11

– Esto es muy extraño -dijo Melford-. No es lo que uno esperaría.

La muerte y la oscuridad ocultaban sus facciones, pero vi que la tercera víctima era una mujer con una permanente corta de rizo muy apretado. Llevaba vaqueros ajustados y una blusa abierta que me pareció del mismo color que la oscuridad. Tenía la boca abierta y la lengua fuera, como una criatura estrangulada en un cómic. Por las señales del cuello, supuse que así era como la habían matado.

– ¿Quién es? -conseguí decir.

– Ni idea. Pero diría que es la mujer a la que vimos cuando pasamos antes.

– Bueno, ¿y qué ha pasado? -Me ponía malo hablar con aquel tonillo lloroso, pero creo que estaba en mi derecho. Ya era bastante malo haber presenciado dos asesinatos ese día lo suficientemente cerca para oler la sangre que salió de las cabezas de Cabrón y de Karen. Y ahora otro. No estaba hecho para aquello y tuve que hacer un gran esfuerzo para no venirme abajo. Ni siquiera sabía muy bien qué significaba eso de venirse abajo, pero cuando lo viera seguro que lo sabría.

Melford meneó la cabeza.

– Supongo que el policía la mató.

– ¿Qué?

– ¿Y quién si no? Lo vimos con ella. Y ahora está muerta, a unos metros de donde pasó. ¿Por qué iba a dejarla sola el policía en la escena del crimen sabiendo que el asesino podía estar cerca? Y, puesto que sabemos que el asesino no la ha matado, lo lógico es pensar que ha sido el policía.

– Pero eso no tiene sentido.

Melford iba a decir algo, pero se detuvo porque oímos el sonido de unas ruedas sobre la tierra del exterior y el zumbido de un motor que se detuvo.

Cerró enseguida el bolígrafo linterna y se acercó a la ventana.

– Mierda -susurró. Se volvió hacia mí-. Muy bien, ahora escucha. La mala noticia es que ahí fuera hay dos tipos, y uno es el poli. Sin uniforme, pero es él. No nos pongamos nerviosos. Han venido en una camioneta, con las luces apagadas, así que dudo que esto sea oficial. Nos esconderemos y todo irá bien.

Mis cuatro cervezas giraron violentamente en mi estómago y subieron de vuelta a mi garganta con unos toques de ácido.

Dejé que Melford me cogiera del brazo y me arrastrara a la habitación pequeña y luego al armarito que había al fondo, de esos con puertas correderas de tablillas. Daba a la cocina, así que tendríamos una buena panorámica de lo que pasaba. Pero eso no es lo que me llamó la atención del cuartito. Lo que me llamó la atención es que allí solo había cajas. En algunas había viejas camisetas y vaqueros rojos, y en otras archivos, pero la mayoría estaban selladas. En una ponía Oldham Health en un lado, en letras negras. Las paredes estaban desnudas, salvo por un calendario de niño con gatitos y perritos que estaba abierto por la página de octubre.

Aquello no era el cuarto de un niño. Ni siquiera era un cuarto que alguna vez fue de un niño y ahora era otra cosa. Allí no vivía ningún niño. ¿Por qué me habían mentido Karen y Cabrón?

La puerta de atrás se abrió de golpe y por entre las tablillas vi que entraban dos figuras, una de ellas con una pequeña linterna. Estaba demasiado oscuro para ver nada más.

Por un momento sentí pánico. ¿Y si venían a buscar algo y ese algo estaba en el armarito? La idea me dio unas ganas irresistibles de mear, y tuve que apretar la mandíbula con fuerza para no vaciar la vejiga.

Al menos Melford estaba conmigo. Y aún tenía la pistola. Melford no dejaría que nos cogieran. Cuánto había cambiado mi vida en las últimas veinticuatro horas… Ahora confiaba en que otro matara a mis enemigos por mí.

