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En el interior, el olor a tabaco sustituyó el hedor a basura y porquería de fuera. En mi familia todo el mundo fumaba cigarrillos, todos excepto mi padrastro, que fumaba puros y pipa. Siempre he detestado ese olor, la forma en que impregna la ropa, los libros, la comida. Cuando aún era lo bastante pequeño para llevar la merienda al colegio, mi sándwich de pavo siempre olía a Lucky Strikes… una marca poco adecuada para mi madre, que no era precisamente afortunada.

La mujer, que también olía a tabaco y tenía manchas de nicotina en los dedos, me dijo que se llamaba Karen. El marido parecía más joven, pero también se le veía desmejorado, y me di cuenta de que su globo se deshincharía antes que el de ella. Al igual que Karen, era inusualmente delgado y tenía un aire consumido. Llevaba una camiseta sin mangas de Ronnie James Dio que dejaba al descubierto unos brazos huesudos, recubiertos de varias capas de músculo. El pelo, liso y pelirrojo, le caía sobre los hombros en una versión sureña de los cortes al natural. Era atractivo, como Karen, lo que es lo mismo que decir que habría sido más atractivo de no haber dado la impresión de que no había comido, ni dormido, ni se había lavado durante casi una semana.

Salió de la cocina de la caravana sujetando una botella de tinto Killian por el cuello como si tratara de estrangularla.

– Cabrón -dijo, y dicho esto se pasó la botella a la mano izquierda y me ofreció su derecha.

Yo no entendía por qué me había llamado «cabrón», y no correspondí al gesto.

– Cabrón -repitió-. Es mi nombre. En realidad, no es mi nombre de verdad, solo es un apodo.

Yo meneé la cabeza con lo que consideré una dosis apropiada de escepticismo.

– Bueno, ¿dónde has encontrado a este individuo? -le preguntó Cabrón a su mujer. Lo dijo un poco demasiado deprisa, un poco demasiado alto para ser afable. Con un movimiento del cuello se echó el pelo hacia atrás.

– Quiere hacernos unas preguntas sobre las niñas.

Karen había pasado a la cocina, separada de la sala de estar por una barra corta. Me señaló con el gesto, o quizá estaba señalando la puerta. No dejaban de mover la cabeza a un lado y a otro, como si estuvieran en un vídeo de Devo.

Cabrón me miró.

– Las niñas, ¿eh? Pareces demasiado joven para ser abogado. O poli.

Traté de sonreír para disimular, porque me estaba dando un repelús…

– No, no se trata de eso. Estoy aquí para hablar sobre el sistema educativo.

Cabrón me pasó el brazo por el hombro.

– El sistema educativo, ¿eh?

– Exacto.

El brazo se retiró casi enseguida, pero el interior de aquella caravana empezaba a parecerme más amenazador que el exterior. Había visto cosas raras en las casas de la gente -vídeos con nombres como Los rostros de la muerte mezclados con otros de dibujos de Mickey Mouse, una jarra con condones usados sobre una mesita de café, una vez hasta vi una colección de cabezas reducidas-, pero aquella extraña muestra de familiaridad me hizo ponerme en guardia. Y sin embargo, no me fui. El redneck seguramente seguía fuera, así que no habría ganado nada saliendo. Ya puestos, valía la pena quedarse, al menos allí tenía la oportunidad de hacer una venta.

Aunque no, seguramente no. Con cierto recelo eché un vistazo a la caravana. Era de esos sitios que ahuyentan a los vendedores como los ajos ahuyentan a los vampiros. No había juguetes por ningún lado, ni fundas vacías de vídeos infantiles, ni libros para colorear o torres precarias de Lego. No había juguetes de ninguna clase. Aunque en realidad tampoco había cosas de adultos. Ni plantas de plástico, ni chillones relojes de cuco de los que «no encontrará en las tiendas», ni viejos cuadros de payasos.

