36

Doe se acercó al taxi lentamente, relamiéndose. Se lo estaba pasando en grande. Durante un momento miró fijamente al taxista.

– ¿Sabe que conducía demasiado rápido?

– No, señor, no es verdad. Estoy en una zona de setenta y circulaba a setenta.

– Iba a setenta y tres.

El taxista se rió.

– Tres kilómetros. ¿Me va a multar por eso?

– Mire -dijo Doe-. Ese es el límite. El límite no es una indicación aproximada, es el límite. La velocidad que no debe superar y que preferiblemente no debe alcanzar.

– Eso no es verdad -dijo el taxista.

– Vaya a los tribunales. -Y le sonrió.

Doe volvió a su coche y escribió la multa. Volvió y se la entregó.

– Le aconsejo que no vuelva a conducir a esa velocidad en este municipio.

El taxista no dijo nada.

– Ah, por cierto, ¿sabía que lleva a un criminal buscado en el asiento de atrás? -Dio unos toquecitos en el cristal con los nudillos-. Eh, amigo. Estás arrestado.


Al menos esta vez no me esposó. Se limitó a hacerme subir a la parte de atrás de su coche. Todo había salido fatal. Yo no dejaba de decirle al taxista que llamara a la policía y él me decía que aquel hombre ya era la policía.

– La policía del condado -dije yo-. Llame a la agente Toms del departamento del sheriff y dígale que este individuo me ha detenido.

– Mira, no sé qué quieres, chico -dijo el taxista cuando Doe se me llevaba.

– Ya se lo he dicho -grité, pero Doe me dejó encerrado en su coche, volvió a cruzar unas palabras con el taxista, y me dio la impresión de que mi mensaje no llegaría a su destino.

Y ahí estaba yo otra vez, en la parte de atrás del coche de Doe, que olía a patatas fritas rancias, Yoo-hoo y sudor, mirando por la ventanilla, observando la maleza de las parcelas vacías. El aire acondicionado casi ni se notaba, y el sudor me caía a chorros por los costados.

Tampoco es que importara gran cosa, seguramente no tardaría en estar muerto. Consideré esta idea con serenidad, aunque quizá «serenidad» no sea la palabra. Resignación, más bien. Consideré las diferentes posibilidades -que Doe me arrestara, me interrogara, me entregara al Jugador, me torturara, me dejara marchar, todas-, pero siempre llegaba a la misma conclusión inevitable: lo más probable es que me matara. Evidentemente, había razones que lo desaconsejaban -que Aimee Toms estaba pendiente de la situación y demás-, pero si Doe me mataba y se deshacía del cuerpo parecería que había huido. Y eso era lo que quería hacer. Mientras no encontraran el cuerpo, Doe estaría a salvo.

Así que no intenté convencerme de que todo iría bien. No lo creía. Es más, me parecía altamente improbable que todo fuera bien. Sin embargo, sentía una especie de calma, como la que debe de experimentar un soldado antes de lanzarse a una batalla desesperada, o un piloto cuando sabe que le han dado y que se estrellará sin remedio. Sí, allí estaba. Y me iba a estrellar.


Doe me llevó a la granja de cerdos. No fue ninguna sorpresa. Aparcó en la parte de atrás, para que nadie viera el coche, y entonces me hizo salir y me empujó hacia el edificio, sin esposar.

Quizá tendría que correr, pensé. Ya le había dejado atrás una vez, y el hombre caminaba con dificultad, con las piernas muy separadas, muy lento. Pero había demasiado espacio abierto y estábamos demasiado lejos para que nadie pudiera verme ni oírme. Sería un blanco fácil para Doe si decidía dispararme. Una persona más lanzada habría tratado de reducirle, pero yo sabía que eso solo podía acabar mal. Así que dejé que me empujara, esperando una oportunidad, rezando para poder escapar o al menos para conservar mi dignidad.

Doe sacó unas llaves y metió una en el candado. Cuando la puerta se abrió, un golpe de calor y hedor nos saltó a la cara. Yo pestañeé, pero Doe no. Él ya estaba acostumbrado, pensé. O le daba igual.

Me empujó y siguió empujándome por los estrechos pasillos que separaban los cubículos. Yo ya había estado allí, claro, pero esta vez, bajo la escasa luz de la granja, oyendo aquellos gruñidos débiles y desesperados, sentí una compasión distinta y más aguda. Quizá me identificaba con los cerdos. Los animales reculaban a nuestro paso, y el lento movimiento de los ventiladores creaba un efecto estroboscópico sobre sus cuerpos.

Hacia la parte central de la nave, en uno de los cubículos había una silla de madera de las que podías encontrar en las viejas escuelas desde los años cincuenta o antes. Yo las había visto en mi instituto: una aberración entre plástico y metal que destacaba como un neardental entre cromañones.

Doe abrió la puerta, me hizo entrar de un empujón y echó de nuevo el cerrojo conmigo dentro. Había algo cómico en aquello. La puerta no tendría ni metro y medio de altura, no me habría costado gran cosa saltarla, pero, claro, es que era para los cerdos. Me pareció una indignidad que Doe no creyera que necesitara más barreras que los cerdos.

– Muy bien -dijo-. Parece que de momento no vas a ningún sitio, así que he pensado que podíamos tener una charla.

– Buena idea -concedí. Mi voz vaciló, pero en aquellas circunstancias me pareció que me hacía el duro bastante bien. Hasta notaba cierto placer, cierta satisfacción, al hacerme el gallito. Ahora entendía por qué la gente hacía esas cosas.

Doe me estudió un momento.

– Lo que seguramente ya sabes es que quiero saber dónde está mi dinero.

– Lo imaginaba -dije yo.

– Lo supongo. Bueno, ¿dónde está?

– No lo sé. -Meneé la cabeza.

