Melford condujo durante una hora aproximadamente, más allá de Jacksonville, y entonces tomó un desvío y nos llevó a través de un paisaje desolador de restaurantes de comida rápida, bares de topless y casas de empeño. Finalmente, giró de nuevo y seguimos unos quince kilómetros por carreteras arboladas, hasta que se detuvo y aparcó en una modesta zona comercial con una joyería y una tintorería. Nos apeamos del coche y él fue a la parte de atrás y cogió una bolsa negra de la basura llena de ropa deportiva negra.
– A ver si encontráis algo que os vaya bien -dijo-, pero no os lo pongáis todavía, os daría demasiado calor. -Se echó al hombro una bolsa negra de gimnasio y luego cogió unos trapos de una caja de cartón y nos pasó uno a cada uno-. También necesitaréis esto.
Eran pasamontañas.
Yo ya tenía más problemas de los que quería con la ley, y no me apetecía colarme en un centro de experimentación animal, pero sabía que no debía ni mencionarlo ni preguntar si podía esperar en el coche. Estaba metido en aquello y no iba a salir.
Melford abrió su bolsa de gimnasio y nos pasó un bote de loción contra los insectos. Nos la aplicamos y luego echamos a andar entre un grupo bastante tupido de pinos. Aún había luz, pero los mosquitos ya zumbaban a mi alrededor, ligeramente disuadidos por el repelente. La arboleda olía a hojas en descomposición, y de tanto en tanto nos llegaba el olor acre de una zarigüeya muerta.
Desiree no decía nada. Tenía una expresión divertida y decidida. Pero, claro, ¿por qué se iba a preocupar? Ella hacía cosas ilegales todos los días. Una más no podía importarle.
Finalmente, llegamos al límite de la arboleda y Melford alzó la mano, como el comandante del pelotón que ordena a sus hombres que se detengan.
– De momento nos quedaremos aquí -dijo-. Es sábado y no habrá nadie, pero de todos modos esperaremos a que oscurezca. No creo que tarde más de hora y media. Entretanto, os pondré al día sobre lo que he averiguado. -Se metió la mano en el bolsillo y sacó varias hojas de papel, que desplegó en el suelo. Eran planos del interior de un edificio hechos a mano.
– ¿Qué planeas exactamente? -preguntó Desiree.
– Nada especial -dijo él-: entrar y salir corriendo. Querías saber lo que hacen los activistas que luchan por los animales, ¿no? Pues ahora lo verás. Entraremos, tomaremos fotografías, recogeremos pruebas y saldremos. Eso es todo. Luego pasaré la información a alguien de una organización de derechos de los animales y ellos se encargarán de hacer públicas las imágenes y de crear polémica. Muy elemental, ¿verdad?
– Desde luego. Es pan comido.
Pan comido. Miré el edificio que quedaba más allá del bosquecillo. Entre el límite del bosque y el edificio blanco y chato y sin ventanas había una extensión de unos treinta metros de césped bien cuidado. Alrededor del edificio había una hilera de arbustos, pero esa era la única concesión a la jardinería. Parecía un lugar inofensivo, salvo por aquella tranquilidad amenazadora. En el extremo más alejado, justo antes del parking de proporciones oceánicas, vi una placa de hormigón que se elevaba sobre la hierba con el nombre de la empresa grabado.
Oldham Health Services.
Como las cajas y las tazas de café de la caravana de Karen y Cabrón. Melford había dicho que no sabía qué era. Y estábamos a punto de entrar.
Hasta casi las nueve no estuvo lo bastante oscuro para que pudiéramos movernos. Melford me sonrió.
– No te preocupes -me dijo-. Volveremos a tiempo para que no te despidan.
Los tres estábamos allí sentados, escuchando a las cigarras y las ranitas y los pájaros nocturnos, viendo cómo caía la noche sobre los terrenos mal iluminados de Oldham Health Services.
– Esta gente está tan anticuada… -nos explicó Melford-. En el norte nunca dejarían un laboratorio como este tan desprotegido. Pero los defensores de los animales no son muy conocidos por aquí, por eso se sienten seguros. -Miró alrededor-. Bueno, poneos la ropa.