No, esa gente tenía un sofá beis, una tumbona azul que parecía totalmente fuera de sitio y una mesita auxiliar de cristal agrietado cubierta de botellas de cerveza, marcas antiguas de botellas de cerveza y manchas de café. En la mesita también había un tazón blanco de café, con las palabras Oldham Health Services en negro, y por su aspecto me pareció que harían falta las dos manos para levantarlo. El café que había dentro se había condensado y parecía alquitrán.

En la cocina, el suelo de linóleo, de ese marrón que parece sucio cuando está limpio y extrasucio cuando está sucio, estaba despegado y empezaba a enroscarse. Por un lado se había curvado sobre un trapo blanco y parecía un búlgaro con relleno de crema.

Pero, a pesar de todo, había un resquicio de esperanza. Sí, sus cosas eran espantosas, y sí, evidentemente no tenían dinero, salvo… Sobre el televisor había una figurilla mellada de Lladró, una bailarina en mitad de un giro. Quizá era un regalo, o la habían heredado de algún abuelo, o la habían encontrado en la basura. Eso era lo de menos. El caso es que era un Lladró, y los Lladró eran sinónimo de oro. Los Lladró eran cutres. Por muy mermado y reprimido que estuviera, allí dentro moraba el espíritu de lo cutre.

Cabrón me puso una mano en la espalda.

– Vaya, así que estás preguntando a los padres su opinión sobre el sistema educativo. Algo así, ¿no?

¿Me habría oído cuando estaba en la puerta?

– Eso es. Sobre la educación y sobre sus hijos. -Unos hijos que no parecían haber dejado ninguna huella de su paso por la casa.

– Bueno, ¿y qué nos vendes? -Una chispa divertida destelló en sus ojos mortecinos.

– Solo he venido para hablar sobre la educación. No vendo nada.

– Muy bien, gilipollas, hasta otra. Ahí tienes la puerta. Fuera.

Estaba a punto de abrir la boca para señalarle educadamente que su mujer había accedido a hacer la encuesta y que solo serían unos minutos. Pero no me dio tiempo. Karen se lo llevó en un aparte a la habitación e intercambiaron unas palabras acaloradas. Uno o dos minutos después salieron. Cabrón me miraba con una sonrisa postiza en la cara.

– Perdona -me dijo-. No sabía que Karen tuviera tantas ganas de hablar sobre… la educación. -Me dio una palmada en la espalda-. ¿Quieres una cerveza?

– Solo agua, o un refresco, si no es molestia.

– No hay problema, amigo -dijo Cabrón con un entusiasmo que me inquietó más que el apretón en el hombro.

Karen me indicó que tomara asiento ante la mesa de la cocina, de espaldas a la puerta, en una silla plegable de metal como las que sacan para las reuniones municipales en el gimnasio de una escuela. Charlamos un poco y me dio una limonada en otra taza de Oldham Health Services. Yo aún notaba un inquietante hormigueo en el hombro, donde Cabrón me había dado el apretón, pero la angustia empezaba a disiparse. Aquellos dos eran raros -raros y desdichgdos-, pero lo más probable es que fueran inofensivos.

Ttaté &de no beberme la limonada de un trago.

– ¿Es ahí donde trabajan ustedes? -pregunté, señalando la taza con el gesto. No dirigí la pregunta a ninguno de los dos en concreto.

Cabrón meneó la cabeza, profirió un sonido tenue, una especie de risa.

– Naa. Solo tenemos las tazas.

– Son bonitas -dije-. Bonitas y gruesas. Mantienen el café caliente. -Dejé pasar un momento para que la estupidez que acababa de decir se evaporara-. ¿En qué trabajan?

– Antes Karen a veces trabajaba de camarera -me dijo Cabrón-, hasta que la espalda empezó a fastidiarle. Yo soy el encargado de una granja de cerdos.

