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El periodista se había ido, convencido de que toda aquella historia era una invención. Al principio parecía reacio, pero unos cuantos cientos de dólares le habían ayudado a ver las cosas con claridad. El Jugador sabía que ese tipo de gente creía que estaba por encima de esas cosas, pero en el fondo no eran mejores que los demás.

Ahora B. B. y él estaban solos. Se puso un poco de vodka en un vaso de plástico del lavabo y sacó el cartón mojado del zumo de naranja del cubo del hielo. Pequeños círculos de hielo cayeron sobre la moqueta marrón; el Jugador los empujó con desgana bajo el tocador mientras mezclaba la bebida.

– ¿Quieres? -le preguntó a B. B., esperando un no como respuesta, porque normalmente B. B. no bebía nada que no fuera su jodido vino elegante. Un destornillador no era lo bastante bueno para él.

B. B. meneó la cabeza.

– No.

– Tenemos cosas de que hablar -dijo el Jugador-. Cosas importantes y estratégicas que siempre se ven más claras con una bebida. ¿No quieres un poco de vino y luego nos sentamos a discutir la jugada?

– No, estoy bien.

Joder, ¿qué problema tenía aquel hombre? Acababan de dejar caer otra bomba y él allí, sentado con cara de subnormal. El destornillador llevaba demasiado vodka, pero se lo bebió de todos modos porque…; joder, ¿por qué no? Luego se sentó a los pies de la cama y miró a B. B.

– Bueno. Vamos allá. ¿Qué piensas del chico?

– ¿El chico? -preguntó B. B.-. ¿Cuál, el mayor?

Por Dios. Aún tenía la cabeza en aquellos dos críos. Su pequeño imperio se venía abajo y él obsesionado con montárselo con los niños de allá afuera.

– Altick. -El Jugador trató de controlar su impaciencia-. ¿Crees que está limpio?

– Sí, yo diría que sí.

– ¿Qué te ha dicho Desiree?

– No ha visto nada raro -dijo, y se volvió hacia la ventana, aunque las pesadas cortinas estaban echadas-. Ha dicho que le parecía normal.

El Jugador tenía la sensación de que ni siquiera había hablado con Desiree. Tampoco es que importara. Estaba claro que Altick ni pinchaba ni cortaba en todo aquello, no era más que un pobre desgraciado que estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado. Aunque eso no significaba que sus problemas se hubieran acabado. Estaba Doe, corrupto hasta la médula; había un periodista metiendo las narices por allí; el jefe estaba obsesionado con los niños, y tenían tres cadáveres flotando en un pozo de mierda. Y Scott, uno de sus chicos, era el que había dado el chivatazo al periodista. Le iba a caer una buena.

¿Por qué lo habría hecho? El Jugador siempre se había portado bien con él y con Ronny Neil. Habría entendido que le traicionaran por dinero, pero ¿hablar con un periodista? Seguro que estaba resentido por algo con Altick. Había sido una estupidez, pero quizá el problema es que no los tenía lo bastante ocupados. Tal vez debería darles más responsabilidad para que estuvieran motivados, encontrar la forma de canalizar la rabia de Scott.

– Bueno, ¿qué piensas hacer?

B. B. reaccionó como si acabara de despertar.

– Necesito recuperar el dinero. No puedo permitir que mi dinero desaparezca así como así.

– Tenemos que afrontar la posibilidad de que Doe esté metido. Y si es él quien se ha quedado con el dinero, no lo recuperaremos sin un poco de violencia. ¿Estás dispuesto a correr ese riesgo?

– Tengo a los DevilDogs en Gainesville -dijo B. B.-. Sabemos que ha sido Doe. Solo tenemos que llamarlos para que vengan y se lo saquen.

El Jugador meneó la cabeza. Se suponía que B. B. era el cerebro, pero cuando aquella zorra no estaba con él se comportaba como un cuerpo sin cabeza.

– En el condado les han puesto las cosas muy difíciles a las bandas de moteros, ya lo sabes. Si los DevilDogs se presentan aquí, el departamento del sheriff no les quitará el ojo de encima. Si un alcalde y jefe de policía tiene problemas o muere, aunque sea un mierda como Doe, se abrirá una investigación. Y si alguno de esos idiotas cae en manos de la poli, estamos jodidos. ¿Crees que tendrán la boca cerrada? Cuando quieras darte cuenta, los de la DEA * * estarán buscando pistas sobre el laboratorio y eso acabará llevándoles hasta nosotros.

– Bueno -dijo B. B., tranquilo-. Entonces, ¿qué hacemos? ¿Cómo recuperamos el dinero?