Desiree empezó a desabrocharse los vaqueros, pero Melford meneó la cabeza.
– Encima de la ropa, cielo. Queremos ser invisibles para poder entrar, pero una vez estemos dentro tenemos que parecer normales. -Miró el top de su biquini-. Aunque mejor luego te dejas puesto el jersey.
Cuando estuvimos vestidos de negro y con los pasamontañas puestos, Melford nos dio la señal y avanzamos hacia el césped como un trío de comandos, con la cabeza gacha, al encuentro con lo desconocido.
Yo ya estaba sudando, pero también sentía la adrenalina. Por un instante comprendí por qué Melford era Melford, entendí la emoción de hacer algo prohibido, de saltarse las barreras, de rechazar lo mundano y lo estable. Y no éramos ladrones movidos por la codicia. Estábamos desafiando a la autoridad por una causa moral. Que creyera o no en esa causa parecía irrelevante. El hecho de estar allí hacía que me sintiera vivo.
El exterior estaba muy mal iluminado; Melford nos hizo seguir por uno de los lados del edificio hasta unos escalones de hormigón que subían a una puerta lateral metálica. Abrió su bolsa y sacó la ganzúa, la que había utilizado en la caravana de Karen, y en un par de minutos la puerta se abrió. Entramos.
Dentro estaba muy oscuro, no había luces ni ventanas. Melford sacó una linterna y nos dijo que nos quitáramos los pasamontañas y la ropa… menos el jersey de Desiree.
– La seguridad es mínima -dijo en un susurro-. Hay algunos guardas, pero casi no hay cámaras. Si aparece algún guarda, dejad que hable yo.
Después de meter la ropa en su bolsa, se la echó al hombro y seguimos avanzando. Estábamos en una especie de almacén… había estantes de metal llenos de cajas, la mayoría con la etiqueta de Suministros Médicos. Había tarros de cristal con líquidos de aspecto peligroso, bolsas de comida para perro, para gato, para conejo, rata y mono. Cada una de estas cosas despedía su propio olor, pero por debajo se percibían olores de hospital, a productos químicos y antiséptico.
Melford encontró la puerta y salimos del almacén a un largo pasillo con paredes de hormigón, adornado con una inexplicable franja de color verde azulado, y con suelo de linóleo beis. Las luces principales estaban apagadas, pero había los suficientes fluorescentes encendidos para que Melford pudiera apagar su linterna. Aquello parecía un hospital por la noche.
Giramos a la derecha, luego otra vez a la derecha y después subimos unas escaleras hasta otra planta que se parecía bastante a la que acabábamos de dejar. Seguimos a Melford por un pasillo, hasta una puerta donde ponía Laboratorio 6. Estaba cerrada, así que la ganzúa apareció de nuevo. Desiree vigilaba mientras yo trataba de ver algo por el cuadrado de cristal tintado y Melford trabajaba con la cerradura. En menos de un minuto ya estábamos dentro.
Cuando la puerta se abrió, supe que había cruzado algo mucho más metafórico pero también más tangible que una puerta. Sí, había visto la granja de cerdos, había visto lo terrible que era, la degradación -si es que ese término puede aplicarse a los cerdos- y las condiciones tan míseras en las que tenían a los animales, pero aquello era distinto. Después de todo, la granja de cerdos pertenecía a un policía corrupto, y su propósito era criar cerdos para poder sacrificarlos. Era una parada entre la nada y la muerte, y nadie esperaba que fuera otra cosa. Los cerdos no eran más que prebeicon, prechuletas, prehamburguesas, su sacrificio estaba predestinado y era inevitable. La granja era un lugar donde reinaban el horror y la miseria, un horror y una miseria tal vez innecesarios, pero no dejaba de tener su sentido.
