Por televisión estaban dando Solo ante el peligro, pero a B. B. no le apetecía mucho verla. En otro tiempo aquella película le gustaba, Gary Cooper le parecía impasible y efectivo, hacía lo que tenía que hacer; pero ahora le parecía soso. Se le veía viejo en comparación con películas anteriores, tan cansado e insignificante como su personaje. Para lo que solían ser los westerns, no estaba a la altura de los buenos de verdad. Raíces profundas, por ejemplo. Esa sí era una película.
Sintiéndose bien consigo mismo y su futuro, con la llamada que había hecho, B. B. fue hasta el armario para mirarse en el espejo de cuerpo entero… no por vanidad, sino para asegurarse de que su traje de lino no estaba muy arrugado. Es lo malo del lino. «Póntelo una vez y tíralo», le gustaba decir a Desiree. Se había dejado las gafas de sol puestas, pero en aquel momento se las quitó. El traje tenía buen aspecto, y la camiseta negra también, limpia, con el cuello perfecto. No le gustaba que las camisetas tuvieran el cuello muy dado. El pelo, bien. Algo largo por la parte de atrás y clareando por la frente, pero qué se le iba a hacer. El color del cuero era más real que la misma naturaleza.
Dio media vuelta para comprobar que el culo no se le viera demasiado grande. Y al moverse vio de reojo el teléfono de la mesita. El mismo desde el que había llamado a Doe. El mismo al que Desiree no le había llamado. ¿Dónde demonios estaba? ¿Qué estaría haciendo?
Ahora que había puesto en marcha su venganza contra el Jugador, necesitaba que ella vigilara el negocio y se asegurara de que todo iba como él quería. Tal vez el chico no se había detenido y por eso no había podido llamar, pero no, no era eso. Tampoco creía que le hubiera pasado algo. A Desiree no. No, lo que pasaba era que le estaba castigando. Seguía enfadada con él por aquel asunto con el niño.
Él lo único que quería era ayudarle, llevarlo con él, darle una buena comida en su casa y luego llevarlo a donde él quisiera. ¿Cómo es posible que incluso Desiree cuestionara sus motivos, que incluso ella viera algo siniestro donde solo había bondad? Y ¿qué habría dicho de sus planes de degustar vinos con Chuck Finn? Meneó la cabeza. No, su plan era perfecto. Deshacerse de ella ascendiéndola. Sería una transición dura, pero seguro que podía acostumbrarse a recoger él solito la ropa de la tintorería. Vaya, hasta podía ofrecerle a Chuck un trabajo a media jornada como mayordomo.
La ruptura estaba muy cerca. La solución. Qué irónico y placentero era que todo girara alrededor de su venganza contra el Jugador.
Y de pronto, sin más, por un segundo, fue como si hubiera vuelto a su apartamento de Las Vegas, como si estuviera cayendo de espaldas, golpeándose la cabeza contra la estructura de madera de su futón, con la sangre de un corte en la cabeza cayéndole sobre los ojos y la sangre de la nariz goteándole en la boca. El Jugador lo miraba entrecerrando los ojos con intensidad, cerniéndose sobre él, blandiendo el palo de una escoba como un guerrero homérico.
Llevaba mucho tiempo posponiendo aquello. Tenía al Jugador trabajando a sus órdenes, haciendo dinero, disfrutando del poder, totalmente ajeno al hecho de que si seguía con vida era por la gracia de B. B. Solo por eso. Doe resolvería el problema y si de paso cavaba también su propia tumba, mejor que mejor.
Algo -algo malo- se había evaporado, había abandonado su cuerpo. Hacía semanas, meses, que se sentía muy enérgico. Volvió a ponerse las gafas de sol, salió de la habitación y se tomó unos segundos para que sus ojos se acostumbraran a aquella luz deslumbrante. Otro día de calor abrasador, rondando los cuarenta grados y con la humedad suficiente para que los peces nadaran por el aire. La luz se reflejaba en los coches que había en el aparcamiento. Llevándose una mano a la frente, miró más allá del patio, a la piscina casi vacía. Aquello no era un hotel de vacaciones, los inquilinos eran sobre todo gente que paraba a pasar una noche por puro cansancio. Aun así, los propietarios, un puñado de indios, al igual que hacían muchos en aquellos tiempos, mantenían la piscina con la esperanza de que llegara una clientela mejor.
