7

Aún no había nadie en el coche, lo cual fue un pequeño consuelo, porque era un tres puertas y no me gustaba tener que ir apretujado con los otros en el asiento de atrás. En los meses que llevaba en aquel trabajo me había convertido en el mejor agente de Bobby, y eso significaba que tenía pequeños privilegios, como que pasaran a recogerme a horas más razonables y me asignaran las mejores zonas.

– No pareces muy contento -dijo Bobby-. ¿Nada?

Yo meneé la cabeza y eché un vistazo a la tienda para asegurarme de que no teníamos problemas. El confederado volvía a flirtear con la chica y todo parecía indicar que yo había quedado más o menos olvidado.

– Sí, algo sí. -Abrí mi bolsa y le entregué los papeles-. Casi consigo uno doble, pero al final no ha cuajado.

Bobby sonrió.

– Ese es mi hombre. Has conseguido una venta dos días seguidos. Estás en racha. Sé positivo, ten pensamientos positivos. Es la actitud que te permitirá conseguir una venta doble o triple mañana.

Bobby era un tipo grandullón, como un jugador de rugby o, más bien, un ex jugador de rugby: brazos carnosos, piernas gruesas y no tenía cuello, aunque una barriga considerable sobresalía sobre el cinturón. Su cara era ancha y jovial, y tenía un carisma casi sobrenatural. Me habría gustado ser lo bastante listo para no dejarme atrapar por su encanto, pero me atrapaba.

La cuestión es que me resultaba imposible no sentir agrado por Bobby. Él disfrutaba con todo el mundo, y desplegaba una generosidad que iba más allá de cuanto yo hubiera visto. En parte porque conocía el poder del dinero. Bobby siempre estaba demostrando a su equipo que tenía dinero, que el dinero era bueno, que el dinero te hacía feliz. Nos invitaba a una cerveza, a comer y, de vez en cuando, a salir por la noche. Durante los largos trayectos en coche, cuando parábamos en un local de comida rápida, Bobby dejaba propinas a los dependientes de McDonald's y Burger King. Dejaba propinas a los chicos de los peajes y a los botones de los hoteles. Por decirlo con sus palabras, era positivo.

– No veo ningún cheque -dijo agitando los papeles que le había dado. Se pasó una mano por su pelo corto, casi al estilo militar-. ¿No te habrás olvidado otra vez?

Yo había conseguido una doble venta en mi primer día de trabajo. El primero. Nadie espera que vendas nada el primer día, así que Bobby aún no me había explicado cómo funcionaba lo de la solicitud de crédito y, por tanto, no pedí a los compradores que la rellenaran. Bobby volvió conmigo a las casas de los dos compradores -era más de medianoche, y las luces estaban apagadas- y los hizo levantarse de la cama para que rellenaran debidamente sus solicitudes de crédito en bata y pijama. Yo habría preferido renunciar a las ventas, pero Bobby estaba lanzado e insistió. Claro, él podía permitirse hacer ese tipo de cosas. Tenía una expresión amigable y una risa atractiva y una forma de decir «hola» que hacía que los desconocidos pensaran que lo conocían de algo. A mí me habrían cerrado la puerta en las narices, pero con Bobby la esposa de la segunda casa hasta nos preparó un chocolate instantáneo.

Y tenía la motivación. Yo conseguía doscientos dólares por cada venta, pero Bobby sacaba ciento cincuenta cada vez que yo o alguno de los otros conseguía una venta. Por eso todos queríamos ser jefe de grupo, porque te pagaban por hacer que otros hicieran el trabajo.

Los papeles que Bobby tenía en aquellos momentos en las manos eran los de Karen y Cabrón. Le había dado los documentos equivocados. El alivio que había sentido momentáneamente al escapar del redneck desapareció. La sensación de estar bajando a toda velocidad por una montaña rusa volvió a adueñarse de mí.

– Perdón -dije. Me estaba aguantando, encogiendo los músculos abdominales para evitar que el miedo se me notara en la voz. Era como tratar de contener la sangre de una herida. Yo sabía que cuanto más tiempo pasara, cuanto más tiempo pudiera pasar llevando una vida normal, menos me acordaría de la imagen de Karen tendida en el suelo, con los ojos muy abiertos y un boquete en la frente, rodeada por un charco de sangre. Olvidaría el olor acre y metálico del aire-. Esa es la que al final no ha cuajado. -Busqué en mi cartera y saqué la documentación de la venta que sí había hecho, la de la pareja silenciosa de la caravana verde y ruinosa. La de los dos niños y los cuatro perros. La del tufillo a facturas sin pagar. Había sido coser y cantar.

Bobby le echó un vistazo, asintió con gesto aprobador.