– Lo curioso de los cerdos es que se lo comen todo. Y les encanta el sabor de la sangre. Les encanta. Y estos no comen muy bien últimamente, así que estarán hambrientos. Si te ato la pierna a la pata de esa silla y te hago un corte, se tirarán sobre ti como una manada de tiburones. Meterán sus morros en la herida, y la abrirán más y más. Y cuando quieras darte cuenta, la pierna ya no estará. Pero ellos seguirán comiendo. Son como pirañas terrestres. ¿Te has preguntado si notarías cómo los cerdos se te comen las tripas si consigues sobrevivir a lo de la pierna?

– Pues no, no lo había pensado.

– Yo sí, siempre me pregunto cómo sería verlo. Si no recupero mi dinero, a lo mejor tengo esa oportunidad.

Respiré hondo.

– Escuche, no sé qué pasa aquí. Sé que usted y el Jugador tienen algún negocio, y que seguramente Cabrón y el del traje de lino también estaban metidos…

– Pues a mí me parece que sabes bastante.

– Solo sé lo que le he dicho. Mire. Sé que Cabrón está muerto y el tipo de Corrupción en Miami también. En mi opinión, su dinero o se ha perdido o solo puede tenerlo una persona: el Jugador.

Doe reflexionó un momento.

– Ya lo había pensado, pero dice que tú le dijiste que me habías visto rondando por la caravana cuando mataron a Cabrón. Querías que él pensara que yo me había llevado el dinero, y eso significa que nos has estado engañando a los dos.

– Yo no tengo nada que ver con esto. Solo quiero salir vivo de este fin de semana. No tengo ningún interés en denunciarle ni nada por el estilo. Deje que me vaya.

Doe se rió.

– No, señor, no hasta que descubra lo que ha pasado con el dinero. Vamos, dime, ¿qué os traíais entre manos tú y Cabrón?

– Nada. No le conocía de nada hasta que llamé a su puerta la otra noche.

– No me lo creo. Había algo entre vosotros. Y has estado preguntando por él. Hasta esos idiotas de la policía del condado creen que os traíais algo entre manos. Si no hubiera convencido a uno de los vecinos de Karen para que llamara y dijera que están vivos, aún te tendrían allí.

Él había llamado. Yo pensaba que era Melford quien me había rescatado, pero era Doe.

– Uau, bueno, gracias.

– Mira, sé que le conocías y que tramabais algo. Algo relacionado con el dinero que ha desaparecido. ¿Me lo vas a contar o qué?

Fue entonces cuando comprendí que Melford estaba detrás de todo aquello. Él lo había planeado todo. Las huellas en el arma, que decía que no utilizaría. Mandarme a preguntar por Cabrón en Meadowbrook Grove para que hubiera testigos que declararan que me habían visto haciendo preguntas sobre alguien que sospechaban que estaba muerto. ¿Era posible que también hubiera dispuesto las cosas para que yo pasara vendiendo por la caravana de Karen? No, no podía ser, pero Melford era un genio. Con él todo era posible.

Había pensado que era mi amigo por querer ayudarme a recuperar el talonario, pero, siendo como era tan meticuloso, seguro que se habría deshecho de él después de matar a las víctimas. Y aquella incipiente amistad con Desiree tampoco me parecía plausible. Habían congeniado enseguida, y eso a pesar de que ella trabajaba para B. B. Gunn. No, no a pesar de, sino a causa de. Melford no dejaba de decirme que me olvidara del dinero. Ahora ya sabía por qué… porque lo tenía él. Había sido un idiota. Y toda aquella palabrería sobre el sistema de prisiones, los derechos de los animales y la ideología no era más que una pantalla de humo. ¿Por qué no le había hecho caso a Chitra? Ella se había dado cuenta enseguida, yo no.

Algo cambió en mi interior. Estaba dispuesto a comportarme dignamente ante la adversidad frente a un policía psicópata, pero no sabiendo que había sido víctima de un engaño. No permitiría que Melford se saliera con la suya. Sí, puede que Doe fuera repugnante, pero Melford era diabólico.

– Muy bien -dije-. Creo que ya lo sé. Creo que ya lo entiendo. Está ese tipo tan raro, alto y con el pelo blanco. Melford Kean. Él lo preparó todo. Él mató a Karen y a Cabrón y se llevó el dinero, y durante estos dos días ha arreglado las cosas para que parezca que fui yo. Pero fue él. Tiene que haber sido él. Mire, usted no me cae bien, y no quiero ayudarle, pero ese tipo me ha jodido, así que le ayudaré a cogerle y a recuperar su dinero. Lo único que tiene que hacer es dejar que me vaya.

– Vale, así que el tal Melford tiene la pasta -dijo Doe.

– Eso es.

– Y tú me ayudarás a encontrarle.

– Le ayudaré.

– Y cuando le encuentre, ¿recuperaré mi dinero?

– Sí. No creo que sea tan difícil de entender.

– Entender las palabras no es difícil -dijo Doe-. Pero ¿por qué iba a creerme una historia tan idiota?

– ¿Por qué no? -pregunté, casi suplicando.

Estaba convencido de que aquello podría salvarme, o al menos me permitiría ganar tiempo para que Aimee Toms acudiera al rescate o se me ocurriera alguna cosa.

– Pues, sobre todo -me explicó Doe-, porque Kean trabaja conmigo.

Y Melford salió de las sombras y se acercó, sonriendo.


– ¿De verdad te parezco raro? -me preguntó Melford-. Primero vas diciendo que soy gay y ahora dices que soy raro. Me siento ofendido.

En la penumbra de la granja, bajo los ventiladores, parecía más que raro. Tenía un aire vampírico. Su pelo destacaba, la cara se veía alargada y pálida y los ojos eran muy grandes, no como los de un niño, sino como los de un enfermo. ¿Cómo no me había dado cuenta antes?

– ¿Cómo has podido hacerme esto? -exclamé.

Sentí la necesidad casi insoportable de saltar sobre él, pero el arma de Doe me contuvo.

– ¿Me pides explicaciones cuando tú mismo estabas a punto de venderme? Es un poco hipócrita, ¿no crees? Mira, cuando vi que había desaparecido dinero, acudí a Jim y desde ayer lo hemos estado buscando. Y el caso es que nuestras pesquisas nos han traído hasta ti. Al principio pensaba que estabas limpio, pero todo apunta a que me engañaste y cogiste el dinero de la caravana. Será mejor que empieces a hablar.