En aquellos momentos el único adulto que había junto a la piscina era una mujer inmensa, con un bañador lavanda, de poco menos o poco más de cuarenta años, que mascaba chicle y sonreía. B. B. meneó levemente la cabeza con aire de lástima. Pobre cosita patética, una foca tostándose al sol, con una melena rubia descolorida y las piernas como condones llenos a rebosar de leche coagulada. Del otro lado, jugando ruidosamente, había dos chicos a los que B. B. ya había visto. Dos niños descuidados que, si los dejaban a su suerte, acabarían con unas vidas vacías y frustradas. Aquellos niños necesitaban un mentor.
Una parte de él sentía que no debía buscar nuevos pupilos. Después de todo, tenía a Chuck Finn esperándole en casa. Pero ahora estaba allí y aquellos niños necesitaban un adulto que los guiara. Habría sido muy egoísta no ayudarles en lo que pudiera.
B. B. cruzó el aparcamiento y se acercó arrastrando los pies hasta la mujer de la tumbona. Le tapó el sol. Ella se bajó las gafas de sol y lo miró casi cerrando los ojos.
– Perdone que la moleste -dijo B. B.-, pero ¿son hijos suyos?
Por supuesto que no lo eran, pero B. B. conocía el juego. Sabía que si le mostraba cierto respeto, ella aceptaría sus impulsos caritativos.
– A usted también le molestan, ¿verdad? -Y arrugó la nariz como si fuera a estornudar.
Él se encogió de hombros.
– Solo era curiosidad.
– No son míos -le dijo-. Si tuviera hijos no dejaría que actuaran así. Creo que están con su padre, y esta mañana temprano vi que se iba en su camión. Los ha dejado solos. El hombre era majo -añadió pensativa.
Aquello era una buena noticia. No había ningún padre cerca para imponer valores equivocados a los niños. Ningún guardián hipócrita del bien y del mal que impusiera una moral rígida para privar a los niños de lo que necesitaban.
– Iré a hablar con ellos -dijo B. B. animado, como si estuviera ofreciéndose voluntario para el trabajo sucio-. Les pediré que no alboroten.
– Muy amable.
Una pausa incómoda.
– Me gustan sus gafas de sol -le dijo B. B., porque no se le ocurrió ningún otro cumplido.
– Gracias.
– La dejo que siga tomando el sol.
– Sí.
Aunque B. B. no le veía los ojos, estaba seguro de que habían vuelto a cerrarse, y la goma de mascar reanudó su ritmo bovino y adormecido. B. B. se quedó allí un momento más de lo necesario, mirando la grasa que sobresalía por debajo del bañador blanco como si estuviera ante un accidente ferroviario. Teniendo en cuenta su tamaño, tenía los pechos muy pequeños. Debía de ser duro para una mujer ser tan inmensa y ni siquiera tener un poco de pecho para compensar. Aun así, hay hombres que prefieren a las mujeres obesas. Qué mundo tan curioso.
B. B. fue hasta los chicos, que estaban jugando en el otro extremo de la piscina. Chapoteaban en la parte más honda, pero parecían buenos nadadores. Saltaban de un lado a otro, y no dejaban de hablar de un personaje de cómic que se llamaba Daredevil. Por lo visto, el tal Daredevil era ciego y parecía un héroe de procedencia humilde.
– ¿Qué tal, chavales? -preguntó B. B.
Se sentó en una tumbona delante de ellos y les dedicó una nueva sonrisa, una que sabía que los niños que no tienen quien les guíe encuentran tranquilizadora.
– Bien -dijo uno, y el otro lo repitió en un murmullo.
El mayor, que tendría unos doce años, era rubio y estaba moreno y en forma, con pectorales fuertes, estómago plano y pequeños músculos en los brazos. Tenía la nariz demasiado larga y estrecha para ser verdaderamente guapo, y el mentón algo pequeño, pero no le quitaba carácter. No, con aquel físico atlético y ágil, seguro que no era de los que se acobardan ante los matones. El otro, más moreno y cubierto de pecas poco favorecedoras, seguramente rondaría los nueve. Era más delgado, menos agraciado.
