viejo. Las ventanas de delante tenían persianas de las que pone la gente civilizada en sus dormitorios, pero no estaban bajadas del todo. Desde la calle podía ver la luz del interior y el parpadeo de un televisor.

No había accesorios de jardín, ni juguetes, ni una esterilla chillona para dar la bienvenida al visitante. No había nada cutre. Aquella era la palabra estrella del vendedor de libros, la palabra que Bobby nos había enseñado. El vendedor adora lo cutre. Cutres son los juguetes de plástico de los críos tirados por todas partes. Los gnomos de jardín, las campanillas en la puerta, los adornos excesivos y prematuros -o tardíos- para las fiestas, cualquier cosa que indique que en ese lugar vive gente a la que le gusta gastarse un dinero que no tiene en cosas que no necesita. Y gastarse dinero en cosas que los hijos no necesitaban era lo más cutre de todo. A veces, cuando nos llevaba de ronda, Bobby hacía una especie de baile en el asiento del coche cuando veía una casa con una piscina de plástico con tobogán incluido. «Un mono ciego podría convencer a esos -anunciaba. Su cara redonda, que siempre estaba radiante, se iluminaba tanto que tenías que ponerte gafas de sol para mirarle-. Uau, eso sí que es cutre.»

Pero aquella caravana no tenía nada de cutre. Si la camioneta no hubiera seguido allí parada, seguramente habría pasado de largo. Bobby siempre decía que no hay que pasar de largo ante ninguna casa. Llamar a la puerta de un perdedor solo cuesta un minuto, y nunca se sabe. En más de una ocasión yo había vendido en casas que no tenían nada de cutres, pero se estaba haciendo tarde, y estaba cansado, y necesitaba ver un triciclo de niño, o una Barbie desnuda, o un ejército de soldados de juguete arrastrándose por la provincia de Quang Tri sobre el césped… algo que me indicara que iba por el buen camino.

Sin embargo, en ausencia de lo cutre, aceptaría de buen grado un refugio, así que abrí la puerta mosquitera, notando cómo el sudor me caía a chorros desde la axila. Al otro lado de la malla gris había dos pequeños lagartos verdes, inmóviles; uno se movió arriba y abajo, haciendo señales de advertencia, o de amor, o de lo que fuera, con su papada escarlata.

Llamé a la puerta mientras los lagartos me miraban con sus pequeñas cabezas ladeadas. Y entonces oí un distante arrastrar de pies, un sonido apenas audible pero al que mi trabajo me había hecho sensible. Momentos después, una mujer abrió -solo un poco-, me miró, y luego miró la camioneta que había en la calle.

– ¿Qué pasa? -preguntó con un susurro hosco que casi me derribó por su imperiosidad y desespero.

Era una mujer joven, pero estaba muy envejecida para su edad. La cara, que era en teoría bonita, estaba salpicada de pecas y marcada por una nariz respingona, pero en los ojos, del mismo marrón que la botella de Yoo-hoo del redneck, tenía profundas patas de gallo y marcadas ojeras. El pelo era fino y de color tostado, y lo llevaba recogido en una cola de caballo que podía considerarse juvenil o descuidada. No sé, había algo en su expresión… como un globo que pierde aire lentamente. No hasta el punto de que pudieras notarlo u oír salir el gas, sino como cuando dejas un globo en perfecto estado y vuelves al cabo de una hora y te lo encuentras arrugado y desinflado.

Fingí no reparar en la miseria de aquella mujer y sonreí. Mi sonrisa ocultaba mi hambre, mi sed, mi aburrimiento, el miedo al redneck con los dientes salidos de la camioneta de Ford, mi desazón ante la ausencia visible de cosas cutres, mi desesperación por saber que Bobby no pasaría a recogerme por el Kwick Stop hasta cuatro horas después.

Pero al menos ese día había hecho una venta durante la primera hora. Y eso significaba automáticamente doscientos dólares para mí, gracias a aquellos pobres idiotas. Y lo de «pobres» no lo digo en el sentido de «desgraciados», hablo de pobres de los que llevan ropa que no les queda bien, tienen muebles rotos, un grifo que gotea en la cocina y una nevera donde solo hay pan, salchichas de las baratas, mayonesa y Coca-Cola. Seamos sinceros. Por muy feliz que me sintiera, ni una vez, ni una sola, hice una venta sin sentir remordimiento. Me sentía malo y predatorio y en más de una ocasión, antes de llegar a la puerta, tuve que resistirme al impulso de volver atrás porque sabía que aquella gente no podría hacer frente a las mensualidades. La financiera les concedería el crédito, lo sabía, pero cuando llegara el momento de pagar las facturas tendrían que cambiar la Coca-Cola por un refresco de cola genérico.