Encargado. Sonaba importante, lo bastante para que pudieran afrontar los pagos, y eso era lo único que necesitaba saber. Abrí mi bolsa y saqué una de las hojas fotocopiadas con la encuesta.

Coloqué mis papeles sobre la mesa, junto a la canasta con la fruta de plástico -otro toque cutre-, y les hice las preguntas a Cabrón y a Karen. Cuando estaba en el período de aprendizaje, la primera vez que oí aquellas preguntas me sorprendí, convencido de que cualquier persona con un mínimo de sentido común se olería el engaño a kilómetros. Pero Bobby se rió, me aseguró que aquel sistema había sido diseñado por expertos. Era una de las técnicas de venta más efectivas. Después de tres meses haciendo aquello, yo había acabado por creerlo.

«¿Se beneficiarían sus hijos de un mayor acceso al conocimiento?», «¿Serían ustedes más felices si sus hijos pudieran aprender más?», «¿Tienen sus hijos preguntas a las que el sistema educativo no contesta?». La última era mi favorita: «¿Creen que la gente continúa aprendiendo después de completar sus estudios?».

– Dicen que cada día se aprende algo nuevo -anunció Cabrón alegremente-. ¿No es verdad? Joder, la semana pasada aprendí que soy más tonto de lo que pensaba. -Soltó una risotada y se dio una palmada en la pierna. Y luego me dio a mí otra en la mía. No muy fuerte, pero vaya…

Karen se quedó mirándolo. Con cierto recelo, incluso desconfianza. De no haber sabido que estaban casados, habría jurado que no se conocían de nada. Pero como lo estaban, supuse que aquellos dos iban derechos a un bonito divorcio. Lo cual no era lo mejor para lograr una venta, pero por el momento no tenía ninguna alternativa mejor.

Anoté obedientemente sus respuestas y me tomé un momento para repasarlas. Puse cara seria, fruncí el ceño, consideré la gravedad de aquellas respuestas.

– Muy bien -dije-. Solo quiero asegurarme de que les he entendido. Por lo que veo, ustedes consideran que la educación de los niños es importante.

– Claro -dijo Cabrón.

– ¿Karen? -pregunté.

– Sí. -La mujer asintió.

Todo formaba parte de la misma técnica: hacer que me dieran la razón en todo lo posible. Lograr que se acostumbraran a decirme que sí y se olvidaran del no.

– Y consideran que los artículos, productos o servicios que contribuyen a la educación del niño son algo positivo. ¿Cabrón? ¿Karen?

Los dos estuvieron de acuerdo.

– ¿Saben? -dije con una expresión asombrada (esperaba que pareciera espontánea, pero la verdad es que la había estado ensayando ante el espejo)-. Viendo sus respuestas, creo que ustedes son la clase de personas con las que mis jefes querrían que hablara. Es evidente que se preocupan mucho por la educación de sus hijos, y quieren que sus necesidades en materia de educación se vean satisfechas. Mi empresa me ha mandado a esta zona para determinar el interés de las personas por un nuevo producto que desea lanzar al mercado. Karen, Cabrón, como veo que son ustedes unos padres responsables, estoy autorizado a mostrarles un anticipo de este nuevo producto, siempre y cuando les interese, desde luego. ¿No desean echar un vistazo a algo que es hermoso, asequible y, lo mejor de todo, que incrementará el nivel educativo de sus hijos y, en última instancia, sus perspectivas económicas?

– De acuerdo -dijo Cabrón.

Karen no dijo nada. Las arrugas que rodeaban sus ojos se acentuaron, sus mejillas se hundieron y sus labios se entreabrieron para hablar.

No, no les dejaría. Nunca me habían echado al llegar a aquel punto, pero yo sabía que podía pasar, que pasaría si les dejaba. Es posible que el redneck de la camioneta aún estuviera esperando fuera, y no me apetecía salir a averiguarlo.