B. B. chasqueó los nudillos y se inclinó hacia delante.
– Os gusta ese héroe ciego, ¿eh?
– Sí -dijo el rubio-. Daredevil.
– Es una pena -comentó B. B.-, es una pena que os cuelen ese tipo de cosas. Ahora es imposible ver un programa infantil en el que no salga alguien en una silla de ruedas o con muletas o que le falte un brazo o hable mediante señas como los monos. ¿Y ahora además tenéis superhéroes ciegos? ¿Quieren que admiréis a un imbécil ciego que apalea a los malos con su bastón?
El rubio no dijo nada. El pequeño, sí.
– Lo siento. -Lo dijo muy flojo, con la cabeza tan gacha que el agua burbujeaba en torno a sus labios.
– Y el increíble Hulk -dijo B. B.-. La mayor parte del tiempo es un intelectual y un perdedor, y la otra mitad una mole ridícula y verde. ¿Esto qué es?
– No lo sé -borboteó el pequeño.
– Pero mirad a Superman. Ese sí es un superhéroe. Es inteligente, fuerte, y es siempre así. Finge que es un simplón, pero lo hace para despistar. O Batman. ¿Sabéis por qué me gusta Batman? Porque es una persona normal. No tiene superpoderes. No es más que un hombre que quiere hacer lo correcto y utiliza los recursos que tiene para lograrlo. Y tiene a Robin. Es el mentor de Robin. Me gusta la forma en que colaboran, cómo aprenden el uno del otro. Como debe ser entre un mentor y los chicos a los que ayuda.
– Son cómics de la editorial DC -dijo el rubio.
B. B. sintió que se le revolvía el estómago. Algo feo, mezquino y crítico avanzaba contra él como un ogro. Se sentía la cara muy caliente. ¿Le estaba llamando marica?
– Nosotros no leemos cómics de DC -agregó el chico-, leemos los de Marvel. DC es… es tonto.
Bueno, no le estaba llamando marica. Solo tonto. No pasaba nada. A veces los niños tenían esa idea de que los adultos son tontos o no tienen ni idea. De momento podría vivir con eso. Cuando llevaran un rato con él seguro que lo veían de otra forma.
– Ah, ¿sí? -dijo B. B.-. ¿Y qué otras cosas os gustan?
– A mí me gusta Lobezno -dijo el chico con tono desafiante-. Yo leo sobre todo X-Men.
– Es estupendo -dijo B. B. compadeciendo profundamente un mundo en el que los niños leían cómics con nombres como Los Ex-Men. ¿Qué estaba pasando? ¿Ciegos y transexuales?-. Oye, había pensado en irme a comprar un helado. ¿Os gusta el helado?
– Helado -dijo el rubio y guapo con un inconfundible tono de desconfianza. Como diciendo «¿Y quién lo pregunta?».
No, él lo que tenía que pensar es que eran niños con unos padres inconscientes y descuidados que les inculcaban el miedo porque no eran capaces de enseñarles a diferenciar entre los desconocidos a los que hay que temer y la gente buena que solo quiere ayudar. Sí, a veces les decían lo que no tenían que hacer, pero la mayoría de las veces los adultos no veían más allá de su ombligo. Se trataba de hacer entender a los niños que la norma de «No hables con desconocidos» no era aplicable en aquel caso, porque al desconocido solo le movían las mejores intenciones. Una vez rompías esas barreras, eras libre.
– Hay un IHOP calle abajo. He pensado que a lo mejor os apetecía venir a comer un helado conmigo.
– ¿De verdad? -preguntó el pequeño-. ¿De qué sabor?
– No nos dejan -dijo el mayor mirando a su hermano en vez de a B. B.-. Nuestro padre ha dicho que nos quedáramos aquí. Y dice que no tenemos que hablar con desconocidos.
Allí lo tenía, puntual como un reloj.
– Estoy seguro de que lo que vuestro padre quería decir es que no tenéis que hablar con hombres malos. No veo por qué no iba a querer que hablarais con una buena persona que solo pretende invitaros a un helado. Bueno, el caso es que me llamo William. Todos me llaman B. B., y trabajo con jovencitos como vosotros todos los días. Soy mentor.
No dijeron nada.