– Tiene buena pinta -dijo antes de guardar los papeles en su cartera-. No creo que haya ningún problema para aprobarla.

Yo había perdido más de una comisión y bonificación por solicitudes de crédito que no habían sido aprobadas. Incluso perdí una muy, muy importante. En mi tercera semana en el trabajo, llamé a una puerta y me abrió un hombre huesudo, blanco como el queso de nata, con un bañador muy escaso, y calvo salvo por una franja de pelo no más ancha que la correa de un reloj. Me sonrió y dijo:

– ¿Qué vendes?

Por alguna razón intuía que la palabrería habitual no me serviría, así que fui sincero y le dije directamente que vendía enciclopedias.

– Entonces ven conmigo ahí atrás -me dijo el hombre-. A ver qué puedes hacer.

Galen Edwine, mi anfitrión, estaba en mitad de una barbacoa con otras ocho o nueve familias. Mientras los niños jugaban en la piscina desmontable, me los gané a todos… Casi veinte adultos bebiendo cerveza, comiendo hamburguesas, riéndose de mis chistes. Era como si me hubieran contratado para entretenerlos. Y cuando salí de allí, había vendido cuatro enciclopedias. Cuatro. Un gran éxito. Los grand slams existían, pero eran lo bastante raros como para ser una leyenda. Aquel día conseguí mil dólares de bonificación por el grand slam, lo que significa que en total me saqué mil ochocientos dólares.

Solo que al final no los conseguí, porque ninguna de las solicitudes fue aprobada. Ni una. Ya me había pasado antes, y me ha vuelto a pasar, y fastidia bastante, pero lo de aquel día me afectó de verdad. Tenía un grand slam en mis manos y acabó en nada. Aun así, la hazaña se difundió y, aunque al final me quedé sin comisiones, me gané cierto respeto.

– Bueno -insistió Bobby-, ¿qué ha pasado con estos? -Y levantó la solicitud de Karen y Cabrón.

Yo meneé la cabeza.

– Se echaron atrás cuando les hablé del cheque.

– Mierda, Lemmy. ¿Consigues entrar y no puedes sacarles un cheque? No es propio de ti.

Yo me encogí de hombros con la esperanza de que la conversación terminara pronto.

– No sé, las cosas han salido así.

– ¿Cuándo ha sido?

Quizá tendría que haber mentido, pero no se me ocurrió. No entendía adónde quería ir a parar con aquello.

– No lo sé. Esta noche. Hará unas horas.

Bobby estuvo mirando unos momentos la solicitud, como si buscara algún detalle olvidado.

– Volvamos. Si ha sido hace poco, seguro que puedo convencerlos.

Yo apoyé una mano en el coche para mantener el equilibrio. Meneé la cabeza. No pensaba volver a la escena del crimen. -No creo que sirva de nada.

– Vamos, Lem. Yo puedo convencerlos. ¿Qué pasa, no quieres el dinero? ¿No quieres la bonificación? Comisión más bonificación. Estamos hablando de otros cuatrocientos para ti.

– No creo que funcione, nada más. No quiero volver.

– Pues yo quiero intentarlo. ¿Dónde está Highland Road?

– No me acuerdo. -Aparté la vista.

Bobby hizo ademán de ir hacia la tienda. Supuse que preguntar la dirección al tipo que había estado a punto de darme una patada en el culo, el mismo que me había visto entrar en la casa de Karen y Cabrón, y después volver a la casa sería peor que volver directamente. Di un suspiro, le dije a Bobby que ya me acordaba del camino, y volvimos con el coche hasta la caravana. Solo estaba a unos minutos por aquellas calles silenciosas, pero pareció que tardábamos una eternidad en llegar, y a la vez muy poco. Bobby detuvo el coche junto al bordillo, se apeó y cerró la puerta tan fuerte que pestañeé.

La caravana parecía tranquila. Espeluznantemente tranquila. Como un faro de quietud en medio del océano de los estridentes sonidos de los insectos. Ninguna caravana me había parecido nunca tan callada como aquella. En algún lugar, no muy lejos, un perro ladró… un ladrido imperioso que los perros reservaban para cuando un sospechoso de asesinato andaba cerca.

Bobby se dirigió hacia la caravana, subió los tres escalones agrietados de hormigón y llamó al timbre.

Yo miraba arriba y abajo de forma compulsiva. Un Datsun viejo pasó por una calle perpendicular poco más allá. ¿Había aminorado para mirarnos? Era difícil decirlo.

Bobby volvió a llamar al timbre y esta vez se apoyó contra la puerta mosquitera y golpeó con suavidad bajo la mirilla, si es que es posible golpear con suavidad. Y a mí se me ocurrió que si los despertaba no iban a firmarle ningún cheque.

