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Quizá no es justo, pero el caso es que culpé a mi padrastro de todo lo que pasó aquel fin de semana. Al menos en parte sí fue culpa suya, pero lo curioso es que las cosas salieron como salieron por las dos únicas buenas ideas que Andy tuvo en su vida, dos ideas que cambiaron mi vida para siempre.

Andy tenía montones y montones de malas ideas. Que si solo me compraría ropa nueva cada dos años, que si tenía que esperar hasta los dieciséis para sacarme el permiso de conducir, que si tenía que limpiar la barbacoa cada vez que él la usaba para poder recuperar los fragmentos de carbón aprovechables y reutilizarlos. Esta última me dolía particularmente, porque cuando salía del garaje, cubierto de sudor y hollín, con las fosas nasales saturadas de polvillo negro y escupiendo una flema gris, me resultaba imposible negar la desolación dickensiana de mi vida.

Su primera buena idea llegó el verano después de mi primer año de bachillerato. Andy Roman se había casado con mi madre hacía seis años, y desde entonces yo no había dejado de engordar. Había pasado de flaco a recio y de ahí a gordo, y sin embargo mi madre veía que me llevaba bolsas de Oreos y paquetes de donuts a mi habitación, para comérmelos durante mis maratones solitarios frente al televisor, y no decía nada. Más adelante supe que aquella apatía suya se debía a la gran cantidad de Valium que tomaba. Pero en aquel entonces pensaba que tenía tendencia a la somnolencia y le gustaban las siestas, nada más. Que era normal que algunas personas echaran una cabezadita entre el desayuno y la comida y luego otra entre la comida y la hora de preparar la cena.

Si Andy sabía algo de su querencia por las pastillas -y tenía que saberlo-, no parecía preocupado. A pesar de su adormecimiento perpetuo, que a veces la hacía ir de una habitación a otra con un cucharón de plástico o un guante de cocina en la mano buscando algo que no lograba recordar, mi madre se las arreglaba para tener la casa limpia y preparar las comidas, y eso era lo único que Andy le pedía.

De vez en cuando el hombre trataba de llamar su atención sobre mi sobrepeso, pero mi madre se limitaba a encogerse de hombros y musitaba algo sobre el desarrollo. Andy no estaba dispuesto a tolerarlo, así que un día anunció que, si ella no hacía algo, lo haría él. Es decir, que inició un régimen disciplinado de desprecios para ayudarme a adelgazar. Después de seis meses oyendo cómo me llamaba «foca» y me hacía útiles sugerencias del estilo de «mueve el culo y sal a jugar al aire libre», su método no había dado resultado, así que, en un raro momento de inspiración intelectual, le dio un nuevo enfoque al problema.

– Es hora de que hablemos seriamente -me dijo una mañana cuando estábamos desayunando.

Mi madre, mirándonos a través de las ranuras de sus párpados, ya había anunciado que iba a echarse, así que Andy y yo estábamos solos.

Él tenía cincuenta y tantos, quince años más que mi madre, y parecía que se había lanzado en picado a la vejez. Tenía papada, manchas en la piel y pesadas bolsas bajo sus ojos verdes. A pesar de la rudeza que mostraba conmigo, a él también le sobraban diez o quince kilos. Aún tenía bastante pelo, pero estaba canoso y empezaba a clarearle, y lo llevaba demasiado largo para un hombre de su edad. Jugaba al golf con el celo incansable de un abogado de Florida, que es lo que era, y la continua exposición al sol había dado a su piel el aspecto de una manzana al horno. Aun así, pertenecía a una generación que adoraba el bronceado: mejor tener piel de paquidermo que estar blanco.

Andy se subió sus gafas bifocales con montura negra sobre la nariz, que en los últimos dos años se había vuelto notablemente gorda.

– Sé que quieres ir a la universidad cuando te saques el bachillerato -me dijo-. Pero, afrontémoslo, todo el mundo quiere ir, y tú no tienes nada especial para que te acepten a ti antes que a otros.

