20

Yo iba sentado en el coche mientras Bobby nos daba una vuelta preparándonos para la jornada de ventas. Nos señalaba casas cutres, los accesorios de jardín, toboganes y redes de voleibol. Finalmente, me dejó en mi zona poco después de las once. Unas doce horas después pasaría a recogerme por el Kwick Stop.

Antes disfrutaba de aquello, de la sensación de tener todo el día por delante, y en cada cosa veía una venta potencial, doscientos dólares potenciales. Había días en que ni siquiera me molestaba tener que aguantar que no me abrieran, ni los ladridos que oía del otro lado de las puertas. Sonreía afectadamente a la gente que me miraba con expresión vacía mientras les soltaba mi discurso introductorio, los juzgaba. Los juzgaba por su apatía. Por eso vivís en este agujero. Por eso vuestros hijos vivirán en una caravana como vosotros cuando sean mayores. Porque os da lo mismo.

Y no es que las enciclopedias importaran. Sí, es posible que cambiaran algo en la vida de alguien, pero si un crío quería conocer algún detalle sobre la vida de la población de Togo o la historia de la metalurgia podía encontrarlo en la escuela o en la biblioteca. Por otro lado, la predisposición de los padres a comprar los libros, a invertir el dinero, significaba algo, y hubo momentos en que realmente creí en la importancia de mi trabajo.

Aquella mañana no. Me saltaba las casas que no parecían cutres. Llamaba con indiferencia a las puertas, soltaba mi rollo a desgana. Media hora después de empezar, tenía a punto de caramelo a una mujer menuda y guapa con una cantidad descomunal de pecas. Estaba a punto de picar, lo intuía, pero preferí aflojar y me excusé para no entrar.

Mis días como vendedor de libros estaban contados. Volvería a Fort Lauderdale el domingo por la noche y lo dejaría. La idea de aquella libertad inminente me resultaba emocionante e irritante a la vez. ¿Qué haría durante el resto del día? Si al menos hubiera un cine por allí. Una buena librería, una biblioteca. Un centro comercial. Algún sitio donde pudiera entrar a desintoxicarme.

Pero ¿durante doce horas? De pronto el día parecía extenderse ante mí de forma interminable. El calor machacaba y sentía el escozor del sudor en los ojos. Aquella extensión interminable de tiempo me envolvía, me aplatanaba tanto como la humedad. Me habría gustado poder ponerme en modo vendedor, solo por un par de días. Y luego dejarlo para no volver a hacerlo nunca más.

Para las doce y media iba caminando por una de las calles principales, sin molestarme ni en mirar las casas ante las que pasaba, cuando oí un vehículo que reducía la marcha a mi espalda. Me di la vuelta y vi el viejo Datsun de Melford, de un verde oscuro desvaído bajo aquella luz.

Bajó la ventanilla.

– Sube.

Yo continué andando, y Melford siguió a mi paso con el coche.

– No.

– Vamos. ¿Piensas pasarte el día dando patadas a las piedras? Tengo aire acondicionado, música, una conversación inteligente.

No tenía elección, me dije a mí mismo, aquel tipo era un asesino, y no conviene llevarle la contraria a un asesino. Aunque había dejado de tenerle miedo. Bueno, puede que no del todo: no le habría provocado por nada del mundo, ni siquiera me habría gustado estar cerca cuando otro le provocara, pero a pesar de todo él no era como Ronny Neil y Scott, y ellos sí me daban miedo.

Suspiré y asentí, así que Melford se detuvo. Rodeé el vehículo y subí por el lado del pasajero. Tenía el aire acondicionado bastante alto, y se estaba bien. Por unos minutos permanecimos en silencio, mientras él pasaba de largo ante casas y caravanas, por una calle en la que había comercios a ambos lados, un Kmart, un almacén de material deportivo, un restaurante italiano. Vi que Galen Edwine salía del Kmart. Estaba seguro de que era él, el hombre en cuya casa conseguí el grand slam que no cuajó. No muy lejos de donde había estado vendiendo el día anterior.

Melford vio que miraba aquella zona comercial.

– Dios, me encanta Florida -dijo.

– Bromeas. Yo odio este sitio. Estoy deseando marcharme.