Desde los escalones, Bobby se inclinó para mirar por el cristal de la ventana de la cocina. Estaba convencido de que entraría como fuera.

– Dios -dijo-. O no están en casa o están muertos.

Yo me reí, y entonces me di cuenta de que no había dicho nada divertido y me callé. Volvimos al Cordoba y me instalé en el asiento del acompañante. Nos dirigimos al punto donde teníamos que recoger a otro de los vendedores. Yo respiraba con miedo y con una indescriptible sensación de alivio.

El aire acondicionado era insuficiente y traté de encogerme contra el frescor del cuero del asiento. Quería desmayarme, quería llorar y, en cierto modo, quería que Bobby me abrazara. Pero Bobby estaba ocupado intentando sintonizar una emisora en el dial, y finalmente lo dejó en una en la que cantaban los Blue Oyster Cult. No sé por qué, pero la insistencia de la canción en que no temiera a la muerte no me hizo sentirme mucho mejor.

– Una venta no está mal -dijo, pensando tal vez que necesitaba que me subieran la moral-. No está mal para un día de trabajo. Aunque una doble es mejor, ¿no?… ¿Sí? Mañana seguro que lo consigues. Eres un as, Lem. Lo estás haciendo muy bien.

Si no me hubiera sentido tan aturdido por el doble asesinato, seguramente las palabras positivas de Bobby me habrían animado. Yo detestaba anhelar de aquella forma sus elogios, como si ser un buen vendedor, como si vender una enciclopedia a unas personas que nunca la usarían y que no podían permitirse comprarla fuera algo que mereciera unas palmaditas en la cabeza.

Buen perro, Lem. Pero me encantaba. Había dos personas muertas, con un agujero en la cabeza, con sus sesos y su sangre salpicados por el linóleo, y yo halagado por las palabras de Bobby.


Los otros tres chicos del equipo de Fort Lauderdale -Ronny Neil, Scott y Kevin- subieron uno a uno al asiento de atrás, cada uno en su parada. Todos me miraban con resentimiento porque Scott estaba gordo y no comulgaba con la imagen convencional de la higiene personal, así que los tres iban bastante apretados. En cambio yo iba la mar de cómodo, respirando un aire relativamente agradable.

Kevin era un tipo reservado, más bien bajo y recio, pero afable. Era fácil olvidarse de su presencia incluso en los trayectos largos. Se reía de los chistes de los demás, pero él nunca contaba ninguno. Siempre estaba de acuerdo cuando alguien decía que tenía hambre, pero seguramente se habría muerto antes que sugerir que paráramos a comer algo.

En cambio, Ronny Neil y Scott no eran tan tímidos. Habían empezado juntos y eran como compañeros de un mismo pueblo que se han alistado en el ejército y han sido destinados al mismo pelotón. Por lo que había visto, su amistad consistía en que Ronny Neil le diera collejas a Scott y le llamara gordo.

Ronny Neil se consideraba extraordinariamente guapo, y tal vez lo era. Tenía unos rasgos muy marcados y grandes ojos marrones, el tipo de ojos que yo creía que a las mujeres les gustaban. Pelo liso y de color de paja que le llegaba hasta los hombros. Musculoso, y aunque en nuestro trabajo no quedaba tiempo para hacer pesas, alguna vez lo pillé haciendo flexiones y abdominales en la habitación del motel. En aquella época yo me las ingeniaba para levantarme temprano y salir a correr un poco antes de la reunión de la mañana, y Ronny Neil me decía que levantara pesas en vez de hacer aquel deporte de chicas. Aunque por lo bajo musitaba que si hay una cosa que tiene que saber hacer un judío es correr.

Cada vez que paraba a recoger a alguno de los chicos en la tienda que habíamos acordado, Bobby se apeaba, se iba con él a la parte de atrás y abría el maletero para que los otros no oyéramos la conversación. Y, cuando subían, no podías preguntar si habían conseguido una venta o no. No podías preguntar cómo les había ido. No podías hablar de nada de lo que te había pasado ese día, a menos que no tuviera nada que ver con las ventas. Bobby y los otros jefes no podían evitar que los chicos hablaran. Si alguien conseguía una venta triple o un grand slam, o una doble, a la mañana siguiente todo el mundo se había enterado, pero no podías decirlo en el coche.