– Creo que tenemos que convencer a Doe para que lo «encuentre», que comprenda que no le conviene jodernos.

– ¿Y cómo piensas hacer eso?

El Jugador no dijo nada.

B. B. lo interpretó como una señal de que el Jugador también se había quedado sin ideas. Se levantó, caminó hasta la puerta y apoyó una mano en el pomo.

– Esperemos hasta que vuelva Desiree. A ella seguro que se le ocurre algo.

– ¿Y ya está? -preguntó el Jugador.

– Por el momento sí. Ya está. -Y entonces, de pronto, su rostro se iluminó como si algo le hubiera hecho gracia-. Aunque después habrá más. -Y se fue.


Dos vasos más tarde, con la claridad sorda que le daba el vodka, el Jugador abrió la puerta. Era Doe, que estaba apoyado contra el marco, vestido de uniforme, con una botella de Yoo-hoo en la mano.

– He recibido una queja por el ruido -dijo-. Los vecinos dicen que hay mucho ruido en esta habitación.

El Jugador se apartó para dejarle pasar y cerró la puerta enseguida.

– ¿Quieres un poco? -le preguntó levantando su vaso de plástico.

Doe alzó su botella.

– Nunca salgo de casa sin esto.

El Jugador se sentó junto a la ventana.

– Dime, ¿qué quieres?

– He recibido una queja por el ruido -repitió Doe-. Los vecinos dicen que hay mucho ruido en esta habitación.

– La primera vez me ha hecho gracia.

– ¿Y la segunda?

– Mira, esto no son las pruebas para la revista de la Muscular Distrophy Association, así que ¿por qué no me dices qué quieres?

Doe dio un trago y enseñó sus dientes torcidos.

– No me gusta molestarte cuando estás solito en un motel barato bebiendo vodka, y normalmente no lo haría, pero, joder, me parece que te interesará lo que voy a decirte.

– Pues dilo.

– En primer lugar, vamos a dejarnos de gilipolleces, ¿vale? -Caminó hasta el tocador y dejó la botella con fuerza; una grieta se abrió en el conglomerado-. Sé que tú y B. B. pensáis que os he estafado, ¿a que sí? Que yo me he cargado a Cabrón y me he llevado la pasta y ahora estoy tratando de cargarle el muerto a ese crío para salvarme el culo. ¿Es eso?

El Jugador trató de parecer impasible. Sabía que aquello era una confrontación. Doe había ido para salvarse el culo por lo que había hecho o para aclarar las cosas. Bien. Tanto si era lo uno como si era lo otro, poco importaba: había cosas más trascendentales en juego que los cuarenta mil dólares. La continuidad del negocio, por ejemplo. Y el poder. Cuando aquel pequeño duelo terminara, necesitaba que Doe viera en él a una persona dura, decisiva y al mando. Todo lo demás, incluso la pasta, era secundario.

Dio un sorbo a su bebida.

– Sí, es eso.

– Y me imagino que queréis que devuelva el dinero o me enfrente a las consecuencias.

– Sí, por ahí van los tiros.

– Pues tal vez deberíais meteros vuestra opinión por el culo. ¿No lo habíais pensado?

– No, no se me había ocurrido. Pero, ya que lo mencionas, quizá puedas explicarme por qué.

Doe meneó la cabeza con incredulidad.

– En primer lugar, yo no maté a Cabrón. Y eso significa que lo ha hecho otro y que ese otro sigue ahí fuera y tiene la pasta. No me creas si no quieres, pero llevamos en esto el tiempo suficiente para que sepas que si lo hubiera hecho lo diría. Joder, si hubiera robado la pasta y le hubiera matado, al menos reconocería que le había matado. Diría que él trató de estafarnos y le descubrí y que trató de matarme.

– Bueno, ahora que sabemos qué mentiras dirías si estuvieras mintiendo, escuchemos el segundo punto.

– Lo segundo -dijo Doe- es… ¿por qué coño os iba a engañar? Si me dejáis fuera o tratáis de dejarme fuera, estaré peor que si las cosas siguen como están. Saco demasiado dinero con esto, así que, en vez de husmear en mis cosas, piensa con tu jodida cabeza por un momento. No tengo deudas, tengo un montón de pasta en las Caimán. Quiero más, y no pienso echarlo todo a perder.

Todo era cierto. A corto plazo, Doe tenía relativamente poco que ganar con aquello y nada a largo plazo. De hecho, la única razón por la que seguía dudando de Doe era aquel chico, Altick, que decía haberle visto merodeando cerca de la caravana de Cabrón. Pero supuso que eso podía ser por la chica.