En cambio lo que estaba viendo era otra cosa. Tres de las paredes estaban cubiertas de pequeñas jaulas, y en cada una había un pequeño mono grisáceo, del tamaño de una muñeca, delgado, con rostro expresivo. La habitación apestaba, pero no como la granja -que olía a miedo y excrementos-, sino a seres vivos que se están pudriendo. Olía a excrementos frescos, a vómito, a orina, a podredumbre. Al principio pensé que los monos estaban dormidos, pero cuando Melford encendió la luz, vi que tenían los ojos abiertos. Estaban tendidos de costado, y la mayoría jadeaba, con los ojos muy abiertos, siguiendo nuestros movimientos con un terror inconfundible. Muchos emitían una especie de gemido. Uno se mordía el labio y se aferraba a las rejas de su jaula con un movimiento repetitivo y desesperado.
Al otro lado de la habitación, otro se incorporó, se mantuvo derecho como pudo y nos chilló… Era un chillido débil pero desafiante. Enseñó los dientes. Y entonces sus patas parecieron ceder bajo el peso del cuerpo y cayó sobre un montón de color marrón que podían ser excrementos o comida.
Melford sacó la cámara de su bolsa y se la pasó a Desiree.
– Empieza a hacer fotos -le dijo. Entretanto, él se puso a registrar el laboratorio. No tardó en encontrar una carpeta, y nos la enseñó-. Muy bien, aquí está. ¿Sabéis qué prueban con estos monos? ¿Una cura para el cáncer? ¿Regeneración cerebral para las víctimas de una apoplejía? ¿Cirugía vascular para bebés con defectos congénitos? Pues no. Forman parte de un DL50, es decir, una «Dosis Letal 50%». Se trata de estudios rutinarios para determinar qué cantidad de cada producto de uso doméstico causa la muerte del cincuenta por ciento de los sujetos de estudio. Los hacen con los desatascadores de tuberías, el jabón de los platos, el aceite de motor, lo que quieras. ¿Sabéis qué están probando con estos? Papel de fotocopiadora. ¿Cuánto papel de fotocopiadora pueden obligar a comer a estos monos antes de que el cincuenta por ciento de ellos muera?
Desiree dejó de hacer fotografías. Su mirada se posó en un mono que estaba tumbado de costado, con un brazo hacia atrás y el otro caído sobre la cara. Su pecho subía y bajaba dolorosamente.
– Pero ¿por qué? ¿Qué sacan con eso?
– Exactamente lo que he dicho… saber cuánto papel de fotocopiadora hace falta para matar al cincuenta por ciento de los sujetos de estudio -dijo Melford-. Mirad, lo que debéis entender es que estos tests ya no tienen ningún objetivo. Quizá hubo una época en que sí se utilizaban para descubrir algo útil. No por eso eran más correctos, pero al menos eran prácticos. Ahora no son más que otro formalismo. Se hacen porque las empresas de seguros quieren datos para elaborar sus tablas de peligrosidad. Porque si no algún abogado podría denunciar a la compañía por no realizar los pertinentes tests de seguridad. Los hacen porque es la norma. Millones y millones de animales son torturados y asesinados todos los años porque sí.
– No me lo creo -dijo Desiree.
Yo había dicho lo mismo aquella tarde. Tenía delante a los cerdos, Melford me estaba explicando cómo los tenían, por qué, y lo que eso podía suponer para la gente que se los comería, y no le creí. Lo estaba viendo y no me lo acababa de creer.
– Créelo -dijo Melford-. Lemuel, mira, allí. Estamos de suerte. Hemos encontrado unas cintas de vídeo.
Mientras Desiree terminaba de hacer las fotografías, él y yo metimos las cintas de vídeo en su bolsa. Luego apagamos la luz y salimos. Melford consultó su reloj.
– No conviene tentar a la suerte, y no queremos que nuestro amigo Lemuel se convierta en calabaza si no llega a tiempo para que le recoja su carruaje, pero ¿por qué no entramos en otro laboratorio? Quería ver el Laboratorio 2 por mí mismo. He oído cosas.