Melford creía realmente que yo tenía el dinero. Quizá pensaba que todo el asunto de las enciclopedias era mentira, o había descubierto que no le hablé del Jugador. Quizá pensaba que todos jugaban, mentían y manipulaban porque es lo que hacía él, y que mis quejas y mis miedos y mis vacilaciones no eran más que una artimaña para engañarle. Y quizá había matado a Karen y a Cabrón por algo tan sencillo como que quería el dinero, y ahora estaba dispuesto a matarme para conseguirlo.

No lo había visto antes, pero allí estaba. Ideología. La única cosa sobre la que Melford no había mentido. Vemos lo que creemos que tenemos delante, no lo que hay. Nunca vemos lo que hay.

– Eso es una idiotez -dije con una indignación que no me sabía capaz de manifestar. Pero es que era una idiotez. Era una idiotez suprema, cósmica.

Por un momento, Doe me estudió y luego se volvió hacia Melford.

– Tú acudiste a mí, me dijiste que podías ayudarme. No me gustaría descubrir que me estás jodiendo.

– Yo nunca jodería contigo, Jim.

– No me quieras liar, gilipollas.

– Bueno, ¿y qué tal esto? Quiero mi parte y no tengo ninguna razón para joderte.

– ¿Estás seguro de que lo tiene él?

– En este mundo tan loco no se puede estar seguro de nada. Hay quien piensa que lo del aterrizaje en la luna fue un montaje. Aunque, claro, eso no fue en este mundo. -Hizo una pausa y observó la expresión de Doe-. Estoy bastante seguro de que lo tiene.

– Muy bien -dijo Doe-. Vamos fuera.

– ¿Ya no se lo vas a dar a los cerdos? -preguntó Melford.

– Tengo una idea mejor.


Me hicieron caminar hacia la laguna de desechos, bajo un sol deslumbrante. Casi no podía respirar por el miedo y el hedor, y pensé que no quería morir con aquel olor a mierda en la nariz. No quería morir de ninguna manera, pero mis metas se volvían menos ambiciosas conforme las opciones menguaban.

Sabía que Doe y su pistola estarían a unos tres metros detrás de mí, porque le oía caminar con esos andares patosos. Melford estaba entre los dos, porque sospecho que fuera cual fuese el acuerdo que había entre él y Doe no había confianza entre ellos.

Doe me ordenó que me detuviese al borde de la laguna, donde las estacas señalaban el perímetro clavadas en la tierra seca y las moscas revoloteaban con un zumbido ávido y maníaco. Un mangle negro y solitario que sumergía sus raíces retorcidas en el lago proporcionaba algo de sombra.

Doe me dijo que me diera la vuelta. Los dos hombres permanecieron uno al lado del otro, pero solo un momento. Doe le hizo una señal a Melford con el arma.

– Apártate un poco, ve hasta allí. Quiero tenerte vigilado.

– ¿No confías en mí?

– Joder, pues no. Confiaré en ti cuando vea mi dinero y no vuelva a saber de ti. Mientras tanto, creo que me la quieres jugar. Así sobrevive uno en este negocio.

– ¿Significa eso que tú también estás a punto de jugármela? -preguntó.

– Tú quédate ahí y deja de tocarme las narices.

– Buen consejo cuando estás ante un hombre armado al borde de un lago de desechos -dijo Melford. Dio unas zancadas en la dirección que Doe le había indicado, de modo que se convirtió en el tercer vértice de un triángulo equilátero. Seguramente Doe pensaba que ahí podía controlarlo, pero no matarlo accidentalmente si surgía la necesidad de dispararme a mí. Algo así.

Traté de no establecer contacto visual con Melford. La rabia y la impotencia que sentía eran tan grandes que no podía soportar la idea de mirar al causante de aquellos sentimientos. Me había colado en la habitación de un criminal, había fisgoneado en el patio trasero de Jim Doe, había estado en un laboratorio de experimentación animal, había plantado cara a Ronny Neil Cramer y había conseguido a la chica. En resumen, el Lem débil había sido reemplazado por un nuevo Lem que llevaba las riendas de su vida. Y ahora me estaban apuntando con un arma al borde de un mar de mierda por haber confiado en un hombre en el que no tendría que haber creído.

A pesar de mis deseos, establecí contacto visual con Melford. Un destello indecente le pasó por la cara. Me guiñó un ojo al tiempo que señalaba al suelo con un dedo.

Sentí emoción, entusiasmo. Una señal, aunque no muy clara. Lo del guiño lo entendía, después de todo, era una señal universal. Pero ¿qué significaba lo del dedo? ¿Qué significaba todo aquello? ¿Me había traicionado o no? Y si no lo había hecho, ¿qué hacía allí? ¿Qué pensaba hacer con Doe? No, aquello solo podía ser un truco, un engaño para que bajara la guardia, pero ¿con qué propósito?

– ¿Qué te parece ese pozo de mierda? -me preguntó Doe.

– ¿Comparado con otros pozos de mierda o, no sé…, con un campo de naranjos?

– Te crees muy duro, ¿eh?

Tuve que contener el impulso de reír. Doe se estaba tragando mi papel de duro. Algo era algo. No mucho, pero algo.

– Estoy tratando de afrontar una situación difícil -dije.

Melford ladeó ligeramente la cabeza. La mirada picara, el guiño cómplice habían desaparecido. Parecía un ave estudiando el bullicio de los humanos de lejos, con una mezcla de curiosidad e indiferencia. A la luz del sol tenía un aire menos infernal que en la granja, pero solo un poco. Ahora solo parecía cadavérico y mezquino.

– Siempre he querido ver a alguien ahogarse en un pozo de mierda -dijo Doe-. Desde pequeño.

– También te gustaría ver a alguien devorado por los cerdos. En esta vida siempre hay que elegir.

– Bueno, parece que hoy al menos cumpliré un deseo. Antes de que nos pongamos a negociar, quiero que te metas ahí hasta que la mierda te llegue a la cintura. -Y se rió.