Entonces, ¿por qué seguía haciéndolo? En parte porque necesitaba el dinero, pero había otra razón, algo mucho más importante y seductor. Yo era bueno, era bueno en las ventas como no lo había sido nunca en ninguna otra cosa. Fui un buen estudiante en la escuela, claro, y pasé sin problemas los exámenes de acceso a la universidad. Pero eran actividades solitarias, en cambio la venta era algo público, comunitario, social. Yo, Lem Altick, podía convencer a otras personas en una situación social. Eso era nuevo para mí, y me encantaba. Miraba a los posibles clientes, a aquella gente que estaba encogida en su sofá y nunca me habían hecho nada, y sabía que eran míos. Eran míos, y ellos ni siquiera se daban cuenta. Me entregaban el cheque y me estrechaban la mano. Me invitaban a volver otro día, a que me quedara a cenar, a que conociera a sus padres. La mitad de las personas a las que liaba me decían que si alguna vez necesitaba lo que fuera, si necesitaba algún lugar donde alojarme, no lo dudara. Se comían a lengüetadas todo lo que yo les daba y, tanto si era malo como si no, yo me sentía bien. Me sentía avergonzado pero, al mismo tiempo, bien.

En aquellos momentos quería conseguir otra venta. La empresa ofrecía doscientos dólares de bonificación por una doble, y yo quería marcarme otro tanto antes de ver a Bobby. Quería el dinero, por supuesto; seiscientos dólares era una cantidad más que aceptable para un día. Y ya lo había hecho antes. De hecho, en mi primer día de trabajo, cosa que me valió el título de «nuevo fenómeno». La verdad es que me encantaba la cara que ponía Bobby, su expresión de sorpresa y felicidad. No sé por qué era tan importante para mí. Pero el caso es que lo era.

– Hola. Soy Lem Altick -le dije a la mujer demacrada, entre guapa y amarga-. Estoy recorriendo este vecindario para hablar con los padres y preguntarles su opinión sobre las escuelas locales y la calidad de la enseñanza. ¿Tiene usted hijos, señora?

La mujer pestañeó un par de veces, como si estuviera evaluándome. Los lagartos también pestañearon, pero más despacio, levantando los párpados desde abajo.

– Sí -dijo ella después de pensar un momento. Su mirada fue directamente a la camioneta azul, que seguía parada a un lado de la calle-. Tengo hijos. Pero no están aquí.

– ¿Puedo preguntarle qué edad tienen?

Ella volvió a pestañear, pero esta vez con aire más receloso. Solo habían pasado dos años desde que un niño llamado Adam Walsh había desaparecido en un centro comercial en Hollywood, Florida. Dos semanas después encontraron su cabeza cientos de kilómetros más al norte. Después de aquello nadie había vuelto a mirar con los mismos ojos a los niños ni a los desconocidos que demostraban interés por los niños.

– Siete y diez. -Su mano se agarró con más fuerza a la puerta, y los dedos, con las uñas quebradas y pintadas con esmalte fucsia, se le pusieron blancos. Seguía mirando la Ford.

– Una buena edad, ¿verdad? -dije, aunque yo no tenía ni idea, claro. No había tenido mucha relación con ningún crío desde que era pequeño y, según mi experiencia, a esas edades eran tan rematadamente retorcidos como a las otras. Aun así, a los padres les gustaba oír ese tipo de comentario, o al menos eso pensaba yo-. Si su marido está en casa, y tienen unos minutos, me gustaría hacerles una encuesta. Enseguida les dejaré tranquilos. Seguro que no les importará contestar a unas cuantas preguntas sobre la educación.

– ¿Va con él? -me preguntó, señalando la camioneta con dos dedos.

Yo meneé la cabeza.

– No, señora. He venido a esta zona para hablar con sus vecinos sobre la educación.

– ¿Qué quiere venderme?

– Nada -le dije. Hice un gesto sutil y casi imperceptible de sorpresa: «¿Yo? ¿Venderle algo? Pero qué tontería»-. No soy vendedor, y aunque lo fuera, no he venido para vender nada. Solo quería hacerle unas preguntas sobre la educación en la zona y su grado de satisfacción. Las personas para las que trabajo estarán encantadas de oír lo que opinan usted y su marido. ¿No desea darme su parecer sobre las escuelas locales?

Ella pensó un momento, visiblemente sorprendida ante la idea de que a alguien pudiera importarle su opinión. Conocía esa expresión de otras veces.

– No tengo tiempo -me dijo.

– Pero esa es justamente la razón por la que tendría que hablar conmigo -repuse yo, utilizando una técnica llamada «reverso». Se trataba de decirle al cliente que si tenía que hacerlo era justamente porque no podía o no se lo podía permitir. Y entonces indagabas un poco y encontrabas la razón para justificarlo-. Los estudios demuestran que cuanto más tiempo se dedica a la educación, de más tiempo libre se dispone. -Acababa de inventármelo, pero sonaba razonable.

Y creo que a ella también se lo pareció. Miró de nuevo la Ford, y luego a mí.

– Bien. -Empujó la puerta. Los lagartos defendieron su posición.

Seguí a la mujer al interior; en mi entusiasmo por la comisión que veía ante mí, casi no me acordaba del redneck. No hacía mucho que me dedicaba a aquello, nada comparado con los cinco años de Bobby, pero sabía que lo más difícil era entrar en la casa. A veces pasaban días antes de que alguien me dejara pasar, pero nunca había entrado en una casa donde no hubiera hecho una venta. Ni una vez. Bobby decía que aquello era lo que distinguía a un auténtico vendedor. Y resulta que yo lo era: un auténtico vendedor.

Así que allí estaba, dentro de la caravana. Yo, aquella mujer desecada y un marido al que aún no había visto. Y solo uno de los tres saldría de allí con vida.

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