Le seguimos, giramos la esquina y Melford abrió otra puerta. Esta vez fuimos recibidos por el sonido de unos gimoteos apagados. El olor no era muy distinto del que había en el laboratorio de los monos, pero cuando Melford encendió la luz nos encontramos con una habitación llena de jaulas de perros, unas encima de las otras. Estaban separadas por delgadas láminas de madera que no servían de gran cosa: las heces de los animales de arriba caían sobre los de abajo.
Algunos soltaron un ladrido vacilante, pero la mayoría se limitaron a observarnos. Descansaban con la cabeza sobre las patas y los ojos muy abiertos, mirándonos. A lo lejos oí que uno lloriqueaba.
Melford le entregó la cámara a Desiree y ella se puso a hacer fotos. Él buscó la carpeta por todas partes, hasta que la encontró.
– Oh, no -exhaló-. Los van a utilizar en un DL50 con pesticida que empieza dentro de dos días. Esto es lo que me revienta de este tipo de operaciones. Estos perros están bien. Los monos ya están más muertos que vivos, pero estos no. Por desgracia, no podemos hacer nada. Si tratamos de sacarlos de aquí, nos descubrirán y volverán a traerlos. La única acción posible es documentar lo que hemos visto, enviar las pruebas a las manos adecuadas, y rezar por que lleguen tiempos mejores.
– ¿De dónde sacan estos perros? -preguntó Desiree.
– Hay muchas perreras que tienen acuerdos con lugares como este. Les envían los animales que no reclama nadie. Pero la verdad es que los laboratorios también pagan a gente que se dedica a secuestrar mascotas por cincuenta dólares la pieza. Si no tienes escrúpulos puedes hacer mucho dinero.
Desiree bajó la cámara.
– Melford, no podemos dejarlos aquí. Si los soltamos en el bosque, al menos tendrán una oportunidad.
– No podemos hacerlo. ¿Cómo quieres que salgamos de aquí, con veinte o treinta perros, sin alertar a los guardas?
– No pienso dejarlos -dijo ella.
– Sí lo harás -le dijo él-. Si nos meten en la cárcel, no servirá de nada. Si quieres implicarte en esto, tendrás que endurecerte. No puedes volar cada Burger King que veas. No puedes liberar a todos los animales torturados de todas las granjas de animales. Querrías hacerlo, pero no puedes, y a veces es para volverse loco, porque por mucho que hagas no es más que una pequeña gota en un océano inmenso. Esta no es una lucha de un momento, de un año, ni siquiera de una década. Es una batalla que se resolverá después de generaciones. Y en este momento tenemos que elegir. Hacemos lo que podemos y procuramos seguir libres para ir minando poco a poco el sistema. Si nos arrestan y vuelven a traer aquí a esos perros, no ganamos nada.
– Y el hecho de que decidamos quién vive y quién muere, ¿no nos hace tan moralmente culpables como la gente que ha traído aquí a estos animales?
– No. Ellos los han metido aquí, no nosotros. Haremos lo que podamos… que en este momento es reunir pruebas.
– Solo uno -dije yo-. ¿Podemos llevarnos uno?
– ¿Y cómo piensas elegir? -preguntó él.
Señalé con el dedo. Era un caniche negro. No era Rita, el caniche de Vivian, pero era un caniche negro y sabía que Vivian cuidaría de él. Sabía que lo vería como una especie de compensación divina. Quizá fuera una idiotez, pero eso es lo que pensé. Aquel perro podía tener una casa y alguien que lo quisiera. No se trataba de algo abstracto y teórico.
– Nos llevamos a este perro -dije-. Si no estás de acuerdo, podéis iros sin mí.
Melford renegó pero no dijo más. Sin embargo, Desiree me miró e hizo un gesto de asentimiento.
– Si Lem conoce a alguien que puede cuidar del perro, no podemos dejarlo aquí para que lo atiborren de insecticida.
– Es un caniche -dijo Melford-. Ladrará.
– No me lo puedo creer. -Cada vez me sentía más agitado-. Melford Kean, que no tiene sangre en las venas, tiene miedo de hacer lo correcto.
– Se trata de una cuestión práctica. No me interesa ganar una batalla que puede hacerme perder la guerra.