Yo miré la laguna. Quería seguir con vida, lejos de las balas, pero no me metería allí. Además, si entraba, estaría más muerto que vivo. No podría escapar. Tenía que huir, pero si lo intentaba acabaría muerto en cuestión de segundos. Mi determinación de morir en la huida se desvaneció como una gota de colorante en la superficie lisa de un lago. Haría lo que me pedía. Trataría de ganar tiempo y cada segundo que pasara esperaría un milagro: un policía del condado, un helicóptero, una explosión… lo que fuera.

– Vamos -dijo Doe-. Muévete.

– Un momento -intervino Melford-. Primero déjale que conteste a unas preguntas.

Doe se volvió bruscamente para mirarle. Por un momento pensé que los puños iban a volar.

– ¿Te me estás volviendo blando? -dijo desafiándolo.

– No es mi blandenguería lo que debería preocuparte -le explicó él-, es el fondo de la laguna. Ahí todo es mierda sedimentada, no hay un fondo sólido. Antes de que nos diéramos cuenta podría haberlo succionado, y entonces nos quedaríamos sin respuestas. Y si no hay respuesta, no hay dinero.

– Bueno, pronto lo sabremos, ¿eh? -Y me hizo un gesto con el arma-. Entra. Quiero ver cómo te hundes en la mierda.

– Pero ese es justamente el motivo por el que no debo entrar -dije, tratando débilmente de utilizar mis técnicas de venta.

Doe se limitó a mirarme con desagrado.

Yo miré la laguna, tan muerta como un agujero negro. Tenía que ir a la universidad, tenía que acostarme con Chitra, tenía que vivir lejos de Florida. No podía morirme en un pozo de excrementos de animales. Era demasiado patético. Pero lo único que se me ocurrió fue el truco más viejo del mundo. Era ridículamente estúpido, pero era lo único que tenía, y lo utilicé.

– Oh, Dios, menos mal -dije señalando por detrás de Doe-. La policía del condado.

El cuello de Doe giró y escudriñó el vacío. No tuve tiempo de ver qué hacía Melford porque me abalancé sobre Doe. No tenía ni idea de lo que haría si conseguía llegar a él. Incluso si lo derribaba y le arrebataba la pistola, seguía quedando Melford. Bueno, me enfrentaría a él cuando llegara el momento. Aún no sabía si viviría tanto.

Calculé que estaba a unas diez zancadas de Doe y ya había dado dos de ellas cuando este comprendió que le había engañado como a un chino. Se dio la vuelta y me miró. Movió el arma.

A los tres pasos empezó a levantarla. Iba a dispararme. Ni siquiera habría conseguido acercarme y ya me habría derribado. Había sido una locura, pero al menos no moriría en el lago. Al menos moriría con dignidad.

Zancada cuatro y apuntó. Pero no me apuntaba a mí. Eché un rápido vistazo y vi que Melford miraba a Doe y también estaba levantando una pistola.

El guiño había sido auténtico. El resto había sido una farsa. Melford no me había traicionado. No. Seguía sin entender de qué iba todo aquello, ni el porqué, pero sabía que Melford no era mi enemigo y que me salvaría.

Entonces oí el disparo. La explosión no procedía del arma de Melford, sino de la de Doe. Había llegado a creer hasta tal punto en la magia de Melford que no se me había ocurrido que Doe pudiera ganar. Cuando Melford entró en la batalla, no dudé en ningún momento que él ganaría.

Seis pasos y lancé otra mirada atrás. Vi un chorreón de sangre saltar hacia el sol ardiente en el cielo despejado. Melford, con los brazos extendidos, caía hacia atrás, trastabillaba con la raíz del mangle, caía en el lago.


Las aletas de la nariz de Doe se hinchaban con rabia.

– Joder, lo sabía…

Pero no le dio tiempo a decir más porque entonces se dio cuenta de que me tenía encima. Estaba solo a tres zancadas.

En su irritación con Melford y su complacencia conmigo, Doe perdió un segundo antes de mover su arma hacia mí, y cuando lo hizo estaba descentrada. Yo sabía que Doe era un buen tirador, y rápido, pero si le obligaba a disparar a la desesperada quizá fallaría.

Solo nos separaban dos pasos. Di una zancada larga, dolorosamente larga. Vi que Doe entrecerraba un ojo, vi el movimiento de su muñeca. Me desvié hacia la izquierda. Doe no llegó a disparar, así que no hubo necesidad de que evitara la bala. Me arrojé hacia delante. Una zancada más y salté en el aire. No había jugado al rugby en mi vida, lo más que había hecho era participar en los brutales partidos de touch football en las clases de gimnasia, y no sabía nada, absolutamente nada, sobre las teorías del placaje. No sabía dónde golpear ni cómo, pero supe lo que tenía que hacer en aquel momento. Cuando me guiñó el ojo, Melford no estaba señalando el suelo, se estaba señalando la entrepierna, quería que pensara en la entrepierna de Doe.

Orientándome con instinto, impulso y escasas nociones de física, aterricé sobre el hombro, con fuerza, y descargué todo mi peso contra sus testículos.

Caímos juntos al suelo. Yo dejé escapar un gemido, pero él aulló tan lastimeramente que casi sonó como un canto tribal. No me pareció que le hubiera golpeado tan fuerte. Sentía que la fuerza del impacto se diluía, se perdía. Pero Doe se encogió en posición fetal. Sus manos, incluida la que sujetaba el arma, volaron a la entrepierna.

Melford tenía razón. Mi placaje debía de haberle dolido, pero no le había dejado fuera de combate. Recuperé el equilibrio, acuclillado y tenso, listo para saltar. A mi lado, inofensivo, Doe se mecía adelante y atrás con la boca abierta, aunque no profería ningún sonido. Las lágrimas brotaban de sus ojos. Eché el brazo atrás y, con toda la fuerza que pude reunir por la rabia, la ira y la frustración, disparé el puño contra el espacio que tenía entre las piernas.

