Había soñado que cambiaba los cuerpos de sitio. Por eso precisamente pensaba que no hay que hacer cosas desagradables antes de acostarse. Siempre aparecen en los sueños. En aquel sueño, Doe llevaba al hombro el cuerpo delgado y ligero de Karen, como si fuera el maniquí de una tienda. Pero a su lado, con Cabrón a cuestas, no iba el Jugador, sino Mitch Ossler, aquel gordo patoso. En el sueño Doe pensaba que el cuerpo se le caería. Y le habría pasado. Se le habría caído, se habría salido del sudario que habían improvisado con una sábana y habría caído rodando, aunque estuvieran en llano.
Mitch Ossler era así. Él les había enseñado a los otros cómo preparar el speed, y sabía lo que hacía. De eso no había duda. Mitch podía prepararlo deprisa, y bien. Y siempre estaba al día y se presentaba con nuevas recetas. Él fue quien descubrió cómo volver a convertir el pis de los adictos en speed. Pero no se fijaba en los detalles, detalles como la seguridad y mantenerse con vida. Cuando tuvo lugar el accidente, a nadie le sorprendió. Tenía que pasar, y Mitch era la clase de persona a la que tenía que pasarle. El muy idiota estaba montando un nuevo laboratorio; dejó que una hornada se calentara demasiado y una violenta nube de vapor ardiendo le vomitó en toda la cara.
Nadie olió nada, pero él, con la cara muy roja y abotargada por el chorro de vapor, dijo que era gas mostaza. Era invisible, casi inodoro, y en unas doce horas sus órganos empezarían a fallar. Tenía que ir al hospital.
La cuestión era que Doe no podía dejar que fuera al hospital, no podía dejar que se inventara alguna idiotez para explicar cómo había quedado expuesto al gas mostaza. Porque no estaban precisamente defendiéndose de los alemanes en una trinchera. Así que quemaron el nuevo laboratorio y Mitch fue el primero que acabó en la laguna de desechos. Una pena, porque sabía muchas cosas muy útiles.
Doe se había levantado antes de lo que habría querido y más tarde de lo que habría debido. Se obligó a levantarse de la cama y fue renqueando del armarito al vestidor y luego de vuelta a la cama, con las piernas muy abiertas para aliviar el dolor. No pensaba volver a mirarse las pelotas. Sí, había decidido que no se las volvería a mirar. Esperaría una semana y entonces miraría, y se llevaría una agradable sorpresa al ver que tenían el tamaño normal. Mucho mejor que andar mirándolas cada día como un jodido hipocondríaco.
Tenía una jugosa cuenta en las Caimán que no dejaba de crecer, aunque nadie lo habría dicho viendo su caravana y las cosas que tenía en ella, y prefería que siguiera siendo así. Evidentemente, su caravana era un poquito más grande que las otras de Meadowbrook Grove, un poquito más limpia. Una chica iba un par de veces a la semana a limpiar, así que él no tenía que preocuparse por la colada y los platos. Por eso vivían tan mal la mayoría. Debían elegir entre la libertad de la vagancia y la tiranía de la limpieza.
Doe sabía que tener a una chica que le fuera a limpiar te daba categoría. En su caso se trataba de una chica fornida de dieciséis años, con acné y los ojos caídos. La madre decía que era un poco retrasada y, por lo patosa que era, siempre arriba y abajo musitando alegremente para sus adentros, Doe la creía. Pero limpiaba a conciencia, casi obsesivamente, y no robaba ni metía las narices en sus cosas. Y mejor aún: era tan fea que Doe nunca sentía la necesidad de tirársela. Una vez pensó en arrojarla al suelo y metérsela, por principios, porque sabía que podía hacerlo. Y luego le daría una galleta o una piruleta o lo que fuera y no habría pasado nada. Pero el teléfono sonó, o llamaron a la puerta, y se distrajo.
Aquella mañana, lo primero que hizo fue meterse en la ducha, ladeándose para que el agua no le tocara sus partes. Se quedó allí un buen rato, puede que demasiado, pero al final se obligó a salir y, tras una pasada de rigor con la toalla, se puso unos vaqueros anchos y una camiseta de los Tampa Bay Bucs. Con el desayuno en la mano -una bolsa de Doritos y una Pepsi de la nevera-, subió a su camioneta.