– Hasta estamos en el mismo motel -siguió diciendo-. Estoy en la habitación veintiuno. ¿Cómo os llamáis?
– Yo Pete y él Carl -dijo el pequeño.
– Pete y Carl. Bueno, parece que ya no somos desconocidos, ¿no creéis?
– Yo quiero un helado de fresa -dijo el pequeño, casi cantando. Demasiado estridente para el gusto de B. B. Lo que menos le interesaba era tener a un puñado de curiosos metiendo las narices en lo que no les importaba-. El helado de chocolate no me gusta.
– Olvídate. -El hermano meneó la cabeza-. Le preguntaré a mi padre cuando venga esta noche.
– ¿Esta noche? -preguntó B. B., dejando que el tono crítico y de incredulidad se colara en su voz. Una cosa era ser cauto, pero esos chicos se estaban cerrando el camino ellos solos. ¿Cuándo volverían a encontrar a alguien dispuesto a ayudarles, a hacer que se sintieran importantes y especiales, con el control de sus destinos e incluso sus vidas?-. ¿Quieres esperar hasta esta noche? Yo voy a comprarme el helado ahora. Hace calor y me apetece un helado, pero si queréis puedo aguardar unos minutos a que subáis a vuestra habitación y os cambiéis. ¿Cuánto creéis que tardaréis?
– ¡Cinco minutos! -dijo el pequeño.
– Uau, eso sí que es ir rápido. -B. B. sonrió-. ¿Crees que los Ex-Men se vestirían así de rápido?
– No, más -exclamó el pequeño.
A B. B. le costó no dejar que la sensación de triunfo le saliera en la sonrisa. Dios, estaba inspirado.
– No deberíamos ir -dijo el mayor.
B. B. meneó la cabeza con tristeza.
– Bueno, si tu hermano quiere venir solo, no pasa nada. ¿Seguro que quieres quedarte?
La sombra de la duda se extendió por el rostro del niño. Sus pies se movían inquietos en el agua. Se mordió el labio.
– No iremos ninguno de los dos. -Aunque sonó más como una pregunta que como una afirmación.
– Que tú no quieras helado no significa que tu hermano no pueda tomarlo. No está bien negar algo a los demás solo porque tú no lo quieres. Eso es ser egoísta, Carl.
– Sí -concedió el hermano.
– No sé -volvió a decir el chico, lo cual no es que fuera exactamente un sí, pero desde luego era una mejora.
B. B. estaba ganando impulso. Lo importante era dejarse llevar, no pensarlo demasiado. Porque si lo pensaba demasiado, diría algo equivocado y lo echaría todo a perder. Sigue como hasta ahora.
– ¿Qué está pasando aquí? -Era la mujer que estaba tomando el sol. Estaba justo detrás de B. B., con las manos en sus caderas inmensas y las gafas sujetas en lo alto de la cabeza. Su piel morena brillaba por la loción solar. B. B. la miró por encima de sus gafas de sol y le sorprendió la belleza de sus ojos. No le gustaban las focas, pero aun así no se podía negar… eran de un verde sorprendente, el verde del césped bien cuidado, el verde esmeralda, el verde de un pez tropical.
– Dios -dijo-. Son los ojos más bonitos que he visto nunca.
– Dígame algo que no sepa. ¿Qué está haciendo con estos niños?
– Les estaba pidiendo que jugaran en silencio -dijo B. B.-, para que no la molesten.
– Qué encanto. Bueno, ¿por qué no se larga antes de que avise a la policía?
B. B. se quitó las gafas de sol y la miró a los ojos.
– Señora -dijo-, yo soy la policía. -Había probado aquello otras veces. Era como un hechizo. Mejor que decirles que dirigía una organización caritativa para ayudar a niños desvalidos.
Pero la mujer no se lo tragó.
– Enséñeme una identificación.
– Estoy fuera de servicio, no la llevo encima.
– Bueno, si va a buscarla a lo mejor la tendrá lista para cuando lleguen sus compañeros.
– Bien -dijo él-. Vuelvo enseguida. Hasta ahora, chicos.
B. B. se alejó rápidamente en dirección a su habitación. No tendría más remedio que quedarse allí encerrado hasta que la foca se cansara de tomar el sol.