Hice ademán de repetir la operación, pero me contuve. Doe había abierto la boca para dejar escapar otro aullido, pero no le salió. El color abandonó su rostro, sus ojos se levantaron al cielo y se quedó inmóvil.

Me resultaba difícil creer que pudiera haberle matado por un golpe en las pelotas, así que supuse que se había desmayado. Cogí la pistola, pesada y repugnante, de sus manos, y me levanté. Le di un par de golpes con el pie para asegurarme de que estaba inconsciente y me di la vuelta. De pronto había recordado a Melford.

Me volví justo a tiempo para verle hundirse bajo la superficie mugrienta de la laguna.


No sabía si cuando cayó en la laguna ya estaba muerto. No sabía si ya se habría ahogado. Lo único que sabía es que no me había traicionado, que me había salvado la vida. Ahora me tocaba a mí tratar de salvarle.

Corrí a la orilla, junto al mangle, solo a medias consciente de lo que quería hacer. En la superficie, en el punto donde se había hundido, había una ligera hendidura, como si Melford estuviera arrastrando la masa del pozo con él al fondo. Miré a derecha e izquierda buscando algo. Una esperanza quizá, alguna opción que me salvara de hacer lo que no quería hacer. Pero tenía que hacerlo.

Dejé el arma junto a la orilla, respiré hondo y tensé los músculos. Y me quedé helado. No podía hacerlo, no podía. Todo en mí -mi mente, mi corazón, mi estómago, las células que formaban mi cuerpo- me gritaba que bajo ninguna circunstancia debía hacer aquello. Todo mi ser se rebelaba. La misma sustancia de la vida, millones de años de memoria genética primate, se rebelaba contra ello.

Pero lo hice. Salté.


Lo primero que pensé era que se parecía más a saltar sobre un colchón, un colchón caliente y podrido, que a saltar al agua. Lo siguiente que pensé fue que estaba muerto. Una negrura espantosa y coagulada se elevaba a mi alrededor y me succionaba hacia abajo, como si tuviera pesas atadas a los pies. Me llegaba a los pies, a la cintura, al pecho. Sentí que el pánico se desbordaba a las puertas de mi mente y supe que solo tenía una oportunidad antes de perderme en la muerte y la desesperación.

Forcé los músculos, tratando de levantar una mano. Apreté los dientes y finalmente conseguí sacar un brazo de aquel cieno y sentir el frescor relativo de la superficie contra él. De alguna forma, di con una de las raíces del mangle y la agarré con fuerza; sentía su corteza rugosa contra mi piel pegajosa. Con la otra mano, todavía bajo la superficie, empecé a tantear en movimientos circulares y luego descendentes. Aquel lago era profundo y poco profundo a la vez. Movía la mano como podía, tan lejos como podía. Me estiraba cuanto podía, con miedo a perder mi asidero, porque, si eso pasaba, quedaría en medio de la laguna y estaría perdido.

Las ondas pesadas y lentas chocaban contra mi rostro. Notaba el sabor de aquella porquería en la boca, el olor de la que se endurecía ya en mi nariz. Los mosquitos, como minúsculos buitres, habían empezado a zumbar a mi alrededor, el fango tiraba con fuerza de mí, me succionaba, y entonces, de pronto, me di cuenta de que mi boca estaba bajo la superficie. Luego la nariz.

Todo en mí gritaba para que saliera, pero me estiré más, me hundí más. Y entonces noté algo duro… la goma y la lona de una de sus bambas tobilleras. Me incliné hacia delante para asegurarme de que cogía el tobillo, y no el zapato, y con la otra mano tiré de la raíz del mangle.

Salí a la superficie y abrí la boca tratando de respirar. Mal hecho, porque la porquería me entró en la boca y mi estómago se sacudió violentamente. No pensaba vomitar, no todavía. Tenía que mantener el control.

Con la mano libre, hundí los dedos en el suelo y me apoyé en la raíz. Unos centímetros más, y otros más, y entonces fue más fácil. Tenía todo el tronco fuera del cieno, luego saqué una rodilla y la apoyé en la tierra, y luego la otra. Estaba fuera. De alguna forma había conseguido salir y estaba arrastrando a Melford conmigo por la orilla. Lo dejé en el suelo y me senté a su lado.

Melford tenía el mismo aspecto que debía de tener yo, como un hombre de chocolate fundido… eso me repetía a mí mismo mientras trataba de contener las náuseas. No veía los detalles de su figura, así que no sabía si estaba grave. No sabía si estaba vivo. No veía sangre. Y entonces parpadeó.

Sus ojos, muy abiertos, eran como esferas de luz contra la oscuridad de su figura cubierta de heces. Sus ojos se movieron aquí y allá, y hubo un instante de quietud. Y luego, cogió la pistola y disparó, y una vez más oí gritar a Doe.


– ¡Joder! -grité-. ¡Deja ya de dispararle a la gente!

El olor de la pólvora impregnó el aire, pero al cabo de un momento quedó ahogado por el apestoso olor de mi cuerpo. A unos cinco metros, Doe estaba nuevamente tirado en el suelo, agarrándose la rodilla, que le sangraba copiosamente.

– Venía hacia nosotros -dijo Melford. Ahora estaba de pie, oscuro, mojado y con aspecto gelatinoso, como una criatura de un pantano. Igual que yo, supuse-. ¿No quieres saber si estoy bien?

Yo seguía mirando a Doe, escuchando sus gimoteos.

– Sí -dije-. Pero me da la impresión de que sí.

– Sí, eso creo -dijo él. Pequeñas y despaciosas avalanchas de excremento de cerdo caían por su cuerpo y se encharcaban a sus pies-. La bala solo me ha rozado el hombro. No creo ni que haya sangrado, pero la sorpresa me hizo tropezar y, en cuanto caí, la laguna me tragó. Creo que en estos momentos tendríamos que preocuparnos más por cosas como el cólera o la disentería.

Un pensamiento alegre. Entretanto, Doe trataba de arrastrarse con su rodilla buena, de alejarse de nosotros.

– Joder, joder, joder -repetía.