Durante unos minutos, permaneció sentado en silencio, pensando.

– ¿Y esos son los dos puntos?

– No, hay uno más. El punto número tres es que B. B. ha llamado hoy a la comisaría tratando de fingir otra voz y ha dicho que tú mataste a Cabrón y te llevaste la pasta. Bueno, no sé quién tiene el dinero, pero a lo mejor no es tan importante, porque lo que está claro es que B. B. ha decidido joderte y seguro que prefieres tenerme de tu lado.

– Si forzaba la voz, ¿cómo sabes que era B. B.?

– Porque es un imbécil y le reconocí. Además, ¿quién sabe que Cabrón está muerto aparte de tú, yo, B. B., y esa puta?

– ¿Y cómo sé que no eres tú el que trata de joder a B. B.?

– Tendrás que decidir a quién crees, porque si B. B. descubre que no voy a por ti, es posible que tenga un plan de emergencia y te coja por sorpresa.

El Jugador terminó su bebida y dejó su vaso de plástico.

– De acuerdo -dijo al cabo de un minuto, un minuto que dejó pasar sobre todo para hacer esperar a Doe-. Lo tendré presente. Pero dejemos clara una cosa. No me importa si te has llevado el dinero o no. Este es tu territorio, y tú tienes que mantenerlo limpio. Comprobaré lo que me has dicho de B. B. Si descubro que me estás engañando, me voy a enfadar mucho. Pero si lo que dices es verdad, tendremos una nueva dirección, y la nueva dirección quiere que soluciones este embrollo. -Se puso en pie-. Porque si no eres capaz de hacer eso, no me sirves. Así que para el lunes por la mañana quiero tener el dinero o que me expliques adónde ha ido a parar. Y si te decides por el número dos, ya puedes esmerarte para convencerme. Y ahora lárgate.

Doe se terminó su botella y la dejó caer en el suelo.

– Eso me gusta -dijo-. Me gusta ese tono autoritario. Es lo que necesitamos por aquí. -Fue hasta la puerta y se dio la vuelta-. ¿Quieres que me ocupe de B. B.?

– ¿Por qué? ¿Es que te va todo tan bien que te sobra tiempo?

– No -dijo Doe-. Había pensado que preferirías no mancharte las manos. Pero haz lo que quieras, jefe.

Cuando Doe se fue, el Jugador se levantó para ponerse otra bebida. Así que ese cabrón de B. B. estaba tratando de joderle… ¿Por qué? En realidad era tan patoso que no le preocupaba. Una llamada anónima. Había perdido el control, pero, aun en el caso de que no tramara nada malo contra él, lo mejor era quitarlo de en medio.

Tal vez sí había un orden en el universo, pensó. Tal vez había una forma de convertir los pasivos en activos. Y, tal vez, pensó, había una forma de convertir la ira inapropiada de Scott en algo mucho más útil.


Después de la poco satisfactoria reunión con el Jugador, B. B. se fue a un McDonald's a tomar un batido de fresa y empaparse un poco del color local. Le gustaban los McDonald's. Siempre había montones de niños felices comiendo aquella porquería con la que tanto disfrutaban. En su trabajo en la Young Men's Foundation él solo veía a niños que no eran felices. Pero los otros también le gustaban.

Se había llevado un periódico, pero no pudo leer. Se quedó mirando la nada, tratando de evitar la mirada del chico negro de ojos grandes que estaba tras el mostrador y que actuaba como si nunca hubiera visto a un hombre bebiendo un batido de fresa. Pero seguro que no era la primera vez, allí debía de pasar con bastante frecuencia.

Después de casi una hora sin nadie interesante a quien mirar, B. B. volvió al hotel. Tendría que haber estado pensando en el dinero, pero eso era trabajo de Desiree. ¿Dónde estaría? No había sabido nada de ella en todo el día, salvo por aquella llamada apresurada en la que le dijo que el chico parecía inofensivo y limpio y que le seguiría un poco más. No era propio de ella no llamar con más frecuencia.

Cuando iba hacia su habitación desde el aparcamiento, vio que en la puerta había un papel sujeto con celo. Era una hoja de color amarillo y con líneas anchas, arrancada de una libreta. Cuando lo despegó, el celo se llevó un buen trozo de la pintura azul aqua de la puerta.

Sería del Jugador o de Doe, tal vez de Desiree. Pero la letra era torpe e infantil.


Señor, mi padre dice que volverá tarde y mi hermano se ha ido con su tía. ¿Puedo tomar ese helado ahora y hablarle de una cosa que me ha pasado con mi padre? Carl, habitación 232.