Cabrón estaba muerto. Eso iba a ser un problema. Y ahora había que procurar que no hubiera más. Tenía que hacer las rondas para asegurarse de que todo parecía normal. Diría que Cabrón había tenido una emergencia familiar, que había ido a visitar a su madre moribunda, a su hermana moribunda, que había descubierto que tenía cáncer de colon y se había ido para recibir tratamiento. Eso estaría bien. Le estaría bien empleado por liarse con Karen. Se merecía que el mundo pensara que tenía un cáncer en el culo.
Entretanto, él debía encontrar a alguien, y pronto, porque si la producción paraba, iban a tener problemas. Él sabía más o menos cómo se hacía, pero no pensaba arriesgarse a que aquel gas le saltara en la cara. Así que, mientras encontraban a alguien que supiera prepararlo, seguirían como hasta entonces. Buena parte del trabajo de distribución pasaba por los chicos de las enciclopedias -esos dos idiotas que el Jugador siempre llevaba con él-, así que por ahí no habría problema. Como siempre. Venían a la localidad una vez al mes, pasaban por el vecindario, contactaban con los distribuidores. Todo correcto y limpito. Los polis no se paraban a mirarlos dos veces.
Ellos no eran el problema. El problema era el producto extracurricular del que B. B. y el Jugador no sabían nada. El negocio había ido creciendo, y Doe había empezado a moverse al margen de la tapadera de los vendedores de enciclopedias. Ahora tenían otros distribuidores y, si no les daba lo que querían, se quejarían. Y si sus compradores adictos no teman lo que querían, harían mucho más que quejarse. Causarían problemas, entrarían por la fuerza en las casas y atracarían las tiendas y a las viejecitas en la calle para conseguir sus diez jodidos dólares para una dosis. Harían que les arrestaran y cuando estuvieran en la mesa de interrogatorios con la poli, esos gilipollas, demasiado estúpidos para llamar a un abogado, hablarían.
Doe condujo hasta la granja y aparcó en la parte de atrás. Estaba solo, seguro, pero aun así miró con atención a su alrededor. No vio más que los pinos, las ondas de la superficie de la laguna, unas garzas que pasaban por el cielo y un trío de patos, de los feos, con protuberancias rojas en el pico. Una rana enorme, casi del tamaño de un plato, estaba sentada con aire triste en su camino. Era bajita y chata, y estaba despatarrada, como si su peso fuera un terrible error. Doe calculó la distancia hasta la laguna. Quizá, solo quizá, podría lanzarla hasta allí de una patada y ver cómo aterrizaba en aquella muerte mierdosa. Pero no lo hizo. Dejar que viviera ya era suficiente castigo.
Mitch había diseñado la puerta del laboratorio de forma que fuera prácticamente invisible desde fuera. Solo se veían unas tablillas en el exterior de metal corrugado de la nave. Doe introdujo los dedos y abrió el cerrojo interior. La puerta se abrió y notó una bofetada de aire frío. Aquello siempre le hacía pestañear. Siempre. Como si aquel aire pudiera llevar la nube tóxica que mató a Mitch. No, solo era el aire acondicionado, que estaba muy fuerte. La parte de los cerdos la mantenía refrigerada lo justo para que no se murieran, pero en el laboratorio se estaba fresquito. Si la temperatura pasaba de dieciocho grados, las alarmas saltaban. Doe tenía un receptor en su casa, en el coche y en la oficina. Era lo mejor, habida cuenta de lo que tenían allí. Si la temperatura subía demasiado, todo el lugar se convertiría en un hongo tóxico. Por eso lo mantenía siempre por debajo de los dieciocho grados.
Dios, detestaba aquel sitio y lo evitaba cuanto podía. Con Cabrón era fácil. Aquel mierda era bueno en su trabajo, siempre se aseguró de que todo fuera como la seda y sabía preparar la mercancía. Lo cual significaba que él podía limitarse a hacer solo alguna que otra visita ocasional. Ya podía ir despidiéndose por un tiempo. Mientras no tuvieran un nuevo responsable y sintiera que podía confiar en él, prácticamente tendría que instalarse allí.
Aparte del frescor, lo primero que llamaba la atención era el olor. Un buen truco, si tenemos en cuenta que acababa de pasar junto a la laguna de desechos. Pero para eso estaba la laguna, para disimular aquel olor acre y nauseabundo, como a pis de gato, que se te metía hasta el cerebro desde el momento en que cruzabas la puerta. Doe cogió una mascarilla que había colgada cerca de la puerta, de las que usan los que trabajan con amianto. Ayudó un poco, pero aún notaba el olor, y oía el gemido bajo y patético de los cerdos.