– ¿Te acuerdas cuando te dije que un disparo en la rodilla dolería? -me preguntó Melford-. No era broma. Míralo. Uf. -Sacudió las manos-. Creo que necesito una ducha.

Mentiría si dijera que disfruté viendo a Doe por los suelos, ni siquiera podía decir que ya me había acostumbrado a ese tipo de cosas. Pero se lo había buscado, no había duda. Y el hecho de que yo estuviera cubierto de mierda y meados de cerdo por culpa de sus crímenes reducía mucho mi capacidad de compasión. Aun así, no habría sabido decir si lo que experimentaba era satisfacción o alivio. Me sentía tan asqueroso como puede sentirse un hombre sano, pero estaba vivo, Melford estaba vivo, y no me había traicionado.

– ¿No le podías haber disparado cuando estabais dentro? -le pregunté-. ¿Tenías que asustarme de esta forma?

– Esperaba no tener que dispararle. -Melford inspeccionó su herida con el dedo-. Por consideración a ti, esperaba no tener que dispararle, porque sé que te molestan ese tipo de cosas. De todos modos, quería que saliera del edificio porque tu rescate solo era uno de los motivos por los que estamos aquí. -Miró hacia la nave-. Estaba planeando… ¡Mierda!

No tuve tiempo de mirar, Melford me cogió del brazo y echó a correr llevándome con él. En los últimos dos días habían pasado las suficientes cosas para que echara a correr detrás de Melford sin pararme a mirar. Y cuando por fin miré, lo que vi me cortó la respiración.

Cerdos. Docenas y docenas de cerdos corrían hacia nosotros. No, no hacia nosotros… hacia Doe. Trotaban sobre sus pezuñas, con las bocas abiertas y los ojos desbocados por la rabia. El suelo se sacudía bajo el peso de toda aquella ira contenida, su miedo, la felicidad salvaje de la libertad. Eran demonios, con tumores rojos, feos, gordos, con la boca abierta, los cerdos de los malditos corriendo hacia Doe, que estaba tirado en el suelo, gritando, tratando de alejarse. Se agarraba a la tierra seca, a la maleza, a las carcasas blancas fosilizadas, tratando desesperadamente de impulsarse, como un inoportuno vagabundo del desierto que intenta escapar a la explosión de un ensayo nuclear.

Sus dedos se hundían en la tierra mientras trataba de incorporarse sobre su pierna buena, pero el dolor superaba al miedo y volvía a caer. Se volvió a mirar la laguna y -por un instante lo vi en sus ojos- pensó en meterse. Trataría de pasar a través del pozo de mierda para escapar de los cerdos. Y si lo lograba, pensé yo, sería como una especie de redención.

Y entonces desapareció de mi vista. Los cerdos se lanzaron sobre él y durante un extraño momento solo se oyó el sonido de patas y gruñidos. Luego un grito agudo de Doe, más de sorpresa que de miedo. Sus gritos quedaban casi ahogados por el oink oink furioso de los cerdos que trataban de llegar a su cuerpo. Un oink oink aquí y otro allá.

Melford me hizo rodear la laguna con rapidez y volvimos hacia la nave a tiempo para ver a los cerdos congregados en torno al cuerpo. Los que estaban más atrás permanecían quietos, desorientados, como si acabaran de despertar. Luego, un minuto después, solo hubo silencio. Los cerdos seguían inmóviles, confundidos tal vez, y luego empezaron a deambular y a alejarse de la laguna. Como sonámbulos recién despertados, dejaron atrás la nave y se dirigieron a los árboles.


Melford y yo nos volvimos y vimos a Desiree salir de la nave. Llevaba unos vaqueros de color rosa y el top de un biquini verde. Tenía el cuerpo cubierto de sudor y la cicatriz parecía una herida abierta.

– Lo siento -gritó-. No quería que pasara esto. Se me han escapado. Eh, ¿y a vosotros qué os ha pasado?

– Ha sido un accidente -le gritó Melford a su vez.

– Vale. Oye, necesito unos minutos más. Hay una manguera en el otro lado, cerca de donde tenemos el coche. Mientras me esperáis, podéis lavaros un poco.

Las mudas que Melford llevaba en el maletero de su coche nos fueron muy útiles: Hacía demasiado calor para ponerse una sudadera, pero fue lo único de mi talla que encontré y, una vez me lavé y me quité mi ropa, acepté de buena gana aguantar el calor hasta que tuviera ocasión de volver a mi habitación y ducharme con jabón, como Dios manda.

Melford se limpió con esmero. La herida del hombro tendría unos cinco centímetros de largo, pero no era profunda. Lo ideal habría sido que fuera al hospital, pero en el botiquín que llevaba en el coche tenía una pomada con antibiótico. Se aplicó una generosa cantidad y luego me pidió que sujetara la gasa con cinta adhesiva. Después metió nuestra ropa sucia en una bolsa de basura, cogiéndola directamente con la bolsa para no tener que tocarla. La ató y la metió en una segunda bolsa. Supuse que para que el olor no calara.

Ya no nos quedaba más que esperar a que Desiree terminara lo que estaba haciendo. Los dos nos apoyamos contra el coche, yo con una sudadera, él con vaqueros negros, camisa blanca y bambas tobilleras. De no haber llevado el pelo mojado, nadie habría dicho que acababa de pasar por una prueba tan desagradable.

– ¿Se lo han comido? -susurré al fin, rompiendo el silencio.

Él se encogió de hombros.

– No lo habíamos planeado así. La idea era no hacer daño a nadie. Queríamos liberar a los cerdos, liberarte a ti y dejar que B. B., el Jugador y Doe se las arreglaran entre ellos. Con una pequeña ayuda de las fuerzas de la ley.

No sé por qué pensé que lo mejor era no decir nada de la muerte de B. B. Puede que Melford ya lo supiera, o puede que no.

– Entonces, ¿soltar a los cerdos formaba parte del plan desde el principio? Me dijiste que Cabrón y Karen no tenían nada que ver con los cerdos.

Melford sonrió.

– Has pasado por muchas cosas, pero aún no estás preparado para saberlo. No estás preparado para oír toda la historia.