Aquellas normas no parecían concernir a Ronny Neil, que no sabía tener la boca cerrada, ni en cuanto a ventas ni sobre cualquier otro asunto. Ronny Neil tenía un año más que yo y había ido a un instituto que estaba en la otra punta del condado, así que no lo conocía. Pero la maquinaria de los rumores me había hecho llegar algunos detalles interesantes. Según decían, había sido un buen lanzador en el equipo de rugby del instituto, pero él estaba convencido de que era buenísimo y de que le darían una beca como jugador. Al final, la única oferta que recibió fue la de una universidad de Carolina del Sur, históricamente negra, que estaba interesada en diversificar su población estudiantil. Ronny Neil se fue muy ofendido y regresó al final de su primer año con la beca revocada. Aquí los detalles son algo confusos. Lo echaron porque no pudo mantener sus notas, porque se vio implicado en un sórdido escándalo sexual que la universidad deseaba acallar por todos los medios, o -y este era mi favorito- porque no fue capaz de callarse la palabra «negrata» ni siquiera cuando los alumnos negros le superaban en una proporción de trescientos a uno.

Cuando volvíamos al motel, él siempre nos hablaba de sus ventas y compartía con nosotros algunos de los incidentes más inverosímiles de su colorida vida. Nos contó que durante un tiempo lo habían cogido como bajista de Molly Hatchet, que le habían pedido que se alistara en los SEAL de la Marina, que le había metido mano a Adrienne Barbeau después de la boda de su primo -aunque nunca quedó muy claro qué hacía una estrella de cine en la boda del primo de Ronny Neil-. Y contaba estas historias con tanta seguridad que a veces me preguntaba si no tendría yo una imagen deformada del universo. ¿Es posible que viviera en un mundo en el que Adrienne Barbeau dejara que le metiera mano un imbécil como Ronny Neil Cramer? No parecía muy probable, pero, claro, ¿cómo podía estar seguro?

Aunque también alardeaba de cosas que sí eran ciertas. Como la última vez que estuvimos en Jacksonville y robó una llave maestra de uno de los carritos de la limpieza y se coló en media docena de habitaciones, y robó cámaras, relojes y dinero en metálico de las carteras. El tipo se moría de risa cuando vio a Sameen, el propietario indio, defendiendo a su mujer -que era la que se encargaba de la limpieza- de la acusación de ladrona. Nos dijo que el año anterior, antes de las elecciones, se había puesto traje y corbata y fue por todas partes pidiendo donativos para la campaña del partido Republicano. Hacía que la gente extendiera los cheques a nombre de «R. N. C», y luego él completaba el apellido. Y en los sórdidos bancos de la Autopista Federal no tenían problemas para hacer efectivos los cheques a nombre de R. N. Cramer.

Esa noche estaba hablando de una pelirroja que no había dejado de insinuársele mientras su marido miraba con impotencia.

– ¿Seguro que no era el marido el que te quería? -pregunto Scott, y las palabras salieron en forma de un escupitajo chillón a causa del marcado defecto de pronunciación que tenía.

– Cí, ceguro -dijo Ronny Neil. Y le dio un manotazo en la oreja-. Hueles peor que un montón de mierda, lengua-rota.

Para ser alguien a quien acababan de insultar, golpear e imitar a causa de un defecto en el habla, Scott se lo tomó muy bien. Sentí un ramalazo compasivo de rabia por una persona a la que no podía soportar.

– ¿Cómo sabes cómo huele un montón de mierda si no te has acercado a olerlo? -preguntó Scott sabiamente.

– Imbécil, cómo huele un montón de mierda porque eztoy centado al lado de uno. -Aun así, Ronny Neil miró para otro lado, abochornado ante la facilidad de respuesta de Scott.

Cuando llegamos al motel, atravesamos el aparcamiento principal, situado entre dos zonas de aquel complejo de dos pisos en forma de L. Allí estaban los coches de los perdidos, los errantes, los que se habían quedado sin gasolina, los fatigados, gente que había dejado sus sueños en el norte o el oeste y que ahora estaban deseando que su vida cobrara sentido a partir de algo tan simple como la ausencia de nieve. A la luz del día, los edificios eran de color verde claro y turquesa, una sinfonía cromática de Florida. Por la noche parecían desoladoramente grises.

Entramos en la habitación del Jugador. Su verdadero nombre era Kenny Rogers, así que lo del apodo había sido deprimentemente inevitable, aunque nosotros hablábamos como si fuera el summum del ingenio. Según me parecía entender, el Jugador no era el propietario de la empresa que tenía el acuerdo con Enciclopedias Champion, pero ocupaba un puesto importante. La cadena de mando quedaba perdida en una maraña de cargos -intencionadamente, sospechaba yo-, pero una cosa sí sabía: cada enciclopedia que se vendía reportaba dinero al bolsillo del Jugador.