– Maldita sea -dijo uno de los tipos-. Tienes un montón de fiambres aquí dentro, Jim.

– Ya lo sé.

– Joder, míralos. El que se los ha cargado no tenía sangre en las venas.

– Sí, eso parece.

– ¿Y no sabes por qué ha sido?

– Ni puta idea. Joder, tiene que ser por la pasta. Pero ¿quién? Nadie sabía nada, solo los que estamos metidos. Cabrón ha hablado más de la cuenta, no se me ocurre otra cosa.

– Supongo, pero… joder.

– Sí, joder.

– Mierda. El muy cabrón. Frank se largó el mes pasado, y después de esto te van a faltar químicos. A B. B. no le va a gustar.

– Sí, estoy en ello. Pero no querrás que ponga un anuncio en el periódico.

– Oye, Jim, de todas formas, ¿qué coño hacía Cabrón aquí?

– Yo qué sé. -Había algo duro en el tono.

– No pensarás que se estaba tirando a esa fulana, ¿eh? Joder, hace un par de años a lo mejor, pero con tanto speed parecía un puto cadáver. Antes me tiro a una vieja.

Una pausa, y luego:

– Cierra el pico y ayúdame con esta mierda.

– Uau. -Una risa-. ¿No te la estarías cepillando tú también, eh? Si quieres, yo te podría presentar a un par de vejestorios que conozco.

– ¿Te piensas pasar toda la noche dándole al pico o quieres que acabemos con esto?

Yo había estado mirando a través de las tablillas, totalmente absorto, como si no estuviera en un armarito de una caravana, sino en una sala de cine viendo la película más interesante del mundo. Me sentía extrañamente tranquilo, como si estuviera fuera de mi cuerpo. Y entonces, de pronto, dejé de sentirme tranquilo y la sala de cine desapareció. Me sentía acalorado, ahogado y más asustado de lo que lo había estado en mi vida.

Y eso es porque conocía a aquellos dos hombres. El poli, Jim, era el tipo que había visto en la tienda de comestibles, el que me lo había hecho pasar tan mal por el dichoso ginger ale, el mismo tipo con los dientes torcidos del Ford que se había metido conmigo delante de la caravana. Ahora, aparte de la posibilidad de que me arrestaran por asesinato, resulta que también había hecho enfadar al jefe de policía corrupto.

El otro… no le veía, pero conocía su voz. Estaba seguro de que la conocía. Conocía a ese hombre de algo.

Vi cómo extendían una lámina de plástico en el suelo y luego cogían el cuerpo de la mujer de más edad y la envolvían en el plástico. El poli cogió el bulto por un extremo y el hombre de la voz familiar por el otro, y lo sacaron de la caravana.

Aguzamos el oído. El silencio era casi total, y solo oímos algún gruñido o algún reniego ocasional, y luego el golpe sordo de algo pesado al caer sobre una superficie plana. A los pocos minutos ya volvían a estar dentro.

– Mierda -dijo el policía-. Con los otros dos nos costará más. Ojalá me hubiese traído guantes.

– Hay que joderse -dijo el de la voz familiar-. Mira que disparos más limpios. Parece una ejecución.

– ¿Y tú desde cuándo eres experto en crímenes? -preguntó el poli-. Ves demasiada televisión.

– ¿Seguro que no te has hecho daño en la pierna? -dijo el otro-. Parece que te cuesta caminar.

– Ya te lo he dicho, estoy bien. -La voz era cortante y seria.

– Hace un momento te he oído quejarte como si te doliera algo.

– Olvídalo, ¿quieres?

Pusieron otra lámina de plástico en el suelo y levantaron el cuerpo de Karen. El policía se quejó porque se había manchado las manos con los sesos de la puta y se limpió en la rodilla, y luego envolvieron también el cuerpo y lo sacaron.

Cuando volvieron estaban resollando.

