Desiree estaba sentada en su cama, con las piernas cruzadas, vestida solo con las bragas y el top del biquini, con un ejemplar viejo de I Ching en el regazo. Las últimas tres semanas no había dejado de llegar al mismo símbolo una y otra vez. No importaba cómo planteara la pregunta, cómo buscara la respuesta, siempre acababa volviendo al hsieh.
Se lo dibujó en el dorso de la mano izquierda para tenerlo presente en todo momento. Meditar sobre él. Cuando la tinta se desvaneciera, volvería a dibujarlo. La semana anterior había pasado por delante de un local donde hacían tatuajes en la Federal Highway, y pensó en tatuárselo para tenerlo de forma permanente en la mano, pero no, no tenía sentido buscar la permanencia con un símbolo de cambio.
B. B. se lo vio en la mano y dijo que a él le parecían un montón de líneas. Seguramente tenía razón, pero Desiree sabía que aquel pictograma derivaba de la imagen de dos manos cogidas a los cuernos de un buey. Simbolizaba la transformación, la necesidad de afrontar y solucionar un problema. Era su símbolo. Tenía que solucionar un problema, y el problema era su vida con B. B.
Tenía veinticuatro años, y llevaba tres con B. B.: preparándole la comida, conduciendo su coche, organizando su agenda, reservándole mesa en los restaurantes. Le hacía la compra, llevaba al día sus facturas, abría la puerta en su casa, le mezclaba las bebidas… B. B. la necesitaba, y ella lo sabía y le encantaba. Y le estaba agradecida. Cuando la encontró, estaba perdida. B. B. la ayudó por sus propios motivos, para exorcizar sus propios demonios, pero la ayudó.
Los primeros días, semanas, incluso meses, Desiree había dormido mal, siempre pendiente de la puerta, esperando que una noche B. B. se colara en su cama en la oscuridad y reclamara sus derechos. Puede que no el primer día, porque olía tan mal que hasta ella tenía que respirar por la boca para que no le dieran arcadas… Pero una vez que se aseó y dejó el speed, cuando tuvo ropa nueva… entonces ya era otra cosa. Empezó a reconocer su antiguo rostro en el espejo. La carne creció sobre el hueso, las mejillas se sonrojaron y se llenaron, la nariz se hizo menos afilada, el pelo menos quebradizo. Volvía a ser ella.
B. B. le dijo entonces que pasara lo que pasara, por muy limpia o muy feliz que fuera, nunca superaría la dependencia. El speed siempre la llamaría. Sería como una sombra que la acosaba, como una soga que llevaba atada al cuello, y nunca dejaría de tirar.
Se equivocaba. Se equivocaba porque ella ya tenía una sombra, ya tenía una soga que tiraba de ella. El speed la había velado, la había ocultado… y, Dios nos ampare, por eso le gustó al principio. Pero cuando volvió a estar limpia, cuando estaba tendida en su cama, en la casa de B. B. en Coral Gables, mirando el ventilador que giraba y giraba en el techo, oyendo el sonido distante de los cortacésped y las alarmas de los coches, encontró el camino de vuelta a su hermana.
Aphrodite había muerto durante la operación que las separó, antes de cumplir los dos años. Su madre sabía que era una operación complicada, que había riesgo para las dos. Pero el médico insistió y dijo que la universidad cubriría los gastos. Era una gran oportunidad para las niñas y para la ciencia.
Las dos hermanas estaban unidas desde el hombro hasta la cadera, lo que los médicos que las separaron denominaron un onfalopago menor. Sí, las hermanas estaban pegadas, unidas sobre todo por tejido muscular y vascular. Pero el único órgano que compartían era el hígado, y estaban convencidos de que podrían separarlas. El hombre fue muy claro: era posible que las dos vivieran, probable que una de las dos muriera, e improbable que las dos murieran.
Aphrodite murió durante la operación, y entonces los médicos dijeron que quizá fuera mejor así, porque se ahorró días de dolorosa agonía. Sin embargo, el pronóstico para Desiree era bastante bueno. Tendría una cicatriz para el resto de su vida, y bastante grande, pero podría llevar una vida normal.