– Miren, seré sincero -dije adelantándome a ella por muy poco-, hay muchas personas interesadas en esta zona. No me importa entretenerme mostrándoles el producto, pero primero tendríamos que firmar un contrato. Si en algún momento deciden que no les interesa o que no es el tipo de herramienta que desean para la educación de sus hijos, solo tienen que decirlo. Recogeré mis cosas y me iré. No quiero hacerles perder el tiempo, y estoy seguro de que entienden que yo tampoco quiero perder el mío. Entonces, ¿estamos de acuerdo? Si en algún momento deciden que no quieren seguir, ¿me lo dirán? Es lo justo, ¿no creen?

– Justísimo. -Cabrón dejó escapar un resoplido flemático-. El Congreso jamás ha aprobado una ley diciendo que la vida tenga que ser justa. No a menos que seas hispano, negro, mujer o congresista.

Yo sonreí con educación, tratando de no parecer crítico, otra de las habilidades que había ido puliendo en los últimos tres meses.

– Vamos, Cabrón. Seamos serios. Es lo justo, ¿sí o no?

– Claro. Lo justo -concedió. Levantó los ojos al techo y dejó escapar un largo suspiro.

– ¿Y usted, Karen? ¿Cree que podrá decirlo si decide que no le interesa esta valiosa herramienta educativa que mejorará la calidad de vida de sus hijos?

Karen cruzó una mirada con su marido y estiró el brazo para coger un paquete de cigarrillos y un encendedor rojo que había sobre la barra.

– Oh, sí, claro.

– Estupendo. Entonces, ¿están preparados? -Otra pregunta gratuita que no podía contestarse más que con un sí.

– Ya te hemos dicho que sí -dijo Cabrón mirando al techo con un gruñido.

Yo asentí con ese aire afable pero autoritario que Bobby me había enseñado y saqué el primero de los folletos de mi cartera, uno pequeño y en color donde aparecían dos niños bien arreglados y con aire triunfador sentados sobre un suelo enmoquetado y rodeados por sus libros. Los niños que aquella gente nunca podría tener, que seguramente no conocerían jamás. Los niños que querrían tener en lugar de los que tenían. Y para mí eso convertía a Karen y a Cabrón en los candidatos perfectos.

Bobby nos había enseñado que es prácticamente imposible vender libros a gente acomodada. A mí me había costado, pero al final lo había entendido. Karen y Cabrón miraron el primer folleto y por primera vez se sumergieron en el futuro al que podían aspirar sus hijos… un futuro diferente. Los niños del folleto no eran los hijos ignorantes, maleducados y destructivos de unos adultos ignorantes, maleducados y destructivos. No vivían en un miserable parque de caravanas, sino que nadaban en la abundancia de una zona residencial. Se reían, jugaban, aprendían, alimentados por dentro y por fuera por la exposición constante a los conocimientos secretos contenidos en aquellos maravillosos volúmenes. El hecho de que pudieran conocer los cinco principales productos de exportación de Grecia, la estructura social de los bonobos o la misteriosa historia del imperio Maya lo cambiaría todo. El simple hecho de tener unos libros que incluían aquello y mucho más marcaría la línea entre el éxito y el fracaso.

Miré disimuladamente mi reloj. Casi eran las siete y media. Estaba convencido de que para las diez aquella gente se habría metido en la financiación de una enciclopedia de mil doscientos dólares.


Obviamente, la resistencia vino por parte de Cabrón, un apodo elegido con muy buen criterio. Les hablé de los libros de regalo -el manual de primeros auxilios, la guía de campo de la fauna salvaje de la zona, el compendio de juegos educativos para niños-, pero no me dio tiempo a llegar a la presentación del volumen de muestra de la Enciclopedia Champion porque no pude seguir aguantándole más salidas a Cabrón. El hombre me interrumpió, se burló de los libros, imitó mi voz, le hizo cosquillas a su mujer, trató de hacerme cosquillas a mí, y se levantó para prepararse un sándwich.