– Jodido Cabrón -dijo el poli. Le dio una patada al cuerpo, no muy fuerte. Y luego otra. Sonaba como si estuviera golpeando un saco de arena-. No sé qué coño habrá hecho ni quién le disparó, pero seguro que se lo merecía.

– Sí, bueno -contestó el otro. Hizo una pausa-. ¿Crees que quien lo ha hecho se ha llevado la pasta?

– Vaya, si no lo dices no se me habría ocurrido. Imbécil. -Y soltó un bufido despectivo-. ¿Te crees que me importa que la hayan diñado? A mí lo que me importa es el dinero. He registrado la caravana, y también he ido a su casa, pero no he encontrado nada. Ni siquiera una pista para saber en qué andaba metido.

– ¿Sigues pensando que tenía algún negocio por su cuenta? -preguntó.

Y entonces se volvió de espaldas a mí y no entendí qué decía, pero estoy seguro de que pronunció la palabra «Oldham».

– Tiene que haber algo -dijo el poli-. Yo sé cuánto sacaba, y tenía demasiado dinero, siempre iba con la cartera llena de billetes. No puede ser que sacara tanto con esta mierda. Me imagino que quería dejarme tirado y largarse con la pasta. Ya he buscado en todas partes, así que supongo que lo tenía escondido en la laguna de desechos.

– No lo dirás en serio -dijo el otro-. Me tomas el pelo. ¿Cómo lo vamos a encontrar ahí?

– No sé. Tiene que haber una forma de drenarla, por Dios. Ojalá no tuviéramos que sacar de aquí a este capullo. No se merece ni que lo eche al basurero.

– Pues hagámoslo de una vez -dijo el otro-. Este no es sitio para fallar.

Y debió de ser lo de fallar, porque de pronto lo reconocí. Era el Jugador, que dirigía el negocio de la venta puerta a puerta de las Enciclopedias Champion en el estado de Florida. El gurú de las enciclopedias en persona estaba en la caravana retirando los cuerpos de una gente que Melford había asesinado. Al menos, en su mayoría.

Melford me empujó. Debía de estar haciendo ruido, porque a pesar de la oscuridad, vi que me lanzaba una mirada fulminante. Procuré controlarme.

Cogieron a Cabrón y lo sacaron, y cuando volvieron respiraban a boqueadas. Se oyó el gluglú de alguien que bebía de una botella. Habían traído un cubo, bayetas, papel de cocina y una botella de jabón. No encendieron las luces, instalaron un par de linternas y se pusieron a borrar las huellas del crimen de Melford. Tardaron más de media hora en terminar.

– Es difícil asegurarlo solo con la luz de las linternas -dijo el policía-, pero creo que ya está. Por la mañana volveré y daré un repaso rápido.

– Si ese hijo de puta nos estaba jodiendo y el dinero ha desaparecido, estaremos con la mierda al cuello. B. B. se pondrá hecho una furia.

– Que se joda. Que se joda Cabrón. ¡Ay, mierda! -y esto último lo gritó como si sintiera un fuerte dolor.

– Oye, si te duele la pierna es mejor que te vea un médico. ¿Por qué lo dejas?

– Deja de hablar del jodido médico. Estoy bien.

– Yo solo digo que es mejor asegurarse. ¡Eh! Mira esto -dijo el Jugador-. El talonario de Karen.

Melford me dio un suave toquecito en la espalda. Debía de haber empezado a hacer ruido otra vez.

– ¿Crees que tenía algo en su cuenta? -preguntó el poli.

– Aquí dice que el balance es de casi tres mil. ¿Cómo puede ser que una tía fea y apestosa como esa tuviera tres mil dólares? No estaría de más que nos hiciéramos un cheque para compensar parte de las pérdidas. A lo mejor consigo que ese idiota de Pakken lo vaya a cobrar. Como no se entera, ni siquiera se pondrá nervioso, aunque tampoco creo que haya problemas si cruza la frontera del estado.