Seguramente tendría cincuenta y tantos, aunque aparentaba menos. El pelo blanco y algo largo le daba un aire angelical, y tenía una de esas sonrisas espontáneas que le convertía en un as de las ventas. Cuando hablaba contigo te miraba directamente a los ojos, como si fueras la única persona en el mundo. Sonreía a todos con una especie de afecto, y las arrugas que rodeaban sus ojos se marcaban con buen humor. «Un jodido vendedor nato», lo había llamado Bobby. Aún vendía puerta por puerta dos o tres días por semana, para mantenerse en forma, y corría el rumor de que hacía más de cinco años que no perdía una venta.

Cuando entré, el Jugador aún no había llegado. Siempre era el último en aparecer, y entraba como una estrella de cine. Ronny Neil y Scott estaban en el rincón, hablando bien fuerte del camión que el primero tenía y de lo grandes que eran las ruedas. Y que un poli le había parado por conducir demasiado deprisa pero le dejó marchar porque se quedó prendado de los neumáticos.

Finalmente, el equipo de Gainsville del Jugador entró con el aire de superioridad y las maneras propias del séquito de un rey. El Jugador conducía una furgoneta, lo que significaba que su equipo era grande -nueve personas en total-, aunque solo había una mujer. Aquel oficio era especialmente duro para las mujeres, e incluso las buenas no duraban más de dos o tres semanas. Raro era el equipo en el que había más de una mujer. Las largas horas caminando por calles desiertas, el hecho de tener que entrar solas en casa de desconocidos, los clientes lascivos y las insinuaciones de los otros vendedores hacían estragos entre ellas y, con gran pesar, yo tenía la sospecha de que aquella tampoco duraría. A pesar de eso, no había dejado de pensar en ella desde que apareció el fin de semana anterior.

Chitra. Chitra Radhakrishnan. Durante aquella semana me había descubierto varias veces pronunciando su nombre en voz alta solo por el placer de oírlo. El nombre me sonaba un poco como su acento. Suave, melodioso, lírico. Y era guapa. Sorprendente. Mucho más que ninguna mujer a la que yo me considerara con derecho a admirar, aunque fuera de lejos. Alta y delicada, con piel de color caramelo, pelo negro recogido en una cola de caballo y ojos grandes del color del café con leche desnatada. Los dedos eran largos y afilados, rematados con un llamativo pintaúñas rojo, y llevaba montones de anillos de plata, incluso en el pulgar, cosa que yo no había visto nunca.

Apenas la conocía, solo había charlado una vez con ella, pero sus palabras me habían resultado electrizantes. A pesar de todas estas cosas, no habría sabido decir por qué me había cautivado. Había otras mujeres en el grupo, aunque no muchas, y, en el sentido más objetivo de la palabra, las había mucho más guapas, pero nunca me había dado por enamorarme de ninguna.

Tuve que plantearme la posibilidad de que fuera porque era extranjera. Quizá el hecho de que fuera hindú en medio de tantos blancos la convertía en una inadaptada y por tanto en alguien inaccesible. O quizá, a pesar de su belleza, que era mucha, había algo de torpeza en ella, la manera de andar, la forma ausente y modesta con que ladeaba la cabeza al hablar.

Fuera lo que fuese, yo no era el único que la admiraba. Incluso Ronny Neil, que se quejaba amargamente de sus interacciones diarias con la escoria extranjera, no podía apartar los ojos de ella. Se levantó y se le acercó, así, sin más. Y las palabras le salieron como si nada. Lo único que pude oír fue «Hola, niña», y Chitra le sonrió como si le hubiera dicho algo por lo que valiera la pena sonreír.

Sentí una ira reconfortante… reconfortante por su familiaridad y porque no tenía nada que ver con el asesinato, que durante unos momentos quedó aparcado en algún rincón de mi mente. Entiendo que a Ronny Neil le gustara Chitra. Era guapa. Para él eso era suficiente. Pero ¿por qué se dignaba ella dirigirle siquiera la palabra? Sin duda, era la antítesis de Ronny Neil, con su timidez y su modestia, sus miradas escépticas al Jugador, la bondad que irradiaba del mismo modo que Ronny Neil irradiaba maldad.

Apenas la conocía, pero estaba convencido de que era inteligente y razonable, y sabía que era de la India. Vivía en Estados Unidos desde los once años -me lo había dicho en una breve conversación que conseguí mantener con ella el sábado anterior, por la noche-, pero seguía siendo una extranjera. Hablaba bien el inglés, porque antes de venir había estudiado, pero lo hacía con la misma formalidad que muchos extranjeros, como si siempre estuviera tropezando con algo, siempre estuviera tomando decisiones, preocupada por posibles errores.