– Bueno -dije levantando el libro de historia de Estados Unidos para niños-. Aquí tienen un libro muy educativo para sus hijos que mejoraría su comprensión de la historia de América, ¿no les parece?

Sí -contestó Karen.

En algún momento, la apatía de aquella mujer había sido reemplazada por el ansia del consumidor. El escepticismo de su cara se había evaporado y sus labios se entreabrían, no para poner objeciones, sino movidos por el deseo de comprar.

– ¿Crees que alguna vez dejarán que una mujer sea presidente? -preguntó Cabrón-. Apuesto a que sería una monada, con las tetas grandes, muy grandes, sí señor. Más que las de Karen, seguro.

– Y supongo que entienden que tener una mejor comprensión de la historia americana sería muy útil para sus hijos, ¿no es así?

– Sí -dijo Karen, aplastando un cigarrillo que había apurado hasta el filtro en el cenicero improvisado: la base de una lata de Pepsi cuyos bordes dentados evitó con destreza-. En el cole les ponen toda clase de exámenes preguntando esas cosas, y ese libro les ayudaría a sacar mejores notas.

Karen había visto que me gustaba oír ejemplos concretos y estaba haciendo un gran esfuerzo por buscarlos.

– Pero y las chicas, ¿les ayudará a ligar más? -apuntó Cabrón-. A lo mejor si hubiera sabido más cosas sobre Ben Franklin y Betsy Ross habría podido tirarme a más chicas en la escuela.

Yo había tratado de resistirme desde que empecé con mi rollo, pero no podía fingir más. Era evidente que no lograría cerrar aquella venta sin el consentimiento de Cabrón, y no podría hacerlo si antes no lo neutralizaba. Tenía que hacer algo, así que eché mano de una táctica de la que Bobby me había hablado. Cuando me la explicó me había parecido brillante, y había estado esperando una ocasión para ponerla en práctica.

Dejé escapar un suspiro.

– ¿Sabe? -dije-. Está claro que este material no es para usted. Le pedí que me lo dijera si el producto no le interesaba. Pero no ha sido usted sincero conmigo, Cabrón. No pasa nada. Estos libros no gustan a todos los padres, los hay que se preocupan más por la educación que otros, es normal. Aunque preferiría que no me hubiera retenido aquí tanto rato, haciéndonos perder el tiempo a los tres.

Y entonces empecé a recoger mis cosas con rapidez, para que no pareciera que esperaba que me detuviera, con la determinación férrea de un abogado que acaba de perder un juicio y lo único que quiere es salir del tribunal.

– Espere -dijo Karen-.A mí sí me interesa.

– Qué coño -terció Cabrón-. Deja que se largue.

– Cabrón, discúlpate -le ordenó la mujer-. Yo quiero esos libros.

– ¿Y para qué cojones los quieres? ¿Para «las niñas»? -preguntó con tono burlón.

– Se los mandaremos. -Su voz sonaba muy débil, patética. Y entonces algo cambió, y habló con voz dura-: Discúlpate o te juro por Dios que se lo diré.

Yo no sabía de quién estaban hablando, pero seguro que no era de mí. Empezaba a intuir que me había entrometido en algo y que lo mejor era minimizar los daños y retirarme enseguida. Con una calma estoica, guardé el último libro en mi bolsa y me puse en pie.

– ¡Cabrón, hazlo!

El hombre dejó escapar un suspiro.

– Lo siento, Lem. ¿Vale? No es que no me interese. Es que me pongo nervioso si estoy sentado tanto rato. No te ofendas, amigo. Enséñanos lo otro.

– Por favor, quédate -dijo Karen con una vocecita menuda, como una niña que suplica que le enseñen. Por favor, señor, ¿me puede enseñar un poquito más?

Yo asentí, como un sabio que sopesa sus opciones. No me habría importado marcharme, y sin embargo en aquel momento vi claramente que tenía la victoria ante mí. El truco estaba en no sonreír. Me habían pedido que me quedara. Ya puestos, valía la pena que fueran preparando el talonario y así todos ahorraríamos tiempo.