Desiree había descubierto que todo dependía de lo que uno entendiera por «normal». Aguantar las burlas en los vestuarios de la escuela, por ejemplo, o tener que aceptar un año tras otro el papel de freaky, o sentir pánico a ponerse en bañador. ¿Era normal todo eso? Desde luego, no era nada particularmente raro. Había montones de niños gordos, feos o contrahechos que tenían que aguantar experiencias similares y no estaban preparados para ser una atracción, pero todo el mundo sabía lo de Aphrodite. Sabían que Desiree había tenido una hermana siamesa. Desde que ella podía recordar, en la escuela los niños se estiraban los ojos con los índices y cantaban aquella canción del gato de La dama y el vagabundo. De alguna forma, inevitablemente, descubrían el nombre de Aphrodite y le preguntaban por ella como si aún viviera, como si siguiera pegada a Desiree. Hasta que terminó la escuela secundaria, todos los años había al menos un par de chicos -una vez hubo cuatro- que en Halloween se disfrazaban de gemelos siameses.
Y estaba su madre, que siempre dijo que prefería a Aphrodite. Ya antes de terminar la primaria, Desiree empezó a preguntarse si aquello era cierto o solo lo decía para herirla, aunque no por eso le dolía menos. A su madre le encantaba llorar, se sujetaba la cabeza entre las manos y decía: «Oh, ¿por qué no se salvó Aphrodite?».
Y luego llegó Aphrodite. Desiree empezó a oír su voz más o menos cuando tenía doce años. Aquella semana su madre estaba fuera, se había ido a Key West con su nuevo novio, aunque la relación -oh, gran sorpresa- tampoco llegó muy lejos. No, no era exactamente que la oyera. Su hermana estaba allí como una presencia, una sensación, una compulsión, incluso como una corriente de información intuitiva. Cuando conocía a alguien nuevo y sentía de forma instantánea que le gustaba o le desagradaba, sabía lo que opinaba su hermana.
Al principio aquella presencia fue bienvenida, un remanso en su vida solitaria, pero cuando cumplió los quince, las cosas empezaron a cambiar. Conoció a gente a la que no le importaba la cicatriz, que quería salir con ella, escuchar música, fumar hierba. A Aphrodite no le gustaban, pero a ellos Desiree les gustaba mucho. Y entonces descubrió que el speed acallaba la voz de Aphrodite. Al principio le picaba, le producía una quemazón tan intensa en la nariz que aspiraba agua y la expulsaba por la nariz como una ballena. La siguiente vez no le escoció tanto. Y a la tercera, si le escoció, no se dio cuenta.
Y así fueron las cosas hasta que B. B. la encontró. O más bien hasta que ella le encontró a él. B. B. iba en su Mercedes por la zona comercial de Fort Lauderdale y se había parado en un semáforo, con la capota y las ventanillas bajadas y Randy Newman sonando a todo volumen, como si fuera Led Zeppelin.
Tenía todo lo que ella necesitaba: dinero. Y si necesitaba dinero era porque necesitaba desesperadamente colocarse, tanto que la estaba matando. En otro tiempo la droga le ayudaba a viajar instantáneamente a un lugar donde podía hacer cualquier cosa, decir cualquier cosa, donde se sentía completa, libre de los caprichos de su madre, de los maestros, de su gemela muerta.
Ahora era diferente. El speed seguía haciendo que subiera, desde luego, pero menos. Y los bajones… bueno, eran más intensos de lo que habría podido imaginar. Bajones subterráneos, tan profundos que era como estar enterrada debajo de tu propia tumba, arañando la base de tu ataúd. Se sentía seca, vacía, como una esponja exprimida y rota, y habría hecho lo que fuera por volver a subir. Incluso ofrecerse a un desconocido en la zona comercial de Fort Lauderdale. Si alguna vez hubo algo que la ayudaba a moderarse, el cansancio y el insomnio lo habían deteriorado hasta donde alcanzaba a recordar, que no era mucho, porque su memoria ya no era muy buena. Justo bajo la conciencia vibraba de forma permanente cierta sensación de pánico. Siempre tenía la boca seca, por mucho que bebiera, y nunca tenía hambre, por poco que comiera.