– Solo es un perro -dijo Desiree en tono severo-. Conseguiremos que calle. Estoy con Lem. Nos lo llevaremos tanto si nos ayudas como si no.
Quizá Melford pensó que no podría disuadirla, pero me dio la impresión de que en realidad le gustó que Desiree se mostrara inflexible.
– Qué demonios -dijo-. Hagámoslo.
Fue hasta la jaula y la abrió con mucha cautela. Supuse que sabía lo bastante para pensar que un perro al que habían maltratado de aquella forma podía revolverse contra él. Pero el animal salió dócilmente y le lamió la mano. Me pareció una buena señal.
– Muy bien -dijo-. A ver si conseguimos salir de aquí.
Pero cuando nos dimos la vuelta, el guarda estaba en la puerta.
Melford no se dio cuenta, pero yo sí. Desiree se metió la mano en el bolsillo de atrás y sacó una navaja. No la abrió, pero la tenía en la mano. Tal vez pensaba que Melford profesaba la no violencia, pero era evidente que ella no había aceptado aún esa parte del manifiesto del Frente de Liberación Animal. Creo que estaban hechos el uno para el otro.
– ¿Puedo ayudarle? -le preguntó Melford. Había encontrado una correa y en esos momentos estaba sujetándola al collar de Rita. Casi ni se molestó en mirar al guarda.
– ¿Quién es usted? -preguntó el hombre. Tendría cuarenta y tantos años, y le sobraban los bastantes kilos como para dificultarle los desplazamientos. Nos miraba con ojos oscuros con grandes ojeras.
– Soy el doctor Rogers -dijo Melford-. Y ellos son mis alumnos, Trudy y André.
El guarda nos miró.
– ¿Qué están haciendo aquí?
– Estoy realizando un 504J -dijo Melford.
Por la mirada de desconcierto del guarda, deduje que Melford acababa de inventarse lo del 504J.
– ¿Y cómo es que no me habían avisado de que habría gente aquí?
– ¿De veras cree que puedo contestarle a eso?
– ¿Tiene su tarjeta de identificación?
– Se la enseñaré cuando salgamos -dijo Melford-. Entretanto, puede ver que estoy ocupado. ¿Es usted nuevo? Porque se supone que no deben molestar al personal cuando estamos manipulando animales.
El guarda se paró a pensar un momento.
– Llevo aquí todo el día. Y no les he visto entrar.
La reflexión debió de sorprender a Melford, porque hizo una pausa.
– Muy bien -dijo el guarda-. Voy a llamar al doctor Trainer, y si él no sabe nada de esto, avisaré a la policía. Y ahora deje ese perro en la jaula y vengan conmigo.
– No, espere -dijo Melford-. Primero quiero enseñarle una cosa. -Dicho esto, me pasó la correa del perro y fue a donde tenía su bolsa negra. Yo estaba petrificado. Desiree había sacado su navaja y ahora Melford sacaría su pistola y mataría a un guarda que se limitaba a hacer su trabajo. Aquella persona no era un nefasto agente del mal, como Cabrón y Karen. No era más que un pobre asalariado.
Me puse tenso, listo para saltar, pero cuando Melford sacó la mano de la bolsa lo que vi no fue una pistola, sino un fajo de billetes. Billetes de veinte dólares; no habría sabido decir cuántos había, pero podían ser fácilmente unos quinientos.
– No sé cuánto le pagan por vigilar esta casa de los horrores, pero debe saber que lo que hacen aquí está mal. Así que haremos un trato. Usted coge el dinero y nos deja escapar con el perro. Solo es uno. Nadie lo echará en falta. Nadie sabrá que hemos estado aquí. Si alguien pregunta, usted no sabe nada. Así de fácil.
El guarda miró el dinero y luego miró a su alrededor. Nada indicaba que hubieran entrado unos intrusos. No habíamos destrozado el lugar. Muchas de las jaulas estaban vacías, nadie se daría cuenta de que había una más. El hombre no sabía nada de las cintas de vídeo, así que parecía un buen trato. Cogió el dinero.