Y se fueron.

Nos quedamos en el armarito unos quince minutos más. Habían hecho una buena limpieza. Al menos a la luz del bolígrafo linterna de Melford no se veía ni rastro de la sangre. Me imagino que el FBI habría podido sacar algo. Tenían laboratorios para ese tipo de cosas. Pero para eso tienes que buscar sangre y, si no había cadáveres, ¿para qué iban a buscar sangre?

– Muy bien -dijo Melford-. Larguémonos de aquí.

Hasta que no estuvimos de nuevo en su Datsun no nos atrevimos a hablar.

– Estoy jodido -dije.

Y me sentía jodido. Me sentía como si estuviera a punto de caer al abismo. Como si hubiera caído desde el cielo y solo estuviera esperando el momento del impacto contra la tierra.

– Yo creo que no.

– ¿Ah, no? ¿Por qué no? -Mi voz empezaba a sonar chillona-. ¿Por qué no estoy jodido? Dime, ¿por qué no estoy jodido?

– Porque los tipos que tienen las pruebas que te incriminan son villanos poderosos, por eso. Y los villanos no tratan de hacer justicia, Lemuel. La evitan. No van a investigar. Ni siquiera tratarán de averiguar a quién están extendidos los cheques.

Salvo que el Jugador vería el cheque a nombre de Educational Advantage Media. Lo vería y enseguida sabría quién había estado allí. Pero ¿lo consideraría una simple coincidencia? Apenas me conocía de vista, y difícilmente podría pensar que yo tenía algo que ver con aquello. Aun así, estaba muerto de miedo. Y no me atreví a decirle nada a Melford. A lo mejor le daba por pensar que era débil por mi relación con aquellos villanos poderosos. A lo mejor le daba por matarme para salvar su pellejo.

Y había otra cosa, algo que no tenía sentido.

– No estaban casados -dije en voz alta.

– ¿Qué?

– Los dos a los que has matado. Cabrón y Karen. No estaban casados. Y no tenían hijos.

– Sí, bueno, eso te lo podía haber dicho yo.

– Pero ¿por qué me mintieron?

– No sé. Aquí está pasando algo raro. Algo mucho más importante de lo que yo pensaba.

– ¿Por qué iba un policía a esconder los cuerpos de las personas a las que tú has matado? ¿De qué estaban hablando? ¿Un negocio que Cabrón tenía por su cuenta? ¿Qué es eso? ¿Y el dinero desaparecido?

– No sé -dijo Melford.

– ¿Y qué hay de Oldham Health? Tenían algunos tazones y otras cosas. Cabrón me dijo que no sabía qué era, pero me pareció que mentía.

Melford meneó la cabeza.

– No sé nada de eso.

Le miré. Melford también mentía. No sabría decir exactamente por qué lo sabía, pero lo sabía. Habíamos estado hablando toda la noche, pero había algo en su voz que no le había notado hasta aquel momento, una especie de tensión. Fuera lo que fuese lo que Cabrón tenía entre manos, Melford lo sabía perfectamente.

– El que estaba con el policía -dijo Melford-, ¿quién será?

No dije nada. El corazón me iba a cien y la cabeza me palpitaba. Sentí la necesidad de confesar, como si de alguna forma todo aquello fuera culpa mía, pero no dije nada.

– Seguramente será algún matón. -Melford me salvó contestando su propia pregunta-. Te diré lo que haremos. Tenemos que averiguar quién era la otra mujer.

– ¿Por qué?

– Porque si las cosas se ponen feas y deciden meter a la justicia en todo esto y el poli nos encuentra y trata de arrestarnos, tendremos algo con lo que presionar. Si tenemos algo contra ellos, quizá podamos entendernos.

– ¿Quieres averiguar quién era esa mujer para que podamos hacer chantaje al policía chiflado?

– Muy astuto, ¿a que sí?

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