El material necesario para la preparación del speed estaba por todas partes… garrafas de combustible, fluido acelerador, amoníaco, yodo, lejía, desatascador de tuberías, propano, éter, aguarrás, freón, cloroformo y botes de ácido clorhídrico; en resumen, había más dibujos de calaveras que en un escondite de piratas. Había cajas abiertas de medicamentos para el resfriado y el asma, que compraban a montones en México. En un rincón se amontonaban cientos de cajetillas de cerillas vacías y por el suelo había miles, puede que millones, de palitos cuyo fósforo rojo Cabrón rascaría durante horas en un cuenco para las mezclas mientras escuchaba a Molly Hatchet. Se suponía que de vez en cuando tenía que destruir parte de aquellos desechos, sacarlos fuera y quemarlos. No podían arriesgarse a tirarlos, claro, pero por lo visto últimamente Cabrón se había vuelto un poco dejado. Y aquella dejadez indicaba que habría sido dejado con otras cosas. Un pensamiento de lo más perturbador.
Doe rodeó una larga mesa de madera donde había tres bandejas, media docena de cafeteras y una enorme caja volcada de sal de roca. Evitó el hoyo -un agujero de unos tres metros de diámetro y puede que dos de hondo, excavado directamente en la tierra- donde echaban la lejía y el ácido que utilizaban. Y luego pasó ante la enorme y vieja máquina de hielo. El proceso de congelación exigía gran cantidad de hielo, y Doe había decidido que parecería sospechoso si seguían comprándolo ellos. Había oído decir que en California, donde la policía ya estaba en guardia con el speed, habían pillado a dos tipos simplemente porque compraron un pack de doce de cervezas y veinte bolsas de hielo para acompañar. Un policía muy astuto presenció la transacción y supuso que se llevaban algo entre manos, y los siguió hasta su laboratorio. Por eso Doe había comprado fuera del estado aquella máquina de segunda mano. Otra razón por la que él aguantaría en el negocio mientras los demás iban cayendo.
Detrás de la máquina de hielo, que Doe apartó, encontró el lugar sobre la tabla de conglomerado que cubría la pared. Tras un empujón, la cubierta se abrió y dejó al descubierto la caja de seguridad. Dos pensamientos se le pasaron por la cabeza. El uno era que el dinero estaría allí, que Cabrón lo había estado guardando en la caja fuerte, por mucho que se supusiera que no debían tener juntos el dinero en efectivo y el material. El otro era que la caja estaría vacía. Ninguno de los dos resultó ser correcto.
En la caja encontró una bolsa marrón de Publix llena de docenas de bolsitas de plástico con un polvo amarillo. En conjunto, alrededor de unos cuatrocientos gramos de metadrina diluida. Sin contar los gastos generales, preparar aquello había costado unos doscientos dólares. Y lo vendería por cerca de cinco mil.
Doe hizo otro rápido repaso. Quería asegurarse de que no había nada en marcha, nada caliente, nada a medias cuando mataron a Cabrón.
Ese era el problema con aquello. Era oro, todo beneficios, y a los policías les daba igual. Pero te podía explotar en las narices. La preparación consistía en empapar medicamentos de farmacia en productos químicos tóxicos y reducir la efedrina; y el proceso requería y generaba unos desechos tan potentes que podrías hacer una guerra con ellos. Había oído montones de historias: los laboratorios estallaban y los que preparaban la droga aparecían muertos, o peor que muertos, por las quemaduras del ácido y la lejía, con los pulmones llenos de unos productos que hacían que morir de un tiro fuera una bendición.
Todo parecía apagado, frío y no explosivo, no se veían reacciones químicas por ningún lado, ni humo, ni olía a quemado, ni se oía el siseo de algún producto. Doe salió, salió rápidamente, apagó la luz y no se quitó la mascarilla hasta que estuvo fuera y pudo respirar el hedor puro de la laguna.
Ya en su camioneta, supuso que en unas horas lo tendría todo arreglado. Iría a Jacksonville y entregaría el producto a los distribuidores. En un par de sitios tendría que recoger unos contenedores de orina. Fue Mitch, el idiota de Mitch, el que descubrió que los adictos no procesan bien la metadrina y que su orina podía reciclarse. Hasta entonces habían dado un trato preferente a los que suministraban una cantidad importante de aquello, y tenía su gracia conseguir que la gente se enganchara y luego recoger su orina para que siguieran enganchados.
A Cabrón aquella parte le encantaba. Y ahora el desgraciado estaba muerto. Doe no sabía lo que eso significaba. Pero seguro que significaba algo.