Hacía menos de un año, en una especie de epifanía estética, yo me había dado cuenta de que detestaba Florida. Detestaba el calor, los zapatos y los cinturones blancos, el golf y el tenis y las playas y los ruinosos edificios de estilo art déco que olían a gente vieja y las palmeras y a los rednecks y a los ruidosos norteños trasplantados y a los despistados canadienses que nos visitaban en invierno y la poco destacable tristeza de la población pobre y mayoritariamente negra que pescaba su cena en los canales estancados. Detestaba la pata de gallina y las parcelas vacías y arenosas y las serpientes venenosas, los siluros mortíferos, los cocodrilos que comían perros, las inevitables plantas carnívoras, las inmensas cucarachas rojas, las arañas del tamaño de puños, los enjambres de hormigas rojas y el resto de mutantes tropicales que nos recordaban diariamente que los humanos no debíamos estar allí. A un nivel fundamental pero no articulado, yo sabía que eso significaba que odiaba mi vida y quería otra. Desde entonces, no había dejado de hablar de ir a la universidad, de marcharme lejos de allí, como si los tres años que me faltaban solo fueran un pequeño obstáculo.

– Tienes que pensar cómo les vas a convencer de que no eres un perdedor más. -Andy tenía los codos apoyados en la mesa blanca ovalada, y estaba prácticamente metido en el plato con su desayuno de microondas-. Sé que no te gustará oír esto -me dijo-, pero lo que tendrías que hacer es unirte al equipo de atletismo el año que viene. Has tenido buenas notas -tenía una media de 3,9, que a mí personalmente me parecía mucho más que buena-, y está bien que estés en el periódico escolar, pero el atletismo te ayudaría a bordar tu solicitud. -Hinchó los carrillos-. Lo que te interesa es que te vean y piensen «Ahí tenemos a una persona ambiciosa» y no «Ahí tenemos a otro gordo». De esos seguramente ya tienen de sobra.

Enseguida comprendí por qué me había sugerido el atletismo y, en cierto modo, se lo agradecí. Con un equipo deportivo no llegaría muy lejos, no después de mi desastroso experimento con el softball en quinto curso. En cambio, el atletismo tenía ciertas ventajas. Básicamente se trataba de un deporte solitario que se practicaba cerca de otros. Nadie dependía de que yo no la fastidiara, al menos no como cuando una bola venía en mi dirección durante un partido de béisbol.

– Tampoco es que seas ninguna maravilla corriendo -me dijo-, pero si trabajas durante el verano puede que consigas mejorar lo bastante para ser el peor del equipo.

Nuestra casa en Terrapin Way estaba ante un estanque artificial que habían convertido en su hogar peces sin nombre, ranas de colores llamativos, patos con protuberancias en el pico y, ocasionalmente, algún caimán itinerante. Andy anunció que había señalado la circunferencia de la carretera que lo rodeaba exactamente a media milla.

– Este es el trato -me dijo, dando golpecitos con su uña bien cuidada contra el tenedor-. Tienes que practicar. Hasta que empiece el próximo curso, te daré un dólar por cada kilómetro que corras, y diez dólares cada vez que consigas correr cinco kilómetros seguidos.

Parecía una buena oferta. Jo, seamos sinceros, era una oferta realmente generosa, un raro momento de inspiración paternal, aunque era consciente de que en parte Andy solo quería demostrar que tenía razón. Aun así, seguía siendo un buen trato, por mucho que nunca hubiera sido un buen corredor. En clase de gimnasia, cuando nos ponían a dar vueltas, yo siempre era el primero que se rendía y acababa caminando, con la mano en el costado por el flato, mientras los otros pasaban a mi lado con mirada de desprecio. El dinero podía motivarme, sí, pero era humillante que me ofrecieran dinero para hacer lo que los otros chicos hacían por sí mismos sin ningún problema.

Así que dije que no. No quería salir allá fuera a sudar mientras Andy me veía tratando de correr un kilómetro. No quería pasar resollando delante de la casa y oírle decir «Venga, foca, sigue».

Pero el caso es que quería adelgazar. Quería hacer régimen, y si hasta entonces no lo había hecho era porque habría sido como darle la razón a Andy, como decirle que había hecho bien en llamarme «foca», y «culo gordo» y «bola de sebo» todo ese tiempo.