A las diez menos cuarto ya había sacado todo el material y lo tenía extendido sobre la mesa, junto a la base de la lata de Pepsi llena de colillas manchadas de lápiz de labios. Estaba todo: los libros y los folletos, la hoja con los precios, el programa con las mensualidades y, por supuesto, la solicitud de crédito, la importantísima solicitud de crédito. Karen había sacado el talonario para hacer el pago inicial de ciento veinticinco dólares. Con el mismo puntillismo que mi madre antes de empezar con los tranquilizantes, rellenó la parte del recibo antes de rellenar el cheque, y lo hizo con una lentitud tortuosa. Yo quería ese cheque. Quería que aquello quedara zanjado. Hasta que no me dieran el cheque, siempre cabía la posibilidad de que se echaran atrás.

No había querido mencionar el cheque para no poner en peligro la venta. Primero había hecho que Karen anhelara esos libros. Y había neutralizado a Cabrón, que en aquellos momentos estaba sentado sin decir nada, con una respiración extrañamente resollante, como si el hecho de respirar le dejara sin aire. Me miraba con los ojos muy abiertos y llorosos, buscando mi aprobación. Y yo les daba mi aprobación a paletadas.

Karen colocó un dedo con la uña pintada de rosa en el talonario, arrancó el cheque por la línea perforada y luego me lo tendió. Podía haberlo dejado sobre la mesa, pero quería que lo cogiera de su mano. Había visto aquello otras veces, siempre pasaba al final de la venta. Aquel oficio me había permitido desprenderme de mi piel de estudiante, de mi piel de perdedor, y me había convertido en otra persona, una persona que algunas mujeres hasta encontraban sexy… porque tenía poder. El vendedor de libros tiene poder, al igual que lo tiene el profesor o el candidato político o el personaje principal de una serie de televisión. El poder que da estar bajo los focos. Yo era joven y tenía energía y entusiasmo; había entrado en su casa y le había dado un motivo para la esperanza. No es que quisiera exactamente acostarse conmigo, ni que yo no quisiera. Eso lo veía con absoluta claridad.

Acababa de poner mis dedos sobre el cheque cuando oí que la puerta de la calle se abría. No me volví, en parte porque quería ese cheque y en parte porque había aprendido a no mirar a las visitas ni escuchar las llamadas telefónicas. No estaba en mi casa, así que no era asunto mío.

No me desvié de mi objetivo, el cheque. Al menos no hasta que vi que Karen abría los ojos como platos, se ponía blanca y su boca se abría formando un cómico O de sorpresa. En ese mismo momento, Cabrón se cayó al suelo con silla y todo, derribado por un puño invisible que le dejó un bonito agujero en la frente, oscuro y sanguinolento.

Esta vez sí lo oí. Un paf escueto, y Karen cayó también, pero sin la silla, solo ella. El segundo disparo no fue tan limpio como el primero. Era como si alguien le hubiera golpeado entre los ojos con la parte ganchuda de un martillo. La sangre empezó a formar un charco alrededor de su pelo sobre el suelo de linóleo. Había un olor muy fuerte y desagradable. Pólvora. Yo nunca había olido la pólvora, pero sabía que eso era lo que estaba oliendo. Y junto con aquel olor tan fuerte, sentí una certeza terrible. Se habían efectuado dos disparos, habían disparado a dos personas en la cabeza. Dos personas habían sido asesinadas.

Yo no tenía que estar allí. Me habían admitido en la Universidad de Columbia, pero mis padres se negaron a pagar. Yo solo quería reunir el dinero. Quería dinero para poder pagar la universidad. Nada de todo aquello tenía que ver conmigo, así que cerré los ojos con fuerza, esperando que la escena se evaporara. Pero no se evaporó.

Me di la vuelta.

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