A pesar de todo, nunca había hecho algo así. Había ido con hombres para conseguir speed, sí, pero siempre eran hombres a los que conocía. Y sin embargo, cuanto más lo pensaba, más fuerte era la sensación de que no importaba. Solo serían unos minutos. ¿De qué? ¿De sexo? Gran cosa. Todos le daban mucha importancia al sexo, pero no significaba nada. Unos minutos y tendría dinero para comprar más droga.
Incluso en aquellos momentos, mientras sentía la presión de la necesidad y el terror en sus oídos, oía la voz amortiguada de su hermana. No acababa de entenderla, pero sabía que estaba ahí, rogándole desde lejos. Pero el hombre parecía bien dispuesto. Iba bien vestido, con el pelo bien peinado y teñido. Llevaba alguna joya de buen gusto y cara… Desiree había aprendido a diferenciarlas por sus visitas a las casas de empeños. No parecía un doctor rico de Florida, ni un abogado ni un promotor inmobiliario más en su descapotable. Este era de los otros. Llevaba la marca, la señal, una vibración que solo percibían los adictos al speed y los perros. Mentía en su declaración a Hacienda, engañaba a su mujer, timaba a sus compañeros. Lo que fuera. El hombre del Mercedes era malo, y tenía dinero.
Desiree se acercó, le sonrió. Puso su sonrisa más radiante. Al menos en otro tiempo lo fue. Si hubiera sabido el aspecto que tenía -el de una enferma de cáncer, con los ojos hundidos, los labios finos, rojeces en la cara y las manos-, jamás se habría ofrecido, jamás habría pensado que alguien pudiera quererla. Pero no lo sabía, así que sonrió y el hombre se volvió a mirarla.
– Te la chupo por diez dólares, cielo -le dijo.
El hombre empezó a subir la ventanilla, cosa bastante inútil teniendo en cuenta que la capota estaba bajada, y ella se apartó. Estaba a punto de ponerse a renegar, pero se detuvo. El cristal volvió a bajar.
– ¿Qué te metes?
– Que te jodan -dijo ella, dándose la vuelta… pero despacio. Sabía que aún no habían terminado.
Él sacó un billete de veinte y se lo enseñó.
– ¿Qué te metes?
Desiree se detuvo. Oía la voz de Aphrodite, esa voz que había estado muda y adormecida durante años. Ahora la oía, hueca, cavernosa, como el goteo distante del agua en una cueva. Y la sensación era tan fuerte que casi intuía las palabras: «No se lo digas». Y por eso se lo dijo.
– Speed.
El hombre la estudió un momento y entonces quitó el seguro de las puertas con un movimiento del dedo.
– Sube -dijo.
Ella subió. ¿Por qué no? Tenía buena pinta para ser tan mayor. Seguramente estaba limpio y era rico. Lo otro -aquella vibración que le decía que podía acabar muerta en algún solar perdido, o que la arrojarían desde una lancha motora en los Everglades-, aquello no importaba en esos momentos. La necesidad la llamaba, la necesidad. La necesidad. Partiéndola en dos, tirando de ella, aplastándola, derribándola y arrastrándola por el fango. Así que subió.
Pero el hombre del Mercedes no quería una felación. Quería reformarla.
B. B. nunca entró en su cuarto en busca de sexo. Después de dos meses, cuando Desiree se había convertido en una especie de asistenta interina, era evidente que no lo haría. No le gustaban las mujeres. No las miraba cuando pasaban por la calle o por la zona comercial, no miraba a las encantadoras, a las elegantes o a las guapas. A las provocativas y a las sexys, sí, pero no con deseo, sino con una especie de hostilidad, o quizá divertido.
Al principio Desiree supuso que era gay, y le parecía perfecto. Había conocido a muchas queens en la calle, pero incluso de no haber sido así, se había sentido despreciada durante demasiado tiempo para juzgar a nadie por ser diferente o no responder a la imagen de normalidad que veía en la televisión. Y aun así nunca acabó de entenderlo. B. B. tampoco miraba a los hombres, ni siquiera a los que eran guapos y estaba claro que eran gays.