Y sabía que el atletismo podía ayudarme. Andy solo lo mencionó una vez, así que decidí que podía hacerlo sin comprometerme. Podía hacer régimen a la vez que entrenaba, aunque lo del régimen pasaría como una necesidad para mantenerme en forma, y no como una manera de adelgazar. Y jamás habría aceptado su dinero por hacerlo. Tenía que mantener a Andy al margen de mis esfuerzos por adelgazar.

No estaba dispuesto a entrenar por Terrapin Way. Muchos chicos de la escuela residían en Hibiscus Way, nuestra zona, e incluso había algunos que vivían en las casas que rodeaban el estanque. No quería que me vieran… al menos no hasta que corriera sin dificultad, hasta que pudiera correr cinco kilómetros seguidos. Necesitaba escudarme en el éxito, porque ellos también se divertían llamándome «foca», «bola de sebo» y «pedazo de carne», no «culo gordo», como me decía mi padrastro por su sentido del decoro. En vez de salir directamente a correr, me metí en mi habitación, me puse mis bambas, encendí la radio y empecé a correr allí dentro. Al principio no aguantaba más de diez minutos, luego quince. Al cabo de una semana podía correr durante media hora, y tras una semana así supuse que ya estaba preparado para salir.

Me imaginaba mi regreso triunfal al instituto: delgado y atlético. Y con la ropa nueva que Andy tendría que comprarme, porque la vieja se me habría quedado grande, me vería hasta guapo. Aquellos matones tendrían que buscar otra víctima con quien meterse.

Nunca me lo creí realmente, e hice bien. Ese tipo de transformaciones son la base de las películas hollywoodienses para adolescentes, pero no se producen en la vida real. En el cine, la chica fea se pone ropa nueva, se cambia el peinado, se quita las gafas y -¡tachan!- se convierte en la chica más popular del instituto. En la vida real, cuando los que somos como yo tratamos de subir de nivel, nos aplastan, nos cortan las extremidades y nos meten en una caja. Aquel septiembre volví al instituto en forma, pero siguieron llamándome «culo gordo» hasta que me gradué.

Pero la fantasía era motivación suficiente para mí. Empecé a correr cuando Andy estaba en el trabajo y mi madre salía a hacer algún recado. No quería que lo supieran. Al menos hasta que pudiera correr cinco kilómetros seguidos. Aquello resultó más fácil de lo que yo pensaba y, seis semanas después de haber empezado a correr en solitario en mi cuarto, le dije a Andy que estaba preparado para probar con el atletismo en el próximo curso.

– Bien -dijo él encogiéndose de hombros con expresión incómoda.

Estaba claro que se arrepentía de haberme ofrecido el dinero y ahora quería evitar por todos los medios que lo sacara a colación.

Bueno, el caso es que no me fue nada mal con el atletismo. Entré en el equipo, y respondía bastante bien en competición. No destacaba como velocista, pero era bueno en fondo, y en algunas de las carreras más largas hasta logré llegar tercero y ocasionalmente segundo. Aquello bastaría para ayudarme a entrar en la universidad, y ni siquiera era el más lento del equipo.


Su segunda buena idea llegó algo más de medio año después, durante las vacaciones de invierno de mi segundo curso. Estaba tumbado en mi cama, leyendo, cuando oí que llamaban a la puerta de mi habitación. Ya habían pasado un par de horas desde la cena, y oía el televisor de la salita, donde mi madre se habría quedado dormida en el sofá, con el diseño de manzanas de la naturaleza muerta que llevaba haciendo en encaje de aguja desde hacía nueve meses en el regazo.

Andy no esperó a que contestara. Abrió la puerta y asomó la cabeza.

– ¿Qué está pasando aquí? ¿Algo malo?

Me senté y cerré el libro. Por un momento Andy no dijo nada, se limitó a quedarse apoyado contra el marco de la puerta con una sonrisa feroz. Sus gafas con montura gruesa y rectangular se le habían bajado por el narizón.

– Creo -anunció- que tendrías que pensar en una de las universidades de la Ivy League. Preferiblemente Harvard o Yale, aunque Princeton o Columbia también estarían bien. O incluso Brown o Dartmouth. -Andy había estudiado en la universidad de Florida, y se había sacado la licenciatura en derecho en una facultad local sin reputación nacional. Y sin embargo parecía muy enterado de los entresijos de las universidades de la Ivy League -. Evidentemente, yo no esperaría ninguna ayuda de tu padre.