Me mordí el labio, en parte lleno de orgullo y en parte avergonzado por tener que recitar aquello como un escolar inglés conjugando los verbos latinos.

– Tenemos cárceles -anuncié- no a pesar de que los criminales en ellas se vuelvan más hábiles, sino para eso.

Melford me miró.

– Creo que te había subestimado. Sigue.

Pensé en George Kingsley, el brillante adolescente que Toms me había enseñado, el buen chico que se había convertido en un criminal endurecido. Una mente prometedora, destinada a reformar y cambiar el mundo, ahora estaba despojada de expectativas y ambiciones. Se había convertido en un malvado de por vida.

– En su mayor parte los criminales proceden de las zonas marginales de la sociedad, o sea que son los que menos tienen que ganar de la cultura. Podrían ganar cambiándola o incluso destruyéndola y sustituyéndola por un nuevo orden que les favoreciera. Si ese orden sería mejor o peor, eso es otra historia. No tiene importancia. Y, como están en los márgenes, acaban juntándose con gente que viola las leyes y les enseña a violar las leyes. A veces acaban en la cárcel, y allí aprenden a romper leyes más importantes. Y cuando quieres darte cuenta, aquellos revolucionarios en potencia se han convertido en criminales. La sociedad puede absorber enseguida a los criminales, pero a los revolucionarios no. Los criminales tienen su sitio en el sistema, los revolucionarios no. Por eso tenemos prisiones. Para convertir a los desheredados en asesinos. Eso hace daño a la sociedad, es desagradable, pero no la destruye.

– Uau. -Melford me observó con asombro-. Es eso exactamente.

– ¿Cómo lo sabes?

Melford me miró.

– ¿Qué quieres decir?

– Todos vivimos inmersos en la ideología, ¿no? Entonces, ¿cómo puede ser que tú tengas razón y todos los demás se equivoquen? ¿Cómo sabes que tienes razón?

Él asintió.

– No lo sé. Lo que hace que tengas razón doblemente. Pero confío en mí mismo. Y ahora tú también. Así que ya puedes saberlo todo.

Desiree seguía en la nave. Melford arrancó el coche y puso música a un volumen muy bajo. Miró la nave y vi que se preocupaba por Desiree como yo me preocupaba por Chitra, y eso hizo que me gustara más, que sintiera que lo comprendía mejor. Por muchas cosas disparatadas que hubiera hecho, por muy impronunciables que fueran los principios por los que se regía su vida, en ese momento me pareció alguien amable y familiar.

Había hecho cosas terribles, cosas que yo jamás aceptaría… y sin embargo, a pesar del abismo moral que había entre los dos, estábamos unidos por aquella emoción, el amor que sentíamos por una persona especial y valiente. Y en eso no éramos tan distintos: el vendedor de libros y el asesino. Tal vez, argumentaría Melford, aquello nos unía del mismo modo en que yo había estado unido a los cerdos de la nave, que habían sufrido tormento, confinamiento y pánico, y luego habían conocido la libertad y la venganza.

– Fue por los perros y los gatos -dije para ayudarle a empezar-. Viniste para investigar la historia de las mascotas desaparecidas. Descubriste que Karen y Cabrón las secuestraban y las vendían a Oldham Health Services.

– Eso es. Muy bien. ¿Sabes? De pequeño yo tenía un gato, un gato enorme y atigrado que se llamaba Bruce. Era mi mejor amigo, quizá el mejor amigo que he tenido nunca. Cuando yo tenía dieciséis años, el gato estaba en el patio de un vecino y aquel tipo, un hombre grandullón, un borracho que había sido jugador de rugby en el instituto, lo golpeó hasta matarlo con el casco de rugby… solo por darse el gustazo. Yo no le gustaba, le parecía raro, y por eso mató a mi gato. Bruce era tan persona como el que más. Si existe el alma, sé que Bruce tenía una. Tenía deseos y preferencias, gente que le gustaba y gente que no, cosas que le gustaban y cosas que le aburrían. Sí, quizá no habría sabido cuadrar las cuentas de un libro de contabilidad, o comprender el funcionamiento de la luz eléctrica, pero era un ser con sentimientos.

– Es terrible -dije, sin saber muy bien qué decir.

– Quedé destrozado. Mis padres y mis amigos me decían «Solo era un gato», como si el hecho de que fuera un gato pudiera hacer que me doliera menos. Fui a la policía y lo único que conseguí fue un «Oh, es terrible, pero es tu palabra contra la suya; sus padres dirán que el gato le atacó y trató de arrancarle los ojos». Algo así. Yo insistí, pero la gente empezó a ponerse nerviosa. Los padres del chico que mató a mi gato se quejaron a mis padres por mi insistencia, y mis padres no me defendieron. No, lo que hicieron fue regañarme y finalmente se ofrecieron a comprarme otro gato, como si fuera una máquina de escribir… tanto vale una como otra. Y hasta puede que una nueva funcione mejor.

– ¿Fue entonces cuando pensaste en hacerte vegetariano?

– No, ya hacía años que lo era. Había hecho esa conexión hacía mucho tiempo. Si Bruce era como una persona, entonces también lo era el animal del que procedía la chuleta… simplemente, era una persona a la que yo no conocía. Pero cuando Bruce murió, decidí dejar mi actitud pasiva. Mi madre siempre me había dicho que no estaba bien decir a los demás que no comieran carne. Que era ofensivo. Pero ¿cómo puede ser ofensivo decir a la gente que cese en un comportamiento inmoral? Sería como decirle a un policía que es ofensivo que arreste a un criminal.

– Entonces, cuando descubriste lo de Karen y Cabrón, ¿fuiste a por ellos?

– Es más complicado que eso. Ya hace años que participo en ataques de guerrilla.

– ¿Y el jugador de rugby borracho?

Melford meneó la cabeza.

– Murió trágicamente. Una noche bebió demasiado, se cayó a un estanque y se ahogó. Un asunto muy triste.

– Entonces, ¿vas por ahí matando a gente que mata animales? Es una locura.