También era posible que fuera asexual, pero su instinto y la voz de Aphrodite lo dudaban. Puede que lo fuera o puede que no, pero había otra cosa, algo que ni la parte efímera ni la parte carnal de las gemelas acababan de situar. Había una especie de vacío en él, como si estuviera aturdido la mayor parte del tiempo. La había rescatado, pero no actuaba como el tipo de persona que rescata a un drogadicto. Solo cuando hacía alguna obra de caridad con alguno de sus chicos parecía realmente vivo. O cuando miraba a un niño. Estaban en un restaurante, o de compras, o paseando por la playa, y entonces sus pupilas se dilataban, se ponía más derecho y su rostro adoptaba un saludable sonrojo, como si estuviera enamorado. Era como si cada vez se enamorara.
Una vez Desiree sacó el tema. Solo una. Porque el caso es que había algo casi admirable en el deseo que B. B. sentía por los niños. Quería estar con ellos, eso se notaba. Desiree había visto a hombres que buscaban a niños y niñas tan jóvenes que ni siquiera sabrían qué era el sexo. Eran predadores, monstruos, y le hubiera gustado matarlos a todos. B. B. era como ellos y no lo era. Él había convertido su deseo en caridad; se escondía del mundo, puede que incluso de sí mismo. Y los ayudaba. Si había una forma admirable de sentir esa clase de deseo, sin duda era aquella.
Llevaba más de un año con él, y se había convertido en una parte tan imprescindible de su vida como sus brazos o sus piernas, cuando una noche decidió sacar el tema. Era el cumpleaños de B. B., y había bebido demasiado de un tinto que había estado reservando. Quizá ella también había bebido demasiado.
– Hablando de tus niños… -dijo Desiree.
– ¿Sí? -Estaba masticando un bocado filet mignon que ella había asado para él. En su plato, junto con un montoncito de espárragos, había dos cucharadas de salsa: una delicada au poivre y una crema de ajo.
– Solo quería que supieras que lo entiendo, ¿vale? Sé por qué lo haces, B. B., y me parece muy valiente. Y si necesitas algo, si necesitas ayuda, puedes contar conmigo.
Él dejó su tenedor y la miró. Su rostro enrojeció y las venas del cuello se le hincharon. Por un momento Desiree pensó que estallaría, que le tiraría su plato, que le ordenaría que se fuera. Pero lo que hizo fue soltar una risa gutural.
– Oh, no, tú también -dijo-. Oh, Desiree. Sé que a la gente le gusta imaginarse lo peor, pero pensaba que tú lo entenderías.
– Y lo entiendo.
– Solo quiero ayudarles. Lo pasé muy mal cuando era pequeño, y ahora que puedo, quiero ayudar a otros niños. Nada más. No soy ningún pervertido. Si tú no eres capaz de entender que quiera ayudar a otros sin buscar nada a cambio, entonces nadie puede.
No estaba enfadado, ni siquiera triste. Sobre todo parecía cansado.
– Muy bien -dijo ella.
Sabía que no era verdad, pero asintió. B. B. podía ocultar sus impulsos al mundo siempre que también se los ocultara a sí mismo.
Así que al menos no tendría que preocuparse porque su amigo, jefe y compañero fuera por ahí tirándose a niños. Podía hacer muchas cosas malas, pero aquello lo tenía controlado. Aun así, Aphrodite no se dio por satisfecha. Sin embargo, hasta las gemelas muertas acaban por rendirse, y sus objeciones se aplacaron al cabo de unos meses. Sí, seguramente estaba mal que trabajara para un hombre que ganaba el dinero -montones y montones de dinero- como lo hacía B. B., pero alguien tenía que hacerlo, y si ella dejaba de trabajar para él, en el mundo seguiría habiendo los mismos problemas y no habría ni comida ni cobijo para la pobre Desiree. Difícilmente encontraría otra ocupación sin el título de bachiller y con el trabajo de ayudante de un criminal como única experiencia profesional.
Además, B. B. la quería con él, la apreciaba, valoraba sus opiniones. Ella le debía la vida, así que podía hacer la vista gorda con su afición a poner la mano en el hombro de sus chicos, al brillo de sus ojos cuando veía alguno en bañador. Podía vivir con el cargo de ser su pantalla, su disfraz frente al mundo.