Para mí, el hecho de que fuera extranjera incrementaba las posibilidades de que no fuera capaz de reconocer la estupidez que burbujeaba en el interior de Ronny Neil. No creo que tuvieran rednecks en Uttar Dinajpur, el sitio de donde me dijo que venía. Tendrían sus propios gilipollas, claro, típicos de Uttar Dinajpur -gilipollas que sacaran estúpidas banderas cuando entraban en un bar o un restaurante de Uttar Dinajpur-, pero para un estadounidense seguro que sería difícil reconocerlos por lo que eran. Chitra era lista, y aun así es posible que Ronny Neil fuera totalmente ininteligible para ella. Y por eso yo no le quitaba el ojo de encima. Para protegerla.

Ronny Neil se sentó junto a ella y empezaron a charlar en voz baja. No poder oír lo que decían me ponía furioso y por un momento se me ocurrió acercarme e instalarme entre los dos. El problema es que eso me habría hecho parecer ridículo y desesperado, y mi situación habría empeorado considerablemente.

Por el momento, preferí quedarme donde estaba. La semana antes, después de beberme dos latas de cerveza, había logrado reunir el valor para sentarme junto a ella y presentarme de modo informal. Ella escuchó mis consejos de vendedor, se rió de mis batallitas con una risa espontánea, contagiosa, casi convulsiva, que brotaba con una ligera sacudida del tronco. Y me habló de las novelas que le gustaban, de que cuando acabara el verano empezaría a estudiar en Mount Holyoke, donde había decidido hacer una doble especialidad en filosofía y literatura contemporánea. Le encantaba vivir en Estados Unidos, pero añoraba la música de la India, la comida callejera, las docenas de variedades de mango que había en los mercados. La conversación fue maravillosa, prometedora, pero no me lancé hasta casi las dos de la mañana, y apenas había conseguido superar el nerviosismo inicial cuando la chica anunció que necesitaba dormir un poco.

La vi a la mañana siguiente, pero me limité a sonreír educadamente y decir buenos días para no demostrar que me gustaba. Ahora estaba muy quieto, mantenía la mirada apartada tanto como podía y entonces lanzaba alguna miradita. Y al final me quedé mirando cómo hablaban mientras trataba de no recordar los dos cadáveres que había visto esa noche. Aunque en realidad lo de «cadáveres» sonaba un poco aséptico. La verdad es que no había visto dos cadáveres. Había visto a dos personas vivas que se convertían en cadáveres. Eso tendría que haber bastado para apartar mi pensamiento de Chitra, de la curva grácil de su cuello, del canalillo que se insinuaba por el escote de su blusa blanca. Tendría que haber bastado, pero no fue así.

Entretanto, el Jugador ya había empezado a hablar. Había dicho algo sobre la importancia de la actitud, sobre el hecho de que la gente estaba deseando comprar lo que nosotros vendíamos.

– Oh, sí, amigos míos -exclamó. Tenía el rostro sonrojado, pero no por el esfuerzo, sino con el rubor propio de la plenitud-. Los veo ahí fuera cada día. Ante sus casas, con sus piscinas de plástico, sus triciclos y sus estatuas de niños negros. Sabéis lo que son, ¿verdad? Son cutres. Quieren comprar algo. Sus ojos ávidos no dejan de buscar, y piensan «¿Qué puedo comprar? ¿En qué puedo gastar mi dinero que me haga sentirme mejor?» -El Jugador hizo una pausa, se desabrochó el botón de su camisa azul y se aflojó el nudo de la corbata con un dedo, como el cómico Rodney Dangerfield en su programa No respect-. Porque, veréis, ellos no entienden lo que es el dinero. Vosotros sí. Quieren deshacerse de él. Quieren que lo tengáis vosotros. ¿Sabéis por qué? Porque está bien tener dinero. ¿Conocéis esas canciones? Ya sabéis, esas que dicen que el dinero no importa. Solo el amor es importante. Sí, eso mismo. El amor. Encuentras a tu amor especial y, mientras podáis estar juntos, lo demás no importa. Podéis vivir en una choza ruinosa, tener un coche viejo y hecho polvo, pero no importa, porque os queréis. Qué bonito.

Y entonces lo hizo. Extendió los brazos, como si estuviera a punto de abrazar a un oso y se quedó en esa pose. No lo hacía en cada sesión, ni siquiera cada fin de semana, pero ya le había visto hacerlo tres o cuatro veces. Era de lo más teatral, pero a la gente le encantaba. Todos se pusieron a aplaudir y a vitorearlo, mientras él se mantenía en aquella posición durante veinte o treinta segundos. Luego siguió con el discursito.