Mi padre vivía en algún lugar de Jamaica, donde trabajaba de guía turístico en inmersiones y, a juzgar por las conversaciones que oía, fumaba prodigiosas cantidades de marihuana. Me lo imaginaba sentado en una playa, en un círculo de rastafaris con los ojos vidriosos, dando ociosas caladas a un porro del tamaño de un puro. Algunos de mis amigos habían descubierto el reggae, pero yo no soportaba las ansias políticas de Bob Marley, ni la ira de Peter Tosh, acentuada por el cannabis o los brindis de autoalabanza del Yellowman… no cuando mi propio padre se había ido y llevaba una vida de rasta blanco. Además, había dejado de pagar mi pensión como padre y hacía dos años que no sabía nada de él, desde que llamó una cálida noche de abril, borracho, para desearme un feliz decimoquinto cumpleaños. En realidad eran trece, y los tenía desde enero.

– No sé si vale la pena que vaya a un sitio así -dije yo. Estaba confuso, y presentar un contraargumento me pareció la mejor forma de pararle los pies a Andy-. No sé, si es tan caro…

Nunca se me habría ocurrido ir a una universidad de la Liga. Siempre había pensado que estaban reservadas a los chicos guapos, privilegiados y encantadores, y a las ricas herederas con sonrisa espontánea y los mofletes sonrosados de pasar las tardes haciendo esquí.

– Si mantienes las notas y consigues buenos resultados en las pruebas de acceso -dictaminó-, puedes conseguir una beca. Y el hecho de estar en el equipo de atletismo ayudará. Te rebajarán mucho el precio, y podrías pedir algún préstamo. Y si con eso no hay bastante para pagarlo -anunció con gesto magnánimo-, ya se nos ocurrirá algo.

Andy puso la semilla. Yo siempre me había considerado un chico listo, siempre me había sentido capaz de hacer cosas inteligentes, pero ir a Harvard o Yale… Eso estaba fuera de mi alcance, como ser astronauta o embajador en Francia. Aun así, Andy lo sugirió, y yo lo quería. Quería las oportunidades que podía darme un título de la Liga. Podía convertirme en un historiador importante, o dirigir películas, o entrar en política. Cuando Andy lo puso sobre la mesa, supe que era la salida, una salida a un futuro genuinamente lejos de Florida.

El verano siguiente, cuando fui a visitar a mis abuelos en New Jersey, lo arreglé todo para visitar Columbia, Harvard y Princeton en tres fines de semana diferentes. Aunque cada año iba a ver a mis abuelos, que vivían a cuarenta y cinco minutos de Nueva York, en el condado de Bergen, cuando fui al campus de Columbia en el Upper West Side no había estado nunca en la Gran Ciudad. Enseguida me dejé seducir y me fui totalmente convencido de que quería estudiar en la Universidad de Columbia.

De hecho, en el momento en que el coche pasó por el puente George Washington supe que, en el fondo de mi mente, siempre había conocido Nueva York. Quizá había asimilado lo que era la ciudad por el cine. Debía de haberla visto en la pantalla cientos de veces, pero nunca significó nada para mí, no era más que un paisaje urbano distante. Pero en la realidad, sobre el terreno, con el ruido y la gente, los chicles pegados en las aceras y la basura y los sin techo, me pareció algo totalmente distinto. Había descubierto la antiFlorida.

– Columbia está bien -me aseguró Andy- y, si es el único sitio donde puedes entrar, estupendo. Pero no tendría que ser tu primera opción. Harvard es la mejor. -Cruzó los brazos con autoridad, aunque lo más cerca que había estado él de Harvard era el aeropuerto de Logan, en el puente aéreo.

Al final, aquello no tuvo importancia, porque Yale, Harvard y Princeton rechazaron mi solicitud. Columbia la aceptó, como hicieron inopinadamente Berkeley y mi seguro, la Universidad de Florida. Cuando recibí la carta de admisión, una lluviosa tarde de sábado, corrí a decírselo a Andy, que estaba descansando en su asiento reclinatorio en la salita, viendo un partido de golf por televisión.