Pero hacía un mes que las cosas se habían puesto algo tensas. Estaban en la carretera, de regreso de una reunión con un tipo que tenía un negocio de enciclopedias en Georgia. B. B. había estado pensando -medio pensando- en ampliar sus actividades, y quizá eso habría preocupado a Desiree si hubiera ido en serio, pero sabía que no era así. B. B. ya ganaba todo el dinero que necesitaba, y detestaba meterse en jaleos: ¿por qué arriesgarse con algo nuevo y cruzar las fronteras del estado?
La reunión fue mal, y a ninguno de los dos les gustó el tipo de Georgia. No parecía de fiar. Desiree se sentía aliviada, y sospechaba que B. B. también. Casi parecía que estaba buscando una forma de celebrarlo y, cuando vieron a un niño caminando por la playa, algo cambió visiblemente en su cara.
Aparentaba unos once años, era mono, aseado, pero caminaba tambaleándose, como si estuviera en su primera borrachera. Llevaba una sonrisa estúpida y feliz en la cara. Cantaba para sí mismo y de vez en cuando se ponía a tocar una guitarra imaginaria.
– ¿Por qué no paras un momento? -dijo B. B.-. Podemos llevarlo.
Desiree no quería parar, pero el semáforo se puso en rojo y no tuvo elección.
– ¿Llevarlo adónde?
B. B. sonrió.
– A nuestra casa.
Desiree siguió mirando al frente.
– No.
– ¿No?
– No. No pienso dejar que lo hagas.
B. B. se mordió el labio.
– ¿Y qué es exactamente lo que no vas a dejar que haga?
– B. B., olvídalo y vamos a casa.
– Si yo digo que llevamos al chico, lo llevamos. -El tono de su voz se había elevado-. Tú no eres quién para decirme que no, ni el niño tampoco. A mí nadie me dice que no. Para el coche y convéncele para que suba o mañana estarás en la calle y de aquí a una semana estarás vendiendo tu cuerpo para conseguir speed.
– Muy bien -dijo ella con suavidad. Eligió las palabras deliberadamente, porque la crueldad de él lo exigía, y quería que, al menos por un momento, pensara que había ganado-. Muy bien. -El semáforo se puso en verde y Desiree pasó de largo al chico a toda velocidad.
A la mañana siguiente, en su maleta encontró unas flores, unos bombones y un sobre con dinero. B. B. no se disculpó, no dijo que sentía haber tratado de convertirla en su chulo, pero ella sabía que era así. Y se quedó. Pero mientras estaba deshaciendo la maleta, la voz de Aphrodite dejó muy claro que aquello era solo un aplazamiento. Desiree no se resistió, no se opuso ni trató de descartarlo, porque aquello no era una sugerencia. Era un hecho.
Las dos lo veían. El deseo de B. B. empezaba a aflorar y tarde o temprano empezarían a pasar cosas feas bajo aquel techo. Quizá ella podría contenerlo, pero ¿durante cuánto tiempo? ¿Para siempre? No era probable. Sin embargo, lo que la asustaba no era que B. B. cediera a sus peores instintos y se convirtiera en un monstruo; era que a ella le faltara la fuerza para resistirse. Acabaría convenciéndose a sí misma de que sería peor si ella no estaba, de que le ayudaba a no perjudicar a más niños. Y lo ayudaría, igual que le ayudaba con su negocio. ¿Durante cuánto tiempo podía una persona participar en cosas malas sin volverse mala? ¿O era culpable desde el momento en que aceptó la caridad de B. B…, desde el momento en que eligió quedarse aun sabiendo lo que B. B. era y lo que hacía?
Tenía que salir de allí. Tenía que seguir adelante. Aphrodite le susurraba estas palabras en un mantra tan perpetuo que era como el sonido de su respiración. Incluso el I Ching se lo decía continuamente.
Poco importaba que a B. B. le entrara el pánico sin ella. Poco importaba que ella no tuviera a donde ir. Tenía lo que necesitaba. Había estado ahorrando y contaba con dinero suficiente para vivir durante uno o dos años mientras decidía qué hacer con su vida. Y poseía información sobre las actividades de B. B. No es que quisiera extorsionarlo ni nada por el estilo, pero algo le decía que en cuanto B. B. comprendiera que no pensaba volver, se enfadaría mucho, mucho.
Y cuando un hombre está muy enfadado y tiene a gente como Jim Doe y el Jugador trabajando para él, las cosas pueden ponerse muy feas.