– Creo que eres tú el que bromea. Estás en una tierra donde no hay arte ni valores, ni siquiera una mínima orientación cultural. Aquí lo único que importa es la propiedad y los centros comerciales. Hay más campos de golf que escuelas, barrios de casas prefabricadas que se extienden como el cáncer, una población cada vez más vieja y más temeraria en la carretera, el Ku Klux Klan, los señores de la droga, los huracanes y veranos de doce meses.

– Pues a mí todo eso me suena fatal.

Él meneó la cabeza.

– En Florida vives en una ironía perpetua que no te deja apalancarte en una falsa conciencia.

– Yo lo que quiero es largarme de aquí y no volver.

– Bueno, es otra forma de enfocarlo.

Permanecimos unos diez minutos en silencio, hasta que le pregunté adónde íbamos.

– Ya lo verás.

– Quiero saberlo ahora.

Aunque Melford me caía bien, a pesar de todo lo que había visto, no aguantaba aquello. No soportaba que me tuviera atrapado y a oscuras.

– Eres muy curioso, ¿eh?

– No me gustaría encontrarme con un tiro en la cabeza ni nada por el estilo.

Me arrepentí en cuanto las palabras salieron de mi boca. Me acababa de poner en peligro, porque por lo visto el comentario hirió sus sentimientos. Entrecerró los ojos y apartó la mirada.

– Como ya has visto, yo no resuelvo mis problemas recurriendo a la violencia -me dijo-. La violencia solo es un instrumento. Como un martillo. Tiene unos usos, y va muy bien para eso. Pero si utilizas un martillo para cambiarle los pañales a un bebé, tendrás problemas. Decidí utilizar la violencia con aquellos dos porque pensé que era lo correcto.

– Vale. Lo entiendo. -Pero no lo entendía, y por mi tono se notó perfectamente.

Melford meneó la cabeza.

– No disfruto haciendo daño a otros, Lemuel. Solo lo hago cuando no hay otro remedio.

– Pero no me quieres decir por qué.

– Te lo diré cuando sepas decirme por qué existen las cárceles.

– No tengo energía para tus enigmas en estos momentos. Y quiero saber la respuesta.

– Y yo te la quiero decir, de verdad, pero mientras no estés preparado no tendría sentido. Sería como hablarle a un niño de cuatro años de la relatividad. Puede que la voluntad de entender esté ahí, pero no la capacidad.

Pensé en soltarle algo en tono ofendido, como por ejemplo si no me consideraba más inteligente que un niño de cuatro años, pero sabía que no era eso lo que había querido decir.

– Por el momento -decía en ese instante Melford- lo que importa es que estamos juntos en esto. Estás en un buen lío, amigo mío. Los dos lo estamos. Están pasando cosas muy peligrosas por aquí, y hemos tenido la mala suerte de ir a caer justo en medio.

– Pero yo no tengo nada que ver, no ha sido culpa mía.

– Es verdad. No es culpa tuya. Si tu casa fuera alcanzada por un rayo y empezara a arder, tampoco sería culpa tuya. Y aun así, ¿te quedarías dentro gritándoles a las llamas o harías lo que pudieras por salvarte y apagar el fuego?

No tenía respuesta porque me estaba convenciendo lo bastante para hacer que me enfadara.


Melford paró delante de un restaurante chino y anunció que era hora de comer. Yo estaba razonablemente hambriento, no había comido gran cosa en el desayuno. Las tortitas de harina de avena sin leche sabían demasiado a pegamento, y como estaba con Chitra no me había visto con ánimo de comérmelas.

– Los restaurantes chinos son estupendos para un vegetariano -me dijo mientras nos sentábamos en la pequeña sala empapelada con papel rojo y budas dorados. Había dos estatuas de buda junto a la entrada, un tanque lleno de koi de color blanco y naranja y una pequeña fuente-. Normalmente tienen montones de platos sin carne, y cocinan sin leche y sin mantequilla.

Melford nos sirvió té en unas tazas blancas con el esmalte agrietado.

Aquella mañana, mientras desayunaba con Chitra, me sentía decidido a dejar los productos animales. En cambio con Melford deseé ser carnívoro. Por la mañana había querido impresionar a Chitra con mi sensibilidad, y ahora quería impresionar a Melford desafiándolo. Tenía que decidir si estaba de acuerdo con la idea o no, si quería realmente ser vegetariano o solo lo utilizaba como un recurso para impresionar a las mujeres.