– Columbia -comentó-. Algo es algo, si Harvard y Yale te han rechazado…

– No me lo puedo creer -dije yo. No dejaba de andar arriba y abajo, porque estaba demasiado exaltado para quedarme quieto-. Voy a vivir en Nueva York. Qué pasada.

Andy puso cara larga, clara señal de que las cosas iban a ponerse feas. Meneó la cabeza mientras se preparaba para aguarme la fiesta.

– Piénsalo bien. La Universidad de Florida no está mal. Si vas a Nueva York te atracarán.

– Hay millones de personas en Nueva York. No pueden atracarlas a todas.

– Atracarán a otros, pero a ti no, ¿verdad? ¿Eso crees? ¿Qué pasa, que tú estás exento?

– No vale la pena preocuparse por eso.

– Bueno, pues yo recibí una educación muy buena en la Universidad de Florida. ¿No te parece lo bastante buena para ti?

– No quiero ir a la Universidad de Florida, quiero estudiar en la de Columbia. Fuiste tú quien me dijo que tratara de entrar en una universidad de la Liga.

Andy encogió los hombros y miró por encima de mi hombro para ver a alguien fallando un putt de un metro.

– Sí, y lo has logrado. Yo solo digo que quizá no te interese estudiar en la Universidad de Columbia. En Harvard o Yale, sí. Pero te han rechazado. Quizá han visto algo en tu solicitud y han decidido que no eres bueno. ¿No crees que te estarías rebajando si dejas que Columbia te acepte como premio de consolación?

– Eso que dices es tan estúpido que ni siquiera sé cómo llamarlo.

– Si tuvieras un vocabulario más amplio quizá te habrían aceptado en Harvard. Yo creo que la universidad estatal es mucho mejor. No querrás convertirte en uno de esos esnobs de la Ivy League, ¿verdad?

No pensaba dejar que me convenciera. Lo bueno de Columbia era que allí nadie me conocería. No me encontraría con nadie del instituto ni de mi barrio. Cuando decía dónde me iba a matricular, la mayoría pensaban que les estaba hablando de Carolina del Sur. En la universidad ya no sería el perdedor que antes estaba gordo… sería quien yo dijera que era. No solo podría escapar de Florida, sería una ruptura, quizá la más importante que podía esperar en mi vida. No pensaba desaprovechar la oportunidad.

El día de la graduación, mientras bebía un refresco de naranja con mi familia antes de salir con mis amigos a una fiesta de un primo de uno de ellos, Andy me llevó a un aparte.

– ¿Sabes? -me dijo-, he estado mirando tus papeles para la solicitud de Columbia. Quizá no es el mejor momento, pero no sé cómo piensas pagarlo. Incluso con las becas y los préstamos, necesitarás otros siete mil dólares anuales. Eso son casi treinta mil dólares. ¿De dónde piensas sacarlos?

Yo miraba al suelo.

– Me dijiste que me ayudarías.

– Y ya lo he hecho, ¿o no? -No le pregunté en qué, porque invariablemente me habría venido con algo del estilo de «No te ha faltado un plato en la mesa y blablablá»-. Vamos, Lem. No soy tu padre. Tu padre anda por ahí perdido, fumando hierba y persiguiendo nativas en top-less. Uga buga -añadió abriendo mucho los ojos-. Tendría que pagarlo él. ¿Le has preguntado alguna vez por el tema?

– No sé cómo ponerme en contacto con él.

– Entonces, ¿quieres que lo pague yo todo sin haberle preguntado siquiera a tu padre?

– Dijiste que me ayudarías -fue lo único que conseguí decir.

Era el día de mi graduación, y Andy se había estado reservando aquella bomba para soltarla en el momento en que hiciera más daño.

– Vamos. La Universidad de Florida está bien.

– No pienso ir -dije tratando de evitar el tono llorica-. Estudiaré en Columbia.

Andy sonrió y meneó la cabeza.

– Entonces, creo que tendrás que ganar mucho dinero este verano, ¿no te parece?

Al día siguiente llamé a la oficina de admisiones de Columbia y conseguí un aplazamiento. Y empecé a investigar. ¿Cómo podía conseguir treinta mil dólares en un año? No tardé mucho en descubrir que las ventas eran la mejor salida. Y las enciclopedias parecían el comienzo perfecto.

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