– Sí -dijo-, muy bonito. Pero lo que no dicen esas canciones es lo que pasa cuando el tipo de un barrio más acomodado pasa con su Cadillac nuevo de camino a su bonita casa y le guiña un ojo a tu mujer enamorada que está plantada delante de su casita ruinosa. Entonces el coche hecho polvo no te parece suficiente.

»La gente a la que vendemos está buscando algo. Y vosotros también. Están buscando lo que vosotros podéis darles… la sensación de estar haciendo lo correcto. Señor, es tan bonito… ¿Creéis en Dios? Porque tendríais que darle las gracias ahora mismo por haberos permitido encontrar este trabajo que os permite ayudar a otros mientras os ayudáis a vosotros mismos.

Y siguió con lo mismo durante otra media hora. El Jugador conseguía que los que habían logrado hacer una venta se sintieran como reyes, y los que no, estuvieran deseando salir allá afuera y volver a intentarlo. Aquel hombre tenía una energía increíble que yo veía y entendía, pero me dejaba indiferente. Allá donde los demás se alimentaban de su entusiasmo, yo veía mezquindad, como si no fuera el dinero sino la ira la que le permitía seguir adelante. Yo veía a un hombre dispuesto a robarle alegremente la pobre esposa enamorada a un hombre pobre pero enamorado por el simple placer de hacerlo.

– Bueno, hay otra cosa -dijo el Jugador a la chusma. Estaba sin aliento, ligeramente encorvado, y respiraba hondo-. Acabo de enterarme de que podría haber un periodista interesado en nosotros. No conozco los detalles, pero esa persona quiere estudiar de cerca lo que hacemos. Es posible que incluso esté ya entre nosotros. Así que dejad que os diga una cosa, amigos. Un titular como «Vendedores de enciclopedias llevan el conocimiento y abren posibilidades a familias necesitadas» no vende tanto como «Vendedores de enciclopedias engañan al consumidor». Por mucho que cueste creerlo, así es como quieren mostrarnos. Así que, si un periodista se acerca a alguno de vosotros, no quiero que le digáis nada. «Sin comentarios.» ¿Me habéis oído? Averiguad cómo se llama, para quién trabaja, y si podéis conseguir una tarjeta de visita y traérmela, mejor. ¿Estamos todos de acuerdo?

– ¡Sí! -corearon todos con voz atronadora.

– Esa gente quiere que dejéis de ganar dinero y que nuestros clientes no tengan acceso al conocimiento. No sé qué problema hay, pero mientras yo sea el responsable de este grupo, seguiremos haciendo del mundo un lugar mejor y de paso ganaremos mucho dinero.

Después de la reunión, todos salimos hacia la piscina, como hacíamos todas las noches.Yo me movía entre los demás tratando de no perder de vista a Chitra. Oí que le decía algo a Ronny Neil y se iba. Él vaciló y la siguió, aunque me dio la impresión de que no iban juntos.

Junto a la piscina, los jefes de equipo cogían cajones de cerveza y los metían en las neveras. Alguien sacaría una radio o un casete. Si a la gente de las otras habitaciones les molestaba el ruido, nunca dijeron nada.

Yo siempre me unía al grupo, al menos durante un rato, pero aquella noche no estaba de humor. Necesitaba estar solo. La reunión había sido una tortura, pero al menos me había servido para distraerme un poco. Ahora que volvía a estar solo, necesitaba marcharme. No estaba de humor para conversaciones insustanciales y chistes estúpidos. Tenía miedo de echarme a llorar si me tomaba una o dos cervezas.

Volví a mi habitación. Había dos camas para cuatro personas. Ronny Neil quería una para él solo, y Scott y Kevin dormían juntos, lo que significa que yo tenía que dormir en el suelo. La habitación no la pagábamos nosotros, así que no podía quejarme. Era difícil saber en qué medida se debía a la habitación y en qué medida a los inquilinos, pero el caso es que cuando entré el olor a humedad, a sudor, a cigarrillos y a cerrado fue como una bofetada. Aun así, la sensación de soledad e intimidad me reconfortó.

Me senté un momento, con la vista clavada en la pantalla vacía y gris del televisor. Quizá dirían algo de los asesinatos. Quizá debería encenderla. Seguí mirando, pensando con miedo en lo que podría ver o dejar de ver, y entonces, en un arrebato de valentía, me levanté y la encendí.

Las noticias de la noche ya habrían terminado, pero supuse que, si había un asesinato, las cadenas locales aprovecharían para utilizar su equipo normalmente inútil. Nada. Ni coches de policía ni helicópteros sobrevolando la caravana. Me senté en el borde de la cama, con las manos apretadas contra la colcha raída, que olía a ceniza y loción para el afeitado, y mis ojos desenfocados miraron a Johnny Carson, que se reía histéricamente ante Eddie Murphy. En realidad no tenía ni idea de qué o a quién estaría imitando Eddie Murphy, pero la risa de Johnny Carson me tranquilizó. ¿Es posible que hubiera presenciado un crimen en un mundo lleno de risas como la de Carson?