Miré el menú.

– ¿Qué tal el pescado?

Melford levantó una ceja.

– ¿Qué le pasa al pescado?

– ¿Comes pescado? La lubina con salsa de judías rojas tiene buena pinta.

– ¿Que si excluyo el pescado de mis escrúpulos morales porque vive en el agua en lugar de la tierra? ¿Es eso lo que me preguntas?

– Creo que ya sé la respuesta, pero va, hombre, se trata de peces. No son preciosos conejitos ni vacas entrañables. Son peces. Les ponemos el anzuelo en la boca todos los días.

– O sea, que la crueldad se justifica a sí misma. Tú, precisamente, tendrías que saber que no está bien.

– ¿Y eso qué significa?

– Significa que cuando fui a ayudarte con aquellos dos tipos del motel, me dio la impresión de que no era la primera vez que algún imbécil decidía convertirte en un alfiletero. El hecho de que ya haya pasado antes no significa que esté bien. El hecho de que seamos crueles con los peces no significa que debamos serlo. Que vivan bajo el agua y tengan escamas en vez de piel no cambia nada.

Di un suspiro.

– Vale.

Cuando vino la camarera, pedí lo mein vegetal, y Melford pidió budín de verduras.

– No tengo mucha hambre -me dijo.

– Y entonces, ¿qué hacemos aquí?

Melford se encogió de hombros.

– Quería ver si la mujer que nos está siguiendo entraba.

– ¿Qué mujer?

– Iba en un Mercedes, y ahora está junto a la mesa que tienes detrás. No te gires. En realidad, no hace falta que te molestes, veo que viene hacia aquí.

La mujer se acercó, se sentó entre los dos y nos miró como si tratara de decidir a cuál de los dos iba a llevarse a casa. Era guapa y alta, pelo rubio oscuro hasta los hombros, facciones redondeadas que en otro tiempo se habrían considerado hiperfemeninas y ahora solo parecían juveniles. Como si quisiera compensar aquella impresión, vestía para llamar la atención, llevaba unos vaqueros ajustados de color rosa y una blusa blanca casi transparente que dejaba ver el sujetador negro.

– ¿No vas a dejar que coma pescado? -Miraba a Melford por encima de sus gafas de sol, con el ceño fruncido-. ¿Por qué tienes que hacer que se sienta mal en su hora de comer…? Dar órdenes a tu amigo…

Por un momento nos quedamos callados. Finalmente, yo dije:

– No hace que me sienta mal.

– Te lo está poniendo difícil, ¿verdad? -Y entonces miró a Melford-. ¿Eres un matón?

– No es ningún matón -tercié yo, sin saber muy bien por qué defendía a Melford ante aquella mujer, fuera quien fuese.

– A veces la gente está tan dominada que ni siquiera es consciente de que la avasallan -me dijo, y volvió a mirar a Melford-. Cada persona es libre de decidir lo que come, ¿no te parece?

– No -dijo Melford con voz absolutamente afable. Cuando yo decía «no», me salía un tono brusco, hostil, defensivo. En cambio en sus labios casi sonaba como una invitación-. Llevar prendas que dejen ver la ropa interior es algo en lo que puedes decidir. Como ponerte lápiz de labios, ir al cine o participar en el torneo de minigolf. Pero hacer algo que causa el sufrimiento de otros es una cuestión moral.

La mujer lo miró de una forma que parecía solapada y apreciativa a la vez.

– ¿Sabes? A lo mejor eres más interesante de lo que pensaba. ¿Puedo sentarme con vosotros?

– Será un placer -dijo Melford.

Ella se sentó, ladeó la silla ligeramente hacia Melford y se guardó las gafas de sol en el bolsillo del pecho de su blusa diáfana.

– Soy Desiree.

Cuando se estaban dando la mano, Melford reparó en las líneas que tenía dibujadas en el dorso. Le sostuvo los dedos con suavidad unos momentos, casi como si pensara besarle la mano.

– Hsieh? -preguntó.

Ella asintió, sin molestarse en disimular la sorpresa.

– Eso es.

Él la soltó.