Dobló la nota y la sujetó con las dos manos. Y luego la desdobló y volvió a leerla. Sostuvo el papel en una mano, luego en la otra, como si pudiera evaluar su importancia por el peso.

¿Sería una broma? Pero ¿quién podía gastarle una broma así?

¿Y para qué? Por otro lado, ¿cómo sabía el niño el número de su habitación? Quizá había preguntado al indio de recepción. Se suponía que no tenía que dar ese tipo de información, pero sabe Dios la idea que tendrían de la privacidad en un país donde el ganado entraba y salía a sus anchas de las casas. Además, Carl no era más que un crío, y seguramente no pretendía nada malo. Carl, pensó. Carl.

Entró en su habitación y se lavó la cara, se peinó y se puso un poco de loción para después del afeitado. No mucha, a los niños no les gustaba, pero lo bastante para oler a hombre maduro y sofisticado. Eso es lo que a los niños de la edad de Carl les gustaba de un mentor. Les gustaba estar en presencia de un hombre que supiera cómo hablar con un niño.

Y no es que Carl valiera tanto esfuerzo. No había razón para pensarlo. Tenía a Chuck Finn esperándole en casa, y él sí lo valía. Aun así, pasar un rato con Carl podía resultar productivo. Desde luego, al chico le sería de ayuda, y al fin y al cabo ese era su trabajo. Lo hacía por los chavales, aunque también por sí mismo. Le gustaba sentirse útil. Y había otra cosa, algo que tenía en la periferia de su mirada, que quedaba justo fuera del alcance de su oído, un olor demasiado impreciso para identificarlo pero lo bastante intenso para que lo notara. Pero no, aún no había llegado el momento, quizá la semana siguiente, quizá con Chuck, pero no ahora.

B. B. se sentía como si se hubiera manchado el traje en la autopista, así que se sacudió la ropa, salió de la habitación, subió la escalera y fue hacia la parte de atrás, hasta que dio con la puerta. A lo lejos oía la música electrónica procedente de alguna habitación. Aquellos idiotas tendrían que aprender a ponerla más baja. Pero la habitación de Carl estaba en silencio. Las cortinas estaban echadas, pero había una luz encendida, y se oía el zumbido del televisor. Antes de llamar, sacó la nota y volvió a leerla, para asegurarse de que estaba en la habitación correcta y de que no había malinterpretado las intenciones del chico. No, no había error posible. Le había invitado.

Llamó con firmeza pero con suavidad. Al menos eso esperaba. Oyó una voz que le decía que entrara. B. B. probó el picaporte y vio que la puerta no estaba cerrada, así que empujó y abrió.

Sobre la cama había un tractor de juguete amarillo, y supo que estaba en la habitación correcta. Pero allí no había ni rastro de Carl e, inexplicablemente, unas láminas de plástico translúcido cubrían el suelo.

– Hola -llamó.

– Ya salgo -dijo la voz, estridente e infantil.

Por un momento B. B. sonrió. Dio otro paso y miró alrededor. Era como cualquier otra habitación de un motel, pero estaba demasiado ordenada para ser un sitio donde dos niños habían estado solos todo el día. La cama estaba hecha, no se veía ropa por ningún lado, y no había juguetes aparte del tractor. La mayoría de las luces estaban apagadas, y el televisor, donde había puesta una comedia, emitía una luz azulada en aquella penumbra. Se oyeron risas y B. B. se acercó un poco más para ver qué tenía tanta gracia.

Y entonces se dio cuenta. La voz que le había contestado no se parecía a la del niño de la piscina. La voz del niño de la piscina no sonaba tan joven ni tan infantil. De hecho, cuanto más lo pensaba, menos le parecía una voz de niño.

Y entonces oyó que la puerta se cerraba.

B. B. se volvió y vio a uno de aquellos idiotas que trabajaban para el Jugador allí sentado. El gordo. Despedía un olor como a meado. Los ojos de cerdo del chico estaban muy abiertos por la emoción y tenía la boca abierta en una especie de sonrisa, como si le acabara de dar el golpe de gracia a una piñata. En ese instante B. B. supo que aquel idiota era la menor de sus preocupaciones.

Se dio la vuelta y vio al otro, Ronny Neil. Ronny Neil también le miraba con una sonrisa. Y sostenía un bate de béisbol de madera con un montón de muescas que indicaban que se había utilizado para cosas muy distintas del béisbol.

– Jodido pervertido -dijo Ronny Neil.

El bate se levantó muy por encima de su cabeza. B. B. alzó las manos para protegerse, pero sabía que no le serviría de nada.

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