Ojalá hubiera podido dudarlo, pero había demasiados interrogantes. Así que abrí el cajón de la mesita de noche y saqué la guía telefónica para buscar Oldham Health Services. No había nada en las Páginas Amarillas, ni en las Páginas Blancas de empresas. Lo cual no demostraba nada. Podía estar razonablemente cerca pero pertenecer a otro condado, y si no sabía dónde estaba, difícilmente podía encontrar el número y llamar para preguntar quiénes eran y… ¿y qué? ¿Si conocían a un tipo que se llamaba Cabrón? No me apetecía nada tener una conversación como aquella.

Me levanté y miré por la ventana, apartando la gruesa cortina marrón a un lado y tratando de no toser por el polvo. Habría unas treinta personas allí afuera. El sonido de la música y las risas me llegaba a través de la ventana. Apagué un momento el aire acondicionado para poder oír algo. Lo único que reconocí fue el cascabeleo optimista de «Walking on Sunshine». Aquella canción sonaba por todas partes aquel verano y, aunque yo la detestaba, no se puede negar que era muy pegadiza. Anunciaba alegremente que en algún lugar la gente se estaba divirtiendo. Seguramente en todas partes. Y seguramente era una diversión estúpida y entumecedora, pero seguía siendo diversión. Y estar sentado en la habitación de un motel que olía a tabaco y tenía pegotes de semen seco en la moqueta, tratando de decidir si realmente había visto asesinar a dos personas aquella noche, era muchísimo menos divertido que caminar bajo el sol junto a la piscina, beber cerveza aguada y hasta puede que flirtear con Chitra.

Volví a mirar por la ventana y vi a Chitra, sentada en el borde de una silla reclinatoria, de las que utilizaban los bañistas de todo el país -y de todo el mundo, por lo que había oído- para ponerse morenos. Sus dedos largos, con anillos de plata y las uñas pintadas de rojo, sujetaban una cerveza. Al igual que los otros, Chitra aún llevaba puesta su ropa de trabajo, en su caso, unos pantalones anchos y negros y una blusa blanca. Parecía una camarera. Una bonita camarera.

El hecho es que en enero yo cumplía dieciocho y aquel asunto de la virginidad empezaba a preocuparme. No de esa forma que te empuja a visitar el puticlub, pero sí haciendo que me sintiera como si la vida pasara de largo. Era como si la gente que conocía estuviera invitada a una fiesta a la que a mí no se me permitía entrar. Oía la música, las risas y el tintineo de las copas de champán, pero no podía entrar.

Desde mi habitación veía el rostro sonriente de Chitra. Era una risa amplia, espontánea y desinhibida. Chitra era de esas chicas que no comprenden del todo el efecto que una chica guapa tiene en los hombres, y por eso creía que el mundo era mejor de lo que es. La brutalidad de gente como Ronny Neil era invisible para ella, no solo porque no habría reconocido a un redneck ni aunque lo hubiera visto derrapando con su cuatro por cuatro en su jardín, sino porque con ella no se portaban como gilipollas. No la insultaban, no la avasallaban ni le hacían sentir que estaba a punto de recibir una monumental patada en el culo. No, con ella tartamudeaban, le decían lo guapa que estaba, le cedían su asiento, le ofrecían un trozo de Kit Kat. Y, por un momento, sentí envidia… no de los que estaban cerca de Chitra, sino de Chitra y el bonito y fantástico y protegido universo en el que vivía.

En aquel momento echó la cabeza hacia atrás y soltó una risa tintineante, tan estridente que pude oírla a pesar de la distancia, a través del cristal, por encima de la música. Estaba con un grupo de gente. Marie, de la oficina de Jacksonville, una pareja de Tampa, y Harold, de Gainesville, del que sospechaba era mi rival.

Al principio no reconocí al tipo que la había hecho reír. La sombrilla de la mesa estaba abierta en un ángulo extraño. Por la ropa vi que no se trataba de Ronny Neil y, de todos modos, Ronny Neil no era muy divertido. Podía contar algunos chistes guarros o racistas en el coche, pero eran bastante idiotas, y solo Scott se reía. No, sus chistes no harían que Chitra echara la cabeza hacia atrás y riera de aquella forma.

Y entonces vi al gracioso. Alto, delgado, vaqueros negros, camisa blanca abotonada hasta arriba, pelo más blanco que la camisa, de punta.

Era el asesino. Chitra estaba hablando con el asesino.

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