– ¿Te estás planteando una ruptura con el pasado?

Ella trató de parecer indiferente.

– Más o menos.

– Yo también. -Cruzó las manos-. ¿Así que quieres hacerte vegetariana?

– No -contestó ella-. Me gusta lo que como, lo que quiero es saber por qué te preocupa tanto.

– Me preocupa -dijo Melford- porque cuando vemos algo que está mal, tendríamos que tratar de arreglarlo. No es suficiente con condenar en silencio las cosas malas y felicitarnos a nosotros mismos porque no participamos. Creo que nuestra obligación es oponernos a ello activamente.

El rostro de la mujer pareció ensombrecerse. Al principio pensé que Melford la había hecho enfadar, pero entonces me di cuenta de que lo que veía en su cara era tristeza, puede que incluso confusión y duda.

– ¿Y qué tiene que ver todo eso con la ética? Los animales están aquí para nuestro disfrute, ¿no? ¿Por qué no los vamos a usar?

Melford cogió una taza vacía.

– Esto está aquí para nuestro uso, ¿verdad? Ha sido diseñado para hacer nuestra vida más fácil. ¿Y si ahora lo cojo y lo arrojo al otro lado de la habitación? En el mejor de los casos se consideraría un acto poco educado, pero también violento, antisocial, desagradable y derrochista. La taza está aquí para mi disfrute, pero no para que yo haga lo que quiera con ella.

Ella encogió los hombros.

– Suena razonable.

– ¿Pero no lo bastante para que dejes de comer carne? -preguntó Melford.

– No, no tanto.

Se volvió hacia mí.

– Interesante, ¿verdad? Convences a alguien de que lo que dices es lo correcto, te dice que entiende que comer carne animal está mal, pero sigue sin cambiar.

– ¿Ideología? -apunté yo.

– Eso es.

– Bueno, ¿y qué os traéis entre manos? -preguntó Desiree.

– Oh, bueno, ya sabes, esto y aquello.

Ella se inclinó un poco más cerca.

– ¿Podías concretar un poco?

Él se acercó también, y por un momento pareció que se iban a besar.

– ¿Puedes decirme una razón por la que deba concretar?

– Porque -dijo ella- soy una mujer muy, muy curiosa.

– ¿Lo bastante para preguntarte cómo sería dejar de comer carne?

– No tanto.

Melford se echó unos centímetros hacia atrás, estiró el brazo y tocó las líneas oscuras que Desiree llevaba marcadas en la mano.

– Si quieres puedes decirme que, en el conjunto del universo, tus acciones no importan, pero tú sabes que no es así. ¿Durante cuánto tiempo se puede guiñar un ojo al mal porque es lo más fácil y gratificante? Tú vales más que eso.

Ella apartó la mano, pero no con brusquedad. Pareció más bien que sentía vergüenza… o sorpresa.

– No me conoces. No sabes nada de mí.

Melford le dedicó una sonrisa fugaz.

– Puede. Pero tengo un presentimiento.

Por unos momentos ella no dijo nada. Desenvolvió un tubito de palillos, los separó y empezó a juntarlos dándoles toquecitos.

– ¿Te hace feliz tu cruzada por los animales?

Él meneó la cabeza.

– ¿Ayudar al enfermo o al desesperado hace feliz a alguien? ¿Me haría feliz ofrecer consuelo a los leprosos de Sudán? No lo creo. No se trata de ser feliz. Este tipo de cosas nos hacen sentirnos en equilibrio con el mundo que nos rodea, y eso es mucho más importante que la felicidad.

Ella asintió durante unos momentos, ocupada todavía con sus palillos. Y entonces los soltó, como si de pronto le quemaran. Se puso en pie.

– Tengo que irme.

Melford le ofreció la mano. Ella pareció sorprendida, pero se la estrechó.

– ¿Puedes decirme para quién trabajas? ¿Por qué nos seguías?

– No, no puedo. -Aunque eso parecía entristecerla bastante.

– Vale. -Le soltó la mano y ella se volvió para irse, pero Melford no había acabado-. ¿Sabes?, eres demasiado lista para trabajar para ellos. No eres como ellos.

Ella se ruborizó ligeramente.

– Ya lo sé.

– Hsieh -dijo Melford.

Ella se miró la mano y asintió.

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