– Volveré a pasar dentro de media hora. Si siguen aquí, llamaré a la policía y negaré que me hayan dado nada.
– Me parece justo -dijo Melford. Y se volvió para sonreírle a Desiree, que ya se había guardado el cuchillo en el bolsillo.
Fuimos casi todo el camino de vuelta en silencio. Paramos en un 7-Eleven y compramos golosinas y agua para el perro. El animal comió y bebió la mar de feliz en el asiento de atrás, a mi lado. Casi no hizo ni ruido. No era más que un perro, pensé. Un perro rescatado del martirio de tener que tomar insecticida. Habíamos contribuido a un pequeño cambio en el mundo.
Le dije a Melford dónde vivía Vivian y paramos delante de su caravana. Melford ató el animal a la puerta, llamó al timbre y salimos corriendo. Estábamos ya calle abajo cuando la mujer abrió la puerta y oímos que gritaba de felicidad. Lo que no oímos fue la decepción de después. No era su perro. Su perro se había ido, quizá habría muerto. Pero era un perro, y pensé que le consolaría un poco.
Estábamos cansados por lo que habíamos hecho y lo que habíamos visto, pero yo estaba pensando en otra cosa. ¿Por qué me había dicho Melford que no sabía qué era Oldham Health Services si llevaba sabe Dios cuánto vigilándolo? ¿Qué tenía que ver aquel sitio con Cabrón?
Eran casi las once cuando Melford me dejó delante del Kwick Stop. Y hasta que no se fue, no recordé que había dicho que todo había acabado. ¿Significaba eso que no volvería a verle? ¿Se sentiría ofendido porque ni siquiera me había despedido? ¿Me importaba realmente haber herido los sentimientos del asesino?
No es que tuviera importancia. Tal vez fue por todo lo que había sucedido en aquella última jornada, pero el caso era que no creía que hubiera terminado con Melford y, desde luego, tampoco con el Jugador, Jim Doe y los demás. Cuando estuviera en mi casa, lejos de Jacksonville y los vendedores de enciclopedias, lo creería.
Fui hasta la cabina que había junto a la entrada del Kwick Stop. Era tarde para llamar, pero, sorprendentemente, Chris Denton contestó al primer tono.
– Sí -dijo-. Tengo a su hombre.
– ¿Y?
– No hay gran cosa. Es un hombre de negocios de Miami, comercia con ganado y tiene también un negocio de venta de enciclopedias. Y una casa de caridad. Eso es todo. Aparte de ese rollo de los negocios, no tiene historial delictivo, no ha sido arrestado y no ha aparecido en la prensa.
– ¿Eso es todo lo que ha encontrado?
– Y qué querías… ¿que te dijera que es un asesino en masa? No es más que otro gilipollas, como todo el mundo. Como tú.
– Esperaba algo más por mi dinero.
– Pues qué pena -dijo. Y colgó.
Me quedé allí plantado, junto al teléfono, totalmente decepcionado. No sé qué esperaba. Quizá alguna pieza que encajara, algo que me ayudara a verlo todo con perspectiva. Quizá buscaba algo que me ayudara a sentirme más seguro.
No colaba. Si B. B. Gunn era el cabecilla de algún negocio relacionado con la droga y los cerdos, bajo la fachada que fuera, debía de haber tenido algún encontronazo con la ley. Un arresto que hubiera quedado en nada, alegaciones infundadas que de alguna forma hubieran llegado a la prensa, algo. ¿Por qué no había encontrado nada el tal Denton?
Fue culpa mía. No me habría dado cuenta, pero el número de Chris Denton tenía el mismo prefijo que el número que Karen había escrito en su solicitud. El prefijo de Meadowbrook Grove. Y, según descubriría más adelante, conocía a Jim Doe.
Cuando colgué, tenía la sensación de que alguien me observaba. Levanté la cabeza y vi a Chitra. En sus ojos entrecerrados me pareció reconocer una mirada de reproche.
– Hola -dije-. ¿También te recogen aquí?
– Sí. Hoy no has estado vendiendo, ¿verdad?
– ¿Vendiendo?