– Es justicia, Lem. No me meto con la gente que cría animales para comerlos. No creen que estén haciendo nada malo. Y estoy de acuerdo con el movimiento cuando dicen que nuestra labor es reeducar. Pero a veces la gente que hace daño a los animales es consciente de lo que está haciendo. Cuando me llegó el rumor, un breve sobre la desaparición de mascotas en esta zona, vine a investigar. Mi idea no era resolver el problema por mí mismo, sino ponerlo al descubierto. Pero cuando llegué aquí me encontré con el mismo problema que cuando pasó lo de Bruce. A la policía no le interesaba. Me soltaron un montón de tonterías sobre la falta de pruebas. Pero ¿sabes lo que no dijeron?… Que Oldham Health Services compraba animales perdidos sin hacer preguntas. Te presentas con un animal, dices que es callejero y te dan cincuenta pavos. Y Oldham da mucho trabajo en la zona. Muchos puestos de trabajo y muchos ingresos dependen de su funcionamiento. Así que si no tenían pruebas de que se estuviera secuestrando mascotas para la investigación quizá era porque no querían tenerlas.

– Y decidiste matar a Karen y Cabrón.

– No había otra salida, Lem. Como hoy con Doe. O él o tú. Con Cabrón y Karen… traté de hacer lo más correcto, pero si me hubiera ido sin hacer nada sabiendo que iban a torturar y asesinar a muchos más animales… ¿cómo podría vivir con eso?

Por un momento no dije nada.

– Pero el caso es que estamos hablando de animales, Melford, no de personas. Puedes tener un vínculo con un animal, pero eso no lo convierte en persona.

– Llevamos metidos en esto el tiempo suficiente para que intuya que estás casi de mi lado -dijo Melford-. ¿Crees que está mal que arranquen a los animales del lado de unas personas que los quieren, para torturarlos y matarlos y causar pena y dolor a sus dueños? ¿Crees que hacer eso por dinero es aceptable?

– Por supuesto que no, pero…

– Nada de peros. Está mal secuestrar animales y someterlos a una tortura innecesaria. En eso ya estamos de acuerdo. Muy bien. Entonces, si yo sé que están matando gatos y acudo a las autoridades y las autoridades se desentienden, ¿qué tengo que hacer?

– No sé. Eres periodista. Podrías haber escrito una historia.

– Cierto, podría. Y lo hice, pero mi editor no quiso publicarla. Dijo que no demostraba nada. Hasta pedí a mi padre que los presionara, pero no conseguí nada. Así que en última instancia se trata de detenerlos o de desentenderme con la satisfacción de haber hecho lo que podía.

– Pero eso no puede ser lo correcto. Tiene que haber una solución que no pase por asesinar a la gente que no comparte tus principios.

– Mucha gente estaría de acuerdo contigo, seguramente la mayoría de los miembros del movimiento en defensa de los animales. Jamás aprobarían mis métodos, por más que sus enemigos perpetren crueldades a una escala inimaginable en la historia de la humanidad. Respeto los principios de los pacifistas. Los envidio. Pero alguien tiene que recoger la espada, y ese alguien soy yo. Y no es que lo que hago sea un error, simplemente queda fuera de los márgenes de lo que la ideología permite. Mira a los grandes héroes de la guerra de Secesión. Robert E. Lee. Ahí tienes a un hombre que llevó a miles de hombres a la muerte, que los llevó a matar a miles y miles de hombres, y ¿para qué? Para que los descendientes de la población africana pudieran seguir siendo esclavos. Y hay institutos que llevan su nombre.

– No es lo mismo. Lo entiendo, Melford, de verdad. Pero no puedo evitar pensar que está mal matar a una persona por un animal. No me parece correcto.

– Porque no te molestas en salir del sistema. Tu mente está tratando de liberarse, pero, cuando te alejas demasiado, la ideología extiende sus tentáculos y vuelve a atraparte. No te esfuerzas con el suficiente empeño. ¿Te acuerdas de la nave con los cerdos? Lo tenías delante, lo estabas viendo y seguías diciendo que no podía ser verdad. Tu mente se rebelaba contra tus sentidos porque la información que te daban no coincidía con lo que se supone que tienes que creer.

– ¿Porque aún no me he liberado de la ideología?

– Nunca te liberarás. Puede que ninguno de nosotros lo consiga. Pero no quiero dejar de intentarlo. Haré lo que considere correcto mientras pueda, y si caigo por eso, estoy preparado para afrontar las consecuencias. Había que detener a Karen y a Cabrón, y nadie iba a hacerlo. Así que lo hice yo. Así es como actúo.

Meneé la cabeza.

– Pero no debes hacerlo.

– Claro que no. -Melford asintió-. Tú limítate a repetir esas palabras y el desgarrón en el tejido de la realidad se arreglará solo. Y pronto ni siquiera estarás seguro de haberme conocido. Todo en tu experiencia te dirá que fui producto de tu imaginación, y la realidad de las facturas, los anuncios de la televisión y el cheque semanal se tragará al pobre Melford.

– Te echaré de menos -dije-, pero en parte también lo estoy deseando.


Cuando levanté la vista, Desiree corría hacia nosotros. Sus pechos escasamente cubiertos se movían salvajemente, y no dejaba de gesticular con las manos. No sabía qué quería decirnos, pero parecía importante.

Abrió la puerta de atrás y entró de un salto.

– Corre -le dijo a Melford.

Él pisó el acelerador. Era un coche viejo y no respondió excepcionalmente bien, pero respondió, y ya habíamos llegado al camino de tierra y nos dirigíamos hacia la autopista cuando Melford pudo preguntar.

– Es el laboratorio -dijo ella-. Va a estallar, pero no sé cuánto tiempo tenemos. Mejor nos alejamos de explosiones y nubes tóxicas.

Un buen argumento, pensé. Aun así, sus temores eran innecesarios. Ya estábamos a unos seis kilómetros de allí cuando una densa nube de humo negro se elevó a nuestra espalda. No oímos la explosión, solo la serenata de las sirenas policiales.

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