– Hace un rato que estoy aquí. Te he visto bajar del coche de tu amigo. ¿Habéis ido a nadar?
– ¿Cómo?
– La chica de delante iba en biquini.
Y ahí se quedó la conversación, porque Bobby llegó con su Cordoba y Chitra desapareció en el interior de la tienda.
Ronny Neil y Scott ya estaban en el coche. Ronny Neil iba delante, susurrándole cosas en tono conspirador a Scott, que estaba en el asiento de atrás. ¿Significaba eso algo? Durante semanas, Bobby siempre me había recogido a mí primero.
Pero ¿qué importaba ya dónde se sentara cada uno? La idea era dejar aquello y no volver nunca. Tenía cosas más importantes en que pensar que si Bobby me consideraba o no su mejor vendedor. Como, por ejemplo, cómo evitaría acabar en la cárcel por asesinato o que me mataran unos traficantes de drogas.
El Cordoba se detuvo delante de la tienda y Bobby se apeó. El motor seguía en marcha, del interior me llegaba la voz de Billy Idol canturreando algo de unos ojos sin cara. A saber qué significaba. Bobby sonrió, fue a la parte de atrás y abrió el maletero con el ademán de un mago haciendo un truco. Llevaba la camisa azul medio salida y se le había derramado algo en los pantalones.
– Bueno, entonces, aparte de hacer recados para el Jugador, ¿te ha quedado tiempo para ganar dinero?
Meneé la cabeza.
– No he vendido nada.
Bobby se mordió el labio inferior.
– Te he asignado una zona muy buena, quizá te hubiera ido mejor si hubieses estado allí.
– He estado allí casi todo el día. Pero no ha funcionado.
– Sí, claro.
– No lo he hecho a propósito -dije, aunque eso era exactamente lo que había hecho.
– ¿Qué ha pasado?
Me encogí de hombros.
– No lo sé. Mala suerte.
– La mala suerte no existe, Lemmy. Cada uno se crea su propia suerte. -Bobby me miró con una seriedad que no le conocía y supe que no le interesaban mis excusas. Meneó ligeramente la cabeza, con pesar, y cerró el maletero-. Si queréis hacer las cosas a mi espalda y joderme, es asunto vuestro. Sube al coche.
Tuve que subir a la parte de atrás, con el enorme y oloroso de Scott. Cuando recogimos a Kevin, Scott no quiso ponerse en medio, así que tuve que ir embutido entre los dos, aspirando el tufo del cuerpo sin asear de Scott durante todo el camino.
Pronto pasará, me dije. Solo nos quedaba un día más en aquella zona. El lunes por la mañana Bobby pondría camino a casa, haríamos una parada para vender y el martes a las dos o las tres de la mañana estaría en casa y no tendría que volver a vender libros nunca más. Solo dos días más de vendedor y sería libre.
En la radio sonaba una canción de Genesis y traté de concentrarme en ella. Una vez leí que si te duele mucho la cabeza, puedes hacer que el dolor desaparezca concentrándote en alguna otra parte del cuerpo. Si me concentraba en la voz de Phil Collins, quizá no notara tanto el olor de Scott.
– Apuesto a que hoy no has vendido nada -dijo Ronny Neil desde el asiento de delante-. Pues yo sí. He conseguido una doble.
Aquí venía cuando Bobby le decía que callara, que en el coche no quería que comentáramos cómo nos había ido a cada uno. Pero no dijo nada. Siguió mirando la carretera.
– ¿No me vas a contestar?
Scott me clavó el codo en las costillas.
– Te están hablando -me dijo. Se rascó un punto negro de la nariz.
Yo seguía sin decir nada y decidí sentirme indignado.
– Bueno, qué, ¿has vendido o no? -me preguntó Ronny Neil-. Pensaba que tu comprensión del inglés era mejor.
– Se supone que no tenemos que hablar de eso.
– No he oído que Bobby se queje.
Dejé pasar un momento para que Bobby pudiera intervenir, pero no dijo nada.
– Se supone que no tenemos que hablar de eso -repetí.
– Joder, chico, te preocupas demasiado por lo que se supone que debes y no debes hacer. Pues yo pienso celebrarlo. Con la bonificación hoy he ganado seiscientos pavos, y pienso buscarme a una tía.
– Sí -dijo Scott.
– ¿Sí qué? -le preguntó Ronny Neil a su amigo-. ¿Sí, tu amigo se va a buscar una pava? Porque tú seguro que no. ¿Quién querría irse con un gordo seboso y que cecea como tú?
Scott se rió.
– ¿Cuánto crees que me pedirá Chitra por dejarme probar? -preguntó Ronny Neil-. ¿Tú qué dices?
– Seguro que acepta gratis -le dijo Scott-. Las indias son unas calentorras. Es por esos lunares que les pintan en la cara. Ella no tiene ninguno, pero para el caso es lo mismo.
– Cierra la boca -le dijo Ronny Neil. Pero se lo pensó mejor y añadió-: Unas calentorras. Sí. Yo también lo he oído decir.
Cuando llegamos al motel y todos nos apeamos del coche, Bobby me puso una mano en el hombro para que esperara. Vimos cómo Ronny Neil y Scott se iban, y Kevin les seguía de buen humor, tratando de participar en la conversación como si no se hubiera dado cuenta, o no le importara, que a los otros dos no les interesaba.
– Espera un momento -me dijo Bobby-. Quiero hablar contigo.
Di un suspiro.
– Mañana lo haré mejor -dije, aunque sabía que no era así. Al día siguiente tampoco vendería porque tampoco lo intentaría. Así de simple.
– No es eso -dijo Bobby-. Quiero saber qué está pasando entre tú y el Jugador.
De no haber estado tan oscuro, Bobby habría visto que una nube de miedo pasaba sobre mi rostro.
– Nada -dije, buscando palabras que pudieran tranquilizarlo y no lo animaran a llevar la conversación al Jugador.
– No me digas que nada. Esta mañana el Jugador parecía dispuesto a colgarte y ahora resulta que sois colegas y te tiene haciendo recados. Además, me ha dicho que haga todo lo que quieran estos dos idiotas. Que les asigne las zonas que me pidan. Que los trate como a reyes. Yo hago lo que me mandan, pero quiero saber el porqué.
– No sé por qué.
– Oh, vamos, Lem. Conozco tu historia. Quieres ir a la universidad. De aquí a poco más de un año estarás estudiando para los exámenes parciales y tratando de llevar a alguna chica de una hermandad femenina a tu habitación. Y yo seguiré aquí. Este es mi trabajo y quiero seguir en él. Me gusta ganar dinero haciendo esto y se me da bien.
– Lo sé.
– ¿Sí? Entonces, ¿por qué lo estás jodiendo todo?
– ¿Porque no he hecho ninguna venta?
– Sabes perfectamente que no es eso. El Jugador está furioso conmigo y no acabo de entender qué os traéis entre manos. Necesito saber lo que está pasando, porque no quiero estropearlo todo. He invertido demasiados años en esto. Tardé dos años en llegar a ser jefe de equipo. Puedo seguir ascendiendo en la organización, pero no si el Jugador está furioso conmigo. Dime qué pasa.
Meneé la cabeza.
– No lo sé.
– ¿Se trata del periodista? ¿Has hablado con ese periodista al que mencionó el Jugador?
Meneé la cabeza otra vez.
– Esta mañana me hiciste muchas preguntas.
– Solo era curiosidad.
Esperó para ver si añadía algo más. No, no habría nada más.
– ¿No me lo quieres decir? -preguntó en voz baja.
– No hay nada que decir, Bobby.
– ¡Mierda! -Y golpeó con la palma de la mano la parte trasera del coche-. He sido tu amigo, me he preocupado por ti, te he ayudado a ganar un montón de dinero… ¿y me lo pagas así?
– Si pudiera decirte algo lo haría -respondí casi gimoteando.
– Quítate de mi vista -me dijo él.
Eché a andar hacia el motel y pensé que los dos días siguientes serían los peores de mi vida. Y eso con suerte.